Eso no estaba en mi libro de historia de los Austrias
Por Uceda Requena y Juan
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Existen muchas más historias que las que ya conocemos sobre los grandes hechos de armas, las hazañas de los campos de batalla o los descubrimientos del Nuevo Mundo; más allá de las memorables obras de arte de los pintores o poetas del Siglo de Oro; más allá de las decisiones de ministros, gobernantes y reyes.
En estas páginas podrá descubrir cómo murió realmente Felipe III; cómo se gestó el Camino Español, que atravesaba Europa de una punta a otra; quiénes eran el bufón que podía llamar primo al rey o los siameses genoveses que entretenían a Felipe IV; cuáles fueron los intentos de Felipe II para conquistar Inglaterra con su corazón antes de la intervención de la Armada Invencible, o qué ocurrió en la primera burbuja económica de la historia, la llamada crisis de los tulipanes… y muchos más misterios asombrosos sobre la dinastía que llevó el timón de España durante los siglos xvi y xvii.
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Eso no estaba en mi libro de historia de los Austrias - Uceda Requena
INTRODUCCIÓN
En primer lugar, sea el lector bienvenido a estas páginas en las que se hablará de la historia de los Austrias, aunque de un modo algo particular. No cabe duda de que el estudio de la historia es una actividad que debe realizarse con toda seriedad. Comprender lo que hemos sido en el pasado resulta esencial para entender qué somos hoy en día. Pero como en cualquier otra actividad, es saludable tomarse un respiro de vez en cuando y, afortunadamente, la historia no es siempre tan cuadriculada y sosa como parece traslucirse de muchos libros y manuales.
¿Cree usted que en el pasado no ocurrían cosas emocionantes? ¿Cree que unos cuantos siglos atrás no se cometían travesuras, traiciones, fiestas y locuras? Ni mucho menos. Aunque en la mayoría de los libros de historia tan solo podamos ver a Carlos I planificando sus campañas, a Felipe II trabajando en su despacho o a Felipe IV disfrutando de bailes y obras de teatro, lo cierto es que estos grandes reyes no dejaban de ser personas como usted y como yo. Como cualquier otro hombre, también los protagonistas de los libros de historia tenían debilidades y manías, también se reían de un buen chiste o lloraban desconsolados cuando sufrían una pérdida, también envidiaban, amaban y odiaban como cualquiera de nosotros. Como no podría ser de otra forma, también tenían un buen montón de trapos sucios que sacar a la luz.
Hay mucha historia más allá de los grandes hechos de armas, de las hazañas de los campos de batalla o de los descubrimientos del Nuevo Mundo; más allá de las imborrables obras de arte de los pintores o poetas del Siglo de Oro; más allá de las decisiones de ministros, gobernantes y reyes. En efecto, hay muchas otras cosas que merecen ser contadas: cotilleos que se susurraban en los pasillos de los palacios y en los callejones de las ciudades; complejos que avergonzaban y atormentaban a los monarcas y emperadores; grandes proyectos que resultaron ser tremendas meteduras de pata y otras mil curiosidades, anécdotas y chismorreos que se sucedían día tras día en la España de los Austrias.
Si lo que a usted le interesa es leer algo de historia con mayúsculas, algo acerca de los grandes hitos de los siglos XVI y XVII le digo que hace usted muy requetebién porque es un periodo apasionante, pero en tal caso no le recomiendo este libro. No encontrará en estas páginas más que algunas referencias puntuales a acontecimientos como la Guerra de Flandes o la Armada Invencible, la conquista del imperio azteca por Hernán Cortés o el inca por Pizarro, el proceso creativo de Velázquez o sobre los juicios de la Inquisición. Todos estos temas resultan tan apasionantes como ampliamente desarrollados en cientos de libros mucho más meritorios que el que tiene usted entre sus manos. Esos temas están, en consecuencia, fuera de la intención de esta obra.
Si lo que el lector está buscando es algo de realidad debajo del cartón piedra de los libros convencionales, entonces está de enhorabuena. En estas páginas podrá descubrir que Carlos I no era todo grandeza y poderío, sino que, en su intimidad, era una persona que convivía con grandes complejos y terribles inseguridades. Descubrirá también que no todos los nobles e hidalgos españoles eran un cúmulo de honor y virtudes caballerescas, sino que también había entre ellos grandes rufianes. Podrá aprender cómo, en ocasiones, la historia no avanza tal y como se había planeado en un principio, sino que un fracaso, una traición, un tropiezo o una simple casualidad pueden cambiar de arriba a abajo el curso de los acontecimientos.
Sin ir más lejos, todo lo que sabemos de los Austrias solo fue posible por una cadena de coincidencias y muertes prematuras que dio lugar a una sucesión que, por aquel entonces, nadie habría imaginado. Si alguien hubiera apostado en su momento a que Carlos I habría llegado a ser rey de España, le habrían tomado por loco, pero así fue. Si alguna de las muchas y casi desconocidas flotas españolas lanzadas contra Inglaterra después del fracaso de la Armada Invencible se hubiera encontrado con una climatología favorable en lugar de con incesantes tormentas, puede que hoy en día se hablara español en Norteamérica. Si las prioridades de la corte de Felipe IV hubieran sido distintas, tal vez hoy en día Portugal sería una región española y Cataluña, una provincia francesa. Incluso si Felipe II hubiera sido un poco menos prudente y se hubiera lanzado a según qué aventuras, no cabe descartar que a día de hoy el español fuera el idioma oficial de China.
Las casualidades y los sucesos inesperados a veces marcan el devenir de los acontecimientos de una forma irónicamente cruel. Negociaciones matrimoniales que no llegaron a cuajar, aventuras bélicas que no marcharon como se esperaba, planes de gobierno que salieron al revés, aparentes fracasos que se convirtieron en golpes de suerte y rebeliones que triunfaron o se quedaron por el camino. Todo ello contribuyó enormemente al avance del mundo, tanto o más que los aciertos, las victorias y los planes que salían tal y como se esperaba
Todos estos hechos serán los que el lector podrá encontrar en estas páginas. Pero, además, dado que, por suerte, no todo lo que ocurre en esta vida es tan trascendental, también podrá conocer muchos pequeños sucesos y anécdotas del día a día. Hechos que no tuvieron la menor influencia en el desarrollo de la línea temporal pero que resultan curiosos y dignos de mención. Las costumbres, las tradiciones, los gustos y los miedos de las gentes de aquella época nos brindan la posibilidad de asombrarnos al conocer lo distintos que somos de aquellos antepasados nuestros.
Añádase a todo eso algunas macabras historias sobre los personajes más oscuros e indeseables que se pueda uno imaginar, sobre propósitos secretos y confabulaciones ocultas o sobre el modo en que los monarcas de la dinastía Habsburgo afrontaron el tránsito de esta vida a la siguiente. El resultado será un libro de historia muy poco convencional, pero, espero, muy del agrado de quien tenga interés por conocer lo que se esconde detrás de los grandes titulares y los lugares comunes. Los entresijos de la historia de los Austrias están a su alcance. Le deseo que lo disfrute.
DE VICIOS Y PECADOS
Demasiado a menudo leemos sobre las grandes hazañas y virtudes de los reyes, los aristócratas y demás personajes célebres del pasado, relatos de grandes hombres con increíbles proezas en su historial que llenan páginas y más páginas. Puede que algún que otro lector esté ya un poco cansado de leer acerca de la prudencia y laboriosidad de Felipe II, del amor por el arte de Felipe IV, del talento militar del duque de Alba o de las grandes dotes de gobierno del cardenal Cisneros. Las narraciones sobre esos triunfos y esas elevadas cualidades no suelen hacer demasiadas referencias al reverso oscuro de tales personajes, pero ya le digo yo que lo hubo, vaya si lo hubo. No se debe olvidar que, hasta el rey más justo, el soldado más valiente y el héroe más perfecto tienen también sus sombras.
¿Quiere usted saber más sobre esa artificial imagen perfecta? Tiene muchos libros donde buscar; aquí vamos a centrarnos en la cara B. Porque los vicios y los defectos de los grandes hombres del pasado también los definen y forman parte de la historia, aunque a menudo se le haya dado menos protagonismo.
No habría páginas suficientes para enumerar los fallos de tantas personas, de modo que nos centraremos no tanto en los personajes como en los vicios en sí mismos. Siete son los pecados capitales y siete los capítulos de esta sección en la que personalizaremos cada uno de esos pecados en la figura histórica que mejor los representa.
La Gula: Carlos I
Carlos I de España y V de Alemania permanece en el imaginario colectivo rodeado de un aura de grandiosidad, prototipo de virtudes y triunfos. Tal vez se trate del máximo exponente de poderío de la dinastía de los Austrias, pero, como casi siempre sucede, las cosas no suelen ser tan simples. Como todo héroe, Carlos también tuvo sus sombras. Junto con sus resonantes victorias también sufrió derrotas muy dolorosas. En cualquier caso, más allá de los fantasmas de sus fracasos, Carlos también arrastró otros vicios a lo largo de su vida, siendo, probablemente, la gula el más acusado de todos ellos.
Los documentos de la época reflejan la potencia de la dieta del soberano. El embajador veneciano Badoaro lo explica así:
«Tenía la costumbre de tomar, por la mañana al despertarse, una escudilla de jugo de capón con leche, azúcar y especias; después de lo cual volvía a reposar. A mediodía comía una gran cantidad de platos; merendaba pocos instantes después de vísperas, y a la una de la noche cenaba, tomando en esas diversas comidas toda clase de cosas propias para engendrar humores espesos y viscosos»
La devoción por la comida era algo que durante su juventud podía pasar como una simple muestra de gusto por la buena vida, acorde a un soberano de buena salud, joven, atlético y vitalista. Sin embargo, esta adicción se fue agravando con los años hasta convertirse en una obsesión desproporcionada y bastante peligrosa a la vista de los graves problemas de salud que acompañaron al emperador a medida que envejecía. Especialmente grave fue la gota, una enfermedad que se produce por la excesiva acumulación de ácido úrico en el organismo hasta el punto de llegar a cristalizarse y acumularse en las extremidades inferiores, generalmente en el dedo gordo del pie, provocando terribles dolores, además de rigidez en las articulaciones y cálculos biliares.
Un buen ataque de gota puede dejar a quien lo sufre totalmente fuera de combate hasta que remiten sus síntomas, tal como le ocurrió a Carlos en varias ocasiones, que se fueron haciendo más frecuentes según se hacía mayor. Las causas de la que llegó a ser conocida como «la enfermedad de los reyes» están muy asociadas a los hábitos alimenticios: el abuso del alcohol, el marisco o la carne de caza, precisamente los platos preferidos del emperador. Tanto es así que Carlos solicitó un permiso especial al Papa que le permitiera comer lo que se le antojara sin respetar la prescripción del ayuno cuando comulgaba o la prohibición de comer carne en Cuaresma.
Desde su juventud Carlos fue un auténtico sibarita y vivió acompañado por las consecuencias (su primer ataque de gota lo sufrió a los veintiocho años), pero fue en sus últimos años cuando los excesos con la comida le causaron mayores problemas. También debe tenerse en cuenta que el lugar elegido para su retiro no fue el más adecuado. El clima de la zona donde se encuentra el monasterio de Yuste, emplazamiento donde el emperador quiso pasar sus últimos años tras abdicar de todos sus reinos, era bastante húmedo, especialmente en invierno, así como muy caluroso en verano. Precisamente eso resultaba lo menos adecuado para un gotoso, lo cual no deja de ser sorprendente ya que los consejeros y médicos de Carlos habían señalado que uno de los criterios más importantes era escoger un emplazamiento benigno para sus dolencias.
Así como el lugar elegido no era el más adecuado, tampoco lo fue el estilo de vida que el César adoptó en su estancia monacal. Su tren de vida y, sobre todo de alimentación, no fueron los más convenientes. En aquella época ya se sabía que la gota estaba íntimamente relacionada con la alimentación y no fueron pocos los doctores que le aconsejaron que cambiara sus hábitos gastronómicos, pero el rey nunca hizo caso, aun sabiendo que esa dieta era la causa de sus problemas de salud. Durante toda su vida se había negado a someterse al dictado de otros. Reyes, papas y sultanes intentaron doblegarlo sin éxito, de modo que a estas alturas no estaba dispuesto a que unos simples doctores le dijeran cómo debía vivir. Su propio ayuda de cámara, Guillermo van Male, nos lo dejó por escrito:
«Su gula, su voracidad maldita, llega al punto de que aun con mala salud, en medio de crueles dolores, no se abstiene de comer ni de beber lo que le es perjudicial».
De hecho, se sabe que, influido por el ambiente austero y contemplativo del Yuste, Carlos quiso ajustarse lo más posible a la vida monacal, redujo los lujos en el vestir a su mínima expresión, acompañaba a los frailes en sus oficios religiosos y dedicaba a la oración más horas que a cualquier otra actividad. Pero en lo que se refiere a la comida no se mostró tan devoto, pues tan solo una vez compartió la mesa de los monjes en mayo de 1557. Tras comprobar lo poco interesante que eran los platos de los religiosos, decidió no volver a acompañarlos: para ellos el pan duro, la sopa insulsa y el agua. Carlos prefería los guisos de carne, las especias y la cerveza, su adorada cerveza flamenca. Es más, cada vez exigía que se preparasen platos más sofisticados y complejos, lo que llegaba a ser todo un desafío para quienes debían idear nuevos manjares capaces de complacerle. Uno de sus mayordomos, sabedor de la afición que Carlos sentía por coleccionar relojes, llegó a decirle:
«No sé ya cómo complacer a Vuestra Majestad, como no sea haciéndole un plato de relojes».
Como buen borgoñón, Carlos era un auténtico fanático de la buena cerveza y, de hecho, en su primer viaje a España para asumir la corona de Castilla, se hizo acompañar de maestros cerveceros, pues no estaba dispuesto a que el suministro de su bebida preferida pudiera escasear. Es interesante señalar que, tras la llegada de Carlos a España, se empezó a popularizar el consumo de cerveza. Si bien el vino siguió siendo el protagonista de todas las mesas, la cerveza fue incrementando poco a poco su demanda¹.
Los malos hábitos del emperador en la mesa no se limitaban al qué, sino que se extendían al cómo, ya que Carlos prefería comer absolutamente solo. Este no era el proceder habitual de los reyes en aquella época, ya que la comida del rey era un acto casi ceremonial con una carga simbólica importante y en el que los miembros de la corte acostumbraban a participar. Sin embargo, Carlos nunca apreció la presencia de semejante público durante sus comidas, es más, ni siquiera quería contar con la compañía de su esposa, la emperatriz Isabel, ni de otros miembros de su familia cuando se sentaba a la mesa. Esta preferencia, no obstante, no se debe a una falta de sociabilidad, sino a un exceso de vergüenza, y es que el soberano estaba tremendamente acomplejado por la forma de su mandíbula. El rasgo más característico de la dinastía Habsburgo era una maldición para el César, que tenía dificultades para masticar dado que la mandíbula inferior no se encontraba alineada con la superior y no era capaz de comer de una forma demasiado civilizada, limitándose a engullir enormes bocados de comida que caían de su boca sobre la mesa².
1 Los castellanos no aceptaron demasiado bien el sabor excesivamente amargo de la tostada cerveza flamenca y los cerveceros se apresuraron a producir una variedad de baja fermentación y sabor más suave, dando así lugar a la cerveza rubia que aún a día de hoy es la preferida del público español.
2 De hecho, es probable que la razón que impulsó a Carlos a dejarse barba fuera el intento de disimular su prominente mentón.
Carlos I (derecha), sentado a la mesa acompañado de su esposa, Isabel y su hijo Felipe. El gusto de Carlos por comer en total soledad hace difícil que una imagen como esta llegara a producirse en realidad.
Ciertamente, no era una imagen demasiado acorde a la dignidad y grandeza del emperador y él lo sabía perfectamente, por lo que se esmeraba por permanecer siempre oculto cuando llegaba la hora de comer. La imposibilidad de masticar bien la comida no solo causaba una imagen desagradable, sino también unas terribles digestiones. Tragar la comida sin apenas masticarla, unido al estrés propio del soberano del mayor imperio del mundo y lo poco saludable de su dieta, le causaba muchas dificultades para digerir y, por tanto, frecuentes vómitos y diarreas. Sus consejeros le insistían constantemente para que refrenara sus atracones, pero nunca quiso escuchar. Su leal consejero Loaysa trataba de apelar a su conciencia y a su sentido del deber en un intento por conseguir que se moderara:
«Señor, yo os suplico que no comáis de todo aquello que es perjudicial para vuestra salud. Por amor de Dios tened en cuenta que vuestra vida pertenece a los demás tanto como a Vos mismo, y si Vuestra Majestad desea destruir lo que le pertenece no es justo que sea destruido nuestro bien propio [...] Vuestra Majestad deseaba hacer penitencia de sus viejos pecados; estas penitencias sustituidlas hoy resistiéndoos a la glotonería, lo que será más meritorio que el cilicio o la disciplina».
Al menos, Carlos había caído en el lado sabroso del mundo. Los grandes rivales de la cristiandad, los turcos, superaban a los estados cristianos en muchas cosas, pero no en el ámbito culinario. Un tal Pierre Belon, miembro del séquito de Gabriel D´Aramon, embajador francés en Constantinopla, dejó escrito que los turcos no tenían ningún conocimiento de las artes de la cocina. No servían nada más que pepinos y verduras crudas, sin aceite ni vinagre; el plato principal solían ser gachas y jamás preparaban exquisiteces.
Actualmente, contamos con profundos estudios médicos y psiquiátricos que nos plantean algunas hipótesis interesantes acerca de las implicaciones de esta dieta tan caótica. En primer lugar, se ha planteado que su extrema voracidad iba más allá del simple gusto por la comida y que tenía algún componente de trastorno psicológico. Son varios los testimonios de una actitud realmente compulsiva, pues hasta se despertaba en mitad de la noche para atiborrarse. Hay quien ha querido ver en ese comportamiento la presencia de algún tipo de enfermedad, probablemente, la diabetes que le impulsaba a comer desaforadamente.
Si bien resulta relativamente arriesgada esta conclusión, no lo es tanto afirmar que el emperador era bulímico. En efecto, el hecho de que a lo largo de toda su vida no sufriera ni el más mínimo cambio en su peso corporal parece una buena muestra de ello, especialmente en sus últimos años cuando su descontrol alimenticio se incrementó y los ataques de gota le mantuvieron casi totalmente inmóvil. A pesar del sedentarismo y de los excesos en el comer, Carlos nunca ganó ni una talla, cosa extraña.
Hay muchos testimonios sobre el apetito de Carlos y sobre lo poco que escarmentaba con cada indigestión, cada ataque de gota o cada uno de los continuos episodios que este vicio le causaba pues, una vez superado cada trance, volvía a caer en la misma ansia devoradora. En 1541 un embajador veneciano escribía estas palabras:
«El emperador se levanta muy tarde¸ después de vestirse oye misa privada que, al decir de algunos, es por la emperatriz. Después de recibir a varias audiencias va a la capilla a oír una misa pública, al salir come, ya es casi medio día. Esta costumbre ha dado lugar al dicho: de la misa a la mesa. Come mucho en este almuerzo, demasiado para su complexión y el ejercicio que hace. Se alimenta de manjares que producen humores grasos y viciosos, a los que se deben las enfermedades que lo afligen, el asma y la gota. Él cree remediarlo comiendo poco por la noche; pero los médicos dicen que sería mejor para él que dividiera su comida en dos porciones iguales. Cuando se encuentra bien cree que nunca va a caer enfermo y no hace caso de las advertencias de sus médicos; pero cuando se siente mal hace todo lo posible por curarse».
Aunque Carlos no hacía demasiado caso a sus doctores, trataba de combatir sus males con diversos amuletos: piedras engastadas en oro para contener la sangre, brazaletes y sortijas de oro y hueso contra las hemorroides, una gema azul cubierta de adornos dorados contra la gota, nueve sortijas de Inglaterra para los calambres y muchos otros talismanes para otras tantas enfermedades.
Respecto de otros vicios distintos a los de la mesa, a Carlos no se le podría achacar gran cosa. No fue perezoso; de hecho, fue sin duda el más enérgico de los Austrias españoles. En lugar de codicia siempre tuvo un alma generosa, tanto en el plano económico, en el que son destacables muchas obras de caridad, limosnas y ayudas, como en el plano personal en el que jamás puso reparos en prestar ayuda a quien lo solicitara con un oficio en la corte, una carta de recomendación o un amistoso consejo.
¿Soberbia? No más de la que resulta razonable en quien se situaba de hecho y de derecho como la cabeza de la cristiandad, en una posición no demasiado distinta de la del Papa de Roma. ¿Ira? Jamás se dejó mover por impulsos violentos y, a pesar de su imagen de hombre de temperamento vivo, lo cierto es que se comportó de modo muy reflexivo en los momentos más importantes. Incluso puede firmarse que en más de una ocasión su obrar bondadoso se le volvió en contra, como cuando liberó de su cautiverio a Francisco I de Francia con la confianza de que respetaría el juramento de cumplir las condiciones del Tratado de Madrid que hubo de firmar para recobrar la libertad. Como sabemos, el rey francés no tardó ni un segundo en romper todos sus compromisos y declarar el tratado nulo una vez que recobró la libertad.
En cuanto a la lujuria, sí se podrían mencionar algunos escarceos, pues se le conocen cuatro hijos extramatrimoniales, entre ellos el célebre don Juan de Austria. A pesar de ello, hay que destacar que Carlos I fue total y absolutamente fiel a su esposa Isabel de Portugal, por quien sintió un amor profundo y sincero. Los hijos habidos fuera del matrimonio fueron fruto de relaciones que mantuvo antes de conocer a su esposa o mucho tiempo después de enviudar.
A los cuatro bastardos mencionados habría que añadir otro que es dudoso, una niña llamada Isabel, nacida en 1518, y de quien hay sólidos indicios para pensar que fue hija de Carlos. Una cláusula del testamento de su madre parece sugerir que, en efecto, era hija del emperador. Lo curioso de esta niña es precisamente quién era su madre, que no era otra que la abuela del propio Carlos. No, no ha leído usted mal, Carlos engendró una hija con su propia abuela. Aunque esto pueda sonar muy desagradable, la realidad es un poco menos impactante. La interesada era Germana de Foix, segunda esposa de Fernando el Católico y por tanto abuela política de Carlos, abuelastra podría decirse. Además, el anciano Fernando buscó como nueva esposa a una hermosa jovencita, de modo que cuando Carlos la conoció, él tenía dieciocho años y ella poco más de treinta. La atracción surgió enseguida y ambos vivieron un corto pero intenso romance del que surgió la pequeña Isabel. Pasados los ardores juveniles, Carlos se ocupó de conseguir a su abuelastra un buen marido, y la casó con el margrave de Brandemburgo-Ansbach y, a la muerte de este, con el duque de Calabria³, nombrándoles a ambos virreyes de Valencia. Cumplía así la voluntad de su abuelo Fernando que le había pedido por carta que se ocupara del bienestar de Germana «pues no le queda, después de Dios, otro remedio sino solo vos.»
Volviendo al tema de la gula de Carlos, en lo que no hay discusión es en que este vicio fue, a la larga, uno de los motivos del fin de su reinado. La gula provocó su gota y la gota fue una de las causas fundamentales de su abdicación. No la única, por supuesto, ni siquiera la más importante, pero sin duda tuvo bastante influencia. Un miembro de la camarilla del gobierno de los Países Bajos, llamado Filiberto de Bruselas, describió la horrible tortura que el Emperador Carlos padecía con la gota:
«Se trata de un verdugo truculento, que invade todo el cuerpo, desde la coronilla hasta las plantas de los pies, sin dejar nada intacto. Contrae los nervios con intolerable angustia, entra en los huesos, congela el tuétano y convierte los líquidos lubricantes de las articulaciones en tiza; no se detiene nunca hasta que, después de haber agotado y debilitado el cuerpo entero, ha utilizado todos sus instrumentos necesarios y conquistado la mente tras inmensas torturas.»
La inmovilidad que la gota le ocasionaba era especialmente inconveniente para Carlos, pues era un rey viajero e inquieto que recorrió Europa de arriba a abajo en varias ocasiones. Se calcula que pasó una cuarta parte de su reinado viajando. A lo largo de su vida realizó diez viajes a Flandes, nueve a Alemania, siete a Italia, seis a España, cuatro a Francia, dos a Inglaterra y dos a África. También llevó a cabo dieciocho travesías por el Mediterráneo y otras tres por el Atlántico.
En su juventud fue un magnifico jinete admirado por todos por su galanura y porte sobre el caballo. Con los años se vio obligado a sustituir el caballo por la litera, acarreada por sus sirvientes, que le permitió continuar con sus viajes cuando la gota hacía totalmente imposible la equitación. Pero los dolores no cesaban y los sufrimientos del camino pronto fueron demasiado intensos incluso para desplazarse en litera. Los excesos en el comer le habían convertido en un inválido y, en esas condiciones, entendió que sus días de gobernante habían terminado. La gota, la artritis, las hemorroides, el asma, los constantes dolores de cabeza y muchos otros padecimientos pusieron un fin anticipado a sus años de gobierno, y así lo confesó él mismo cuando anunció su abdicación:
«Estoy resuelto a renunciar de estos Estados, y no quiero que penséis que hago esto por librarme de molestias, cuidados y trabajos, sino por veros en peligro de dar graves inconvenientes que por mis ataques de gota os podrían resultar.»
Fuera cual fuera la causa de sus excesos, parece claro que Carlos I vivió siempre esclavizado por su voracidad y por un hambre que parecía no acabar nunca. ¿Por qué tuvo Carlos que soportar la carga del pecado de la gula? Tal vez nunca sepamos si se debía a alguna enfermedad de su metabolismo, si era su forma de combatir la tremenda ansiedad y estrés a los que estaba sometido como cabeza del antiguo imperio germánico y del incipiente imperio español o si, simplemente, era un hombre que adoraba la buena comida y que, poco a poco, se fue haciendo un prisionero de esta afición que se convirtió en el peor de sus vicios; un vicio que estuvo igualmente presente en todos sus sucesores, pues los Austrias españoles fueron una dinastía de glotones y gotosos. Pero si hubiera un premio al más zampón, Carlos I ganaría por goleada.
La Ira: El Principe don Carlos
Hay familias mejor y peor avenidas, familias con problemillas y familias que son todo un drama. En esta ocasión vamos a contar la historia de un hijo y de su padre, una historia en la que predominan los malos sentimientos y, sobre todo, una muy alta dosis de cólera con fatales resultados. Nuestros protagonistas son el rey Felipe II y su primogénito, el príncipe Carlos de Austria, nacido en 1545, cuando Felipe tenía tan solo dieciocho años, de su primer matrimonio con la princesa María Manuela de Portugal, que falleció a consecuencia del parto.
Ya desde su nacimiento el niño comenzó a alimentar las sospechas de que algo no funcionaba bien en su cabeza, cosa que en cierto modo era previsible, pues sus padres eran primos hermanos por partida doble, lo que le daba a la criatura un índice de consanguinidad del 0,21, muy cercano al 0,25 que tendría el infausto Carlos II unas generaciones después. Físicamente, el príncipe estaba algo contrahecho: una cabeza mucho más grande de lo que correspondía, piernas de distinta longitud y algo jorobado. Su desarrollo mental no era mucho mejor, y si bien sería excesivo calificarlo de deficiente mental, desde luego no se podía afirmar que tuviera una inteligencia normal. Nunca destacó en los estudios y, de hecho, ni siquiera llegó a cumplir las mínimas expectativas.
Diversos diplomáticos y visitantes de la corte, como Federico Badoaro, el señor de Brantôme o Giovanni Soranzo, nos han dejado relatos de sus andanzas de juventud. Siendo aún un niño su comportamiento no era normal, sino realmente preocupante, con violentos brotes de cólera que iban más allá de lo que sería propio de un simple niño consentido. Se cuenta que en cierta ocasión le regalaron una serpiente exótica, aunque le insistieron en que no se acercara demasiado a ella pues era un animal agresivo. Carlos desoyó los consejos y comenzó a incordiar al reptil hasta que este le mordió en la mano. Cegado de rabia, el pequeño niño respondió arrancando la cabeza del animal a mordiscos. En su juventud acostumbraba a salir de caza, pero más que abatir ciervos y venados, lo que realmente buscaba era atrapar liebres con trampas para, seguidamente, asarlas vivas y disfrutar viendo cómo se retorcían de dolor.
Pero su crueldad era aún mayor con los sirvientes. En cierta ocasión su zapatero le presentó unas botas que no le agradaron, por lo que el príncipe las hizo freír y le obligó a comérselas delante de él. En otro momento, se encontraba en la corte un comerciante indio que mostraba a los nobles reunidos las exquisitas mercancías que había traído de su lejana tierra. Cuando Carlos pasó por allí, el comerciante sacó su pieza más valiosa, una enorme perla engastada en oro que valía una auténtica fortuna. Carlos pidió verla de cerca y cuando el comerciante se la entregó, procedió a arrancar los engastes dorados con sus dientes y a continuación se tragó la perla. ¿Por qué hizo algo así? Pues porque sí, simplemente porque él quería. Como puede verse, no se trataba de simples travesuras sino de los actos de un desequilibrado.
Sus capacidades mentales fueron empeorando con los años. En 1562, con diecisiete años, se cayó por unas escaleras, supuestamente mientras perseguía a una sirvienta con deshonrosas intenciones. Carlos se golpeó la cabeza y quedó inconsciente, llegando a temerse por su vida. Se recurrió a todos los cuidados posibles y, ya fuera por los expertos médicos que le trataron o por la milagrosa influencia del santo fray Diego de Alcalá, muerto un siglo antes y cuya momia metieron junto al moribundo príncipe en su misma cama, el caso es que el muchacho se recuperó. No obstante, las secuelas del traumatismo en la cabeza no hicieron más que acrecentar sus desvaríos de ahí en adelante.
El joven Carlos veía la furia crecer en su interior a medida que crecía. Odiaba profundamente a su padre, a quien nunca perdió la ocasión de atormentar, como aquella vez que, siendo solo un adolescente, fue a los establos reales y, tras encontrar al caballo favorito de su padre, le sacó los ojos con un cuchillo solo para molestar al rey. Bastaba un mínimo gesto para desatar su furia hasta límites inimaginables e incluso homicidas, pues al menos en una ocasión mató a patadas a un paje que le había contrariado. Su humor fue siempre desagradable con todo el mundo, cosa de lo que ya se dio cuenta su abuelo, el emperador Carlos, que llegó a decir de él: Me parece muy bullicioso, su trato y su humor me gustan muy poco y no sé lo que podrá dar de sí con el tiempo.
Uno de sus más graves arrebatos tuvo lugar cierta noche en la que decidió salir a divertirse con sus amigos. Como era de esperar, la diversión para él consistía en atormentar a cualquier transeúnte que se cruzaba en su camino, especialmente a las mujeres, a las que insultaba de la forma más soez. Aquella noche en cuestión, Carlos se vio sorprendido por un cubo de aguas sucias que alguien arrojó sobre él desde una casa, sin duda confundiéndole, por sus gritos y alborotos con un simple borracho. La explosión de rabia del príncipe fue extrema. Poseído por una furia incontrolable ordenó a los guardias que lo acompañaban a modo de escolta que prendieran fuego a todo el edificio pero que antes sacasen de él a cuantos lo habitaban y los degollasen en su presencia. Por suerte el oficial de la guardia ideó el modo de evitar tal castigo diciendo que había visto entrar en la casa a un sacerdote que portaba los Santos Sacramentos, por lo que la orden no podía llevarse a cabo sin cometer un imperdonable sacrilegio. Esta respuesta obligó a Carlos a resignarse.
Ante acontecimientos como estos se solía hacer la vista gorda; después de todo, se trataba del futuro rey de España. No obstante, las cosas pasaron a mayores en 1567. Los gestos y travesuras de hijo rebelde ya eran cosa del pasado. El odio y la frustración que habitaban en él apuntaban a algo más que las habituales pataletas y arranques de ira. Carlos había tomado una decisión definitiva; consideraba que había llegado la hora de convertirse en algo más que un príncipe heredero, pero necesitaba ayuda para llevarla a cabo. Si bien al príncipe nunca le había gustado demasiado su tío Juan de Austria, esta vez debía recurrir a él. Le reveló sus planes, que consistían en escapar en secreto a Viena, tomar a su prometida Anna de Austria, prima suya e hija del emperador Fernando, como esposa y, amparándose en esa alianza, trasladarse a continuación a las posesiones hispánicas en Flandes. Una vez instalado allí con su esposa, pretendía declarar la independencia de esas tierras y proclamarse él mismo soberano. Juan de Austria no podía creer una palabra de lo que oía. Su sobrino estaba irremediablemente loco, pretendía emprender un plan absurdo, que no podía tener ningún éxito y, peor aún, pretendía implicarlo a él en sus propósitos.
3 Aunque Germana de Foix hizo su entrada en el escenario político hispánico siendo una preciosa joven, los años no la trataron demasiado bien. Con el tiempo empezó a ganar algo de peso, después mucho peso y, al final de sus días, había alcanzado una formidable obesidad mórbida que apenas le permitía andar. Poco después de su última boda, con el duque de Calabria, se produjo un pequeño terremoto en Granada y uno de los bufones de rey aseguró que debía ser consecuencia de la agitada noche nupcial de la pareja.
El príncipe Carlos, en uno de sus frecuentes ataques de cólera, es sujetado por el duque de Alba.
Don Juan decidió seguirle la corriente y asegurarle que estaba totalmente de su lado, cuando lo que pretendía en realidad era dar aviso al rey Felipe del profundo desequilibrio de su hijo. Carlos debió de percibir el doble juego de don Juan y se volvió totalmente loco de ira, tomó un arcabuz que tenía escondido y disparó contra su tío. Por suerte nada ocurrió, ya que el arma estaba descargada, de modo que el príncipe sacó su puñal del cinto y se lanzó contra don Juan que, debido a su mejor forma física y a que, a diferencia de su sobrino, no se encontraba obcecado por la rabia paranoica, pudo desarmarlo y arrojarlo al suelo. Tras el incidente, don Juan le contó a su hermano, el rey Felipe, los niveles que habían llegado a alcanzar los desvaríos del príncipe.
La noticia fue demoledora para el rey. La relación con Carlos nunca había sido fácil, pero esto ya era demasiado. No se trataba de simples problemas familiares: la seguridad de todo el reino se encontraba ahora comprometida. Finalmente, Felipe decidió que todo debía acabar y, en una fría noche de enero de 1568, se vistió con armadura y espada. Acompañado de un puñado de sus más leales colaboradores, se dirigió al aposento de su hijo. El grupo avanzaba a paso rápido y silencioso por los pasillos del Alcázar; no llevaban ninguna luz, ni faroles ni antorchas; nadie hablaba. Junto al rey estaban el príncipe de Éboli, el duque de Feria y algunos otros caballeros. Al llegar a la puerta del príncipe lo primero que hubo que hacer fue desconectar el mecanismo que el joven había hecho instalar para mantener la puerta cerrada. Una vez dentro, se deslizaron hasta el lecho del Carlos mientras este dormía y retiraron de su alcance la espada, la daga y el arcabuz cargado que siempre dejaba a mano. Al despertar, Carlos se vio rodeado por ese lúgubre cortejo y, entre abatido y colérico, se dirigió a su padre preguntando «¿Acaso Vuestra Majestad ha venido a matarme o a apresarme?» y, sin esperar a la respuesta, dirigió la mano adonde él creía que se encontraba el arcabuz. Si no lo hubieran quitado de allí, el príncipe habría tratado de disparar sobre su padre.
Se le requisó todo lo que pudiera emplearse como arma y también todos los papeles del príncipe. Uno de esos documentos era una lista que Carlos había redactado y en la que enumeraba a todos sus enemigos. Felipe II era el primer nombre de aquella lista. Siendo consciente de que iba a ser encarcelado, Carlos se lanzó a los pies de su padre y, entre sumiso y enojado, le retó a que lo matara antes que encerrarlo. Felipe lo trató con suma frialdad y se limitó a decirle: «En adelante no os trataré como padre sino como rey», y ordenó que fuera confinado en una cámara con barrotes en las ventanas y con la puerta siempre custodiada. No se permitieron más visitas que las expresamente autorizadas por el rey, aparte de su confesor y los sirvientes asignados a su cuidado y vigilancia, ni se le permitió enviar o recibir mensajes. Se había convertido en un peligro.
Poco después de estos hechos Felipe II escribía una carta al duque de Alba en la que exponía los motivos de su decisión:
«Duque primo: como conocéis bien el carácter y la naturaleza del príncipe, mi hijo, no es necesario extenderme mucho para justificar las medidas que he tomado sobre él, ni para explicaros los fines que persigo con ellas. Desde que os partisteis de aquí fue tan lejos en sus extravíos e hizo cosas tan graves, que habiendo llegado a tales términos me resolví a detenerlo en sus aposentos. Aunque esta demostración haya sido tan grande y la medida a que me he resuelto tan rigurosa, por lo que habéis visto sabréis comprender la razón con la que he obrado. Aunque hubiera querido cerrar los ojos a lo que me toca personalmente, y a tantas faltas de respeto y obediencia, disimular con él o recurrir a otros expedientes, cuando consideré mis deberes para con Dios Nuestro Señor, con la cristiandad y con mis reinos y estados, así como los notables daños e inconvenientes que podrían venir más tarde, algunos de los cuales eran ya inminentes, pensé que debía subordinar a estos deberes todas las demás consideraciones, incluso los de la carne y la sangre, y no he podido dispensarme de tomar la vía que mejor y más verdadera me ha parecido para llegar a este fin».
Por muy doloroso que le resultara al padre, la responsabilidad del rey prevalecía. Lo que pasó después está envuelto en el misterio y las especulaciones. Durante los seis meses que permaneció preso hasta su muerte, el príncipe no cejó en su empeño de rebelarse. Si lo que se pretendía con su encierro era ablandarle los ánimos, desde luego se consiguió todo lo contrario, pues inició de inmediato un plan de suicidio. Alternó la huelga de hambre con gigantescos atracones, pidió que llenaran su celda de nieve para dormir desnudo sobre ella, incluso se tragó un anillo con un enorme diamante, tal vez con intención de atragantarse y morir asfixiado. Su precaria salud no pudo aguantar y murió en julio del mismo año.
Mucho se ha hablado de que la muerte de Carlos fue en realidad una ejecución ordenada por su padre, pero el lector avispado puede descartar esa versión. Téngase en cuenta que la fuente de tal acusación no es otra que Guillermo de Orange, líder de los rebeldes holandeses, que se esforzó por difundir cualquier historia, fuera real o inventada, que pudiera desacreditar al rey Felipe, al que una vez sirvió y a quien ahora combatía. Durante el encierro y muerte de Carlos, Guillermo se encontraba en Alemania y Holanda, nunca estuvo en Madrid ni pudo conocer lo que ocurría en las mazmorras del Alcázar, de modo que su versión no se apoya en prueba alguna, pero la gran aceptación que tuvo en Europa la leyenda negra antiespañola dio credibilidad a esta historia. Por otra parte, los intentos de Carlos antes mencionados de destrozar su propia salud están bien documentados y no es difícil pensar que fueron tales acciones las que le arrebataron la vida.
Ni siquiera las motivaciones políticas parecerían demasiado sólidas para justificar un posible asesinato ordenado por Felipe II. Es cierto que Carlos era el heredero llamado a la sucesión tras la muerte de su padre y que este tenía razones para temer por sus reinos si algún día Carlos se ponía al frente, pero la opción de eliminarlo no resulta creíble, al menos no en España, donde no hacía mucho se había inhabilitado a quien ceñía la corona por incapacidad mental. En efecto, la abuela de Felipe, la reina Juana la Loca, sería recluida en el castillo de Tordesillas y privada del gobierno de los reinos hispánicos al que tenía absoluto derecho.
Nada pasó entonces; las élites españolas admitieron que la incapacidad de Juana justificaba su exclusión por mucho derecho dinástico que la asistiera. Juana ostentó el título y tratamiento de soberana de los reinos hispánicos hasta el día de su muerte, aunque fue su padre Fernando el Católico quien gobernó en su nombre hasta que murió en 1516, y después, su hijo Carlos. Si se hubiera repetido la misma situación, esto es, que el monarca legítimo estuviera incapacitado para gobernar, era de esperar que se hubiera adoptado la misma solución y que la corona hubiera pasado de facto al siguiente en la línea sucesoria. La ejecución de Carlos nunca habría sido siquiera planteada.
Carlos de Austria fue, en definitiva, un alma atormentada. Los extraños fantasmas que la endogamia generó en su mente nublaron su juicio toda su vida y su única reacción fue una desmedida furia que siempre dirigió contra su padre, su entorno y, finalmente, contra sí mismo.
La Pereza: Felipe Iii
Felipe III es un rey del que parece que no hay gran cosa que decir. Eso se debe a varias razones, entre las que cabe destacar que su reinado fue corto: frente a los cuarenta y dos años que duró el de su padre y los cuarenta y cuatro de su hijo, el tercero de los Felipe tan solo gobernó durante veintitrés años.
Eso puede parecer bastante tiempo; en veintitrés años pueden ocurrir muchas cosas. Pero por suerte o por desgracia el reinado de Felipe III se orientó a lo que se ha dado en llamar la Pax Hispanica, un periodo de no beligerancia en el que la principal preocupación del rey (o, mejor dicho, del duque de Lerma, que era quien realmente gobernaba) fue la de cerrar los distintos frentes de guerra abiertos y alcanzar una paz general a partir de la que se pudieran recuperar la hacienda y los ejércitos, agotados tras décadas de contienda incesante. En cualquier caso, no solo de guerras vive la historia e incluso un reino pacificado podría dar lugar a muchos acontecimientos: la corte del rey más poderoso de su tiempo debería ser suficientemente interesante.
En efecto, así debería ser... pero no con Felipe III, el prototipo de monarca de perfil bajo. Hablamos de un rey que ha pasado a la historia con los sobrenombres de Felipe el Bueno, porque era de trato afable, o Felipe el Piadoso, porque, como buen monarca católico, era muy devoto. Tales sobrenombres dejan claro que no había mucho más que destacar acerca de este hombre. De todas formas, habría resultado un tanto inapropiado intitular a este rey como Felipe el Soso, aunque sin duda habría resultado más acertado.
No era Felipe III una mala persona ni un mal gobernante; al menos, no un gobernante incapaz, si bien su educación no había sido todo lo buena que habría sido deseable, en parte por la mediocridad de sus preceptores y en parte por su propio desinterés y falta de esfuerzo. A pesar de todo, era un hombre inteligente que mostró un intenso interés por diversas disciplinas como la música (tocaba con cierta maestría la viola de gamba, un antecedente del violonchelo), las matemáticas y la pintura. También dominaba el francés y era capaz de conversar con expertos sobre todo tipo de temas elevados fácilmente cuando tenía interés en ello. El problema es que casi nunca tenía interés en nada. Ese fue el gran inconveniente de este rey, algo que en los libros de historia se suele llamar abulia pero que, para entendernos, es simple y llanamente pereza, apatía, desinterés.
Felipe III fue un monarca holgazán que nunca fue capaz de concentrarse en nada que fuera más complicado que una partida de naipes. Los asuntos de gobierno quedaban, por supuesto, absolutamente fuera de sus inquietudes. Nunca se encargó personalmente de los asuntos de Estado y, a decir verdad, nunca llegó a intentarlo en condiciones. No sabía, no podía y no quería, simplemente. Se limitó a ser un rey para la galería, un rey de ceremonias, recepciones y banquetes, pero no un rey de papeles y despacho como lo había sido su padre, y por supuesto, no un rey de batallas y campamentos, como lo había sido su abuelo.
No obstante, hay que recalcar que capacidad intelectual no le faltaba. Por muy escasa que fuera su voluntad, no lo era así su inteligencia, lo que por otra parte no deja de ser sorprendente dado su índice de consanguinidad. Los matrimonios entre parientes eran tan habituales entre los Austrias como el pronunciado mentón que les caracterizaba y lo cierto es que Felipe III tenía bastantes papeletas para haberse visto afectado por todos los males que arrastra la endogamia. Su padre Felipe II y su madre Anna de Austria eran tío y sobrina, y cada uno de ellos a su vez era hijo de primos hermanos. Bastante suerte tuvo, por tanto, en la lotería genética, si bien no supo jugar las cartas que la vida le había barajado y dejó que otros las jugaran por él. Fue quizás la única partida de cartas que decidió no jugar, pues dedicó sus años de reinado a toda clase de distracciones y placeres entre los cuales los juegos de naipes ocuparon gran parte de su tiempo, por lo que llegó a ser considerado un ludópata empedernido capaz de perder en el tapete enormes sumas de dinero.
Más allá de las diversiones y los entretenimientos, lo único que preocupaba a Felipe III era la buena salud de su alma. Vivía en una absoluta obsesión religiosa. Se confesaba continuamente, pues no concebía la posibilidad de irse a dormir con el más mínimo pecado pendiente. Cada día rezaba el rosario nueve veces y las poquísimas ocasiones en que tomaba alguna decisión política, lo hacía tras consultar con teólogos y obispos para tomar, finalmente, la decisión más acorde a los preceptos de la fe.
La infinita pereza del rey tenía como causa o tal vez como consecuencia su también infinita incapacidad para tomar decisiones por sí mismo. Quien no logra decidir no es capaz de gobernar, y quien no gobierna no tiene ocasión de decidir. Todo ello a pesar de que su padre, el prudente Felipe II, había hecho todo lo que buenamente había estado en su mano para inculcarle el interés o, al menos, la responsabilidad necesaria para ocuparse de los asuntos públicos. Para ello, lo introdujo en los círculos dirigentes, le hizo reunirse con los principales secretarios y consejeros de la extensa burocracia castellana y le obligó a asistir a las reuniones del Consejo de Estado con la esperanza de que aprendiera algo de los hombres que en sus sesiones se reunían. Todo fue inútil: el príncipe no prestaba atención, jamás intervenía en las deliberaciones y más bien parecía estar siempre pensando en otra cosa, tal vez contando los