Una chef real
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Cuando la chef de comida Tex-Mex, Madison Bishop, recibe una invitación de su antigua amiga universitaria, la princesa Helena, para colaborar con un proyecto de recaudación de fondos, está encantada de aceptar la oferta. Al llegar a Aidinovia, Madison queda cautivada por toda la familia real Tollvi, el pintoresco principado europeo y, en especial, siente intriga por un chofer de palacio llamado Luis.
Sin embargo, Madison pronto descubre que Luis no es para nada lo que parece ser. Es atractivo y encantador pero, lamentablemente, también es un príncipe. Eso significa que su vida de realeza y la de ella como propietaria de un restaurante en el norte de Texas son completamente incompatibles. Pero, aunque la mente de Madison lo acepta, su corazón traicionero anhela un felices por siempre.
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Una chef real - Caroline Mickelson
Una chef real
Caroline Mickelson
Bon Accord Press
Copyright © 2018 by Caroline Mickelson
Translated by Natalia Steckel
No portion of this book may be reproduced in any form without written permission from the publisher or author, except as permitted by U.S. copyright law. All Rights Reserved.
Contents
1. Capítulo uno
2. Capítulo dos
3. Capítulo tres
4. Capítulo cuatro
5. Capítulo cinco
6. Capítulo seis
7. Capítulo siete
8. Capítulo ocho
9. Capítulo nueve
10. Capítulo diez
11. Capítulo once
12. Capítulo doce
13. Capítulo trece
14. Capítulo catorce
Capítulo uno
—Sus reales majestades, les presento una degustación del Estado de la Estrella Solitaria. —Madison Bishop colocó frente a la pareja real un plato crepitante de fajitas de carne, chiles rellenos y tortillas de maíz azul, acompañados por pico de gallo y guacamole—. No estoy segura de cómo dicen en Aidinovia pero, en Texas, decimos: Que lo disfruten
.
Se acomodó un mechón de pelo, que se había escapado de la trenza, detrás de la oreja, y dio un paso atrás para observar la presentación de su especialidad en comida Tex-Mex. A juzgar por la sonrisa en el rostro de su amiga Helena, excompañera de la Universidad, y de su marido, el príncipe Simon, no lo había hecho nada mal.
—Esto huele delicioso. —Helena señaló la isla de mármol donde ella y Simon estaban sentados—. Ven aquí, Madison. Siéntate y hablemos mientras disfrutamos de tu cocina.
Madison levantó un dedo.
—Antes permíteme tomar una cosa más. —Atravesó la cocina espaciosa, que tenía el tamaño de una comercial. Abrió las puertas de la heladera de acero inoxidable, y sacó el té helado que había preparado esa mañana. Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios mientras regresaba con la pareja real. Pensar que treinta y seis horas atrás estaba camino al aeropuerto, preocupada por la antigüedad y las condiciones en que estaría la cocina donde trabajaría durante el siguiente mes. Visiones de electrodomésticos anticuados danzaban en su cabeza durante el largo vuelo de Dallas a Aidinovia. En retrospectiva, el lujoso jet privado que Simon le había enviado debería haber aliviado sus preocupaciones. Una vez que había llegado y que Helena le había mostrado dónde se alojaría, un solo vistazo le había asegurado a Madison que toda su preocupación había sido por nada. Aidinovia bien podría ser un pintoresco reino de siglos de antigüedad, cargado de tradición, pero la cocina en el Royal Lodge era de última generación. Colocó la jarra en el centro de la isla—. Té helado cítrico, sin cafeína. Es una receta nueva, que utiliza naranjas de Valencia y limones de Aidinovia. A menos que prefieran otra cosa.
El príncipe Simon se pasó la servilleta suavemente por los labios.
—Voto por el té helado. —Se volvió hacia la esposa—. ¿Y tú, mi amor?
Helena sonrió.
—Me apunto.
—Té, entonces. —Madison sirvió el líquido en tres vasos de vidrio soplado artesanalmente, de origen mexicano, con bordes de color azul, que había llevado con ella desde Texas. No había estado segura de lo que necesitaría mientras estuviese en Aidinovia pero, como Simon le había mandado el jet privado de la familia, no había tenido que preocuparse por el engorro de facturar exceso de equipaje. Ciertamente, la vida de la realeza parecía tener sus beneficios. Levantó su vaso—. ¿Por qué brindamos?
—Por la amistad —propuso Simon.
Helena les sonrió a ambos.
—Por el éxito de nuestro nuevo emprendimiento.
—Perfecto. Por los viejos amigos, por los nuevos y por una campaña de recaudación de fondos sumamente exitosa para la Fundación Tollvi. —Madison chocó el vaso con el de los demás, y bebió un poco de té. La dulzura de las naranjas era un complemento perfecto para el sabor a limón—. Creo que esta receta debería incluirse en el libro de cocina.
—Sin dudas —acordó Helena. Mojó una papa frita en el guacamole, y la mordió. Cerró los ojos y suspiró—. Exquisito. —Se volvió hacia su marido—. ¿Qué posibilidades hay de que podamos convencer a Madison de mudarse a Aidinovia para convertirse en nuestra chef personal?
Simon rio.
—Cualquier amiga tuya es bienvenida a Aidinovia. En especial, una que puede cocinar de maravillas.
—Gracias, Alteza. —Madison irradiaba felicidad. Reconocía un halago sincero cuando lo oía. Escuchar alabanzas sobre sus habilidades culinarias no era nada nuevo. Ella y su hermana gemela, Mackenzie, jamás habían jugado con muñecas cuando eran niñas. En su lugar, habían jugado con comida de plástico en su cocina de juguete, luego habían pasado a un horno Easy Bake y, a partir de allí, no había habido vuelta atrás.
—Llámame Simon, por favor —protestó él.
Madison frunció el ceño.
—¿Me equivoqué?
—No —la tranquilizó Helena—. Utilizar el título es demasiado formal cuando estamos nosotros tres solos. Somos amigos. Bueno, amigos y socios, así que somos, simplemente, Simon, Helena y Madison.
—Entendido. Llevará un tiempo acostumbrarse. —Madison miró alrededor de la cocina. Era un espacio lo más cercano al paraíso culinario en el que había estado—. Es un mundo nuevo.
—Uno al que eres muy bienvenida —afirmó Simon. Terminó el último bocado de su comida, y apartó el plato—. Secundo la sugerencia de mi esposa sobre que te mudes a Aidinovia. ¿Quién sabe?, incluso podrías conocer al hombre de tus sueños y encontrar aquí tu felices para siempre
.
La única respuesta de Madison fue una sonrisa. Por muy feliz que se sintiera por su amiga, y por muy feliz que fueran los recién casados, ese no era un camino que ella fuera a tomar. Estaba casada con su carrera. No solo eso: ella y su hermana habían jurado que nunca pondrían a un hombre en el centro de su mundo. Así lo había hecho la madre con una sucesión de novios, y ellas habían crecido en un completo caos. Se deshizo de esos recuerdos; ya no miraría atrás. No si podía evitarlo.
—¿Cuándo tendremos nuestra primera reunión oficial?
—Simon y yo tenemos el día de mañana lleno de compromisos oficiales, así que no estaremos disponibles. Estaban pautados desde hacía meses, mucho antes de saber que tú vendrías —explicó Helena—. Lo bueno es que te da la oportunidad de instalarte, explorar los alrededores del palacio, ir a la ciudad o ir de compras. Lo que quieras. Podemos reunirnos a la mañana siguiente si te parece.
—Perfecto —aceptó Madison—. ¿Por qué no vienen aquí y les prepararé el desayuno? Eso si no les molesta trabajar en la cocina.
—Si sigues cocinando así, me negaré a reunirme en cualquier otro lado. —Simon se puso de pie, y rodeó los hombros de su esposa con el brazo—. Mañana a las diez enviaré un chofer por si quieres que te lleven a la ciudad. Él podrá responder todas tus preguntas sobre Aidinovia y sobre la vida en el palacio. Cualquier cosa que necesites, pídesela.
Mientras acompañaba a sus amigos a la puerta, Madison apenas podía resistir la urgencia de pellizcarse para ver si todo eso era real. No era que no extrañase Texas. Extrañaba. Era una chica de Amarillo por donde se la mirase. El Sunrise Cafe and Catering Co., que tenía junto con Mackenzie, era la parte más importante de su vida, y lo extrañaba. Pero la oportunidad de recaudar fondos para la fundación de alfabetización a cargo de la familia de Simon era algo demasiado bueno para dejarlo pasar. El hecho de que disfrutaría de un poco de vida de realeza durante un par de semanas mientras estaba en Aidinovia era la frutilla del postre.
image-placeholderEl sol matutino aún no estaba en todo su esplendor cuando Su Alteza Real, el príncipe José Luis de Santa Rosa, se acercó a la colina que llevaba al palacio. Aminoró el ritmo desde un trote hasta una caminata al llegar a la cuesta. No fue el agotamiento lo que lo hizo reducir el paso. De hecho, se sentía más animado que nunca a medida que su respiración recuperaba el ritmo normal. Sabía, sin lugar a dudas, que se debía a la novedad de correr al aire libre, en medio de un paisaje tan hermoso. Ciertamente, era mil veces mejor que su rutina de las cuatro de la madrugada en la caminadora cuando estaba en su casa. Sintió un repentino torrente de gratitud por que Eduardo y Emilio le hubiesen insistido para que se tomara un descanso del trabajo y fuera a visitarlos.
A mitad de la subida, se detuvo. Con las manos sobre las caderas, cerró los ojos, volvió el rostro hacia el sol, e inspiró hondo. Un suspiro de satisfacción escapó de sus labios. Aunque aún era temprano, Luis sabía que era poco probable que ese día pudiera mejorar.
—Ah, hola —saludó alguien.Sobresaltado, Luis abrió los ojos y posó la mirada en la silueta de una mujer con ojos tan azules como el cielo en un perfecto día de