El sufrimiento de las cigarras
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Novela galardonada con el segundo premio en el I Certamen de Novela Casino de Monóvar.
Misterio, amor y sufrimiento en una novela ambientada en La Manga y Cartagena.
1999. Macarena Montiel desaparece de forma repentina. Poco después de los hechos, su marido vende la casa donde pasaron juntos el último verano.
2009. Como cada verano, Celia acaba de llegar a su casa de la playa. Pero todo es diferente ese año, la empresa de su padre se encuentra en una situación crítica, al borde del cierre y cada día Celia vive atormentada por las peleas de sus padres. Lo peor es que Celia no puede evitar sentirse en parte culpable de todo lo que está pasando.
Aunque la calidez de la playa y un nuevo vecino pronto revolucionan el mundo de Celia, le sigue costando sonreír. Hay cosas muy extrañas que empiezan a ocurrir en su propia casa. Cosas que la conducen hasta un misterio desconocido para ella: la antigua propietaria de la casa desapareció al poco de decidir separarse de su marido y el último sitio en el que se la vio con vida fue, precisamente, en aquella casa.
María Jesús Pérez Navarro
María Jesús Pérez Navarro nació en Santomera en 1987. Estudió Ciencias Empresariales y Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Murcia. Posteriormente, cursó estudios de posgrado en Marketing, Gestión e Innovación Empresarial. Desde su entrada en el mundo laboral, ha compaginado su vocación literaria con su trabajo como gestora en la empresa privada. Su primera novela, El sufrimiento de las cigarras, es una historia de misterio, amor y sufrimiento; comienza con una misteriosa desaparición y en ella se entremezclan los problemas a los que tienen que hacer frente mujeres de diversas edades. La escribió aprovechando los escasos ratos libres que su vida profesional le concedía. Por esta novela ganó en abril de 2019 el segundo premio en el I Certamen de Novela Casino de Monóvar. Actualmente, se encuentra inmersa en el desarrollo de su segunda novela. Haciendo lo que más le gusta: dar vida a las historias que surgen en su cabeza.
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El sufrimiento de las cigarras - María Jesús Pérez Navarro
Nota de la autora
Mucha gente me pregunta cómo pude escribir una historia así y de dónde vino la inspiración. Lo cierto es que escribir un libro es algo muy similar a intentar hacer un puzle: vas cogiendo piezas de muchos sitios diferentes hasta que consigues que todo encaje. Por ello, nada de lo que se cuenta en esta historia es real. Todo es ficción, imaginación y muchas ganas de hacer disfrutar al lector. Todo salvo un único detalle: la casa donde todo sucede y que tanto recuerda a un pequeño castillo sí que es una joya perdida que podemos encontrar en medio de La Manga.
Prólogo
Martes, 31 de agosto de 1999
LA MANGA, Costa Levantina
Algo temblorosa, intentando contener su acelerada respiración, Marisa se atrevió por fin a descorrer las cortinas de su habitación y asomarse por la ventana. Estaba empezando a amanecer y sobre la calle caía una desquiciante tranquilidad. Desde allí no podía ver el mar, pero escuchaba sus movimientos; un sonido que no dejaba de repetirle que allí estaba, a pocos metros de distancia, escondido tras la hilera de casas de playa que quedaba justo enfrente. Lo imaginaba también despertando, tímidamente, sereno, en calma, tranquilo. Como si no hubiera sido testigo de algo horrible durante la noche.
Sin apenas ser consciente de ello, sus ojos se desplazaron en busca de la casa de sus vecinos, pero por más que se estiró sobre su ventana, no logró alcanzarla con la mirada. Los propios árboles del jardín le impedían ver calle abajo. Le hubiera gustado saber si seguía algún coche frente a la puerta, si todavía quedaba alguien en aquella casa cuya forma tanto le recordaba a un pequeño castillo.
En ese frío hogar había empezado todo, todo de lo que ahora intentaba huir. Se apoyó con fuerza contra la fría pared de la habitación, conteniendo sus lágrimas. Todavía notaba su vestido húmedo y salpicado de arena. Aún sentía que estaba en medio de aquella enorme playa, atrapada en medio de la noche.
Una especie de crujido la alejó de sus recuerdos y la devolvió enseguida a su habitación. Venía desde el pasillo, por lo que Marisa decidió acercarse. Lo hizo despacio, tragando saliva, con miedo a encontrar a alguien allí. Pero todo seguía a oscuras y en silencio en aquella zona de la casa. Respiró un poco más aliviada, no sabía qué había producido aquel sonido, pero todo parecía indicar que venía de fuera. Afortunadamente ninguna de sus hijas se había despertado con todo el alboroto de la noche anterior y, desde luego, había sido una suerte que su marido se hubiera tenido que quedar trabajando en Cartagena. Era mucho mejor que no hubiera sido testigo de nada.
Ya eran casi las siete de la mañana, no tardaría en llegar. Faltaba muy poco para que empezaran a cargar todas sus cosas y abandonaran su casa de playa para no regresar hasta el próximo verano. Pero, ¿qué iba a decirle? ¿Debía contarle lo que había ocurrido? Lo conocía, estaba segura de que acabaría llamando a la policía y nada le daba más miedo en ese momento. No podía fiarse de nadie.
Tenía que pensar en sus tres hijas, en su familia, en ella misma. En lo que pasaría si saliera a la luz lo que había hecho, en el lío en el que sin querer se había visto envuelta. No podía permitir que nada la situara en aquella playa, porque antes o después, todo acabaría sabiéndose. Alguien podría haber visto o escuchado algo, y era cuestión de tiempo que apareciera, flotando en las frías aguas de las playas de Calblanque, alguna de las prendas de ropa de esa pobre mujer. Todo acabaría saliendo a la luz y no podía permitir que nada la vinculara con algo así.
En ese momento escuchó cómo el coche de su marido se paraba justo en su puerta. Muy nerviosa, de repente tuvo claro lo que tenía que hacer.
Se preparó para recibir a su marido todo lo serena y tranquila que pudo, como si nada fuera de lo normal hubiera ocurrido. Tenía que olvidar para siempre lo que había pasado. Todo lo que había visto.
Parte 1
La Manga – Murcia (España)
Julio, 2009
9 años y 10 meses después de los extraños sucesos ocurridos en La Manga la noche del 31 de agosto de 1999.
0
Lunes, 6 de julio de 2009
MURCIA
Al final venció la desesperación e incorporándose ligeramente sobre su cama, Celia aceptó que esa noche dormir le resultaría muy complicado. Suspirando miró a su alrededor, parándose en su ventana, abierta de par en par, pero por la que no lograba colarse el más mínimo movimiento. No tenía forma de saber la temperatura exacta, pero si de algo estaba segura era de que no estaría por debajo de los treinta grados.
Sin embargo, no creía que fuera eso lo que le impedía conciliar el sueño. Lo cierto era que estaba acostumbrada, vivía en una de las zonas más calurosas de España y desde hacía semanas, cada noche resultaba igual de insoportable.
Entre nuevos suspiros, apoyó lentamente su cabeza sobre la almohada, apartando su media melena, castaña clara y ondulada, de su cara. Intentaba no pensar en todo lo que había ocurrido, en cómo su vida se había hecho añicos sin apenas darse cuenta. Sabía que de todos los problemas de su familia, lo menos importante era que no había conseguido aprobar el curso, pero saber que tendría que repetir, que no pasaría al siguiente curso como la mayoría de sus amigos, le cortaba la respiración. A nadie le importaba cómo se sentía, todos pensaban que era lo mejor. «Que se tome este verano con calma y que empiece de cero el curso que viene. Mucho mejor que matarse a estudiar este verano. Conseguirá, además, más nota en primero de bachillerato e irá más preparada a segundo», habían sentenciado los profesores, y sus padres lo habían visto bien. Nadie le había echado en cara el resultado, ella era la única que parecía molesta con su fracaso.
Al final no habría castigo, incluso tras semanas de dudas, irían a la playa. Después de todo lo que había pasado durante el último año, sus padres no tenían claro que fuera ni apropiado ni correcto desplazarse a la costa ese verano. Lo habían hablado y discutido en varias ocasiones, posponiendo la decisión día tras día (lo que había producido que llegara julio y que, por primera vez, todavía siguieran en casa). Al final, había sido su abuela quien había forzado la decisión, defendiendo que ellos no habían hecho nada malo, que una casa tan «hermosa» era una pena que quedara desaprovechada y que igualmente ya estaban en boca de todos. Su abuela le había dado a su padre la excusa que necesitaba para decidirse y, en cuestión de horas, lo habían preparado todo para el desplazamiento.
La casa que tenían en primera línea de playa se encontraba a menos de una hora de viaje y desde que se hicieron con ella, casi diez años atrás, habían pasado allí todos los veranos. Normalmente, Celia había vivido el traslado con ilusión, como una forma de escapar de la soledad con la que, al no tener hermanos, la envolvía el verano; pero ese año lo único que sentía era resignación. De hecho, en el fondo sabía que el nerviosismo que no le permitía dormir tenía mucho que ver con el malestar que ese cambio de planes le producía. Ese verano no quería ir a la playa, no se lo merecía. Quería pasarlo simplemente en casa, alejada de todo bullicio. Había incluso intentando persuadir a su padre, a lo que él había respondido con un simple: «No digas tonterías, te vendrá bien el cambio». No le había extrañado, sabía que aunque tuviera diecisiete años, poco contaba su opinión en cualquier asunto relacionado con su propia vida.
Fue al pensar en su familia cuando Celia no pudo más, se tiró de nuevo en su cama y en cuestión de segundos, las lágrimas inundaron sus ojos, cayendo a borbotones sobre sus mejillas. ¿Qué había hecho ella para merecer todo lo que le estaba pasando? No tenía la respuesta, nadie la tenía. Sus días se tambaleaban entre momentos aparentemente normales y momentos cargados de dolor, entre risas y llantos. Sentía que su familia se estaba desmoronando y no sabía muy bien qué podía hacer para volver a colocarlo todo en su sitio. Ni tan siquiera tenía claro si el daño no era ya algo irreparable.
Se agarró con fuerza a su almohada y dejó correr su frustración. Lloraba en completo silencio, luchando por contener una rabia y dolor que se apoderaba de ella con demasiada frecuencia. Pero debía tener cuidado, no quería que nadie la oyera, lo que menos deseaba era que su familia se preocupara por ella. Así que, como pudo, se fue tranquilizando, intentando volver a centrarse en dormirse. Para ello, vació su mente, intentando convencerse de que todo acabaría mejorando.
Lo deseaba con tanta fuerza, necesitaba sentir que ese sufrimiento empezaba a quedar atrás. Llevaba mucho tiempo anhelando ese giro en su vida que, tristemente, por alguna razón, se le resistía. Quizá por ello se acabó durmiendo algo más sosegada, pero con la intranquilidad de no confiar realmente en que su suerte estuviera a punto de cambiar.
1
31/08/2009, 00.10 a. m. LA MANGA
Tenía que encontrar a Celia. Esa era la única idea que se repetía en la cabeza de Víctor mientras corría tan rápido como podía hacia Calblanque. Todo estaba muy oscuro y la playa a esas horas estaría desierta, pero algo le decía que era allí hacia donde debía dirigirse.
No quería pensar en nada más, no se atrevía a reconocer que quizá cuando llegara ya sería demasiado tarde. Quizá Celia ya no seguiría viva.
Sin dejar de correr, se quitó varias lágrimas de la cara. Se sentía tan estúpido, tenía que haber sido capaz de adelantarse a ese instante, de descubrirlo todo antes. Y había algo que apenas le dejaba respirar, ¿por qué todo se había tenido que precipitar de esa forma justo ese día? Sentía que la historia se estaba repitiendo, que iba a volver a ocurrir otra desgracia. Llevaban todo el verano investigando qué le había ocurrido a esa pobre mujer y Celia había desaparecido justo diez años después del día en el que todo se detuvo para ella.
Ж Ж Ж
Martes, 7 de julio de 2009
LA MANGA
Para Víctor, La Manga era su pequeño tesoro, el lugar donde podía vivir de forma plena por lo menos una vez al año. Reír, expresarse con sinceridad, dejarse llevar, enamorarse… Todo lo que sin darse cuenta dejaba pasar en su día a día podía ocurrir en cualquier momento a lo largo del verano.
Por ello, cada año ansiaba que llegara el día de dejarlo todo, hacer las maletas y poner rumbo a su particular paraíso. Nunca había sido capaz de explicar lo que sentía al llegar allí: su olor a sal, sus edificios blancos, sus interminables playas. Se sentía atrapado desde el principio. Sin embargo, ese verano no había empezado todo lo bien que él habría deseado. Todavía sentía que faltaba algo.
—¡Si no nos damos prisa, la playa va a estar llena y no vamos a coger sitio! —Los gritos de su madre, Sofía, que llegaban desde el final del pasillo, provocaron que Víctor dejara a un lado su móvil y saltara rápidamente de su cama. Sabía lo que su madre estaría haciendo en ese preciso instante. Como prácticamente cada día, estaría en la cocina, comprobando que la comida estuviera lista y dejándolo todo preparado para que unas horas más tarde toda la familia pudiera reunirse alrededor de la mesa para comer.
Solían bajar juntos a la playa, en familia, aunque la mayoría de las veces Víctor acababa con sus amigos.
—Yo estoy esperando desde hace un buen rato —respondió su hermana, María, desde el salón, posiblemente tumbada sobre el sofá totalmente absorta en algún libro. Acababa de pasar el año preparando oposiciones para ser maestra, estudiando casi sin descanso y, ahora que estaba de vacaciones, seguía disfrutando de cada libro que caía en sus manos.
Era algo que Víctor no llegaba a entender. Él acababa de terminar el instituto y, antes de empezar la universidad, lo que más le apetecía era simplemente divertirse.
—¡Estoy casi listo! —respondió asomando la cabeza por el hueco de la puerta de su habitación mientras terminaba de echar protector solar en sus hombros, intentando proteger su todavía pálida piel.
—¡Vamos ya o no nos va a dar tiempo a nada! —continuó diciendo Víctor mientras salía de su habitación, se ponía una camiseta en tonos similares a los de su bañador y se retocaba su pelo castaño oscuro con las manos. Según su madre, siempre lo llevaba «con falta de cortar», pero a él le gustaba así.
—Siempre igual, ¡como si hubiera estado esperando él! —contestó su hermana, María, suspirando ligeramente. Aprovechó para recoger su melena castaña con una coleta. También tenía el pelo muy oscuro, todos en la familia lo tenían así—. La próxima, te esperamos en la playa.
—Por favor, no empecéis a discutir. Que da igual quien estuviera antes y realmente no tenemos prisa —contestó su madre, Sofía, mientras abría la puerta de su pequeño piso y les invitaba a salir. Juntos empezaron a bajar las escaleras del edificio, dirigiendo sus pasos hacia la playa.
Siempre había tenido una buena relación con sus padres, pero últimamente apenas se entendía con su madre. Y eso que Víctor intentaba tenerla en cuenta, pero hacía tiempo que vivía en su propio mundo, convencida de que solo ella tenía razón. Lo peor era que su madre siempre había sido su debilidad. Era una persona muy activa y comprometida, que llevaba toda su vida intentando mejorar la sociedad en la que vivía. Profesora de profesión, siempre había compaginado su trabajo en el instituto con colaboraciones en asociaciones de la zona de Madrid donde residían.
Había sido también su madre quien casi quince años atrás había descubierto La Manga, algo por lo que Víctor le estaría eternamente agradecido. Sus padres, cansados de pasar los veranos en Madrid, habían estado buscando durante meses un sitio en la costa donde poder huir de las altas temperaturas de la capital. A través de unos amigos, su madre descubrió la zona de La Manga, mucho menos conocida que otras ciudades próximas de Andalucía y Alicante, pero que le describieron como un lugar no muy explotado y que nada tenía que envidiar a otros destinos más populares. Por aquel entonces, su hermana tenía siete años, y él, tan solo tres.
El primer año alquilaron un apartamento y la experiencia no les defraudó. La peculiaridad de vivir entre dos mares, entre dos realidades tan distintas, los cautivó desde el principio. A nadie le extrañó cuando, un año más tarde, decidieron comprar su pequeño y fresco piso. A Víctor le encantaba vivir durante un par de meses en esa especie de lengua de tierra de casi 22 kilómetros de largo y una media de tan solo 100 metros de ancho que separaba el mar Mediterráneo de un particular lago interno de agua salada conocido como mar Menor. Esto generaba dos escenarios muy distintos en cada uno de sus lados: la tranquilidad y sosiego del mar Menor (donde el mar apenas cubría y yacía calmado, sin olas) contrastaba con la intensidad y fuerza del Mar Mediterráneo.
—¿Has pulsado el semáforo? —preguntó su madre, mirando el incesante río de coches que pasaba ante ellos.
—¡Voy! —contestó Víctor de inmediato.
—Perfecto, Víctor. Aquí podríamos haber estado toda la mañana —soltó su hermana, María. Ella también lo podría haber pulsado, pero él no se molestó en contestarle. Además, hacía demasiado calor como para centrarse en cualquier cosa que no fuera avanzar.
En cuanto el semáforo cambió de color, cruzaron la calle que separaba las dos costas de La Manga. Su casa se encontraba a unos cuatro kilómetros del inicio, justo antes de llegar a su punto más alto, en un edificio que daba hacia el Mar Menor. Pero ellos preferían el mar abierto, con olas y más movimiento, así que solían cruzar al otro lado.
Fue en ese instante, al alejarse un poco de la carretera, cuando Víctor empezó a escuchar ese sonido que tanto le gustaba: el balanceo del mar, entrando y saliendo sobre la húmeda arena. Poco después, sus ojos captaron lo que sus oídos ya le habían descrito. Justo bajo ellos empezaba a extenderse una interminable playa. En ella, el mar sobresalía en un azul intenso, brillando con fuerza, calmado, con oleaje muy suave y espumoso. Al levantar la vista, la playa se extendía hasta un final que los ojos de Víctor no llegaban a alcanzar.
—¡Está perfecta! Poco oleaje y nada de viento —dijo con entusiasmo su hermana, María. Víctor pensó que era cierto, ante él tenía una de esas imágenes que, aunque se fotografíe, nunca será tan bonita como al verla con los propios ojos. Pero, pese a ello, no fue la playa lo que realmente captó su atención, sino algo totalmente distinto. Desde donde estaban también quedaba por debajo una pequeña zona de exclusivos chalés situados en primera línea de playa.
De entre todos, buscó el de su amiga Celia. Era su favorito; no era el más grande, ni el más espectacular, pero había algo en él que le atraía. Para Víctor simplemente era diferente, distinto a todos los demás. Su forma siempre le había recordado a la de un pequeño castillo. De hecho, la fachada, redondeada, de color blanco, y con todas las ventanas y detalles de madera muy oscura, dejaba sobresalir una zona superior que recordaba a la torre más alta de cualquier castillo.
—Parece que hay un coche enfrente de casa de Celia —comentó su hermana, mirando hacia el mismo punto en el que él estaba concentrado—. A lo mejor han venido al final.
—Es verdad —contestó Sofía, su madre—. No tenía claro si también habían perdido la casa. Parece que no. Madre mía, me da tanta pena. Menuda desgracia todo lo suyo.
Víctor buscó rápidamente el coche del que estaban hablando y no paró hasta localizarlo con sus propios ojos. Había escuchado varias veces a sus padres hablar sobre la mala situación económica que estaba atravesando la familia de Celia. El padre de su amiga tenía una fábrica de vigas y el parón de la construcción lo había dejado prácticamente sin trabajo. Según los comentarios de sus padres, la situación se había complicado tanto que se rumoreaba que la empresa estaba a punto de cerrar. Al parecer, la noticia había causado un gran revuelo, era una de las empresas más importantes de la zona donde Celia vivía y en ella trabajaban cientos de personas.
Sin poder apartar a su amiga de su mente, empezó a bajar las escaleras que le conducirían directamente a la playa. Una vez en la orilla, con ayuda de su hermana, colocó la sombrilla y las toallas sobre la cálida arena. Ahora eran ellos los que quedaban por debajo de los chalés y sus ojos buscaron hasta encontrarse con el que tanto le recordaba a un pequeño castillo.
«Celia ha venido a la playa este verano», pensó; y en ese instante fue plenamente consciente de las ganas que tenía de volver a verla, de pasear a su lado por la playa y, sobre todo, de reír junto a ella, como tantas veces había hecho.
—¿Vamos al agua? —Le preguntó su hermana, empujando de su brazo y devolviéndolo, de repente, a la realidad—. Además, creo que están dentro varios de tus amigos.
—¡Claro! —dijo mientras se terminaba de levantar. Y sin mediar más palabra, comenzó a correr hacia la orilla, escondiendo su emoción, pero sintiendo que ahora sí su verano acababa de comenzar.
Ж Ж Ж
Celia sentía que no podía más, llevaba casi una hora descargando la furgoneta bajo el sofocante sol y sus piernas empezaban a fallarle. Mientras cogía una nueva caja, se quitó como pudo el sudor que empezaba a caer por su frente. Afortunadamente ya no quedaba casi nada por colocar. En muy poco tiempo habría terminado. Le hacía gracia, habían huido del calor de la ciudad para hacer frente al calor de la costa, pues, pese a la brisa del mar, el calor era allí igualmente asfixiante. La culpable parecía ser una incesante ola de calor que estaba azotando con dureza todas las zonas del sur de España.
—Así que ya han pasado casi diez años, Dios mío, cómo pasa el tiempo. —Escuchó Celia comentar a su abuela desde el otro lado de la furgoneta. Imaginó que hablaba con algún vecino, porque Encarna, su abuela, llevaba plantada en la puerta toda la mañana hablando con los distintos vecinos y conocidos que iban pasando. Su excusa había sido vigilar que nadie se llevara nada de la furgoneta mientras iban colocando cada cosa en su sitio. Pero Celia estaba segura de que, si alguien se hubiera acercado y cogido algo, no lo habría notado. Su abuela estaba demasiado absorta poniéndose al día de todo lo que había pasado en el barrio durante el último año.
Celia salió de detrás del coche, sujetando como podía la última caja que quedaba en la furgoneta. Apenas le hizo falta dar unos pasos para darse cuenta de que estaba en lo cierto. Allí estaba su abuela, totalmente vestida de negro (como venía haciendo durante años, desde que falleció su abuelo), junto a la pareja de vecinos de la casa que quedaba detrás de la suya, en segunda línea de playa. Un bonito chalé con piscina que él había heredado con apenas treinta años. No fue lo único que consiguió en herencia, también el despacho donde se había ubicado la conocida notaría de su padre y donde ahora él seguía trabajando. Ayudaba al nuevo notario como en su día ayudó a su padre. Intentó recordar el nombre de la mujer que lo acompañaba, pero no pudo. Era la primera mujer que vivía con él desde que cinco años atrás se divorciara, llevaban juntos desde el verano pasado.
—Pobre mujer —continuó su abuela, Encarna—. ¿Y todavía no se sabe nada de lo que pasó?
—Nada, Encarna… Nada —respondió su vecino, en un tono triste y apagado—. Es una pena, era una mujer excelente.
—Ya lo creo que lo era… Bueno, yo, por lo que he escuchado comentar a la gente, no la conocí… —dijo su abuela que, supiera o no, opinaba sobre todo. Fue entonces cuando vio salir a Celia de detrás del coche—. ¿Habíais visto ya a Celia? La tenemos hecha una mujer.
—Está guapísima, la verdad, esos ojazos siguen tan verdes como siempre. —Escuchó responder casi al unísono a sus vecinos sonriendo, pero sin poder esconder una mirada cargada de compasión y preocupación. Odiaba ese tipo de miradas, esas personas que se atrevían a aventurar cómo le debía estar afectando todo lo que estaba ocurriendo en su vida.
Sin dejar de sujetar la caja, Celia saludó tímidamente con la mano. Se le pasó por la cabeza contestar de mala manera que sus ojos no eran totalmente verdes, pero no lo hizo. Al final decidió aprovechar la excusa del peso, no decir nada más y entrar rápidamente en la casa. Le hubiera gustado preguntar sobre qué estaban hablando, pero temía que le hubieran acabado preguntando sobre cómo se encontraba. Apenas los conocía, no quería hablar con ellos de eso. Era una pareja tan extraña. En su vecina destacaba un alborotado pelo rubio y unos doloridos ojos azules cargados de maquillaje. Su rostro y sus conjuntos, normalmente vestidos excesivamente ajustados, le daban, para su tristeza, un ligero toque vulgar. Por ello, la cuidada y anticuada apariencia de él contrastaba con el aspecto de ella. Era como si la chica más popular del instituto hubiera decidido salir con el empollón de la clase. Estaba claro que ambos provenían de mundos diferentes.
—Me pregunto si alguna vez se descubrirá qué fue lo que pasó. —Escuchó Celia mencionar a su vecina, ya desde el otro lado del muro de la casa.
—Ay, no sé, no sé. Si es que solo venimos a esta vida a sufrir. —La respuesta de su abuela llegó con cierta amargura—. Mírame a mí, hace tres años se va mi marido, no hace ni uno, mi hermano. Y ahora con mi hijo, con lo que más quiero, esto. Si es que esta vida es solo tormento.
Celia aprovechó esas palabras para alejarse, avanzando rápidamente por el pasillo de piedra del jardín que la conducía hasta la entrada de su casa. No quería seguir escuchando, odiaba que su abuela hiciera ese tipo de comentarios. Lo peor era que estaba segura de que debía haber repetido esas palabras a cada uno de los vecinos que se habían parado esa mañana a hablar con ella, como venía haciendo cada vez que alguien le preguntaba qué tal se encontraba.
Lo que más le entristecía era saber que ese lamento era verdadero. Su abuela había pasado sus días trabajando sin descanso junto a su abuelo, levantando una empresa prácticamente de la nada. Y ahora veía cómo el trabajo de una vida, algo por lo que tanto habían luchado, estaba desvaneciéndose.
Hacía casi tres años que su abuelo los había dejado, risueño, orgulloso de lo conseguido, sin siquiera sospechar lo que se les venía encima. Había entrado en el mundo de las vigas al poco de casarse, casi por casualidad, sin saber que la construcción sería el sector que acabaría moviendo la economía en España durante casi tres décadas. Era un hombre hábil y se las ingenió para abrirse paso. Por aquellos años, había todo un país que reconstruir y cimentar y supo moverse y vender bien sus productos.
Su padre se incorporó muy pronto al negocio y su juventud, valentía e ideas más modernas consiguieron convertir la pequeña fábrica en un referente del sector en la fabricación de vigas de cemento en la Región de Murcia. Así se convirtió en una de las empresas más importantes de la zona donde vivían, donde era raro que cada familia no tuviera algún pariente trabajando allí.
Sin embargo, todo había acabado hacía poco más de un año, cuando a mediados de 2008 la crisis financiera internacional atacó España. En un país con prácticamente toda su economía centrada en la construcción, este hecho se tradujo en el final de muchas compañías.
Celia no sabía con exactitud la situación en la que ahora se encontraba la empresa familiar (era algo de lo que su padre rara vez hablaba), pero tenía claro que llevaba casi un año sin parar de despedir a gente y con serios problemas para seguir adelante. Aparentemente, la empresa estaba en quiebra.
Sin embargo, pese a lo que pudiera pensar la mayoría, en especial todas aquellas personas que la miraban con preocupación, la falta de dinero era algo que apenas inquietaba a Celia. Lo que la estaba destrozando por dentro era todo lo que estaba pasando entre sus padres.
En ese momento varios sonidos desde el interior de la casa captaron su atención. Parecía que venían de la planta de arriba. Su madre debía de estar colocando también todas sus cosas en su habitación. Estaba cansada, pero no tenía nada mejor que hacer, así que decidió subir a ayudar.
—¡Celia! ¿Puedes venir un momento al porche de atrás? —gritó con fuerza su padre desde el jardín trasero de la casa.
—¡Voy! —respondió Celia, frenando de inmediato sus pasos. A su padre no le gustaba esperar, así que cruzó rápidamente el salón, que ocupaba prácticamente toda la planta baja de la casa, y salió por el amplio ventanal que lo conectaba con el jardín trasero.
Una vez fuera, no pudo evitar que sus ojos se perdieran buscando el mar. La casa daba directamente a la playa, pero lo mejor era que estaba elevada sobre la misma unos diez metros. De esta forma, era posible disfrutar de la imagen del mar sin que nadie pudiera ver nada desde la playa.
—Ayúdame a sacar todos los sillones del jardín y a colocarlos en su sitio, —le pidió su padre,al tiempo que él mismo se dirigía hacia la casa—. Yo solo no voy a poder con todo.
—Claro. Están allí, ¿verdad? —respondió Celia, señalando una habitación totalmente rodeada de ventanales de cristal que quedaba anexada a la casa. Los anteriores propietarios la habían tenido totalmente desaprovechada, pero al comprar la casa, sus padres montaron un pequeño salón en su interior.
Pero ante ellos, ahora la habitación destacaba totalmente llena de muebles de jardín que se agolpaban unos encima de otros. No había duda de que les iba a llevar un buen rato dejarlo todo en su sitio.
—Sí, hay que sacarlo todo —contestó su padre, Emilio, mientras cogía por un extremo uno de los sillones y empezaba a moverlo.
—Anda, que este año ya ha hecho Antonio la primera del verano… ¿Has visto lo que ha plantado en su muro? —le preguntó su padre, mientras sujetaba como podía la pesada mecedora que estaban moviendo.
Antonio vivía en el chalé contiguo al suyo, que también miraba al mar. Era uno de los mejores amigos de su padre en la playa, pero para la mayoría (incluida Celia) se trataba de un vecino muy peculiar, el tipo de persona que siempre intenta hacerse el simpático sin llegar a conseguirlo realmente. Había mil historias sobre él, pero lo que parecía seguro era que tras pasar por varias ciudades había conseguido hacer dinero en Francia. Sobre cómo lo hizo, había muchas versiones, algunas bastante controvertidas.
—¿«El Francés»? No, no me he fijado —contestó Celia, dirigiendo ligeramente la vista hacia el muro lateral que separaba ambas casas. Pero la pesada carga la hizo volver, enseguida, a la tarea—. ¿Dónde ponemos la mercedora?
—Dentro de la casa, en el salón. La abuela prefiere sentarse allí para ver la tele. — Conforme lo decía, cambió el rumbo para dirigirse hacia la casa—. Ha plantado una especie de árboles para que queden por encima del muro, imagino que para que no podamos ver absolutamente nada de lo que sucede en su casa.
Al liberarse de la pesada mecedora, Celia salió de nuevo al porche y miró directamente hacia el muro que separaba las dos casas.
—Es verdad, pero es una tontería. El muro ya era bastante alto, era imposible ver nada.
—Ya sabes cómo es, ¡a saber por qué lo ha hecho! —bromeó su padre—. No sé si te lo había dicho, pero me ha comentado que este verano ha venido también su hijo mayor, el que tiene de su primer matrimonio. Será más o menos de tu edad, creo que va a empezar su segundo año en la universidad. —Se frenó un momento, como intentando recordar algo, al tiempo que colocaba unos últimos cojines. Entonces levantó la mirada hacia ella—. Él no me ha dicho nada hoy, pero recuerdo que me comentó hace ya tiempo que era una buena pieza. Que no sabía qué hacer con él, que era muy problemático y que se llevaban fatal. No sé si tendrá algo que ver con eso.
—No sé, la verdad —respondió lentamente Celia, mirando a su padre. Desconocía por completo la existencia de ese hijo mayor, ya que cada verano el matrimonio solo había estado acompañado por su hijo pequeño, que ahora tendría unos ocho años. No pudo evitar sentir cierta curiosidad por ese nuevo vecino—. A lo mejor, si este año está el hijo mayor quiere más privacidad. —Miró a su alrededor, comprobando que habían conseguido dejarlo todo en orden—. ¿Hemos terminado ya?
Su padre asintió con la cabeza y siguió comprobando si quedaba algo por hacer. No lo podía evitar, nunca estaba quieto, siempre estaba haciendo cosas. Antes de irse, Celia se decidió a preguntar sobre lo que había escuchado comentar a su abuela y sus vecinos.
—¿No sabes nada? —empezó a decir su padre, mirándola a los ojos. Parecía que dudaba de si seguir adelante o no, pero finalmente, se decidió a hablar—: Celia, la antigua propietaria de esta casa desapareció.
—¿Cómo que desapareció?
—Sí, desapareció una noche de verano hace casi diez años, justo antes de que compráramos la casa y, por lo que sé, nunca se ha conseguido descubrir qué sucedió.
Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada.
—Pero que no sea algo que te preocupe, sucedió hace ya mucho tiempo —comentó finalmente su padre. Parecía inquieto por cómo la noticia podría afectarle, lo que halagó a Celia. Su padre no solía ser tan atento con ella.
Celia se quedó allí, apoyada en una de las columnas del porche, sin terminar de creerse lo que acababa de escuchar. ¿Qué le habría ocurrido? Su corazón latía intranquilo con la noticia, pero, pese a ello, había agradecido la conversación con su padre. Últimamente notaba algo extraño con él, como si existiera una barrera invisible entre su padre y ella, algo que antes no sentía y que los había acabado distanciando.
Sin dejar de pensar en aquella misteriosa mujer, su mirada se perdió en la playa. Estaba abarrotada de bañistas, personas tomando el sol o paseando por la orilla. No pudo evitar darse cuenta de que muchas de ellas se quedaban mirando su casa (y la mayoría de los chalés de la zona) al pasar. Se giró sobre sí misma y, elevando la vista, la contempló ella también durante unos segundos.
«Es cierto lo que siempre dice Víctor, parece un castillo, un precioso castillo», pensó frunciendo ligeramente el ceño.
Víctor, ¿cuánto hacía que no lo veía, que no sabía de él? Descubrió con cierta sorpresa que apenas se había acordado de su amigo durante los últimos meses. ¿Estaría en La Manga? Durante años había temido que de repente un verano ya no estuviera ahí y no volviera a verlo.
Con Víctor en la cabeza, se dirigió de nuevo al interior de su casa; antes de entrar, miró por última vez el mar. «Quién sabe, quizá este verano no esté tan mal después de todo», pensó sonriendo, sin saber que en cuestión de horas todo se volvería a oscurecer. Su triste realidad se abalanzaría, una vez más, sobre ella.
2
Miércoles, 8 de julio de 2009
LA MANGA
Aquella noche Celia durmió tranquila y esperanzada. En contra de lo que últimamente venía sucediendo, durante aquel día no había habido tristeza sino alegría en su casa. Sentía que la playa le estaba haciendo bien tanto a ella como a su familia. Quizá por ello, la suave brisa del mar y el relajante sonido de las olas, la habían hipnotizado sin gran dificultad, haciendo que cayera dormida casi al instante.
Para desesperación de Celia, no fue el susurrante sonido del mar lo que la despertó a la mañana siguiente, sino la cruda vuelta a su realidad. Al principio, solo percibió cierto movimiento en el pasillo, como si alguien se estuviera preparando para marcharse a primera hora de la mañana, pero conforme sus ojos se fueron abriendo, poco a poco su mente fue tomando consciencia de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Tras la puerta, en el pasillo, resonaban con fuerza los gritos de sus padres, enfrascados en una gran pelea. En cuestión de segundos la angustia se apoderó de ella.
Aunque podía escucharlo todo con bastante claridad desde su cama, decidió acercarse un poco más. Así que, sobrecogida de nuevo por la tristeza, se incorporó y se colocó justo detrás de la puerta de madera de su habitación. Escondida tras ella, siguió escuchando la conversación.
—¡No tienes vergüenza! ¡Nos traes aquí para irte al día siguiente! —gritó su madre, Isabel, llorando con fuerza—. Y me mentiste. Me dijiste que no me preocupara, que esto no era nada…
Notaba a su madre muy nerviosa, como si hubiera perdido el control sobre lo que decía. No podía soportar escucharla en ese estado, quería salir, ponerse entre ambos y acabar con la tormentosa pelea, con aquel profundo dolor; pero no pudo, ninguno de sus músculos reaccionó a sus deseos.
—Isabel, tranquilízate —escuchó contestar a su padre, intentando zanjar el asunto—. Ya te he dicho que tengo que ir a Murcia a solucionar unos problemas de la empresa. También he quedado con un interesado en un terreno, a ver si vendemos algo