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John Wayne Gacy, el payaso asesino
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John Wayne Gacy, el payaso asesino
Libro electrónico107 páginas1 hora

John Wayne Gacy, el payaso asesino

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El tranquilo barrio de Norwood Park (Chicago) sufre un shock cuando descubre quién se oculta tras la máscara del payaso Pogo. Nadie sospechaba que un cementerio de cadáveres se esconde en su casa. ¿Realmente este divertido payaso, padre de familia y vecino ejemplar ha asesinado a 33 jóvenes muchos de ellos adolescentes? Dicen que los violaba y los torturaba hasta la extenuación... ¿Cómo han podido vivir al lado de un criminal sin haberse percatado de nada? ¿Estaba loco?
Lo cierto es que era un asesino serial, de personalidad múltiple, antisocial, narcisista, y megalómano que disfrutaba infligiendo torturas a sus víctimas hasta matarlas. Además, carecía de remordimientos.
Cometió por lo menos 33 asesinatos. La mayoría de las víctimas se hallaron enterradas en su casa y las otras en el río. Se trataba de varones de entre 14 y 21 años, la mayoría en situación de vulnerabilidad familiar. Les seducía ofreciéndoles trabajo o droga. Les llevaba a su casa engañados o bajo los efectos del cloroformo. Después les inmovilizaba con esposas y comenzaba a torturarles y violarles con diferentes instrumentos, colocaba medias de nylon en su garganta hasta asfixiarles. Disfrutaba verles sufrir y rogar, hasta que fallecían. Algunas de las víctimas fueron: Mark Mille, Johnny Butkovich, Michael Bonnin, Billy Carroll Jr., Gregory Godzik, Robert Gilroy, o Robert Piest, John Szyc, Jeffrey Ringall.
La infancia y adolescencia de Gacy se vio atormentada por el maltrato de un padre violento y alcohólico que lo humillaba y golpeaba.
Trabajó como comerciante y luego fue dueño de una empresa de refacciones, también figura pública en su vecindario, miembro activo del Partido Demócrata local y del club de payasos Jolly Joker, en el que era voluntario. Tenía una doble vida.
Además, se casó con Marlynn Myers y tuvo dos hijos.
Se casó en segundas nupcias con Carol Hoff (en algunas fuentes, Carole Lofgren), una vieja amiga de la familia, que había ido al instituto con Karen, la hermana menor de John. Estaba divorciada y tenía dos niñas, Tammy y April.
Demente o no, John Wayne Gacy, el hombre de las dos caras, es hoy un icono del terror: el payaso asesino.
Aunque tuvo una condena previa por sodomía en 1968, sus crímenes fueron descubiertos recién en diciembre de 1978. En 1980, fue condenado a pena de muerte por 33 asesinatos y ejecutado con inyección letal en 1994.

Mente Criminal ayuda a sus lectores a ingresar al mundo de las investigaciones criminales y descubrir las historias reales detrás de los crímenes que conmocionaron al mundo. En sus libros, los lectores siguen paso a paso el trabajo de los detectives, descubren las pistas y resuelven el caso: ¿Cómo se cometieron los crímenes? ¿Por qué los perpetraron? Cada uno de sus libros profundiza en estas preguntas analizando los motivos detrás de los crímenes que hicieron que comunidades enteras vivieran atemorizadas: la verdadera historia detrás de los crímenes que nos hacen enfrentar el lado más oscuro de la naturaleza humana.

IdiomaEspañol
EditorialABG Group
Fecha de lanzamiento25 oct 2021
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    John Wayne Gacy, el payaso asesino - Mente Criminal

    Índice

    ¡Ha llegado Pogo, el payaso!

    Dos denuncias y un solo culpable

    Un amargo cumpleaños

    Demasiadas coincidencias

    El momento de la verdad

    Navidad macabra

    Las víctimas

    El rey del pollo frito

    El principio del fin

    Juicio final

    El legado del artista asesino

    Perfil criminal

    Bibliografía

    Capítulo 1

    ¡Ha llegado Pogo, el payaso!

    Transcurría el mes de marzo de 1978. La primavera despuntaba con sus primeros brotes en el tranquilo barrio de Norwood Park, en las afueras de la ciudad de Chicago. Muchos de sus habitantes, inmigrantes blancos de diferentes orígenes —lituanos, italianos, polacos o alemanes—, eran trabajadores prósperos, en su mayoría católicos, que iban a misa cada domingo.

    Sus casas estilo bungalow, edificadas en la década de 1950, eran austeras pero sólidas; construcciones bajas de ladrillo, rodeadas de un césped prolijamente delineado y calles limpias, que representaban en sus paredes el sueño americano cumplido, conseguido gracias al esfuerzo y la persistencia en el trabajo. Tal vez, por eso, el sentimiento de pertenencia al barrio y los lazos de vecindad eran celosamente cuidados. Y, quizá también por esa razón, todo aquel que se involucrara en las cuestiones de la comunidad era valorado y respetado.

    Un mediodía fresco y algo húmedo de aquella incipiente primavera al noroeste de Chicago, un grupo de familias se había reunido para festejar un cumpleaños infantil. Mientras la carne se asaba a fuego lento en la barbacoa, los niños correteaban por el porche de la casa anfitriona y los adultos dialogaban distendidamente sobre política o deporte.

    John Wayne Gacy interpretando al payaso Pogo, en una fotografía de 1976.

    En ese escenario suburbano, un payaso regordete y con una enorme sonrisa roja irrumpió en la celebración, como en otras ocasiones acompañado de globos y marionetas, atrayendo de inmediato la atención de adultos y niños, al grito de: «¡Llegó Pogo, el payaso!». De inmediato, como un profesional de la risa, enfundado en su llamativo traje rojo, Pogo comenzó a cautivar a todos los invitados con sus bromas, aunque el número preferido de los niños y el que más risas desataba era el del perro invisible que mojaba los zapatos de quien se acercara a su correa.

    En el vecindario de Norwood, John Wayne Gacy era Pogo. Pertenecía al club de payasos Jolly Joker, una organización de voluntarios que animaba fiestas infantiles y algunos actos benéficos.

    Mientras el festejo continuaba en un clima de apacible diversión, no muy lejos de allí, un joven hombre de 26 años, llamado Jeff Rignall, permanecía internado en el Grant Hospital de Chicago, donde era tratado por quemaduras en la cara, golpes y heridas en todo su cuerpo, además de hemorragias.

    Capítulo 2

    Dos denuncias y un solo culpable

    La noche del 21 marzo de 1978, Jeff Rignall tuvo una discusión con su novia y decidió salir a tomar un poco de aire fresco. Mientras caminaba por el barrio de New Town, un hombre que conducía un sedán grande de color negro lo interpeló. El vehículo se le acercó a baja velocidad y las luces lo enfocaron. El conductor, aparentemente un tipo cordial que solo quería pasar un buen rato, le ofreció fumar marihuana. Rignall, confiado, aceptó la invitación.

    Una vez en el coche y camino a un bar, el desconocido, un hombre de mediana edad y con algo de sobrepeso, no dudó en atacarlo tapándole la boca y la nariz con un pañuelo húmedo y de olor dulzón. El cloroformo —que además de usarse como anestésico general sirve como disolvente de limpieza en remodelaciones— adormeció de inmediato a Jeffry. Durante el trayecto, despertó por momentos y pudo retener algunas imágenes (muy pocas) que, como flashes, más adelante terminarían resultando datos cruciales: iba en un Oldsmobile negro, y circuló por la autopista Kennedy y algunas calles laterales.

    Cuando Rignall recuperó la conciencia, se vio a sí mismo en el interior de una habitación, desnudo, con las manos atadas e inmovilizado sobre un tablón de madera. Allí su agresor, con una sonrisa ácida, le explicó detalladamente todas las técnicas que usaría para someterlo y violarlo. Su verdugo le pegó, lo azotó y lo torturó sexualmente. Una y otra vez, el violador adormecía a su víctima con cloroformo y volvía a sodomizarlo con diferentes objetos cada vez que el joven despertaba de su letargo.

    Inexplicablemente, tras interminables horas de horror, el depredador dejó libre a su presa. Jeffry despertó vestido debajo de una estatua del Lincoln Park de Chicago, en evidente estado de shock. Ni su estado ni las terribles secuelas impidieron que realizara la denuncia correspondiente, pero eso no fue tan fácil. El muchacho desconocía la identidad de su secuestrador. Además, su relato estaba lleno de lagunas, debido al trauma y al cloroformo que había inhalado y que dañaría de por vida su hígado. Su condición de bisexual tampoco lo ayudó a la hora de presentar los cargos, y la policía, al no tener pruebas ni testigos, terminó por desestimar su declaración en ese momento. Tampoco relacionaron el hecho con una denuncia anterior, de características similares, realizada por un joven de 19 años llamado Robert Donelly. Ante la inoperancia de la policía, Rignall se decidió a dar él mismo con la identidad de su verdugo y, para ello, se dispuso a iniciar su propia investigación con los pocos datos que surgían de sus fragmentados recuerdos. Pacientemente, montó una guardia obsesiva durante semanas, esperando ver un Oldsmobile negro en la salida de la autopista Kennedy.

    Finalmente, ese día tan esperado llegó. Jeffry no podía creer lo cerca que estaba de desenmascarar a su violador. Sigilosamente, lo siguió en su propio coche hasta su destino y, al llegar al sitio, ya no tenía dudas: era él. De inmediato, con la matrícula y el domicilio exactos, pudo realizar la denuncia. Si bien se trataba de un paso importante, la resolución fue, cuando menos, sorprendente: el caso resultaba aislado e insuficiente para que el denunciado quedara preso. Se le acusaba de un delito menor por agresión, por lo que seguiría libre a la espera del juicio. Pero ¿realmente era un caso aislado?

    Un falso arresto

    Dos meses antes, en enero de 1978, Robert Donnelly, un joven de 19 años y una vida tal vez demasiado tranquila para su edad, ya había realizado una denuncia sospechosamente similar a la de Rignall.

    Los acontecimientos que cambiaron su vida para siempre ocurrieron la noche del 20 de diciembre de 1977. Robert había acudido a casa de unos amigos al noroeste de Chicago para tomar unas cervezas, sin imaginar que después ya nada sería igual.

    Pasada la medianoche, de regreso a casa, cerca de la parada del autobús, un automóvil oscuro estacionado a pocos metros lo deslumbró con sus faros. El

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