Humanimales: Abrir las fronteras de lo humano
Por Marta Segarra
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Humanimales - Marta Segarra
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¿Somos humanimales?
El término «humanimal», cuyo uso está bastante extendido hoy día, refleja bien la intención de este libro: mostrar hasta qué punto nuestra existencia humana está entrelazada con la de los seres que llamamos animales, como si nosotros no lo fuéramos también. Cada uno de los capítulos que siguen constituye una exploración de algunas de las zonas de contacto donde se producen encuentros humanimales. En ellos, la distinción estricta entre humano y animal se tambalea hasta difuminarse, mostrando hasta qué punto ambas categorías se hallan imbricadas en un único tejido de la vida; esto es lo que intenta reflejar la palabra compuesta «humanimal». Esta perspectiva sobre el ser humano desplaza, asimismo, la concepción tradicional del sujeto, abriéndola a otras múltiples posibilidades que lo llevan más allá de sus límites.
La historia del término «humanimal» es interesante: parece que la primera vez que se utilizó fue en una película, You Never Can Tell, dirigida por Lou Breslow en 1951.¹ Se trata de una comedia con un toque policíaco que retoma de forma ligera la creencia en la reencarnación, compartida por muchas culturas. El protagonista es un perro pastor alemán llamado King, que hereda la fortuna de su excéntrico amo y, por ello, es víctima de asesinato. Al morir, y antes de ser admitido en el paraíso de los animales, ruega que lo dejen volver a la vida terrenal para denunciar al asesino. La petición le es concedida, pero regresa en forma de persona, un detective privado llamado Rex Shepard. El final desvela que varios personajes de apariencia humana son, en realidad «humanimales», como él mismo.
Este relato amable contrasta con el tratamiento que reciben los «humanimales» en otra película mucho más conocida, La isla del Doctor Moreau (1977). Se trata de una fábula distópica sobre lo que hoy llamaríamos «transespecismo»: en una isla, un sabio loco interpretado por Burt Lancaster trata de convertir a animales «salvajes» en humanos, pero solo logra crear híbridos espantosos que tienden a revertir a su estado original, lo cual produce destrucción y caos. En este film, dirigido por Don Taylor, la animalidad es vista como un resto de salvajismo siempre presente en los seres humanos evolucionados.
Esta es una idea muy arraigada en nuestro imaginario y, por ello, subyace en toda clase de producciones culturales, no solo cinematográficas, sino también musicales: varias bandas actuales utilizan el adjetivo «humanimal» para referirse a ese fondo bestial del hombre, glosado en la clásica canción The Beast in Me, que Johnny Cash popularizó. Más allá de la época contemporánea, los textos fundacionales de la cultura occidental, como la misma Biblia, también reflejan la tensión entre la necesidad de establecer una frontera bien definida entre humanidad y animalidad, y la constatación angustiosa de que este límite se cruza con mucha frecuencia, con consecuencias desastrosas.
En definitiva, esas dos películas tan distintas reflejan dos visiones opuestas y a la vez simultáneas de la animalidad: la primera consiste en humanizar a los animales, convirtiéndolos en criaturas menores que los humanos deben proteger, y la segunda, en bestializar a estos mismos animales, que devienen imagen de todo lo malo que puede albergar un ser humano.
El pensamiento occidental, con pocas pero importantes excepciones, como la que representa Montaigne, ha intentado formalizar la distinción humano-animal, convirtiéndola incluso en la definición misma de la humanidad: somos humanos porque nos hemos elevado por encima de los animales (por disposición natural, por designio divino, por nuestro esfuerzo, por el azar evolutivo... las razones se acumulan, a veces excluyéndose entre sí), hasta el punto de que ya no nos consideramos una especie animal entre otras, sino una categoría aparte, basada en la distinción, en términos casi absolutos, entre naturaleza y cultura. Esta creencia legitima, además, el dominio total del hombre sobre los demás seres vivos e inanimados que conviven con él en el planeta, y hasta fuera de él, lo cual nos ha conducido a la crisis ecológica, acompañada de la crisis del modelo de vida que se ha ido instalando a lo largo de los siglos.
Por ello, deberíamos interrogarnos sobre este cimiento del edificio que constituye la cultura dominante en el mundo de hoy, entendiendo la cultura en sentido amplio y aunque el mundo, por supuesto, no sea monocolor. Poner en cuestión la frontera entre lo humano y lo animal implica reflexionar sobre los fundamentos de las oposiciones –siempre esencialmente jerárquicas– en que se basan las desigualdades estructurales de nuestra sociedad, desde el par contrario mencionado, naturaleza-cultura, hasta los basados en el género y la «raza»,² entre otros. En realidad, todos ellos se entremezclan: durante siglos, se consideró, y quizás no nos hemos deshecho todavía de esta desigualdad sistémica, que las mujeres y las personas no blancas estaban más próximas a la «naturaleza» que los varones blancos, que servían de patrón universal en la región tanto geográfica como, sobre todo, mental llamada Occidente. Cuando utilizo la palabra «hombre» en este libro, me estoy refiriendo conscientemente a esta amalgama de oposiciones binarias, sin por ello considerarla legítima. Del mismo modo, empleo indistintamente la palabra «animal» o «animal no humano» para referirme a todas las especies excepto la nuestra, retomando la ironía de Nietzsche cuando afirma: «Un animal que sabía hablar dijo: La humanidad es un prejuicio del que por lo menos no padecemos los animales
».³
A menudo, quienes se dedican a repensar la relación humano-animal se enfrentan a una pregunta habitual: ¿por qué fijarse en la desigualdad que marca nuestro trato con los llamados animales cuando hay tantas injusticias en la esfera exclusivamente humana? Kelly Oliver formula una de las respuestas posibles, arguyendo que la práctica de la opresión, el esclavismo y la tortura son inseparables de la «cuestión animal», tanto desde el punto de vista histórico como filosófico.⁴ Como veremos, la frontera entre humanidad y animalidad ha servido para justificar la violencia no solo contra los animales, sino también contra determinados grupos humanos. El denominado «especismo» (término creado por Richard Ryder, filósofo y psicólogo de la Escuela de Oxford, en los años setenta, y propagado por su colega Peter Singer, considerado uno de los fundadores de los «estudios animales») no puede desligarse del racismo o del sexismo, así como de otras formas humanas de desprecio y opresión del otro.⁵ Aunque el etólogo Frans de Waal advierte que el sesgo que impulsa a favorecer a los seres de nuestra misma especie no es una característica exclusivamente humana sino que predomina en la naturaleza,⁶ nada nos permite pensar que esta inclinación a privilegiar a los semejantes sea la base por la que las demás especies se organizan según una estricta jerarquía gobernada por la «ley de la selva», como nos ha gustado imaginar.
Tanto De Waal como Singer, cada uno con una formación científica distinta, son figuras pioneras de los «estudios animales», un campo interdisciplinar que se dedica a estudiar la existencia de los llamados animales, incluida la especie humana, y sus relaciones entre sí, desde la biología (o, más concretamente, la etología), las ciencias cognitivas y la genética, con el concurso de diversas ramas de las ciencias humanas y sociales, como la ética y la filosofía, los estudios literarios y artísticos, la antropología «más que humana», el derecho o las ciencias políticas. Todos estos saberes se combinan, mediante la colaboración entre especialistas de cada ámbito, para intentar captar la complejidad de las diferencias, y también de las semejanzas, entre las distintas formas de vida y de existencia.
Es un tanto paradójico que categorías creadas por y para el hombre se apliquen a seres de otra especie, pero hoy día se reconoce mayoritariamente que la humana no es la única especie que posee lenguaje, cultura (en el sentido de tradiciones y técnicas que pasan de una generación a otra), política (entendida como la capacidad de formar comunidad mediante alianzas y también batallas), sensibilidad e incluso autoconciencia o capacidad de percibirse a sí mismo como una entidad individual. La cultura tradicional y todavía hegemónica en los países occidentales (aunque no sea la única presente en ellos) considera que todas estas capacidades se aplican tan solo al hombre, y reduce al animal al «instinto», que dictaría de un modo casi mecánico todos sus comportamientos, poniéndolo al servicio de la especie superior. Otra concepción bien extendida de la animalidad convierte a esta, por la opacidad con la que los animales retan el ansia humana de conocimiento, en una categoría abstracta y general, tanto del lado del mal (el Diablo es la Bestia suprema) como del bien, ejemplificado en el ave que representa el Espíritu Santo, o en los ángeles alados.
El arte, en particular, ha hecho un uso intensivo de la figura del animal para representar toda clase de emociones, afectos e ideas. En algunos casos, como en la fábula y en la mayoría de los cuentos infantiles, los animales son una simple transposición de los seres humanos. Sin embargo, muchos artistas intentan penetrar en el misterio que representa el animal para el hombre y reflejan las contradicciones que caracterizan nuestra relación con las demás especies. Se señala con frecuencia que, actualmente, esta relación con los animales es profundamente contradictoria: a algunos –una clara minoría–, los tratamos con mimo, afecto e incluso amor; a otros, los fabricamos en serie para cubrir nuestras necesidades o, simplemente, nuestros gustos; finalmente, la mayoría de las especies, como la totalidad de los insectos, no nos provoca más que indiferencia o fastidio.
Los estudios animales, que nacieron hace ya medio siglo, se han visto cuestionados, y a la vez prolongados, por los «estudios animales críticos», que pretenden ir más lejos que sus antecesores, al recoger todas estas contradicciones y paradojas sin pretender explicarlas mediante las herramientas y categorías habituales del saber humano, ya que estas se han creado específicamente desde y para nuestra propia especie. Por ejemplo, es evidente que los humanos son los únicos seres parlantes (o casi, pues hay que incluir también a ciertos pájaros), pero eso no quiere decir que nuestra especie tenga la exclusiva del lenguaje. Nadie duda hoy día de que todos los animales se comunican entre sí, dentro de la misma especie y también fuera de ella; claro está que, si reservamos el término «lengua» al tipo de lenguaje que empleamos los humanos, estamos creando una singularidad que no es tal.
Este es, precisamente, el problema: el hombre cree firmemente, contra toda evidencia, en su propia excepcionalidad, dentro y fuera de la especie humana. En el interior de la especie, esta creencia justifica la imposición de una jerarquía entre las distintas cosmovisiones y culturas, pero también entre diversas especies de seres humanos, pensadas como categorías estancas distintas del hombre universal, como los antes denominados «salvajes», pero también «la mujer», tomada como una clase unificada de personas. Así, una perspectiva cada vez más presente en los estudios animales, especialmente en los «críticos», es la de género, que nos enseña, en primer lugar, a cuestionar esta categorización, es decir, a desnaturalizarla, ya que la hemos interiorizado tanto que ha llegado a convertirse en verdad natural. Los estudios de género, como también los poscoloniales y decoloniales, se han esforzado, además, en evitar la unificación y asimilación de experiencias y concepciones que están alejadas de las propias, identificando las diferencias sin dejar que estas deriven en desigualdades y opresiones, así como en distinguir, más allá del aparente beneficio, los problemas éticos y prácticos que conlleva el hablar por otro que no tiene voz, o cuya voz no se tiene en cuenta. Aunque suele ser acusado de lo contrario, el punto de vista feminista intenta esforzadamente no caer en esencialismos; en este caso, no hablar de «el animal» en singular, como ocurre con frecuencia en la historia de la filosofía, sino atender a las múltiples diferencias entre ellos.
De hecho, tanto los estudios animales como otros tipos de pensamiento crítico trabajan no tanto para ampliar, sino más bien para transformar radicalmente la noción de «sujeto», que reservamos exclusivamente para el hombre. En efecto, varias categorías de seres humanos se han visto excluidas de esta definición –o relegadas a sus márgenes– a lo largo de la historia; por su parte, los animales siguen sin ser considerados sujetos. Al hablar del sujeto «clásico» o «tradicional», me refiero a la concepción del hombre que empezó a imponerse en Occidente al final de la Edad Media, y que alcanzó su cima en el Siglo de las Luces, con la Ilustración: el hombre se define como un sujeto individual y coherente, el único ser vivo cuya conducta se rige por la razón, pues es también el único que posee el lenguaje, la cultura y, por lo tanto, la capacidad de reflexionar sobre sí mismo y sobre todo aquello que lo trasciende, así como de insertarse en la Historia. El sujeto clásico se sitúa en el centro del mundo; por eso, se dice que el primer impacto que recibió esta imagen fue la revolución copernicana, que hacía orbitar la Tierra alrededor del Sol y no al contrario, como parecía lógico. Según Freud, el segundo golpe a la centralidad humana vino de Darwin y su teoría de la evolución, que trastocó el antropocentrismo de la historia del planeta.⁷ La tercera sacudida, para él, la causó el psicoanálisis, con su noción del inconsciente, que se refiere a todo lo que escapa al dominio del sujeto, que ya no es amo de sí mismo ni de sus acciones. La prueba de que la teoría darwiniana, que sitúa al hombre entre los demás animales como un fruto más de la evolución, toca un punto muy sensible en la actual concepción que tiene el hombre de sí mismo es que el creacionismo, en contra de toda evidencia material y del consenso científico, sigue teniendo un gran atractivo hoy día: el sondeo Gallup de 2019 revela que, en Estados Unidos, alrededor del 40 % de la población adulta sostiene esta doctrina, mientras que, en los países europeos, la convicción de que el hombre y el mundo fueron creados en su estado actual se sitúa en torno al 10 %.⁸ La teoría darwiniana, que comporta que la humanidad no se distingue de la animalidad por una brecha insoslayable, que no son categorías estancas sino que las diferencias entre especies son cuestiones de grado, puesto que todas vienen de un origen común, va en contra del fundamento esencial del sujeto clásico.
Sin embargo, este ensayo no pretende tanto exponer las razones científicas que justifican esta imbricación humanimal, como plantear qué consecuencias filosóficas, prácticas y cotidianas supone el cambiar la perspectiva humana sobre la animalidad. No está de más repetir que la visión antropocéntrica del mundo no es la única que existe, ni mucho menos, pero sí la que ha dominado y todavía impera en las regiones en que el pensamiento occidental se ha hecho hegemónico. Otras cosmovisiones y epistemologías –como las agrupadas bajo el paraguas del término «indígenas»– no se fundamentan en una separación estanca entre lo humano y lo animal, sino al contrario, establecen puentes de ida y vuelta entre especies, e incluso más allá, entre todas las formas de la materia «vibrante».⁹
Existen otras vías para socavar la perspectiva antropocéntrica, basada en los estrictos límites entre la humanidad y la animalidad, porque estas fronteras se aplican también a otros ámbitos como el de la oposición entre los seres animados y los objetos inanimados, especialmente cuando estos han sido fabricados por manos humanas. La indistinción entre humano y máquina –que la película Blade Runner, a la que se aludirá más adelante, describe de forma tan inquietante como sugerente– es una de estas vías alternativas. Otra de ellas la constituye la separación conceptual que hacemos entre el mundo animal y el vegetal. Este libro, sin embargo, se centra únicamente en la imbricación humanimal, que es la que tiene una historia más larga y cuya existencia pervive hoy día.
Cada uno de los capítulos que lo componen explora un aspecto distinto de la humanimalidad que caracteriza la existencia tanto de los animales humanos como de los no humanos, pues estamos todos inextricablemente ligados en un planeta que se nos ha quedado pequeño: los límites de la humanidad, los afectos entre los seres humanos y los demás animales, el sexo y el trabajo compartidos, los modos de comunicación, los intentos de hibridación, la vulnerabilidad común y la muerte. Las ideas que se exponen se basan en lecturas de otros ensayos, la mayoría pertenecientes al campo de los estudios animales en general y de los estudios animales críticos en particular, pero también de la filosofía y, en algunos casos, de las ciencias de la vida. Además, he querido incluir vivencias más subjetivas de la relación humano-animal, tanto personales como procedentes de obras literarias, artísticas o cinematográficas, pues el fruto de la imaginación humana describe esta relación, a veces, con mucha más sutileza y acierto que el discurso científico o filosófico, al no temer la contradicción, el conflicto o el error.¹⁰ Es por eso por lo que cada capítulo comienza con una breve historia, inspirada en experiencias vitales contadas –o no– en otros textos. Del mismo modo, recurro con cierta frecuencia a la historia de las palabras que empleamos sin pensar para describir esta relación, porque, como José Ortega y Gasset, creo que las etimologías no tienen tan solo un interés lingüístico, sino que permiten vislumbrar experiencias humanas anteriores a nuestro tiempo pero que perviven en este; experiencias que el filósofo español compara con la carne de mamut congelada en los hielos siberianos, que sirve de alimento, milenios después, a personas del presente.¹¹
2
Las fronteras de la humanidad
Un profesor de filosofía, enrolado en el ejército francés al inicio de la Segunda Guerra Mundial, se ve obligado a soportar cinco años de cautividad en campos de trabajo nazis para militares de origen judío. Allí, deja de ser considerado no ya un intelectual sino incluso un ser humano: los carceleros no hablan con los presos sino que les dan órdenes a gritos, sin esperar ni tolerar una respuesta, y las mujeres y los niños con los que estos se cruzan en sus idas y venidas del campo a los lugares de trabajo forzado los miran como a una «banda de monos». Pero un día, un perro vagabundo sale a su encuentro y, durante semanas, los saluda al inicio y al final de la jornada con ladridos y saltos de alegría; a cambio, los prisioneros le dan un nombre: Bobby. El filósofo concluye que el perro fue el único en reconocerlos como los seres humanos que no habían dejado de ser. Cuarenta años después, sin embargo, al ser preguntado específicamente por la distinción entre el hombre y el perro en el plano de la ética, afirma –con cierta incomodidad, quizás surgida del recuerdo de Bobby– la superioridad categórica de la especie humana.¹
L
A DISTINCIÓN HUMANO/ANIMAL
Una de las interrogaciones fundamentales del ser humano es, precisamente, qué lo hace humano, qué lo diferencia de los demás seres vivientes, especialmente de aquellos a los que llama animales. En Occidente, la distinción entre lo humano y lo animal ha marcado la historia del pensamiento, que ha tendido a desarrollar argumentos no solo para localizar las fronteras de la humanidad, sino también para justificar la centralidad y superioridad del ser humano respecto a su entorno, animado e inanimado. La religión, la filosofía y luego la ciencia en cuanto se separó de estas, han definido la humanidad por oposición a la animalidad. Consideran propio de lo humano todo aquello de lo que, dicen, el animal carece, como, por ejemplo, el lenguaje, la inteligencia, la capacidad de sentir emociones complejas, tanto positivas como negativas, la habilidad manual e intelectual para fabricar y utilizar tecnologías cada vez más sofisticadas, la necesidad de trascender el mundo físico, de preguntarse por el origen y el fin de los seres y las cosas, de recordar a quienes ya han muerto e incluso de cultivar su memoria mediante ritos o imágenes, de creer en otros mundos y entidades sobrenaturales, pero también la capacidad de disfrutar de lo que entendemos por belleza y, por lo que respecta a unos pocos seres humanos, de crearla. Pero la excepcionalidad humana también se puede situar en acciones como darse muerte por motivos que parecen enigmáticos o banales a ojos ajenos, destruir el propio mundo, torturar por placer, matar sin que sea la reacción a una amenaza ni por necesidad de comer, y un largo