Narraciones del Viento: El beso
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¿Quién inventó el beso?
El beso no se inventó, nació.
Entonces, ¿cómo nació el beso?
A raíz de que Erika le pregunta «¿cómo nació el beso?», el Viento, tomando la forma y la voz del bisabuelo de la muchacha, le dice que para contestar a su pregunta le contará varias historias hasta llegar al nacimiento del beso.
Y empieza a hablarle de los tiempos en que las personas solo conocían el llanto para expresar sin palabras los sentimientos: de la Montaña, de la Nube Eterna; del transcurso acelerado del tiempo; del congelante señor del hielo oscuro, y su antípoda que hacía crecer instantánea vegetación y manejaba los vientos; de hombres metamorfoseados en simios de ojos líquidos y pajarracos agresivos. El viento también relata el surgimiento de las sonrisas primigenias y las primeras risas. Finalmente, narra el nacimiento del beso.
José Carlos Mireles Charles
José Carlos Mireles Charles nace en Monclova (Coahuila) el 18 de julio de 1947. En 1963 va a San Luis Potosí a cursar bachillerato y carrera universitaria. Regresa a Monclova en 1972. Trabaja en el área informática de la industria siderúrgica y es catedrático universitario. Publica en diarios y revistas. Aparecen sus primeros libros. Es incluido en diversas antologías colectivas. En 1993 reside en Zacatecas. Labora en instancias culturales. Edita dos revistas de arte y literatura. Obtiene el grado de Maestro en Filosofía e Historia de las Ideas. En 2003 vuelve a Coahuila como profesor e investigador universitario. Actualmente se dedica a sus proyectos de creación literaria. Ha publicado cuatro libros de narrativa: Alianzas íntimas (1989), Más grande que la razón (1990), Los motivos del lobo (2000) y Narraciones del viento-El beso (2019). También, uno de teatro: Los siete pecados (2005). Este y tres obras más se han escenificado en varios teatros de la provincia mexicana.
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Narraciones del Viento - José Carlos Mireles Charles
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
Narraciones del Viento
El beso
Primera edición: noviembre 2018
ISBN: 9788417637545
ISBN eBook: 9788417637132
© del texto:
José Carlos Mireles Charles
© ilustración de cubierta:
Alejandro Cerecero
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a [email protected] si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A quienes son fuente de mi energía espiritual:
Erika Jhetsabet y Karla Mabel Araiza Mireles;
Lorena y José Carlos Mireles Gutiérrez, y
Regina y Alejandro Mireles Iribarren.
A mis hijos:
José Carlos, Karla Erika y Marco Alejandro Mireles Sanmiguel;
Lorena Gutiérrez, Sergio Contreras y Karina Iribarren.
A Martha Sanmiguel, abuela de mis nietos, compañera de mi existencia y colaboradora en mis andanzas literarias y faranduleras
A mis padres:
Don Carlos Mireles De la Cerda y Doña María Luisa Charles Garza
(Que en verdes praderas del pensar del tiempo reposando estén)
A María Luisa Mireles Charles (Pirilux)
ILUSTRACIÓN DE PORTADA:
ALEJANDRO CERECERO
۩
Erika Jhetsabet sale al patio. Una flor cae a sus pies. La recoge. En sus manos
se
transforma constantemente: Es rosa, luego clavel, margarita, jazmín, violeta, azucena, nardo… De pronto se detiene su transformarse y queda una flor con las características de todas las flores. Erika la acerca a su nariz y, al aspirar múltiples aromas, mil fantasías que buscan ser sueños se meten en su cabeza y la adormecen.
La muchacha camina somnolienta y entra a la casa. Va a la recámara, se desploma en su cama y se queda profundamente dormida, dejando la Flor sobre su pecho.
En su sueño, Jhetsabet corre descalza en un paraje tapizado de pétalos. Se acerca a unos árboles cuyas hojas se desprenden y vuelan verdes hacia el cielo. En el aire se colorean; Se vuelven mariposas; Luego son pájaros que en parvada regresan, recogen a la chica y se la llevan a una montaña.
La dejan en la cima que está cubierta por una nube blanquísima y resplandeciente.
Erika se mete en el celaje. Mientras pasa entre la niebla, la blancura radiante le hace cosquillas en sus pensamientos.
Sale al otro lado de la cumbre y mira un valle de paisajes cambiantes donde transcurren constantemente soles mañaneros, frescuras de tardes y tranquilidades nocturnas.
Ella siente diversidad de climas rozando su piel. Sabores agradables invaden su boca. Su olfato percibe fragancias vegetales. Escucha el correr del viento, gorjeos, el fluir cristalino de los ríos, ecos, murmullos… Diversos sonidos entre los que van destacando las voces que llegan desde afuera del sueño y la despiertan:
—¡Ya nos vamos, Jhetsabet! —son sus amigos con quienes estaba reunida y de los que se había apartado cuando salió al patio y se encontró la Flor.
Después de esperarla un rato, los chavos la buscaron por la casa. Ahora se van sin imaginar dónde se ha metido su amiga.
Al abrir los ojos, Erika mira la Flor cuyo tallo es ahora un cuerpo esbeltísimo con piernas y brazos rama que salta y salta sobre su pecho como en un trampolín. Luego se eleva, da giros en el aire y comienza a transformarse.
Desciende suavemente y cuando pone los pies sobre la tierra ha adquirido forma humana.
Jhetsabet se le acerca y mira sorprendida que la que originalmente era una flor se ha convertido en una muchacha igual a ella. Le parece estarse viendo en un espejo vivo.
—¿Quién eres? —atina a preguntarle.
Su doble no le contesta, sólo la mira fijamente mientras se transfigura nuevamente.
Ahora tiene el aspecto y la voz de Don Carlos, su bisabuelo, quien le dice:
—Soy el viento. Camino, corro y vuelo. He estado a través del tiempo en infinidad de lugares en el mundo.
La muchacha le toma confianza, pues no sólo mira y escucha a su bisabuelo, también siente su presencia paternal.
—A ti te gusta preguntar sobre el origen de algunas cosas, hija. Hazlo ahora que mi memoria es tan grande como los tiempos —dice Don Carlos en el Viento.
Erika aprecia en las palabras del viejo, la invitación a participar en el juego de la curiosidad satisfecha que practican cada vez que charlan. Entonces recapacita y recuerda que desde el día en que cumplió trece años, a la hora de saludos y parabienes en el encuentro de familiares y amigos, le surgió una pregunta que se ha venido haciendo frecuentemente.
—¿Quién inventó el beso, abuelo?
—El beso no se inventó, nació —responde el anciano, mostrando el gesto de satisfacción que adopta cuando le habla a su bisnieta de algo interesante—. Lo que crea la vida y el sentimiento nace; lo que fabrican nuestras mentes es un invento. A ti no te inventaron, tú naciste.
—Entonces, ¿cómo nació el beso?
—Para contestar a tu pregunta debo contarte varias historias hasta llegar al nacimiento del beso —exclama entusiasmadísimo el abuelo—. ¿Qué te parece?
—A mí me parece muy bien —dice ella gustosa.
Al instante, el Viento crea una atmósfera y un espacio, en donde empiezan a darse las narraciones de Don Carlos.
Jhetsabet armoniza con el ambiente creado, y al escuchar los relatos del Viento en la voz de su bisabuelo, entra en ellos y los empieza a vivir.
El llanto
Hace muchos, pero muchos años, las personas no lloraban solamente porque
tuvieran
alguna pena o dolor o malestar, o se sintiesen tristes o irritados u ofendidos. También lo hacían si estaban contentos o con ánimo cariñoso. Si algo les causaba gracia hacían pucheros, y lloraban ruidosamente ante lo que les resultaba chistosísimo. Los amorosos intercambiaban gemidos como si fueran caricias; Así se decían sin hablar: «Te amo», «Estoy contento de que estés conmigo» y cosas por el estilo.
En fin, lloraban si algo los enojaba o los ponía de buen humor; los entristecía o los alegraba; los divertía o los molestaba; para mostrarse afecto y amistad unos a otros. Pues no había entonces otro gesto que el lloroso para expresar sin palabras los sentimientos.
No obstante, entonces sabían distinguir los llantos. Se daban cuenta si se lloraba por pena, dolencia, regocijo, alegría, coraje, tristeza o cualquier otra causa.
Por eso cuando en un pueblo llamado Xochtitlán algunos niños y niñas empezaron a llorar por la nada; la gente se destanteó, pues no lograba identificar qué ocasionaba los llantos de aquellos que de repente se arrancaban a llore y llore como si sufrieran fuertes dolencias. Berreaban derramando abundantes lágrimas o se revolcaban en el suelo zollipando.
—¿Qué te pasa, muchacho?
—¿Qué tienes, chiquilla?
Al principio las personas mayores se alertaban con los desplantes de estos chillones Sin embargo, con el paso del tiempo se dieron cuenta de que las estruendosas lloraderas eran sin motivo alguno. Una especie de broma infantil que terminó por fastidiarlos.
Así cada vez que los niños lloraban por la nada, sus padres los reprendían. A los más necios les daban nalgadas, pellizcos y estirones de orejas.
A pesar de ello el número de chiquillos contagiados de ese vicio crecía aceleradamente y los adultos temieron que aquello degenerara en una plaga incontrolable.
Entonces se pusieron de acuerdo para ir a consultar con Mogandi, un anciano de amable inteligencia, quien a pesar de sus más de cien años de edad se hallaba en plena lucidez y les aconsejaba atinadamente sobre los problemas que le planteaban. Por eso habían agregado a su nombre el apelativo Pacificador.
La mañana en que fueron a buscarlo lo encontraron en el jardín en el que, a lo largo de su existencia, el viejo había cultivado el buen ánimo y la serenidad hasta materializarlos en las plantas que ahí había.
Este ambiente y la presencia amigable del venerable Mogandi generaron sosiego en los visitantes, quienes fueron precisos en su contarle de la manía llorona de sus hijos y los temores que tenían de males mayores.
—Desde aquí oigo los llantos de Xochtitlán —empezó a decirles Pacificador quien interpretaba las exclamaciones llorosas que llegaban a él desde el pueblo—. Seguido me digo: «Éste es de alegría, el otro de nostalgia, el de más allá de gusto, ése es de aflicción, aquél es por algún dolor, éste por una molestia». Todos eran identificables hasta que escuché esos lloros, de los cuales no logré entender qué los motivaba.
La gente escuchaba atenta a Mogandi como a un médico que explica al enfermo el mal que le aqueja para curarlo después.
—Entonces me acerqué a ver a los que así lloraban —Pacificador continuó su relato—. Sus gestos y exclamaciones parecían provocados por fuertes dolores o molestias de una enfermedad, pero no era por eso que lloraban. Luego pensé: A lo mejor es esa mezcla de sentimientos que a veces nos hace llorar sin que sepamos a ciencia cierta porqué. Sin embargo, al observarlos detenidamente, me di cuenta de que nada había detrás de sus rostros contraídos y lacrimosos. A pesar de ello, estos llantos vacíos no son incontrolables como los de los lloreletas, pues los chiquillos pueden interrumpirlos.
La gente se inquietó al oír hablar de quienes se habían convertido en changos de ojos de agua que no podían dejar de llorar.
—De todas maneras voy a plantear esta cuestión en la siguiente junta de Ancianos en el Cerro Sabio —concluyó Mogandi—. Ahí procuraremos encontrar la forma de acabar con este desatino.
A todos les pareció buena idea, pues confiaban en el Concejo de Ancianos que estaba formada por hombres y mujeres que al llegar a viejos
habían convertido experiencias y conocimientos adquiridos a lo largo de la vida en sabiduría, y se habían ido a vivir al Cerro Sabio.
Pacificador era parte de esta Comunidad. Sin embargo, cuando estaba a punto de irse a vivir al Cerro, la gente le pidió que siguiera residiendo en el pueblo, pues su mesura y buen juicio lo habían convertido desde hacía años en su mentor. Mogandi aceptó, y sólo se integraba al Concejo de Ancianos cada vez que la luna alumbraba grandota y se reunían en torno a una lumbre que hacían en la cima, a atender problemas colectivos de Xochtitlán.
En la siguiente junta del Cerro Sabio, tal como les prometió a los xochtitlanos, Pacificador expuso lo de los niños que lloraban por la nada y solicitó consejo para acabar con esa manía infantil.
Apenas terminó de hablar Mogandi, Yotreca Xafirinchas exclamó muy enojado:
—¡Es un delito que debemos castigar!
El colérico y nada amigable Yotreca era uno de aquellos seres con aptitudes extraordinarias cuya edad no avanzaba en ellos más que cuando se hallaban atrás de la Montaña de la Nube Eterna, en donde él pasaba cortas temporadas de vez en vez. Por eso, con más de cien años de edad, aparentaba alrededor de treinta.
—Serénate, Xafirinchas —dijo Karmixe, decano de la comunidad—. No conviene precipitarse. Vamos a hacerlo como acostumbramos: Reflexionaremos sobre el problema, luego dialogaremos, y finalmente tomaremos una decisión para procurar resolverlo.
Tras este señalamiento, los ancianos se pusieron a recordar en silencio casos similares que se les habían presentado.
Yotreca se arremolinaba en su asiento, se paraba, resoplaba y hacía aspavientos; hasta que no aguantó más estar callado y empezó a hablar con rapidez extraordinaria.
Terminó su perorata exclamando estrepitosamente:
—Yo, yo, yo, yo...
Esta repetición de «yos» con que atiborró la atmósfera tenía efectos hipnóticos. Sin embargo, no afectaba a los ancianos que estaban protegidos por el resplandor de la Nube Eterna, el cual les llegaba en los rayos de la luna llena.
A pesar de ello, al ver interrumpido el silencio por estas exclamaciones estridentes, el decano dijo que iniciaran la plática entre ellos para hallar la solución más adecuada al problema de los niños que lloraban por la nada.
Ni tardo ni perezoso, Xafirinchas inició de inmediato el diálogo.
—Prohibámosles el llanto —prorrumpió.
—A nadie se le debe impedir llorar —señaló Karmixe—. Si se les reprime el llanto, quedaría dentro de ellos una congestión emotiva y sentimental que los enfermaría.
—Déjense de tibiezas. Apliquemos un castigo ejemplar a esos mocosos —insistió el colérico.
Voces viejas de compases mesurados y exclamaciones brincadoras de Yotreca continuaron danzando alrededor de la lumbre hasta que llegaron a un acuerdo, el cual fue declarado por el decano:
—Los padres tienen tres días para hacer que sus hijos dejen de llorar por la nada. Transcurrido ese lapso, Xafirinchas de común acuerdo con Xokar Mixan determinará si aún quedan niños que siguen usando ese llanto falso para que se los lleven al Valle de los Lloreletas. Allá permanecerán tres jornadas conviviendo con sus habitantes. Esperamos que el escarmiento sea suficiente para que no sigan empecinados en la manía de llorar por la nada.
El Consejo de ancianos quería evitar excesos del colérico con la participación de Xokar Mixan, cuyo temperamento sociable, optimista y alegre era muy distinto al de Yotreca, aunque como éste, también tenía aptitudes extraordinarias y su edad sólo avanzaba estando atrás de la Montaña de la Nube Eterna. Por eso, a pesar de que ya contaba con muchísimos años de edad, tenía la apariencia de un muchacho.
Un ancestro paterno suyo le había heredado el don de hacer brotar vegetación en cualquier superficie y por