El caminante
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Desde aquel triste suceso, los años van pasando con la sombra del fallecido siempre presente en todos ellos, sin ser conscientes de que el destino les tiene reservado un laberinto de secretos inconfesables que, cuando salgan a la luz, harán temblar las apacibles vidas de los moradores de Montepardo de la Duquesa.
¿Qué realidad se esconde en las favelas de Río de Janeiro? ¿Quién es esa persona cuyas facciones son idénticas a la persona que murió unos años atrás y que involucra a unos y otros?
El caminante es una novela de suspense constante que atrapará al lector desde la primera página.
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El caminante - Juan Ignacio González Montejano
DICHOS DE UN CORAZÓN DE DIAMANTE
¿Qué dedo me corto?, ¿de cuál me separo?, ¿cuál de mis frases sientes como tuya?, ¿cuál de mis dichos más te ha marcado?
Que si la zapatilla me quito y a dormir calentico, de comer hay comida o voy a hacer un recado.
¿Qué dedo me corto?, ¿de cuál me separo?
No hay una perra, como coja camino, no hagas eso que te, que te, mira a ver si tu padre vino.
¿Qué dedo me corto?, ¿de cuál me separo?, mis ocho almas, mis hijos, siempre estaréis a mi lado.
Frita como un chicharrón o porque lo dices tú, que si eres mujer o porque te lo digo yo.
¿Qué dedo me corto?, ¿de cuál me separo?
Prólogo
Y así resulta imposible llegar a resolver el enigma de cuándo se producirá el acontecimiento que lo cambiará todo, que dará inicio a esa chispa, a ese instante que te coloca en la verdadera casilla de salida, con el que se emprenderá un camino de no retorno que acabará tejiendo la historia de tu propia vida, de la vida de cada uno de nosotros.
Porque, al fin y al cabo, ¿qué conforma ese camino si no se trata de la distancia recorrida y que transcurre entre cada nueva experiencia?
Y durante todo ese trayecto, esa senda, ese camino, el tiempo que discurre es cambiante. Días afligidos y tristes se entrelazan con otros dichosos, y, a cada paso dado, amor, desamor, sosiego, dolor, desilusión, alegría, esperanza... Toda una amalgama de sentimientos y sensaciones variopintas que siempre serán parte de la mochila en ese extraordinario y efímero peregrinaje que simple y llanamente comporta la vida misma.
Esa vida que confluye ramificada junto a otros caminos, de ahí que cada decisión tomada o no, cada frase enunciada o callada, cada obra, cada acto omitido o llevado a cabo acabará teniendo repercusión y consecuencias que determinarán la dirección y devenir del resto de caminantes que coinciden a tu lado en algún punto.
De todo eso trata El caminante. De cómo tras la idea primigenia de buscar a alguien pueden llegar a descubrirse las casualidades e imprevistos más inverosímiles, los reencuentros más demenciales, las sorpresas más inusitadas... Todo mezclado en un entramado de mentiras, medias verdades, desgracias personales y superación, junto un final tan mordaz como insospechado.
CAPÍTULO 1
Duele, ¿verdad?
—Una ambulância, Tiago, pegue o telefone e peça ajuda, vamos lá!
—Companheiro, por Deus, volte! Você prometeu, Danilo e seu futuro depende de você, meu amigo!
—¡Vamos, abre los putos ojos! ¡Piensa en Danilo, tío, tienes que luchar!
A pesar del miedo y el agobio, esa poderosa y terrible angustia ―ante la que en mil ocasiones su amigo hizo alarde de afrontar con entereza e incluso indiferencia, llegando a rozar la locuacidad― no estaba siendo procesada con la misma mesura y templanza por parte de Joao, quien observaba aturdido a su vez como su amigo y compañero se desangraba a través de una herida infligida a escasos centímetros del corazón, causada por una bala disparada por parte del malnacido que instantes antes se la había dispensado de forma gratuita e inexplicable, sin mediar palabra alguna.
Hacía tiempo que el hombre que se encontraba postrado en el suelo frío de esa sucia y degradada callejuela había abandonado la idea de portar, como prenda indispensable para llevar a cabo su tarea, el chaleco antibalas que le proporcionaba protección y seguridad, esperando que por fin y de una vez por todas un proyectil o un trozo de metralla hiciese blanco en su cuerpo. Procediese de donde procediese, no haría culpable a nada ni a nadie de su trágico destino, daba igual que surgiera de fuego amigo u oponente. Y al fin parecía que había llegado el momento, ese dulce momento en el cual dejar de lado ese resquicio de monótona vida sin expectativa ni demanda de ilusión alguna para sí mismo, hastiado de ver tanto sufrimiento, decepcionado con la condición humana en su más amplio sentido.
La cámara fotográfica que instantes antes portaba en sus manos y con la cual capturaba todo tipo de detalles de los asentamientos y gentes de la favela Fazenda Coqueiro, una de las más extensas de Río de Janeiro, se encontraba a unos cinco metros de distancia. Arrojada en la vía pública ―el sustantivo de vía quedaba exagerado para dicho camino-senda entre chabolas―, el teleobjetivo se había partido por la mitad debido al brutal golpe al caer. El tiempo parecía haberse detenido, ralentizado, fluía extraño, transcurría de idéntica forma que si lo hiciese entre fotogramas, como si de un sueño a retales por partes se tratase.
—Ñao me foda, ñao me foda, vamos lá, volte agora!
Joao apretaba fuertemente la herida con un trozo roído de su camiseta de tirantes azul. A pesar de haberse visto envuelto involuntariamente en alguna que otra pelea en su Lisboa natal debido a los celos que ofuscaban a los enfurecidos novios de las chicas que se sentían atraídas por él, le violentaba cualquier tipo de circunstancia similar. Había tenido referencia de muertes violentas en las favelas brasileñas a través de algún reportaje dominical que la televisión portuguesa ofertaba en su programación semanal, pero ahora lo estaba viviendo en primera persona, el que ahora yacía en el suelo no era otro que su amigo y Joao era ante todo… hombre de paz.
Joao, hombre de complexión atlética, unos ciento noventa centímetros de fornida presencia, rozando los treinta y uno, bien llevados, muy bien llevados, piel agradecida color caoba, pelo moreno, rizado, labios gruesos y carnosos, ojos de un azul tan profundo que ejercían un influjo inquietante, entre admiración y sorpresa, no era de extrañar que tanto él como su malherido amigo fuesen asediados por parte de mujeres tan variopintas como bellas durante las noches frenéticas que se dispensaba en la zona del barrio Alto de la capital lisboeta y discotecas circundantes bajo el puente del Veinticinco de Abril. Se conocieron por primera vez en un club de ambiente africano con música en directo, un lugar donde se exaltaba el cóctel de mestizaje y fusión de composiciones y danzas de diversos países.
Joao era el hijo único de un prestigioso y acaudalado arquitecto de la capital portuguesa de nombre Adalberto Botelho, quien contrajo nupcias treinta años atrás con una bella y escultural mujer de Cabo Verde, Isla de Fogo, de nombre Cesária. Adalberto Botelho se había granjeado buenas e influyentes amistades entre empresarios y políticos de varios países. Con fama de hombre sosegado y seguro, embaucaba a conocidos y clientes mediando no poca dosis de confianza y buena gestión en cada edificación u obra llevada a término y que oportunamente publicitaba promocionando a su vez nuevas ejecuciones. Por el año 2005, entreviendo el más que factible auge económico de aquellas maravillosas islas icónicas que constituyen el archipiélago de Cabo Verde y habiéndose priorizado en la última década reformas ingentes y privatizaciones en el sector turístico ante la seguridad jurídica que recientemente se estaba instalando en el país, Adalberto aprovechó esta circunstancia haciendo valer su reputada fama para ganar muchísimo dinero a través de la construcción de varias cadenas hoteleras de renombre.
Mientras su padre acrecentaba el patrimonio familiar, Joao se formaba en la Universidad Técnica de Lisboa en Ingeniería Genética y Virología. Cualquiera diría que su propio genoma había sido manipulado sistemáticamente en una probeta mediante alguna metodología que finalmente y como consecuencia de ello aportó a cada una de las partes de su cuerpo su imponente aspecto. Era un poco cómico el ver como las chicas reían clamando que no hacía falta que se inventase que era licenciado en dicha disciplina, ya que con su porte sobraba para sentirse atraídas por él. No obstante, además de la licenciatura y tras años de carrera, había obtenido un doctorado mediante un estudio realizado en un laboratorio de Berlín en base a coincidencias sobre algunas mutaciones víricas, así como la elaboración preliminar y en pruebas de un fármaco susceptible de poder llegar a combatir la resistencia de algunos tipos de virus ―trabajo que nunca vio la luz toda vez que una empresa dedicada al sector de la farmacéutica se otorgó la titularidad de la investigación efectuando el desembolso de grandes emolumentos al laboratorio con la promesa de dar curso a dicho descubrimiento, si bien pasados ya varios años nada se sabía del mencionado fin, pues probablemente su verdadera intención fuera callarlo, ya que lo que siempre ha aportado pingues ingresos e ingentes cantidades de dinero no es otra cosa que la cronificación de las enfermedades―.
Joao no ansiaba dinero, había vivido gracias a su padre prácticamente en la opulencia, no deseaba reconocimiento, condescendencia o gratitud alguna, solo registrar su hallazgo y ponerlo desinteresadamente a disposición de todas las personas, de cada organización y estamento global, de cada empresa, ¿de quién…? Desde los albores de los tiempos la vanidad humana ha prevalecido sobre la caridad y la empatía ante el dolor y sufrimiento ajeno.
Dado que, hiciera lo que hiciera en el campo de la investigación, incluido conseguir una posible solución a varias dolencias, su trabajo sería siempre afanadamente enmudecido ante los oídos de aquejados y enfermos, dejó de transigir con todos y cada uno de los laboratorios por donde fue plasmando a su paso sus inquietudes y conclusiones.
Tiago había telefoneado con un viejo y obsoleto terminal a urgencias médicas, si bien una vez realizada la llamada y puesta en conocimiento la ubicación, zona alta de favela Fazenda Coqueiro, el interlocutor alegó la imposibilidad de mandar ayuda alguna, tenían instrucciones de que debían prestar asistencia siempre en compañía y con protección policial, no encontrándose disponible en ese momento ninguna dotación debido a unos altercados que se estaban ocasionando en la otra parte de la ciudad, a la vez que reyertas y detenciones en otras favelas de la inmensa urbe.
Tiago, resignado ante la adversidad, trasladó a Joao lo que le habían manifestado de forma aséptica, como si de un puto contestador se tratase, sin ápice alguno de interés.
Ese hombre, ese que yacía en la callejuela, expuesto, desvalido, indefenso, que inicialmente añoraba el fin de su existencia y que había ansiado que su muerte fuese precisamente de esta forma, abrió los ojos de repente…
—¡Joder, qué dolor! ¡Mierda! ¡Me cuesta respirar!
La ensoñación de una muerte rápida, dulce e indolora se había desvanecido de forma tan precipitada como igualmente rauda fue la bala en llegar hasta su dolorido cuerpo. Comprobó por sí mismo que dicho deseo no había sido otra cosa que figuraciones en su mente, parecía mentira, después de haber visto morir a tantos hombres, habiendo envidiado su trágico final, ahora él estaba comenzando a cambiar la bucólica opinión de aquel desenlace.
—No vas a hacerme esto, tío, no te voy a dejar hacerme esto. ¡Levanta!
Mediando en él mismo una inusitada fuerza, conminó a Tiago a que le ayudara con su amigo, para levantarlo en volandas del suelo mientras entre ambos obturaban la lesión.
Comenzaron a deambular de forma torpe e inconexa, Joao a la izquierda y Tiago a la derecha del maltrecho desventurado.
Cada escaso tramo recorrido era vigilado por parte de los moradores de cada chozo de favela Fazenda Coqueiro, si bien nadie intervenía, nadie parecía condolerse de aquellos sujetos que requerían auxilio a cada paso dado, amparo que no fue dispensado a pesar de aquellas miradas inertes en su expresión de todo atisbo de empatía.
Cuando parecía que estaba todo perdido y que de ninguna forma llegarían a tiempo a la zona baja del asentamiento, lugar donde podrían solicitar el traslado a algún centro facultativo, un hombre menudo, delgaducho, de pelo moreno a media melena, barba de varios días, pero bien cuidada, tez blanca algo amarillenta, pasados ya los cuarenta, con aspecto doliente y achacoso, se dirigió hasta los foráneos y les instó a que con premura introdujesen a su colega en la parte trasera de una furgoneta azul descolorida y oxidada, tipo pick-up, que bien podría definirse como una especie de tartano deteriorado, confeccionado pieza a pieza con partes de otros vehículos, siendo el rugir de su motor análogo al de una motosierra en apuros.
Subieron torpemente a su amigo a la furgoneta, en el mismo instante que súbitamente volvió a desvanecer…
—Acelere, amigo, ñao há tempo!
Transcurridos quince interminables minutos y tras callejear entre edificios y construcciones erigidas de forma absurda e incoherente en la colina, llegaron hasta la unión de una carretera que daba trayecto a una zona de la ciudad algo más desarrollada y a su vez segura, como si se tratase de la desembocadura de un afluente en su río principal que cursaba sus aguas hasta el mar.
De forma ininteligible, una ambulancia había llegado al mismo tiempo que ellos, como sincronizada, a ese trozo de asfalto esperanzador. Lo que desconocían tanto Joao como Tiago es que el piadoso conductor de ese destartalado vehículo había telefoneado instantes antes a un conocido, quien casualmente le debía el favor de haber encontrado trabajo como chófer de equipo de emergencia metropolitana por medio de su influencia. A su vez, el agraciado había requerido el favor de un enfermero amigo para que le acompañase a la práctica del traslado.
En el instante en el cual procedían a transferir al herido entre vehículos, este entreabrió nuevamente sus ojos. Viendo de forma desdibujada y confusa, extendió sus brazos y, dirigiéndose a quien cooperó de forma desinteresada bajándoles hasta la carretera en su pick-up, balbuceó…
—¡Ron! ¡Ron! ¡Eres tú! ¡Eres tú!
Tras lo cual se fundió nuevamente en una preocupante somnolencia debido a la extremada pérdida de sangre.
Antes de emprender el camino hacia el hospital más próximo, Joao interpeló al altruista individuo por su nombre, a lo que este alegó:
—Marcelo, meu nome é Marcelo.
—Obrigado, Marcelo.
CAPÍTULO 2
Tiempos de transformación
Montepardo de la Duquesa no era un pueblo al uso, emanaba cierto toque bucólico, campestre. En lo alto de un monte de exigua elevación se alzaban las ruinas de lo que en su día fue un enclave fortificado testigo de singulares momentos de la historia de España. Construido a fin de otorgar defensa y bastión ante el avance raudo y frenético de los sarracenos, había sido asediado y sitiado durante varios años hasta su caída final a manos de un general del califato de Córdoba.
Las murallas exteriores, altas y robustas en sus orígenes, debido al inexorable transcurso del tiempo habían dado paso a una especie de dispersos y escasos amontonamientos de piedra.
La parte central del castillo fue restaurado a mediados del siglo xviii por un conde residente en Madrid, que, prendado del paraje, procedió a la recuperación para sí de tan sobrecogedora ruina, conminando a la que era su esposa a realizar un cambio de residencia desde la capital del reino hasta dicha ubicación.
De todo aquel despropósito surgió finalmente la denominación del pueblo: Montepardo de la Duquesa. Las definiciones de monte y de duquesa eran inherentes a la vista y a la historia del lugar, a la vez que el color parduzco le fue otorgado por parte de sus habitantes recurriendo a la tonalidad de las inmediaciones de la loma en la que se asentaba el poblado y su castillo.
A escasos metros de las ruinas, junto a una atalaya de vigilancia igualmente semiderruida, se encontraba una laguna de escasa profundidad, cenagosa, y a la cual se le atribuían ciertas propiedades de mejoría y curación respecto a algunas enfermedades reumatoides.
La vegetación circundante estaba formada por pinos e innumerables carrascas, si bien existía en dicho lugar un árbol al que todo el mundo se refería con el sobrenombre de Máximo, debido a su imponente altura y proporción. Máximo era un cedro procedente del Atlas marroquí cuya edad se había datado en unos trescientos cincuenta años. Casi con toda probabilidad pudiera haber sido plantado por algún nostálgico en rememoración de los tiempos en los cuales aquellas tierras habían formado parte de una cultura musulmana, como reflejo de lo que en su día fue tierra de antepasados.
El pueblo estaba formado por unos mil trescientos vecinos aproximadamente, y entre ellos había un grupo de amigos que destacaban sobre los demás por su locuacidad y simpatía: se hacían llamar los Volaos. Integrantes de aquel grupo tan heterogéneo eran Julio, José, Alberto, Laura y Alicia.
Julio era el hijo del por entonces alcalde de la localidad. Estudiante que acababa de comenzar el Curso de Orientación Universitaria sin tener determinada todavía la rama que más se acercaba a sus expectativas académicas, era alto, esparragado, de pelo moreno y unos ojos verdes que causaban animadversión en todos los otros chicos de los pueblos cercanos y admiración y deseo en las féminas. Hablaba un casi perfecto inglés, toda vez que su padre, Julián el alcalde, debido a ser hombre inquieto y bohemio había estado viajando por toda Europa y residido cinco años en Londres, donde conoció a Erin, la cual quedó locamente enamorada de este e inició un exilio voluntario hacia España para instalarse definitivamente en Montepardo de la Duquesa junto al padre de Julio, estableciéndose como nuevos propietarios de una tienda de comestibles. Si bien inicialmente no habían gozado de buen nombre entre los pobladores por no haber nacido en la localidad, con el paso del tiempo los reticentes vecinos les fueron conociendo y otorgando su plena confianza, fidelizándose como sus nuevos clientes y a la postre eligiendo de alcalde a Julián una década después de su llegada.
La antítesis de guapo era su mejor amigo, José, aunque por su carácter bonachón y el léxico del lugar era llamado por sus colegas con el sobrenombre de Josico. Entrado ya en kilos, de pelo moreno, ojos pardos y nariz achatada, era hijo de María y Manolo, único panadero de la población ―hombre afable y simpático, aunque sus problemas dorsales habían mermado un poco su ángel―. Discutir con Josico era simplemente una quimera, no daba pie a iniciar una disputa. Si él era el aludido por algún desprecio o alguna palabra malsonante o insulto, él mismo zanjaba el asunto con un «será como tú dices», «ea», «no lo pongo en duda», «llevas razón» o un concluyente «no ni ná».
Alberto era un bala perdida. Su padre, José Martínez, al que todos llamaban Pepe, era un empresario dedicado a la manufacturación textil que, a través de una imponente fábrica denominada PM ―haciendo referencia a las siglas de su filiación― y ubicada a las afueras, daba trabajo a buena parte de los habitantes de Montepardo de la Duquesa. La mujer de este, de nombre Arabela, era oriunda del norte de España, algún año menor que él, físicamente bastante llamativa, de muy buena planta, si bien de carácter algo introvertido y distante con el resto de vecinos.
Alberto, físicamente, no así en la personalidad, era el fiel reflejo de su progenitora. Aunque de natural era rubio, rara era la semana que no teñía su cabello de color distinto, unas veces moreno, otras pelirrojo, otras de distintos colores; eso sí, sus cejas siempre seguían siendo rubias, de ahí las risotadas que le dedicaban el resto de jóvenes y chiquillos del lugar. No tenía para nada mala fisionomía, y hacía ya años que, debido a su amaneramiento, sus amigos ya habían intuido cuál iba a ser su orientación sexual. Siempre manifestaba que en un futuro no muy lejano sería un importante modisto del país, y la fábrica de prendas de su padre no hacía otra cosa que facilitarle un lugar donde refugiarse para así poder practicar en momentos fugaces con algunas de sus evocaciones de diseño, con patrones inusualmente atrevidos para la época que por entonces se vivía.
Laura era una chica indescriptiblemente bella para su edad. De pelo castaño, liso y muy largo, en su cara se disponían aquellos ojos redondos y enormes de color azul y se le marcaban unas pequeñas pecas en sus mejillas que no hacían otra cosa que realzar todavía más si cabe su exuberante hermosura. Cuando se encontraba superando la adolescencia ya aparentaba ser una mujer hecha. Su padre había muerto prematuramente debido a una enfermedad coronaria, extremo que en ningún momento le hizo replantearse al buen hombre que debía dejar de fumar para por lo menos menguar la posibilidad de abandonar este mundo de forma tan precipitada. Su madre, Pilar, la cual había enviudado cuando ella tendría apenas cuatro años, era maestra en el colegio y con el paso del tiempo se convirtió en la actual directora. Laura siempre había idealizado la fuerza, tenacidad e imagen de su progenitora, siendo su deseo el comenzar los estudios de magisterio y emular dicho empleo. Estaba locamente enamorada de Julio y este parecía corresponderle.
Por último, estaba Alicia. ¿Qué decir de esta criatura? Alicia era una chica menuda, de pelo moreno siempre recogido en coleta y aspecto normalito, ni fea ni guapa. Vestía de forma poco femenina, sus amigos no recordaban haberla visto jamás portando una falda o vestido, y ante todo era una escritora en potencia, analizaba cada vivencia, cada instante, cada frase, escrutando cuidadosamente cualquier detalle que pudiese aportarle algún argumento para sus obras, las cuales eran publicadas y publicitadas para muy pocas personas en el colegio del municipio mediando la inestimable colaboración de su amiga Laura junto a la madre de esta, la directora del centro educativo. Alicia era la hija de Adelina, una mujer extrovertida y cercana que años atrás se instaló en el pueblo accediendo no sin poca fortuna a la única plaza de auxiliar administrativo que por aquel año se promocionó en el Ayuntamiento de Montepardo de la Duquesa y que se dedicaba a la intendencia y administración de la oficina del Consistorio realizando labores acordes a las de secretaría sin llegar a ostentar el cargo. Madre soltera, madre abnegada, madre de Alicia.
CAPÍTULO 3
El despertar
—¡Por fin! Tío, te daba por perdido. ¿Cómo te encuentras? Cinco días adormecido te has tirado, ahora parece que razonas.
—Bien, dolorido y con la boca seca. Anda, dame agua.
—No puedo darte agua, mójate un poco los labios. Toma, pero no bebas, lo ha dicho el doctor.
—¿Qué mierda pasó? Estaba haciendo una foto a un balcón de la favela y noté un dolor jodidamente seco en el hombro izquierdo.
—¿No recuerdas? Un loco con un pañuelo que le cubría la cara te encañonó con una pistola a escasos tres metros y te disparó por la espalda, a la altura del corazón. No dijo nada, solo se acercó, disparó y se alejó caminando tranquilamente, sin mirar atrás ni un instante.
—Joao, incorpórame un poco.
La habitación del hospital donde le habían trasladado era cutre ―paredes rozando lo grisáceo, a lo sumo de unos siete u ocho metros cuadrados―, pero al menos había una pequeña ventana por donde entraba la luz del sol y estaba solo, salvo por la compañía de Joao, quien, recostado en una especie de sillón roto, no se había separado de la habitación excepto para poder degustar algún que otro bocadillo y café de un bar cercano mientras Tiago le suplía en la vigilancia.
—Cuando me subisteis a la ambulancia pude ver a una persona, un hombre al que conozco.
—¿Te refieres al hombre que desinteresadamente nos bajó de favela Fazenda Coqueiro? Nos ayudó a subirte a su furgoneta y bajó a toda prisa por las callejuelas. Por su forma de conducir, conocía cada esquina, cada punto exacto de ese maldito lugar. A Tiago le hubiese costado el doble de tiempo bajarnos. Según indicó el cirujano, cinco minutos más y no lo cuentas. Pero... ¿qué estás diciendo, que lo conoces? ¿De qué…?
Joao era su amigo, su compañero de viaje y de aventuras, pero no podía revelarle la razón por la cual había manifestado ante él que dicho rostro le era familiar, no le creería o de hacerlo pensaría que se encontraba bajo los efectos de los analgésicos.
—De nada, qué tontería acabo de decir, supongo que estaría atolondrado por las circunstancias y la herida. Déjalo, en serio.
Joao frunció el ceño, no era la primera vez que su amigo le mentía, y su actitud balbuceante denotaba que no le estaba diciendo toda la verdad. Aun así lo dejó estar.
—Descansa, tienes que recuperarte. Los doctores no se explican todavía cómo la lesión no te afectó al corazón ni a la columna, podrías incluso haber quedado tetrapléjico por escasos centímetros. Además, la policía ya nos tomó declaración a Tiago y a mí sobre lo ocurrido, y ya te adelanto que, debido a los pocos datos que pudimos facilitarles sobre las características físicas de ese cabrón, nos indicaron que va a resultar prácticamente imposible detener al autor del disparo.
—Tranquilo, Joao, te agradezco lo que has hecho por mí, no te preocupes.
—De acuerdo, de nada, tú lo habrías hecho por mí, pero a partir de ahora, si te veo sin el chaleco antibalas debajo de la camiseta, te daré un puñetazo en la cara.
Ambos rieron, todavía de forma asustadiza y contenida, pero él y solo él sabía que la cara del buen samaritano que accedió a ayudarle le era muy pero muy familiar.
Transcurrida una semana más se produjo el alta, previas advertencias facultativas de no ejercer actividad o esfuerzo de intensidad hasta que la lesión así lo permitiese, siéndole administrados unos fármacos para acelerar su recuperación.
Transcurridos unos días y tras reponerse en la habitación de su hotel ubicado en Praia de Botafogo, telefoneó a Joao y le conminó a encontrarse con él en un bar cercano cuyo nombre le propició una leve sonrisa.
No habían transcurrido ni treinta minutos, siendo aproximadamente las nueve y media de la mañana, cuando ya se encontraban tomando un café en un local llamado Obrigado Pelo Seu Dinheiro (gracias por tu dinero), donde comenzó de nuevo una conversación entre los tres que a Joao y Tiago no hizo ni ápice de gracia.
—Joao, voy a subir. Tú puedes quedarte aquí, no tienes por qué exponerte. Tengo que saber de la persona que me ayudó y no voy a cejar en mi empeño. Me da igual lo que digas, no acepto consejos ni mucho menos imposiciones de ti. Te quiero como a un hermano, pero es algo que sí o sí tengo que hacer, no lo entenderías.
—Tiago, aquí acaba tu contrato conmigo —dirigiéndose esta vez a quien había realizado todo ese tiempo el trámite de guiarle por aquellas callejuelas.
Le entregó un sobre que contenía cinco mil reales brasileños, equivalentes a unos mil euros según el cambio actualizado. Tiago, con mirada condescendiente y agradecida, lo abrazó, le deseó buena suerte y abandonó el establecimiento. Había sido un espléndido guía por las calles de Río de Janeiro, mostrando sus favelas y lugares más recónditos e inaccesibles a esos dos forasteros durante los dos meses que se prestó a ello a pesar de las discrepancias y reticencias de su mujer.
—¡Qué mierda dices! ¿Estás loco o te lo haces? No, definitivamente lo estás, eres un inconsciente. Te he seguido hasta aquí para dar conocimiento al mundo, para visibilizar la terrible expectativa y falta de futuro de las personas que malviven de forma inhóspita y cruel en las favelas, que se dirimen entre la droga y la miseria y una muerte temprana, para que de alguna forma tenga notoriedad tu proyecto, el proyecto de ayudar a los más desvalidos, a los niños de los orfanatos. Para eso hemos venido, ¿no? Para realizar unas fotos y alguna entrevista, no para morir. ¡No para eso, imbécil! Ni tampoco para ver como lo haces tú. Además, está ese crío... Danilo necesita de ti, lo sabes, si no le ayudas…
—¡Óyeme! Fuiste tú quien decidió emprender junto a mí esta aventura, no te forcé a ello, lo elegiste tú así. El plan inicial era que me acompañarías, luego yo haría lo propio junto a ti, viajando hasta el Amazonas por tu puñetera investigación de no sé qué mal que está aquejando a esas tribus alejadas del mundo civilizado y captando fotografías de tus logros a la hora de descubrir algún tipo de cura.
—Efectivamente, y llevamos todo el tiempo sin haber salido tan siquiera de esta urbe, donde, por cierto, casi te matan.
—Joao, entiende que…
—¡No, no sigas, cállate de una puta vez! Ibas a hacer el maldito reportaje, ayudar a Danilo como buenamente pudieras e irnos a otro lugar. Sí, a la puta selva, hay más personas que nos necesitan. Y con toda sinceridad, incluso me estoy replanteando volver a Lisboa y dejar aparcado el cometido que yo mismo me impuse, estoy pagando de mi propio bolsillo la ayuda que otros deberían dispensar a sus congéneres.
—¿Pagar?, ¿no querrás decir del bolsillo de tu padre? Y me lo dices así, sin más. ¿No te das cuenta que tanto tú como yo siempre huimos? No afrontamos los problemas, los miedos. Si algún proyecto ilusionante llama a la puerta, le das la espalda. ¿Qué creías, que con tu doctorado y las influencias de papá todas las farmacéuticas se postrarían a tus pies?, ¿que te harían entrega de la piedra filosofal?, ¿que te darían recursos ilimitados y hallarías la solución a cada enfermedad de este mundo? No te quejes tanto, no te he visto buscar alternativas ni hacer un mínimo esfuerzo por enfrentarte a esa carroña. La gente está esperando tu ayuda, y tú te refugias en un «es que no me dejan hacer», «no se puede luchar contra lo imposible»… Te aprecio mucho, pero a veces eres patético.
La cara de Joao, a pesar de su color caoba, se tornaba roja por momentos. A punto de explotar, estaba intentando contenerse, no vilipendiar a su amigo tal y como este acababa de hacer con él, pero se sentía ultrajado, herido en lo más profundo de su ser y ahora le tocaba exponer lo que pensaba y que había callado tanto tiempo.
—Mira, siempre supuse que algo terrible te había ocurrido, ya lo intuí la noche que nos conocimos. Tu forma de expresarte, la tristeza de tu mirada, me contaste todos y cada uno de los momentos que viviste como corresponsal de guerra y como reportero sin fronteras, cada muerte, cada vida sesgada, cada sonido, cada grito de dolor, todo se había quedado grabado en tu mente como si de una aflicción, una pesadumbre inexorable se tratase. Aun así sé que todo ello era la huida que emprendiste por algo que te pudo suceder años atrás, pero no me has hecho partícipe de ello, solo sé que has deseado morir. A pesar de las risas, de la diversión, de todos los buenos momentos, siempre has sido un puto loco. Crees dar lo mejor de ti a los que te rodean, pero en la soledad no eres más que una persona amargada, decaída, y no irradias esa luz que parece que te envuelve cuando portas tu mierda de cámara entre tus manos. Estás vacío, y me das mucha lástima.
—Bueno, ¿ves, amigo? Te ha costado, pero al final has vomitado todo lo que verdaderamente piensas sobre mí. Después de tantas vivencias, de tantos momentos, hemos tenido que tomar un café en un barezucho de una playa perdida y lejos de nuestra querida península para que ambos por fin nos sinceremos, un español y un portugués unidos por las desavenencias y por las casualidades de la vida.
Pagó las consumiciones, se levantó, dio un beso en la frente a Joao y le deseó lo mejor. Tras ello salió a la calle y desapareció entre los viandantes.
Joao se quedó quieto, inmóvil. Esperó unos minutos con la mirada perdida en el suelo del local antes de abandonarlo. No podía creer lo que acababa de decirle a su amigo, a su mejor amigo, a su camarada incondicional y leal compañía en los malos momentos. Apesadumbrado, se alejó para deambular pensativo por la fina arena de la playa, inmerso en tantos instantes compartidos, buenos, malos y peores.
CAPÍTULO 4
¿Un día cualquiera?
Ese caluroso 30 de agosto los chicos habían quedado a las siete de la tarde en la base del titán de madera apodado por el pueblo como Máximo a fin de determinar entre todos cómo podrían dirigirse a una población cercana que se encontraba disfrutando de las fiestas patronales. Si bien la distancia era relativamente escasa entre los dos puntos, debido a su edad ninguno de ellos se hallaba en posesión del carné de conducir, circunstancia por la cual solicitaron ayuda a Pacote, un chico mayor que ellos, de unos veintitrés años, buena gente, pero muy introvertido, quien ya ejercía su actividad laboral en la labranza y cuidado de las tierras de su padre y que desde hacía un tiempo atrás sufría por no verse correspondido por parte de Alicia.
Alicia en primera instancia mostró su disconformidad, pues seguramente no podría deshacerse de la insoportable presencia de su pretendiente en toda la noche, si bien, como quiera que Pacote era la única persona a la que podían interpelar por contar con el pertinente permiso y la vieja furgoneta de su padre, donde cabrían al menos ocho ocupantes ―siendo ellos ya un grupo integrado por cinco personas, era indispensable un vehículo de gran capacidad―, se llegó a la conclusión de que esa noche Paco, el aspirante a novio de Alicia, sería agraciado con convertirse en el improvisado chófer de los Volaos.
Así se conformó la estratagema y a las diez de la noche todos conminaron a Alicia para que en el interior del pub y de forma coqueta se aproximara a Pacote, quien se encontraba solo degustando una cerveza sin alcohol, y le expusiese la idea. Este hizo un gesto inequívoco de aprobación elevando el dedo pulgar de su mano derecha, cual emperador romano con el propósito de perdón de su deidad a los apenados gladiadores.
Alicia no era muy femenina, pero un poco de pintalabios, colorete y lápiz de ojos, que previamente Laura le había aplicado en su casa, parecían otorgarle dicho calificativo.
La furgoneta tenía un asiento de copiloto roído y desgastado en el que Alicia a regañadientes acomodó su trasero; atrás un sillón de tres plazas donde a continuación se adaptaron Julio, Laura y Josico, y un último compartimento en el que finalmente se repantigó Alberto ―esa noche su pelo era verde, parecía un duende salido de la frondosidad de la arboleda―.
A pesar de que el firme por donde viajaban estaba en aparente buen estado y la mayor parte del trayecto se encontraba con inexistencia de curva alguna, Pacote no superaba los sesenta por hora, hecho este que no pasó desapercibido a Josico, quien le presionó para que condujese con más premura. Pacote, aprovechando la infinita recta que recorrían, sacó el volante de su ubicación y se lo cedió a Josico...
—Tómalo tú, a ver si vas más rápido.
La cara de terror de los pasajeros del siniestro vehículo lo decía todo, Josico con el volante en sus manos solo atinaba a balbucear:
—Mae mía, mae mía.
El único que reía ante dicha tesitura era Julio, quien conocía de antemano que el volante de la furgoneta se extraía con facilidad debido a un problema mecánico que Pacote le había mencionado recientemente y que, colocado de nuevo en su lugar, seguía realizando la función de pilotaje.
Pacote puso de nuevo el volante en su posición inicial y todos exclamaron frases de agradecimiento, sumidos entre el pánico y la risa por la ocurrencia del conductor.
No habían transcurrido veinte minutos cuando ya se vislumbraban los destellos de las luces de una discoteca portátil que había sido instalada en una de las plazas del pueblo.
Estacionado el medio de transporte a las afueras, los seis caminaron hasta la plazuela donde concurría la juventud de esa y otras localidades próximas. Sonaban los éxitos del momento y otros pasados ―Modern Talking, Roxette, Depeche Mode―, y por supuesto el grupo preferido de Julio, que por esas fechas era muy influyente en el rock español: Héroes del Silencio.
Empezó a sonar Entre dos tierras. Julio creía que esa canción…, esa canción era el preludio de lo que sería su vida, no sabía por qué, pero así lo sentía…
Déjalo ya,
no seas membrillo y permite pasar.
Y si no piensas echar atrás,
tienes mucho barro que tragar.
Déjame,
que yo no tengo la culpa de verte caer,
si yo no tengo la culpa de verte.
Entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar.
Varias chicas que