Encuentros con Jesús de Nazaret
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Encuentros con Jesús de Nazaret - Santiago Chivite Navascués
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Presentación
Prólogo
Con permiso
1. Es Jesús
2. Los doce
3. La familia
4. Parábolas
5. Cansancio y miedo
6. Es el Mesías
7. Perdón
8. Carácter
9. Enseñanzas
10. Fariseos
11. Los otros
12. Pobreza
13. La montaña
14. Milagros
15. Oración
16. Quién eres
17. Anuncio
18. Primera Eucaristía
19. Huerto de los Olivos
20. Proceso
21. Camino del final
22. Resucitado
23. Despedida
24. Día de campo
25. ¿Dónde estás?
Agradecimientos
Notas
portadilla© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es
© Santiago Chivite Navascués 2021
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: [email protected]
ISBN: 978-84-285-6438-0
Depósito legal: M. 25.010-2021
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
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A mi madre, Concha,
que me llevó de la mano, como a una fiesta,
a conocer a Jesús.
Y a mis nietos Juanjo, Santi y César
(Pucho, Chuchi y Coconi).
Y, como siempre, a Dori.
PRESENTACIÓN
Santiago Chivite, como buen cristiano, y como buen comunicador, ha adquirido a lo largo de los años el arte del diálogo, y como él mismo dice al comienzo de su libro, con los años se ha dado cuenta de que el interlocutor con el que más ha dialogado en su vida ha sido Jesús. Ya nos había enseñado su «arte» cuando escribió recientemente sus Conversaciones con María.
Este libro es como esos tráilers de las películas que, en poco tiempo, nos avanzan en un rápido recorrido toda la historia del film. En la larga historia del diálogo de este periodista con Jesús, la historia de toda una vida, este libro nos ofrece lo más preciado, porque de ese diálogo no ha escogido tanto lo que el autor le dice a Jesús de sí mismo, sino lo que le dice Jesús a él, precisamente porque el autor, como buen periodista, lo que mejor sabe hacer es preguntar, y las preguntas que él le hace nos representan a todos nosotros, son las que de un modo u otro todos hemos hecho al Señor, o se las hemos querido hacer, o no se las hemos hecho, pero al leer este libro nos damos cuenta de que ahora se las queremos hacer. Y las respuestas de Jesús nos refrescan el mismo evangelio, prodigiosamente desplegado a lo largo de todo el diálogo.
Reconocía con cierta tristeza Malean Muggeridge, un periodista norteamericano, de gran prestigio por sus crónicas de viajes por todo el mundo: «A menudo he pensado que si hubiera sido periodista en Tierra Santa en tiempos de Jesucristo, me hubiese dedicado a averiguar lo que ocurría en la corte de Herodes, habría intentado que Salomé me concediera la exclusiva de sus memorias, hubiera descubierto lo que estaba tramando Pilatos, y me habría perdido por completo el acontecimiento más importante de todos los tiempos».
Seguramente al autor de este libro no le hubiese ocurrido eso. Pero, en todo caso, lo que sí se le ha ocurrido es algo más valioso para todos nosotros, que es contarnos el encuentro con Jesús de Nazaret y sus muchos diálogos con él, con el trasfondo del lugar y el tiempo de Jesús en la historia de la humanidad, pero escenificado en el hoy y el aquí que nosotros compartimos. Así, la narración nos lleva por una historia que nos engancha como una buena novela: conoce a Jesús en la calle, tiene su primer diálogo con él en una cafetería, y desde ese momento surgen charlas que, en realidad, como el mismo autor confiesa, no tienen fin.
Pero junto al valor espiritual del testimonio de estos diálogos, está su valor literario, que es el mismo que le da a su vez valor pastoral, aunando esos «nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones» que san Juan Pablo II pedía para la Nueva Evangelización. Este valor pastoral, además, conecta con cuatro certezas básicas de la evangelización, especialmente del Primer Anuncio, con el que proponer a Jesucristo a todos los que no le conocen: la primera certeza consiste en reconocer que, en la experiencia cristiana, Jesús lo es todo. Él es el principio y el fin, el «alfa y la omega» (Ap 22,13), la «piedra angular» (Ef 2,20), el «camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Esta certeza la expresó maravillosamente san Pablo VI en un discurso memorable en el año 1970 en Manila, ante un multitudinario auditorio en el que tantos hombres y mujeres no conocían a Jesús. Comenzaba el Papa con una fantástica confesión: «Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, la verdad y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos».
La segunda certeza es que Jesús, como aparece en cada página de este libro, en cada diálogo con él, es el único que responde verdaderamente al anhelo de todo hombre y mujer en todo lugar y tiempo. Ya lo había confesado Pedro: «Señor, solo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). San Juan Pablo II, dirigiéndose a estudiantes de la Universidad de Eurasia, en Kazajstán, en el año 2001, a unos jóvenes marcados por la experiencia de la violencia sufrida en su país, les decía: «Probablemente la primera pregunta que desearíais hacerme es esta: Papa Juan Pablo II, ¿quién soy yo, según tu opinión, según el Evangelio que anuncias? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál es mi destino? Mi respuesta, queridos jóvenes, es sencilla, pero de enorme alcance: Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible individualidad (...). Es él quien suscita en vosotros la sed de libertad y el deseo de conocer. Permitidme profesar ante vosotros, con humildad y orgullo, la fe de los cristianos: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre hace dos mil años, vino a revelarnos esta verdad con su persona y su doctrina. Solo en el encuentro con él, Verbo encarnado, el hombre halla plenitud de autorrealización y felicidad. La religión misma, sin una experiencia de descubrimiento con asombro y de comunión con el Hijo de Dios, que se hizo nuestro hermano, se reduce a una suma de principios cada vez más difíciles de entender y de reglas cada vez más duras de soportar».
La tercera certeza, recalcando esas últimas palabras de san Juan Pablo II, es que la vida cristiana no consiste en adherirse a una ideología, ni siquiera a una doctrina, y menos aún a una doctrina moral, sino encontrarse con una persona. Las palabras con las que el papa emérito Benedicto XVI comenzaba su primera encíclica, Deus caritas est, en el año 2005, han quedado como el principio de todo principio para entender qué es ser cristiano: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».
La cuarta y última certeza consiste en la importancia de volver siempre a esta experiencia esencial, al primer encuentro con Jesús. Consiste por tanto en reconocer, como nos decía el papa Francisco en una de sus homilías de su misa matinal en la capilla de Santa Marta de este año, que «el Señor hace volver siempre al primer encuentro, al primer momento en el cual él nos miró, nos habló y ha hecho nacer, dentro de nosotros, el deseo de seguirlo (...). Pedid la gracia de volver siempre a la primera llamada y no olvidéis la primera historia, cuando Jesús me ha mirado con Amor y me ha dicho: este es tu camino, cuando Jesús, a través de mucha gente me ha hecho entender cuál era el camino del Evangelio y no otros caminos un poco mundanos, con otros valores, volver al primer encuentro».
En estos Encuentros con Jesús de Nazaret de Santiago Chivite, no solo se verifican estas cuatro certezas, sino que, a través de su atractiva lectura, se nos invita a reconocerlas, abrazarlas y vivirlas.
+ CARD. CARLOS OSORO SIERRA,
arzobispo de Madrid
PRÓLOGO
He crecido con Jesús de Nazaret. Desde que era un niño, en el colegio me dirigía al niño Jesús; después, cuando estuve en el seminario, lo hacía al Jesús de melenas rebelde y adolescente que tanto nos gustaba a todos y, ahora, a mi edad, camino con el Jesús Dios, ese que cura, que da de comer, el Jesús Hombre. Ya sé que Jesús es una parte hombre y otra Dios y yo suelo hablar más con el hombre. Aunque en estos últimos tiempos tan tremendos que hemos vivido, confieso que me he dirigido más a Dios, quizá ingenuamente, porque creo que Dios es quien más puede resolver lo que nos ocurre. Pero me enternece más este Jesús que lloró, que pasó hambre, que pasó miedo, que le dijo a su Padre: «Aparta de mí este cáliz». Este Jesús de Nazaret se sentaría a llorar con nosotros a los pies de las camas de todos los que se han ido sin apenas despedirse de sus seres queridos. Nos pondría una mano sobre los hombros para consolarnos por nuestras pérdidas y lloraría también de impotencia ante la muerte tan injusta.
Jesús de Nazaret, con quien habla mi amigo Santiago Chivite tan a menudo, es un ser especial, distinto, y aunque sea también Dios, y yo haya entendido quién es uno y quién es otro, para mí hay una diferencia: Jesús, el Hombre, era un líder, capaz de arrastrar a las masas, capaz de atraer a la gente que iba en masa a escucharle o a pedirle cosas: cúrame, no puedo ver; tócame, no puedo caminar; mírame, tengo lepra; ven conmigo y resucita a mi hijo... Seguro que si hoy estuviera por aquí, más de uno se habría postrado a sus pies para suplicarle que detuviera la pandemia. Tengo una anécdota curiosa en Irak: las primeras veces que fui a Bagdad, las personas se arremolinaban a nuestro alrededor y querían tocarnos porque creían que, tocando a un sacerdote, a alguien que venía de Europa, se podrían curar. En esos momentos me preguntaba por qué no podía tener yo los dones de aquel Jesús de Nazaret quien, con solo tocarle, sanaba el cuerpo y el alma. Era un ser milagroso y, además, me imagino que era guapo, bueno y, sobre todo, amable. Una de las virtudes que más necesitamos en estos momentos: la amabilidad.
Jesús encarna todas las virtudes humanas: la bondad, la misericordia, la justicia, y también las sobrenaturales. Me gusta destacar las más humanas: la bondad, la misericordia, la ternura, la comprensión y también el enfado. Me encanta el Jesús enfadado porque revela fuerza y empatía ante las injusticias. Todos recuerdan la escena del Templo, cuando echó a los vendedores, pero hay muchas más ocasiones en las que Jesús se enfada. Al fin y al cabo, algo de humano tenía. Hasta el punto de que, aunque era Dios y no podía tener ningún defecto, como hombre sí los tenía, como tenemos casi todos: el defecto de querer hacer un mundo mejor cuando a veces no le dejaban. Por ejemplo, hizo pocos milagros y creo que debería haber hecho muchos más. También tenía que haberle cantado las cuarenta a mucha más gente. No debería haberse dejado humillar como hizo. Y como último defecto, me atrevería a decir que no debería haberse dejado matar. El hecho de haber muerto crucificado es para muchos algo valioso, para mí no. «Yo no he venido aquí a sufrir», le decía a su Padre y, sin embargo, vino y sufrió mucho, hasta morir. Tenía el defecto de sufrir y, siendo Dios como era, podía haber hecho algo con los que eran mala gente: cambiarles quizá.
Si viniera ahora Jesús, pensaría que la nuestra es una sociedad solidaria. Estaría feliz porque esta sociedad de ahora es mucho mejor que las anteriores. Pediría y exigiría más a quienes gobiernan, pero lo haría con mano izquierda y con amabilidad; nunca emplearía la crítica ni el odio. Arrastraría a niños, a jóvenes, a ancianos... Comprendería sobre todo a quienes no hacemos las cosas tan bien, les disculparía, les perdonaría. Estoy seguro de que iría a la calle de la Montera, en Madrid, a decirle a las prostitutas que ellas son las principales para entrar en el reino de los Cielos y entonces aparecería un policía municipal y le detendría por decir esas cosas.
Redimiría de una manera especial a los pobres. Le dolería en el alma ver lo que está sucediendo en estos momentos de crisis en los que falta lo esencial, la comida, y volvería a decir que los ricos tienen que compartir que, si no lo hacen, no podrán entrar en el reino de los Cielos. Redimiría también a los políticos, a los gobernantes, les impulsaría a ser auténticos pastores, alegres, que cuidaran de los demás por el bien común y que fueran líderes de los que arrastran a las masas sin tener que invitar a bocadillos ni fletar autobuses. Le seguirían los pobres y los ricos le dirían: queremos estar lo más lejos de ti no vaya a ser que nos vayas a pedir o a quitar algo. Estoy convencido de que le seguiría mucha gente. Jesús está vivo en aquellos lugares en que hay vida y muchas dificultades. Baste recordar los misioneros que ha tenido la Iglesia, como el padre Damián, que dedicó su vida a los leprosos; misioneros que han dado su vida por los enfermos de sida, del ébola. Si me apuras, tampoco hace falta llevar alzacuellos para darse a los demás. En estos tiempos ha habido médicos, enfermeros, trabajadores de la sanidad y de las residencias de ancianos que no se han quedado en casa para cuidarse a sí mismos, sino que han salido para cuidar a los demás y se merecen todos los homenajes del mundo.
Jesús estaría preocupado esencialmente por la pobreza, la desigualdad, la enfermedad; creo que sufriría lo mismo que ha sufrido el papa Francisco con esta epidemia, cuando veía morir a tantas personas y que no había arreglo para pararlo... Porque creo que las personas que podían arreglarlo hicieron todo lo que estaba en su mano, aunque no han podido evitar tantas muertes. Jesús no les criticaría, ni les insultaría porque con eso no se arregla nada. Jesús entendería nuestra necesidad de espiritualidad a pesar de que vería la mayoría de las iglesias cerradas, aunque a él lo que más le gustaría sería estar en la calle, para ver a la gente y tocarla y conocerla. Seguramente fundaría un partido político porque entendería que quienes pueden hacer un mundo mejor son los políticos y los gobernantes. El programa político de Jesús estaría basado en los evangelios, en cumplirlos, ser generosos, repartir, compartir... El Evangelio es una norma de vida que nuestra Constitución debería recoger, aunque solo fuera un poquito: amar la vida, darle a la vida toda la dignidad que debe tener. Sé que este pensamiento para muchos es un sinsabor, pero creo que hay que negar la idea de que meterse en política esté mal visto. Hay que meterse en política para poder hacer cosas por los demás. Necesitamos políticos cristianos con valentía que se posicionen ante los problemas de la vida ordinaria, como el aborto, los sueldos de miseria, el trato igualitario a todos los seres humanos. El mundo se puede arreglar en los parlamentos, en los congresos y en los senados. La Iglesia siempre envía a sus nuncios para que estén presentes por toda la Unión Europea y llevan su insignia, que es una cruz.
Si Jesús viniera a mí, lo primero que haría sería ponerme de rodillas delante de él. Para mí es alguien ante quien postrarse. Después lo sacaría de la iglesia y le diría que saliera a la calle, que fue lo que hizo. Le regalaría al pobre una mascarilla para que estuviera protegido en la calle y para que experimentase lo que es no poder sonreír ni ver las sonrisas de los demás. Pero, sobre todo, le regalaría el llavero de la Virgen de Covadonga, para que le proteja, porque esta sociedad a la que viene es tan arisca como aquella sociedad de entonces, cuando le persiguieron hasta matarlo. Toda su vida la dedicó a predicar, a dar homilías, a decir lo que había que hacer y lo que no había que hacer, a dar consejos a los demás y, como suele decirse, a predicar con el ejemplo. Él no mandaba a nadie que fuera a pescar, sino que iba a pescar él mismo y a buscar pescadores que le acompañaran. En ese camino es por el que transita ahora Santiago Chivite, que le dedicó muchas y largas conversaciones, de las que espero disfrutéis todos tanto como lo he hecho yo.
PADRE ÁNGEL GARCÍA,
presidente de Mensajeros de la Paz
CON PERMISO
Llevo toda la vida hablando con Jesús y ni me había enterado. Incluso me pregunto seriamente, en estos momentos personales de madurez, si he dejado de hablar con él en algún momento de mi vida.
Es sencillo conversar con quien charló con Nicodemo, con las hermanas de Lázaro, con la samaritana, con Pedro el pescador y hasta con el mismo diablo. Es fácil hacerlo con quien curó, bendijo, enseñó, se ocupó de su madre en medio de su agonía, perdonó traiciones y abandonos, resucitó muertos, bendijo a los pobres y puso como ejemplo de vida a los