Distopía silenciosa
Por S.M. Martín
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¿Necesitamos de una fantasía para motivar nuestra vida?
El alcalde de la ciudad de Andrópolis, Roberto Daniel, trata de recuperar la seguridad pública. Sus métodos nada ortodoxos, pero efectivos, chocan con la moral de la sociedad, que es replanteada con una nueva separación de clases, una taxonomía determinada porintereses y actitudes psicosociales.
En su afán de transformar la sociedad, se siente obligado a contender por la presidencia de la República Nirvana.
Su equipo revisa constantemente las alternativas viables y las estrategias prudentes para establecer contacto con el pueblo, mientras, al paso, van aprendiendo y descubriendo la verdad de la realidad social en la que viven; la agonía de su democracia.
Daniel sufre un atentado que perturba el curso de la inercia electoral. La tercera candidata, la economista Sofía Cedillo, aprovecha las circunstancias para ponerse a la cabeza de las preferencias electorales. Pero un acontecimiento inusitado los conmina a unir esfuerzos para encaminarse hacia una nueva aventura social.
S.M. Martín
Mexicano, amante empedernido de descubrir, rebelde, observador insaciable, tenaz y decidido a construir su propio mundo. Desde niño, S.M. Martín, mostró gran inquietud por entender y transformar la realidad que sus sentidos y su razón le desvelaban. La chispa intensa y el constante regurgitar de su imaginación explosiva lo llevaron a obtener, muy temprano, cuando apenas cursaba la educación Primaria, el premio escolar «Medalla de Plata» de la Mesa Redonda Panamericana por el cuento «El jorobadito del espacio». Después de casi cinco décadas de madurez y aprendizaje, con estudios en informática, psicología y filosofía, reaparece como escritor novel para compartir el brillo asertivo de una mirada forjada en el crisol de la misma vida, con los aceros de la experiencia, y que fueron templados a fuego lento de paciencia, para entregarnos, ahora, la jovialidad insurrecta de una dulce y seductora prosa crítica; casi perversa.
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Distopía silenciosa - S.M. Martín
Distopía silenciosa
Primera edición: noviembre 2018
ISBN: 9788417505462
ISBN eBook: 9788417533519
© del texto:
S.M. Martín
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
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Epígrafe
«... cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta a la hoja y vi que había arreglado al mundo», explicaba el niño a su padre en el cuento Rompecabezas
de Gabriel García Márquez. Una utopía sobre la humanidad transmitida y compartida a través de un emotivo e ingenuo cuento. Arreglar al hombre... Un pensamiento noble y lleno de esperanza. Sin embargo, pretender arreglar al hombre no solo implica aceptar la imperfección de su existencia y de su creación —muy a pesar de todo lo que nos maraville y fascine su sola presencia en el cosmos, su constitución extraordinaria y su capacidad de vida—, sino entender también su nocividad para el mundo y para sí mismo.
La utopía —el juicio indulgente, la fantasía, el deseo maravilloso, el cuento fabuloso, la mentira...— surge como un fenómeno reactivo, un mecanismo de defensa, negación ante una realidad hostil. Luego, se integra a nuestro sistema de creencias y se consolida como una realidad disfuncional, como una distopía. Entonces, creemos que esa es la naturaleza del mundo y la aceptamos.
Utopía y distopía. Lo bueno y lo malo. Una visión muy reducida, pero fácil de entender.
«Cría cuervos…
Nunca quiso escucharme. La cultura es el eje transversal de toda transformación revolucionaria. Un pueblo sin cultura solamente podrá aspirar al cemento armado y al último modelo de carro. La nueva clase media olvida pronto a quien posibilitó su ascenso y se convierte en estrella semanal del supermercado. La competencia empieza a ser la ideología de los medios de comunicación y el vestido de marca se transforma en su piel. Dioses del mercado: el centro comercial, la nueva iglesia y el cliente, su esclavo fiel. La honradez, la lealtad, la solidaridad… son lobos esteparios arruinados. El pueblo, gordo de avaricia, tambaleándose en la nueva realidad, no sabe qué hacer con lo que tiene; le han caído del cielo los hospitales, las universidades, las carreteras, el trabajo, el sueldo mensual, las pensiones… Ahora sí puede carajear, ahora sí puede insultar, solazarse y manifestar su ego escondido. Ahora nadie le ningunea, puede hasta dilapidar y enseñorearse y pervertirse, porque es su derecho. Nadie le quita su derecho. El estado vigila y propone su derecho; se le entregó el pez sin enseñarle a pescar. Analfabeto de principios y de símbolos, su egoísmo, su individualidad, su mediocridad, su ambición… están garantizadas.
Nunca quiso escucharme: lo primero que define y que permite una transformación es la cultura, y la cultura es la percepción que tenemos del mundo, la forma en que accedemos al otro, la posibilidad de llenar el espíritu de una sensibilidad bondadosa. Es la fuente de nuestro comportamiento y la herramienta para manejar el buen vivir en la sociedad. En la comunidad, el aprendizaje diario de la generosidad y el respeto al otro. En la televisión, denigrantes estereotipos de nosotros mismos. En el cine, la manera más sofisticada de asesinar a tu padre. En la política, falsos profetas. En la administración pública, prestidigitadores del hurto. En la escuela, el implacable ejemplo de las drogas. En la familia, la violencia y el alcohol como un mueble más. En la vida cotidiana, la grosería, el trato burdo, el insulto brutal, amores eternos que terminan en la comisaría, deseos de que a nuestros hermanos los azote otro terremoto por no pensar como uno. Por eso hay que llegar al pueblo con humildad; por eso hay que tocar sus resortes guardados para que salte su sensibilidad. Por eso hay que llenarlo de poesía y de música y de literatura y de teatro y de la sabiduría y el ejemplo de los hombres y mujeres que construyeron la patria. Por eso hay que poner en sus manos el arte, la ética, la estética. Porque si para algo sirve la cultura es justamente para eso: para sensibilizarnos, para hacernos más comprensivos e incluyentes.
Nunca quiso escucharme… y ahora, la ceguera de un pueblo aturdido, de un pueblo al que no se le dio la oportunidad de abrir su corazón a la cultura, da cabezazos, grita y blasfema sintiéndose olvidado y herido, dispuesto a sacarte los ojos».
RAÚL PÉREZ TORRES
Introducción
En la penumbra de la noche la luna se escurre entre las ramas de los árboles. Ha creado una jaula de sombras que recluye a un grupo de personas. Estas, desesperadas, tratan de escapar de su encierro, se empujan, se pisan, se jalan. Lo único que quieren es salir. No se distinguen sus rostros, nadie sabe quiénes son... ni ellos mismos.
La humanidad se divide, las clases se multiplican, el individualismo deshumaniza y la identidad se desvanece. Todos hablan. Yo no sé lo que tantos otros hayan dicho, quizá es más de lo mismo para el que observa. Ni pienso debatir mis puntos de vista ni quiero convencerlos de nada. No pretendo faltarle el respeto a la diversidad ideológica. Tampoco busco aprobación, acuerdo, apoyo o juicio alguno.
Considero, hasta ahora, que lo más cercano a la realidad es la distopía. Esta distopía silenciosa que vivimos sin siquiera percatarnos de ella. Parece haber una tendencia generalizada a convertirlo todo en utopía para suavizar la verdad, o a fatalizarlo, acelerarlo y terminar de una buena vez con la angustia que produce la incertidumbre. En cualquier caso, padecemos una tendencia a evadir la realidad, a apartarse y ocultar todo aquello que nos angustia.
La percepción miope y benévola del iluso, del piadoso, así como la negación del temeroso, la zozobra de la inmensa mayoría, transforman eso que captan en el anhelo de un ideal aparente, en algo menos amenazante y menos trágico o doloroso, menos agresivo o patético que una realidad funesta que, por ser verosímil, nos intimida, nos desborda. En su lugar, optamos por un escenario más blando, más dócil, más efímero y definitivo. Aunque sea mentira, no importa. Algo fácil de entender, una ficción que mitigue la angustia o el tiempo que nos exponemos a ella y que, a la par, pueda darle un sentido más amable a la experiencia subjetiva de la tragedia humana. Una utopía que nos motive, que nos engañe, que nos obligue a seguir durmiendo.
Vivimos una realidad sin opción, forjada por el destino con la historia de nuestras propias decisiones. Si pudiéramos ver... podríamos elegir seguros. Pero los hombres, atrapados en la jaula de sombras, en la absurda caverna de su interpretación indulgente, no pueden por menos que entregarse y someterse a la oscuridad de sus creencias vanidosas. Conciben argumentos, ciencias, disciplinas y religiones para sostener la utopía que les motiva a vivir. Pero es esa misma quimera la que se convierte en símbolo de su afán, en el sentido e ironía de sus propias vidas. Por eso, el hombre, atrapado en la realidad que fabrica, no evoluciona por el miedo a confrontar la crudeza de su auténtica reclusión. Prefiere dejarse seducir, creer en su fantasía: culpar al universo.
Realidad, destino, pasado y futuro. Todos convergen en el presente. Verdad efímera, oscura y silenciosa, ¡esa es la distopía! Es el mismo presente que estamos viviendo: invisible mientras transcurre, apenas se manifiesta cuando irremediablemente se ha convertido en pasado. Cuando podemos ver la realidad, ver el presente... es justo cuando ya ha dejado de ser real, cuando ya no es presente. Solo nos quedamos con un recuerdo borroso, una percepción sesgada de lo que creemos que ha sido el devenir. Por eso lo culpamos, porque es tan raudo que nos hace pensar que no existe, aunque siempre esté ahí, porque no pertenece a la utopía a la que instintivamente nos subordinamos ante el anhelo inoculado. Porque el presente se escurre sigiloso entre nuestros deseos, porque se mimetiza cada vez que queremos observarlo, porque constituye nuestra prisión de sombras. Confundimos el destino con el futuro, perdemos el rumbo y naufragamos en una realidad inexistente.
Pero justo ahí, donde surgen la utopía, la mentira piadosa, el engaño, la angustia existencial, la evasión firme e insistente, la apariencia, el capricho y la soberbia, ahí donde la verdad no es más que un juicio, el juicio el anhelo y el anhelo fantasía, ahí es justo donde el hombre puede abrir los ojos, mirarse a sí mismo, perdonarse a sí mismo, progresar, enfrentarse a su presente y olvidarse de sus construcciones paliativas. Reconocer su negación y dejar de fingir resiliencia. Ahí está la puerta de su libertad, ahí donde el juicio le incomoda y el autoconcepto se debate a sí mismo en busca de identidad. Ahí, en medio de la incertidumbre, en la amenaza constante e inquebrantable, en la ignota verdad de la realidad de su existencia, en la distopía. Ahí, y solo ahí, es donde quizá algún día pueda abandonar su fantasía y entonces, solo entonces, evolucionar.
La distopía, en este contexto, no necesariamente la etiquetamos como una sociedad ficticia y futura. No nos atrevemos a asegurar que sea hipotética. No la juzgamos, no la polarizamos, aunque probablemente resulte indeseable por ser contraria a la utopía. Tampoco anticipamos sus implicaciones éticas o morales; simplemente reconocemos y describimos la realidad posible de una sociedad disfuncional.
Distopía silenciosa, precisamente, se refiere a una realidad difícil de reconocer porque se esconde detrás de una utopía impuesta por la sociedad. Lo que se ha inoculado como control es ese deseo de alcanzar por diferentes medios un estado imaginario de bienestar social que garantice la esclavitud moderna.
Esta historia no es más que un corte temporal en un universo paralelo de nuestra sociedad, una dimensión virtual extraída de la imaginación. Una breve fantasía frente a algunos acontecimientos en torno a los comicios de nuestra democracia. En resumen, una faceta del animal político llamado hombre. Pura ficción para distraernos por un momento de nuestra jaula de sombras. Sin embargo, no pretendo invitarte solo a la lectura, sino al diálogo interno. Esta historia no es solo para leer, sino para hablar de ella.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Los amigos
Ahí estaba el regente, en el podio principal de Andrópolis, la ciudad más importante de Nirvana. Justo frente al atrio de la catedral metropolitana, donde solo los políticos de gran envergadura podían subir a pronunciar sus arengas.
«Sí, lo supe de inmediato, aunque en esa época ya a nadie engaña con su demagogia —pensó Juan Carlos—. Vino a traer más de esa pintura ácida con la que barnizaron la ciudad hace ya casi un año, cuando llegó apenas. Es una bestia siempre dispuesta a clavar los colmillos para hender más la economía de los habitantes que subsisten en esta cloaca alejada del día y que nada hacen por la población. ¡Psicópata desgraciado!», pensó en vociferar, pero le faltó valor.
Miles de personas habían concurrido aquella mañana a escuchar tan anunciado discurso.
—¡Terrores nocturnos, pesadillas emanadas de la mente negra de un novelista sádico y perverso! ¡Eso es lo que nos ha dejado, señor regente! —gritó Juan Carlos, decidido a hacerse escuchar y ayudándose con un megáfono. Esta vez sí se atrevió—. ¡Miedo en lugar de esperanza, señor regente! En efecto, las personas duermen con un arma bajo la almohada. ¿Qué pueden soñar?
Juan Carlos no solo se enfrentaba a su viejo amigo, quien se había convertido en el regente de la ciudad. En el fondo también se enfrentaba con la miseria de su propia frustración. Un abogado mestizo de clase media, rebelde a veces en sus ideas pero incongruente con sus acciones. Generalmente retraído, paradójico con la elección de su actividad profesional, esta vez encontraba el valor para hacerse escuchar hurgando en las reminiscencias de su amistad con Daniel. Cómo le apenaba ver a un amigo de años convertido en el rostro diabólico de la tiranía perversa. Le parecía que era apenas ayer cuando aún jugaban a perseguirse en la bicicleta. Pero ahora se le figuraba ver a otra persona. No podía creer que fuese el mismo Daniel de siempre. No, no solo se había convertido en regente de la ciudad, sino en un monstruo déspota. Si no lo hubiera presenciado él mismo, lo hubiera negado rotundamente sin siquiera pensarlo. Aun así, escasamente podía creer lo que sus ojos veían. Esta vez parecía que sí iba en serio. No podía ni entenderlo ni justificarlo, era inútil tratar de seguirlo negando. Habían sido amigos, sí... ahora no estaba seguro.
—¿A quién le importa lo que puedan soñar esos desgraciados, señores? —respondió Daniel, sin voltear a mirar quién había hecho la pregunta—. ¡Que se pudran los desdichados! —gritó—. Pues si no están satisfechos con sus vidas, pueden claudicar. Sobran habitantes en este planeta. ¡Que sobrevivan los más fuertes! Que mueran los amantes de lo ajeno, y los débiles dejen de consumir los recursos que nosotros sí necesitamos. Es un dispendio darle agua al moribundo o consolar al desahuciado. ¡Vampiros parásitos! No producen y encima piden asistencia y compasión. Si no pueden con sus propias vidas, ¿qué beneficio le ofrecen a la sociedad? No son más que una carga. Más vale soltar el lastre antes de que nos empuje al fondo a todos; más nos vale deshacernos de la fruta podrida antes de que contamine a las demás. Más nos vale no sucumbir ante la seducción de los chantajes estúpidos que intentan apoderarse de nuestras emociones más primitivas y manipularnos. Si no aportan nada bueno... es mejor que no hubiesen existido jamás. ¿Pero qué estoy diciendo? —pensó en voz alta, como recapacitando. Luego, volvió a gritar—: ¡Que se maten entre ellos! De cualquier forma, es seguro que se han de extinguir los infelices. Y ustedes, inútiles —miró a la multitud—, se quejan como si Dios los hubiera olvidado. ¿Pero qué más esperanza quieren, si no hacen nada? Son ustedes mismos quienes se han abandonado. Las cosas no se dan solo porque sí. Por eso estoy tan seguro de que se van a extinguir también los que esperan un milagro. ¡Así que váyanle midiendo...!
—¡No me vengas con tonterías, demonio insensato! —impugnó Juan Carlos—. ¡Son seres humanos!
—¿Y qué más da? ¡Discúlpenme! —respondió Roberto Daniel, esta vez mirando de frente al abogado, quien por un momento pensó que únicamente se dirigía a él—. ¡No tienen derecho de venir a envenenar nuestra ciudad! —argumentó. Luego, asiéndose del micrófono, gritó—: ¡¡Aquí no los queremos!! ¡No somos iguales! ¡No se trata de mí, sino de nosotros, los que sí queremos vivir mejor y en paz! ¡Y no soy racista! Que quede claro. Soy más bien elitista, clasista. No tenemos por qué soportar a esas enzimas que solo destruyen la paz social. Más se asemejan ellos con animales asustados, escondidos, agazapados, mendigando un bocado con falsa humildad, o tratando de emponzoñar a nuestros jóvenes para apoderarse de su voluntad. Esos jodidos son como reses: avanzan sin dirección, golpeándose entre sí y contra las paredes del corral. Unos siguen el rebaño y a otros los empuja su ambición. ¡Caínes! Asesinarían a su hermano para quitarle una moneda. Lo asesinarían creyendo que es la misma envidia que a ellos los sostiene. Son escoria, a nadie le importan. Solo a algunos de ustedes, victimas emocionales de su chantaje. A ti, por ejemplo, Juan Carlos.
«¡Diablos!», se sorprendió el jurista al escuchar su nombre. No podía creer que Daniel se hubiese dignado a dirigirse directamente a él.
—Sí, a ti y a todos aquellos a quienes han logrado seducir, porque temen imaginar que podrían estar en su lugar. Porque en el fondo se identifican con ellos, por eso les importan. ¡Por eso son peligrosos esos malandrines! Porque convencen a los demás de su mala fortuna mientras te están apuñalando y robando a tus espaldas. Basta con subir al metro para ver cuántos y de qué manera fingen su desgracia. ¡Qué caridad ni qué maldita compasión! Menos dañina es una de esas serpientes tan temidas, la mamba negra, que te asesina de frente. Debajo de su sufrimiento y aparente humildad, debajo de esa piel de tierno cordero, está la ninfa perversa que con chantajes y hechizos de inocencia te esclaviza a su servicio. ¿En dónde crees que se gesta la delincuencia? Este estrato social no es más que el caldo de cultivo del hampa. Más te vale abrir los ojos, Juan Carlos, o unirte al rebaño de Ehécat, ese municipio conurbado que se ha convertido en el relleno sanitario de esta sociedad. Quizá ahí encuentres seguidores simpatizantes que tengan quejas, aspiraciones y valores como los tuyos. ¡Seguro que así será!
—¡Exageras...!
—¡No! —interrumpió Daniel, protagónico y decidido, quizás haciendo gala