hAInds y la mente cuántica
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El tiempo es un bien valioso y escaso; una vez pasa, no vuelve... A menos que uno viva eternamente.
En el afán de devolver las manos amputadas a su padre en un accidente de circulación, Henry Silverstone, un superdotado amante de la medicina, la tecnología y las matemáticas, se convierte en un reconocido neurocirujano a nivel mundial que trabaja para salvar las vidas de sus pacientes en el hospital. Obsesionado con la idea de que su conocimiento y experiencia no se pierdan nunca, idea un plan para ser inmortal ayudado por unas manos inteligentes llamadas hAInders, un potente ordenador con inteligencia artificial,una gabardina oscura y una máscara tenebrosa.
La ciudad de Nueva York y otros estados viven una oleada de asesinatos en los que existen varias pistas comunes, un cuadro negro con la palma de una mano ensangrentada de una mujer y unas misteriosas huellas en las escenas del crimen. El teniente John Duffy y su equipo investigan el caso con la sospecha de que un desequilibrado es el autor, pero descubrirán que detrás hay algo mucho más peligroso y ambicioso que amenaza al mundo, la mente cuántica.
«Con hAInds y la mente cuántica cumplo el sueño de escribir un libro; un libro motivado por mi pasión por la ciencia ficción, la inteligencia artificial, la tecnología y la novela policiaca. Ahora, deseo que los lectores cumplan sus sueños y disfruten de una lectura abierta a la imaginación.»
Jorge Sanz Moraleda
Jorge Sanz Moraleda
Jorge Sanz Moraleda (España) es un apasionado y experto en el área de la inteligencia artificial, machine learning, analytics y data governance/management. Lleva varias décadas viviendo y desempeñando su trabajo a nivel internacional en países como España, Inglaterra, Australia y Emiratos Árabes.
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hAInds y la mente cuántica - Jorge Sanz Moraleda
Prólogo
6 de julio de 2001, 12:06
Un Ford Focus familiar recorre una de las carreteras comarcales de la costa de California. En el interior, un niño de ojos alegres observa el luminoso paisaje bañado por los rayos de sol de un caluroso verano. Mientras, su inocente sonrisa se refleja en el cristal de una de las ventanas del asiento trasero. Ese niño soy yo y me llamo Henry Silverstone.
«¡Por fin vamos a llegar a unas de las mejores playas de California! ¡Voy a hacer surf!».
Estoy muy nervioso, emocionado. Nunca creí que llegaría este día. Hoy papá cumplió su promesa, ya tengo la tabla y me enseñará sus trucos. Es un número uno, campeón de la costa en su juventud. Me aseguró que dentro de unos días seré capaz de cabalgar las olas. Además, sus amigos surfistas me van a dar buenos consejos para volar y deslizarme a gran velocidad por las nubes del mar.
El curso terminó hace semanas y pasaré con mis padres unos días de vacaciones. Sol, arena, playa, olas y mar, mucho mar. Están muy orgullosos de mí; los llamó el director del colegio para felicitarlos por mis notas, todos piensan que soy un niño especial, muy inteligente y muy trabajador. La verdad es que las mejores notas de la clase son las mías.
Tengo trece años, me divierto con la ciencia, las matemáticas y la tecnología, algún día crearé algo innovador y mis padres dejarán de trabajar. Me encanta investigar, la afición me viene de mi madre, que es científica; mi cuarto es una especie de laboratorio, tengo mucha suerte; la habitación es muy amplia. Siempre me dicen que invertir en conocimiento es necesario para mi futuro, por eso no me faltan ni los libros ni los ordenadores. También poseo una mesita de operaciones donde extirpo cerebros a animales, sobre todo ranas y ratones, para estudiarlos; alguna vez mi madre los coge y los examina cuando los encuentra despedazados dentro de la nevera.
En el colegio me llaman pedante; mi mejor amigo, Hugo el Gigante, piensa que soy diferente. Es un niño muy grande y tiene unas manos como sartenes; si alguien se atreve a insultarme o pegarme, él me defiende. Mi padre dice que es muy noblote. Yo le ayudo a sacar mejores notas, pasamos mucho tiempo juntos; somos como hermanos.
Mi película favorita es 2001: Una odisea en el espacio. En ella, un ordenador puede llegar a pensar y tomar sus propias decisiones. Creo que en el futuro existirán artefactos que decidan por nosotros y quién sabe si no habrá dispositivos que sean jueces, que apliquen la ley según lo que digas, cuentes o las pruebas que existan.
Mis padres van cantando en el coche, son superalegres, siempre están de buen humor, son increíbles. Ahora, además, mi padre toca el claxon del volante. «¡Qué divertido! ¡Oh, no!». Ese enorme camión rojo viene directo hacia nosotros… Ha invadido nuestro carril… ¡Vamos a chocar!
Mi padre gira el volante.
Mi madre grita.
¡Nos vamos a estrellar!
El coche da vueltas de campana. Huele a quemado.
Cierro los ojos…, mi mente se apaga.
Oigo gritos, todo está oscuro. Consigo abrir los ojos, me duele la cabeza. «¿Dónde estoy?». Hay un cristal roto, una ventanilla; algo me oprime y me sujeta, no me puedo mover.
Estoy dentro del coche, ha volcado; consigo librarme del opresor que me ha salvado la vida, sutilmente lo desengancho y me lo quito de encima. Atravieso la ventana, miro la puerta, está aplastada, abollada. Me arrastro a la parte delantera del vehículo y veo que mi padre permanece en el coche, dormido.
El camión rojo expulsa humo del motor, la cabeza del conductor desvanecido oprime el cristal y la sangre circula sobre un objeto metálico circular con el signo libra del zodiaco y la inscripción: «La Corte de Pi».
De pronto, oigo la voz de mamá, pero no la veo, solo distingo el borde de la carretera de donde vienen los gritos de auxilio. Me acerco como puedo; es un acantilado, debo tener cuidado. Las piernas obedecen, pero el dolor es tan insoportable que no puedo correr. Me desplazo con precaución, veo a mi madre agarrada a una rama mientras las olas rompen en las rocas.
Si cae, no sobrevivirá.
—¡Mamá, mamá, aguanta! ¡Aguanta! ¡Voy a buscar algo para salvarte!
—¡No puedo, cariño! ¡No aguanto más! ¡No me quedan fuerzas en las manos!
—¡Por favor, mamá! ¡Aguanta, oigo sirenas! ¡Te van a rescatar! ¡Aguanta!
Pero mi madre no puede más; miro sus manos: están llenas de sangre; las uñas, rotas. Una mano se suelta y se abre, después la otra, veo sus palmas. Me sonríe y cae al vacío.
Grito, lloro, no tengo fuerzas, solo veo tinieblas, vacío y las palmas de la manos abiertas y ensangrentadas de mi madre.
Me despierto. «¿Dónde estoy?». Estoy en una cama, con las muñecas atadas a las barandillas. Un tubito sale de mi brazo, se extiende hacia una botella en la que pone: «Suero fisiológico».
«¿Qué día es?». Estoy en una habitación de un hospital, solo; se parece a la de mi tío Hill, que murió de una extraña enfermedad cerebral, lo llamaban tumor.
Me duele todo el cuerpo. «¿Qué ha pasado? ¡Oh, no!; ya me acuerdo, ¡tuvimos un accidente!».
—¡Mama! ¡Papá! ¡¿Dónde estáis?! ¡Ayudadme!
Dos policías entran en la habitación, muy serios. Me piden que me tranquilice, dicen que estoy a salvo, me ofrecen unas chocolatinas; la verdad es que no tengo ganas de comer nada, lo único que quiero saber es dónde se encuentra mi familia. Uno de los agentes me coge del brazo y me dice:
—Lo siento, chico, tu madre ha muerto. La enterraron ayer. Pero tu padre vive. Has estado cinco días inconsciente.
—¡Quiero verle!
—Tranquilo; ya le han informado de que has recobrado la conciencia y vendrá a verte.
Se abre la puerta y aparece mi padre.
—¡Papá, papá! ¿Dónde está mamá? No puede ser que esté muerta.
«Oh, lo recuerdo». Veo la imagen de mi madre despeñándose con las manos abiertas llenas de sangre, pero no su expresión, solo sus palmas y la sangre; la sangre, las gotas rojas envolviendo su agonía y desesperación.
—Sí, hijo; mamá ha fallecido. Lo siento muchísimo, tienes que ser fuerte —dice mi padre.
Intenta abrazarme, pero me doy cuenta de que no tiene manos. Veo sus brazos, son palos cubiertos de vendas blancas en los extremos. Lloro, siento como mis lágrimas le mojan el pijama del hospital; mi llanto le apena; su cara está triste, muy triste, y pregunto:
—¿Qué ha pasado, papá? ¿Dónde están tus manos?
—El coche dio varias vueltas de campana. El techo golpeó contra unas rocas a gran velocidad produciendo una enorme cantidad de chispas rojas; la chapa se transformó en un afilado cuchillo que me las seccionó. Fue una suerte que no me desangrara. Según parece, la fricción del metal con la roca hizo que este estuviera tan caliente que el corte cauterizó las heridas al separar las manos. Eso fue lo que comentaron los médicos. Las han recuperado y están congeladas por si algún día son capaces de reimplantarlas; este hospital es pionero en trasplantes y creen que es posible que puedan hacerlo dentro de unos años.
Me quedé pensativo; imaginé la escena: vi como las chispas y el metal al rojo vivo producían una amputación rápida e impedían el sangrado. Era algo muy parecido a una disección con láser. Yo había estudiado y llevado a cabo algunos experimentos a ratones en mi laboratorio con instrumentos a gran temperatura y no sangraban.
Entonces, le dije a mi padre:
—Papá, voy a estudiar para devolverte tus manos; te lo juro.
Lo abracé con fuerza mientras las lágrimas me cubrían el rostro. También él lloraba; quería demasiado a mamá.
Estuvimos un rato abrazados y sollozando. Fue la última vez que derramé una lágrima en mi vida.
Capítulo uno
El despertador de mi jefe
Lo que más odio en esta vida es que me despierte el puto móvil de madrugada, en mi día libre, después de haberme pasado la noche jugando al póker con mis amigos. Aborrezco esos malditos aparatos; me cago en el que llama y en la madre que lo parió; y si, además, es el comisario, entonces que le den.
Dicen que soy el tío más borde del Departamento de Criminología de la Policía de Nueva York, pero ¿cómo no voy a serlo cuando tengo que perseguir criminales, jugarme la vida para atraparlos y aguantar la presión de los políticos bazofia que abundan en este corrupto sistema? Si el estúpido e inútil de mi jefe contacta conmigo a estas horas, tendré que contestar, no me queda otra.
—¿Qué coño quieres?
—John, ven a Chinatown, al número ochenta y nueve de Canal Street. Te veo dentro de quince minutos.
El tío cuelga el teléfono, me encanta el amor que nos tenemos, sin disculparse ni hostias. Mi querido jefe Stephan es el personaje principal de una novela en el que figura, además, como autor del libro, aunque no escribió ni una letra. Es un jeta. Un pijo de mierda. No tiene modestia ni aprecio por la gente que trabaja con él, pero a su favor come el culo muy bien a todos sus supervisores; solo hay que ver la cantidad de placas que tiene en el despacho y las fotitos fumando habanos con gente vip.
En casos urgentes como este, la higiene la dejamos para después. Me visto con mis vaqueros y mi camiseta amarilla con el toro dibujado en negro que compré en mi viaje a España. Fue el año pasado, donde comí el mejor cordero en un pueblo de Segovia, creo recordar que era Sepúlveda. Esta camiseta me recuerda el festín, las botellas de Rioja gran reserva que me metí en el cuerpo y la semana que pasé con Marga y su novio Tito. Una pareja muy graciosa con los que me escribo a menudo. En fin, dejemos los recuerdos y vamos a ver qué cojones ocurre.
Pasados veinte minutos, llego al apartamento y veo a mi admirado supervisor con el equipo especial de análisis y recogida de muestras. En este grupo están mis amigos Michael y Jennifer, dos tipos geniales y grandes profesionales; ya sabes: la gente de campo somos los guais y los jefes están para pasarnos la presión de los superiores, salir en la foto y dar por saco con los informes y demás castañas.
—¡Hola a todos menos a uno! —digo al entrar.
Michael y Jennifer asienten y contestan. Mi querido supervisor ni me mira y sigue con el equipo.
—Continuad con la toma de muestras y el análisis, yo me voy a dormir. Por cierto, llegaré tarde mañana —dice Stephan antes de dejar el apartamento.
Una vez que se ha ido, nos miramos y empezamos a reír; este tío no cambiará en su vida. Así está, que tiene más de cincuenta y aparenta cuarenta; cómo vive el cabrón. Pero ¿qué hace?, nada de nada. Esto no es liderazgo; el día que se largue, pago yo las copas y la cena de celebración.
Michael y Jennifer piensan que soy un buen tipo, sobre todo por los amigos que tengo. Creo que es mejor tener solo un par de personas con las que compartir mis experiencias y pensamientos. Es lo que aprendí viviendo en el centro de menores, confiar solo en unos pocos, de ahí que me siga manteniendo vivo. Nunca conocí a mi padre, mi madre desapareció cuando era un niño, pertenecía al equipo ejecutivo de una gran empresa de transportes. Todavía me acuerdo de esos camiones rojos de juguete con el logo de la empresa que me traía para jugar. Nunca volví a saber de ella.
Me acuerdo de cómo lloraba mi hermana al entrar al orfanato. Lo más duro fue perderla a ella también. Unos padres la adoptaron y le perdí la pista. Por eso quise ser policía, debía encontrar a mi familia. A mi hermana la localicé, fue maravilloso, pero no a mi madre. A ella no. Descubrir lo que le pasó me atormenta cada día. Dedico horas y horas de mi tiempo libre en ese caso que solo permanece abierto gracias a mí y a mis compañeros, que siguen ayudándome.
Daría mi vida por ellos. Todavía se acuerdan de cuando contraté una docena de chimpancés, los disfracé de ladrones poniéndoles pasamontañas, los esposé y los traje a la comisaría gritando que había cogido a una famosa banda criminal que robaba usando caretas de gorilas. Llamé a Stephan y le dije que estaban en su despacho bajo vigilancia.
Ese día, el muy torpe se había ido a comer con el responsable de la Policía de Nueva York y le dijo que le acompañara para ver a los criminales y lo bien que había llevado la operación. Durante toda la comida y el viaje a la comisaría no hizo más que ponerse las medallas sobre cómo me indicó la forma en la que debía proceder para detenerlos.
El departamento estuvo horas riendo al ver la cara de Stephan al descubrir que los criminales eran chimpancés y que habían destrozado su despacho.
Me costó tres meses de empleo y sueldo, y aproveché para viajar a España. En el departamento todos me aprecian menos Stephan y su pelota, Jim, emigrante de Europa, muy listo pero vago como un demonio.
—John, pasa al dormitorio y explora el cadáver —dice Michael.
El apartamento es pequeño, tiene cocina, salón recibidor y un dormitorio donde yace una persona muerta encima de la cama. Parece que no ha sufrido, ya que se halla en una postura plácida sobre las sábanas. No hay sangre. Se trata de un hombre corpulento; por las fotos de las mesillas a ambos lados de la cama, trabajaba como conductor de camiones pesados.
Miro las paredes de la habitación, no veo ninguna marca que me llame la atención. Hay un cuadro con una mano roja abierta de frente sobre la oscuridad definida en el fondo negro. En él, se distingue la forma de los ojos y una cara, ocultas parcialmente por los dedos abiertos entre sí. Es un cuadro extraño. Hablaré con Michael para que analice en detalle el perfil psicológico de la víctima.
—Jenny, ¿tienes alguna hipótesis sobre cómo pudieron asesinarle? Según parece, no se derramó ni una gota de sangre.
—Mira, John, encima de cada muñeca tiene un pequeño agujero, quizá le inyectaron un suero o realizaron algún tipo de extracción. También tiene uno en el cuello, en el cráneo y en otras partes. Michael tendrá que examinar el cuerpo más en detalle en el laboratorio forense de nuestro centro. Me inclino a pensar que el asesino debe tener conocimientos de medicina o farmacia, las marcas son limpias.
—Michael, ¿alguna pista?
—No sé, hay huellas dactilares por el suelo, pero es muy extraño, hay muchísimas. Parece que voy a tener que trabajar un buen rato para recoger todas las pruebas y sacar las fotos. Va a ser una jornada muy larga.
—¿Cómo lo han encontrado? ¿Quién nos llamó?
—La puerta estaba abierta y a un vecino que lo conocía le pareció extraño y entró. Ahora está en el hospital con un ataque de ansiedad, el vómito de la escalera es suyo —informa Michael.
—¿Sabes si alguien ha visto algo?
—No; la calle estaba vacía, a excepción de un mendigo que dormía la mona; no le hemos preguntado, pero suponemos que no ha visto nada —dice Jenny.
—Poco aportará, lo mejor es que le dejemos que siga con la tajada, que ya bastante tiene con lo que tiene.
El capullo de mi jefe se había largado y aquí estamos los currantes buscando pistas, recogiendo pruebas, haciendo fotos y suposiciones de lo que podía haber pasado. Abro el cajón y veo su cartera, la tarjeta de crédito, débito y una foto de un hombre, un niño y una mujer, todos muy sonrientes. Me fijo en la foto, no es de él, debe ser de algún amigo o familiar. Me entristece y me pongo de muy mala leche cuando veo un cadáver, pero tengo que luchar hasta que encuentre al causante de todo esto.
Tras unas cuantas horas invito al equipo a un desayuno en la cafetería de abajo, son las seis de la mañana. Debo reconocer que me encanta comer y compartir mesa con mis compañeros. Durante el tiempo que estuve en el centro de acogida luchábamos para que nadie nos quitase el plato. Fueron tiempos difíciles, me golpeaban mucho. Aprendí a soportar el dolor y a defenderme. La tensión del recuerdo me abre el apetito y me gusta disfrutar de un momento de relax antes de seguir. Tenemos una norma: no hablar de trabajo cuando comemos.
Me he pedido una hamburguesa y un par de huevos fritos porque ya no tomaré nada hasta la noche. Después de acabar aquí iré al centro a trabajar en el caso, pero antes tengo que decirle algo a Jenny, si no, reviento.
—La verdad, Jennifer, cada día estás más guapa. Franky es el tío con más suerte del mundo y, encima, es simpático, buen tío y mi amigo; maldigo el momento en que te lo presenté.
—John, tú eres mi hermano, tío —dice Jennifer dándome un beso en la mejilla—; te quiero con locura, pero como a un hermano. No te imagino de otra forma y a ti, Michael, te digo lo mismo; sois mi familia.
Jennifer es adorable, muy inteligente, tenaz y con muchísimo carácter. Pasamos buenos ratos jugando al póker en su apartamento cerca de Lincoln Square. Me gusta decirle cosas bonitas y vacilarle, es otra de las hermanas que quise tener y nunca tuve. Al lado de ella, trabajando sin descanso está Michael, un tío cachas, rubio, cuerpazo, simpático e inteligente. No entiendo por qué todavía no comparte su vida con alguna mujer; le encanta lo que hace y el equipo que formamos; siempre está de cachondeo, salvo en el trabajo, igual que nosotros.
—John, ¿qué tal el viernes? ¿Pudiste sobrepasar la mala racha y hacer el doblete? —pregunta Michael en tono jocoso.
—Este tío es un fantasma, Jenny. ¿A que es mejor un buen pavo navideño macerado y cocido a fuego lento que no veinte hamburguesas de pollo? Este rockie es eso, un rockie.
De pronto suena el móvil, es el inútil. ¿Qué querrá esta vez?
—¿Qué quieres, majestad?
Jennifer y Michael se parten cada vez que le cojo el teléfono y le hablo con este tono tan amable.
—John, venid a unos apartamentos en el East Village, en la calle 12 con la Primera Avenida, esquina noroeste. Te veo dentro de quince minutos.
—Pero ¿de qué vas? Estamos desayunando. ¡Joder, me ha colgado! ¡Que se joda! Iremos en cuanto acabemos.
Seguimos comiendo y riendo como si nada hubiera pasado. Nueva norma: si nos llama mientras comemos, que espere…
Media hora después salimos del café y nos montamos en el todoterreno rosa de Jenny. Le encanta el rosa; las paredes de su casa están pintadas de rosa, y lo mejor es que su marido odia el rosa, pero, como dice Franky, a ella se lo perdona todo. Franky es un tío cojonudo, un buen chaval; su trabajo es probar coches. Cuando un fabricante está a punto de sacar un nuevo modelo, lo llaman y se dedica a darle caña por toda América. Lo cierto es que el tío conduce que te pasas, es un fuera de serie y, además, no prueba cualquiera, solamente los Corvette, Lamborghini, Ferrari…; solo gama