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Auschwitz y el vendedor de corbatas
Auschwitz y el vendedor de corbatas
Auschwitz y el vendedor de corbatas
Libro electrónico384 páginas4 horas

Auschwitz y el vendedor de corbatas

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Información de este libro electrónico

Un campo de concentración y el fin de la guerra en Polonia. Una familia que busca salir del infierno, pero antes de partir, el antisemitismo se cobra la vida de la madre. "Auschwitz y el vendedor de corbatas" se desarrolla en el país que los acoge, la Argentina y cuenta la historia de Marcelo que atribulado por sus vivencias de la infancia arrastra como una sombra la ausencia de su madre y el dolor que su padre trata de ocultar trabajando compulsivamente en su pequeña fábrica textil.

Marcelo busca alejarse del padre y consigue trabajo en la empresa de un amigo que se dedica a la venta de corbatas de seda, El trabajo no le da ninguna satisfacción, pero encuentra una especie de felicidad escribiendo una novela.

Sus angustias se entrelazan con los vaivenes de la historia política argentina durante la dictadura militar, más precisamente durante la guerra de las Malvinas.

Es que la empresa donde trabaja Marcelo consigue un récord de ventas en abril de 1982, el mismo mes en el que se libran las batallas de esa guerra. En el lejano Atlántico Sur, morían chicos sin entrenamiento militar y en Buenos Aires, ellos festejaban en un restaurante de lujo, las corbatas de seda vendidas. Es en ese contexto, que Marcelo dirime su propia guerra.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 oct 2021
ISBN9789198700756
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    Auschwitz y el vendedor de corbatas - Goldberg Mauricio

    A-corbatas-tapa.jpg

    Colección Latinoamérica

    Auschwitz y el vendedor de corbatas

    Mauricio Goldberg

    Editorial Saturn

    ISBN: 978-91-987007-5-6

    2021 © Saturn Förlag, Estocolmo

    2021 © Diseño de cubierta y preimpresión: Startmedia

    E.bok EPUB

    https://www.saturnforlag.se

    https://www.editorialsaturn.com

    [email protected]

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares.

    ¿Qué importa adónde vamos? Vamos adonde no nos maten Liuba.

    Pedro Orgambide

    Hacer la América. El viaje.

    "Escucha el silencio, decía Margarita al maestro, al tiempo que la arena crujía bajo sus pies descalzos. Escúchalo y disfruta de lo que

    no has tenido en vida: el sosiego".

    Mijail Bulgákov

    El maestro y Margarita.

    A mi amigo Juan Carlos (B) Dorfman

    por el sostén mutuo desde siempre.

    CAPÍTULO I

    Introducción

    Episodio 1

    Oficina. La clave es llamar

    Marcó el número y mientras esperaba que atendieran comenzó a buscar otro cliente en la lista para llamar, usando el segundo aparato.

    —Estudio Suárez Pardo, buenos días…

    —Buenos días señorita, ¿puedo hablar con el doctor Fuentes...?

    —El doctor no se encuentra… ¿de parte de quién?

    —Horacio Insua. ¿A qué hora lo puedo encontrar?

    —No debe tardar mucho. En realidad, ya tiene gente esperándolo…

    —¿Por qué motivo lo busca?, así anoto su llamada…

    —Es personal.

    —¿Quiere dejarme sus datos?, de esa manera podemos devolver el llamado...

    —No, le agradezco, estoy casi todo el tiempo en la calle. Yo me vuelvo a comunicar. Gracias.

    Cortó sin darle tiempo a insistir. Pulsó las teclas del teléfono y escuchó tono de ocupado. Colgó molesto. Anotó en la columna y levantó el tubo del teléfono gris.

    —Con el señor Maldonado por favor.

    —Buenos días. ¿Quién lo busca?

    —Buenos días señorita. Julio Soler. Hablé ayer con él y me pidió que lo llamara hoy de nuevo...

    —¿Usted lo llama por una consulta?

    —Es de parte de Rafael Salem, ya se lo adelanté al señor Maldonado.

    —A ver, un momentito por favor...

    La musiquita de fondo, una melodía de Mozart que los japoneses habían convertido en tortura oriental repetida hasta el hartazgo. Evocó juguetes de su hija cuando era bebita. La mayoría de los colgantes repetían esa secuencia. Miró por la ventana. El cielo azul sin nubes. Enfrente seguían con persianas bajas. Quienes trabajaban afuera ya se habían ido. Aquellos con horarios inmunes a las nueve horas habituales continuaban durmiendo.

    —¿Señor Soler?

    —Qué tal señor Maldonado, ¡¿cómo le va?!

    Su tono pasó de la formalidad al entusiasmo. Sin que Marcelo se diera cuenta una sonrisa le iluminó los rasgos.

    —Después que nos comunicamos volví a hablar con el señor Salem porque deseaba recomendarme algunos amigos más y cuando le mencioné nuestra charla se puso muy contento. Insistió en que usted es una persona muy elegante. Y pensé entonces –si le parece– mañana a esta hora puedo visitarlo. Incluso entraron algunos modelos nuevos de corbata con diseños Hermés y Gucci que completan aún más la colección…

    —A la mañana tengo gente citada y no quiero atenderlo a las corridas...

    Marcelo apretó el puño de su mano libre. El pez había picado. Esa cita era un hecho.

    —… ¿Y por la tarde entonces, así podemos estar con tiempo? Digamos quince horas. ¿Lo ubico en la oficina?

    —¿A ver?, si perfecto. Es probable que llegue un poco antes.

    —¿Me da su dirección exacta señor Maldonado?

    —Sí, cómo no. Anote…

    Escribió los datos y se despidió cordial. Al lado puso un ocho, el cliente llegaba recomendado por alguien que había hecho una compra de cuatro corbatas y mostró en todo momento interés. Venta casi segura.

    Se apoyó contra el respaldo de la silla y miró satisfecho las paredes vacías del cuarto. Para Resnik –el dueño– la decoración ahí era un gasto superfluo y no imaginaba nada útil fuera del escritorio y un par de asientos.

    —Si acá no recibimos clientes, ni a nadie de afuera...

    El lugar que Resnik ocupaba era otro cantar. Y entonces los sillones, la mesita ratona, los cuadros. Al resto de oficinas les correspondían muros desnudos.

    Ni siquiera la de Stein, gerente de Fratelli Ponte, mostraba otra cosa que una pizarra donde asentar las citas del día. El jefe de ventas ocupaba otra habitación contigua igual de espartana. Allí recibía a los vendedores.

    ...para concentrarnos mejor en lo que no vemos…, pensó Marcelo y después de suspirar, descolgó el tubo.

    —Con el señor Garrido por favor.

    —¿Quién lo busca?

    —Rafael Gainza señorita…

    —¿Por qué tema lo busca señor Gainza?’.

    —Personal señorita, lo llamo de parte del señor Salem.

    —Entiendo. Ya le paso…

    Esperó dibujando estrellitas en el margen de la hoja. Este Salem había resultado un muy buen cliente. La gente referida tenía vínculo directo con él y parecía influyente. De inmediato aceptaban la comunicación. Una vez más se dijo que a través del cable telefónico podía llegar a cualquier sitio. Con la debida recomendación todas las puertas, hasta las más encumbradas, terminaban abriéndose.

    —Hola, ¿quién habla?

    —¿Señor Garrido?

    —Soy yo….

    —Qué tal, ¿cómo le va? Lo llamo de parte del señor Salem. Rafael Salem…

    —Ah, sí. Dígame nomás….

    —¿Le adelantó mi llamado?, según él era probable pero quizás le faltó tiempo. Le cuento. Yo soy el corbatero del señor Salem. Lo visité ayer con motivo de la nueva colección privada de corbatería de seda natural italiana y cuando ya había elegido unas cuantas le pedí la gentileza de algunos amigos capaces de apreciar este producto exclusivo...

    —…Y no me diga que le dio mi nombre, si aquél me carga siempre por la ropa. Según él soy un anticuado…

    —Para nada. Es más, insistió en darme sus datos…

    —Es un caradura ese Rafael…

    —Sin embargo se lo veía muy convencido. ¿Qué le parece una visita mañana a esta hora…digamos a las once…si le resulta cómodo…?

    —Y bueno, vengasé. Después veo cómo se las hago pagar a Salem las corbatas pero conociéndolo… ese atorrante se las arregla para hacerme gastar plata a mí siempre. ¿Tiene la dirección?

    Anotó satisfecho y se respaldó mirando otra vez la fachada del edificio. Buena mañana. Si todo continuaba así podría irse antes. Durante las últimas horas logró darle forma a varias ideas para darle más credibilidad a esa novela que intentaba escribir.

    Escuchó ruido de llaves y en forma automática tomó el teléfono. Cuando la puerta se abrió dando paso a la figura enjuta del gerente acompañado por un muchacho desconocido ya estaba con una comunicación iniciada. Los vio adelantarse hasta enfrentarlo.

    Stein hizo un gesto para que continuara hablando y señaló a su lado. Otro llamador para entrenar pensó Marcelo.

    —El escribano Ludueña por favor...

    —…Horacio Gainza señorita…

    —Es personal, lo llamo de parte del señor Salem, Rafael Salem.

    —Sí, espero, por supuesto.

    Los observó mientras se acomodaban y procuró seguir calmo. La sonrisa de Stein siempre tenía, para Marcelo, un resabio de burla.

    ...mirá a lo que te dedicás cuando podrías estar ocupando otro lugar con empleados a tus órdenes y ganando diez veces más….

    —¿¡Qué tal escribano?! Trató de sonar entusiasta.

    —¿Le avisó el señor Salem de mi llamado? Le cuento, yo soy el corbatero del señor Salem y ayer, una vez elegidas varias de estas corbatas de seda natural italiana...

    —¿Ah, está ocupado ahora? Sí por supuesto puedo llamarlo en otro momento. Es que… ah, sí, ¿cómo no? Le reitero el llamado cuando no esté con tantos asuntos pendientes. Ningún problema y le agradezco igual. Muchas gracias.

    —¿Qué pasó?

    El tono de Stein parecía neutro.

    —Se atajó enseguida cuando vio que no era por una escritura o algo relacionado con su laburo. Según imagino, éste ya no me recibirá la llamada. Le debe estar indicando a la secretaria que me puentee la próxima vez...

    —Por ahí no insististe suficiente con quien lo recomendaba. Cuando se retoban de movida buscá adobarlo por el lado de su vínculo con el referente. Insistirle hasta… ¿Cómo se llamaba ese tipo?

    —Salem...

    —Ah, compró cuatro corbatas. Ahí se huele guita Marcelo. Cada amigo conseguido es oro...

    —Sí, ya hice dos citas de esa lista.

    —Bueno, aprovechala al mango...

    Después de unos segundos de silencio apoyó la mano sobre el hombro del muchacho a su lado.

    —Te presento a Elbio Passoni. Creo que puede ser buen llamador. Ya le expliqué un poco e hice llamadas usando el material viejo de recomendados. ¿Te digo algo?, siempre siguen dando resultados esas listas…

    Calló para subrayar sus palabras y luego retomó la charla.

    ––…pretendo que se forme a tu lado durante la jornada de hoy y entonces mañana puede largarse solo. Tenemos una línea vacante hace rato en el tercer piso. Ayer Pérez Luengo incorporó un vendedor nuevo asi que precisamos aumentar la cantidad de citas, amén de la calidad, como siempre. Giró en dirección al novato y sonrió persuasivo.

    —Marcelo es uno de nuestros mejores llamadores. Aprendé que no tiene desperdicio. Preguntale cuanto quieras. Igual te voy a hacer escuchar a los demás pero acá empezás en serio…

    —Bueno, los dejo. Marcelo hay novedades importantes. Está casi resuelto y sólo faltan detalles. Empezamos a trabajar en pareja llamadores con vendedores así la gente siente mayor compromiso con la cita que arma o visita.

    —Pereyra es un vendedor ideal para hacerte de compañero. Y Zelaya puede ser otro integrante de tu equipo.

    —La semana próxima empezamos de esa forma. Estoy seguro que aumentaremos bastante las ventas...

    —¿Estás usando el otro teléfono? Atento. Es un privilegio darte dos líneas a vos solo…no la desperdicies. Terminás haciendo casi las mismas citas que los demás obtienen con una sola línea…

    —Bueno, ponete las pilas. Y vos, escuchá y aprendé. Es fácil…vas a ver.

    ...o sea; cualquier idiota puede hacer este trabajo, se dijo Marcelo mientras veía alejarse a Stein en dirección a la puerta y sonreírles antes de cerrar.

    Tragó una saliva amarga y volvió a enfrentar la mirada inquieta del muchacho.

    —No le des bola, vos hacé tu laburo y cuando te habla poné cara de circunstancias. Si no, te podés joder la vida intentando que se quede contento.

    Buscó en su hoja y empezó a marcar los números luego de oír el tono. Sonrió cuando una voz masculina atendió del otro lado.

    —Con el señor Dacil por favor...

    —¿Hablo con él? Ah, ¿cómo le va?

    Guiñó un ojo en dirección al compañero y por un momento olvidó la contractura del cuello cuyo dolor empezara a sentir poco después que Stein entrara.

    ****

    Episodio 2

    Historia.

    La vida de los seres humanos es el resultado de innumerables casualidades y por lo general, transitan sus años sobre este planeta sin descubrir ni orden ni sentido a ese azar que los tutela. Sin embargo, a veces la Historia, así, con mayúscula, interviene en forma manifiesta y es difícil no darse cuenta, por más empecinado que sea el esfuerzo para ignorar ciertos hechos.

    Y la forma cuyo camino suele adoptar la gente como manera de comprensión es con números, los cuales pueden entender, porque –criaturas endebles– necesitan códigos que luego desarrollarán, en un intento por ordenar imprevistos. Imaginándose de alguna manera, capaces de cambiar, repetir y manejar a su antojo esas situaciones.

    El cruce de Marcelo con la Historia tiene dos fechas principales. 26 de julio de 1945 y el 2 de abril de 1982. Acontecimientos ocurridos en continentes separados por un océano y casi 37 años de su vida y la del mundo en general.

    El 2 de agosto de 1945 estalló en Cracovia, antigua capital de Polonia un pogrom, una persecución aterradora y brutal que buscaba –otra vez más– hacer culpables a los judíos…sobrevivientes.

    La guerra tenía poco tiempo de terminada en su zona, sin embargo los polacos insistían en adjudicar a los judíos el origen de todos esos inevitables males, aplastando como nunca a un país empobrecido y devastado.

    Marcelo nació 6 días antes del pogrom que asoló Cracovia, en un hospital donde las fuerzas victoriosas –soviéticas por una cuestión de cercanía– intentaban poner cierto orden.

    Su padre venía de Majdanek. Había sido confinado por los alemanes en ese campo de concentración después de arrasar el pequeño pueblo donde habitara desde pequeño, cercano a la frontera con Ucrania.

    La madre cayó prisionera de los alemanes al descubrirse el escondite dentro del bosque, gracias a cuya espesura, había pasado a salvo gran parte de la guerra.

    Y aunque fue encerrada dentro del mismo laguer, recién se conocieron cuando los rusos liberaron el campo a mediados de 1944.

    Volvieron a convertirse en seres humanos a medida que comían y sanaban. Otra vez tejieron proyectos y tuvieron esperanzas. Algunas vanas como luego se comprobaría. Entre ellas la de armar una vida dentro de los confines polacos.

    Cracovia era una ciudad donde habían vivido judíos desde cientos de años antes. Y el ejército bolchevique continuaba avanzando en esa dirección.

    Ambos venían de pequeños shtetl¹. La ciudad grande seguramente ofrecería más oportunidades.

    Cuando supieron que la madre estaba embarazada, emprendieron la marcha. Los transportes eran escasos y funcionaban de manera errática. Y querían tener al bebé en un sitio donde imaginaban posible encontrar amparo.

    Sin embargo la Historia parecía seguir ensañándose con ellos. A pesar de conseguir una cama dentro del hospital que los rusos gestionaban donde antes funcionara el sanatorio judío de la ciudad, las noticias no eran alentadoras.

    El odio a los judíos seguía latiendo igual de poderoso en las venas polacas y la destrucción del país, necesitaba otra vez del antiguo chivo expiatorio.

    Finalmente Marcelo nació. El padre pudo llorar silencioso mirando a su mujer mientras lo amamantaba.

    Las palabras de quienes organizaban a los refugiados para escaparse del inminente estallido, tenían eco en su mente.

    —Deben irse cuanto antes. Italia ofrece mejores opciones.

    Aceptaron ese contacto con las fuerzas clandestinas judías. Les permitiría llegar hasta un campamento de las Naciones Unidas al norte de Italia. Viajar en tren con un bebé recién nacido no era tarea sencilla pero los rumores funestos los decidieron.

    Y la otra fecha para dar marco al relato es el 2 de abril de 1982, fecha durante la cual un general argentino que encabezaba el gobierno, como presidente no elegido, declaró la guerra al imperio británico.

    Ese mismo militar, días antes había dado orden de despejar y reprimir una manifestación por mejores salarios y condiciones laborales menos estrictas en Plaza de Mayo.

    El país conmocionado respondió a la arenga nacionalista y desbordó ese mismo lugar del cual fuera echada. La multitud aplaudió eufórica imaginando una gesta para cerrar años de colonialismo y dependencia.

    La gente donaba joyas, dinero, comida y su propio tiempo si hacía falta. El país comenzaba una vigilia, donde todo lo demás permanecía en suspenso, atentos al hundimiento de naves, a los raides aéreos y a las muertes de propios y ajenos.

    Fue exactamente durante esa fecha cuando la empresa donde Marcelo trabajaba desde seis meses antes, festejó el récord de ventas. Habían logrado el objetivo puesto por su dueño: 3000 corbatas de seda natural vendidas a lo largo de marzo.

    Y así resultó que mientras la mayoría de los hogares permanecían atentos a radios y televisores, a noticias cuyo esmero desorientaba empalagando con una retórica triunfalista, los empleados de corbatas Fratelli Ponte ocuparon un reservado de Clarks con paredes enteladas en brocatos rojos, platos servidos sobre individuales espejados y bebieron Navarro Correas pagados por la empresa.

    Algunos, entre ellos los familiares de esos jóvenes cuyo destino empezaba a jugarse en el sur, sentían angustia, pero muchos escuchaban sólo aquello que pretendían oír.

    Y Resnik –dueño y fundador– levantó sonriente la copa de vino y otra vez le oyeron contar cuán feliz lo hacía pagar las suculentas comisiones que ese número de ventas indicaba.

    Y todos rieron contentos mientras comían la entrada y hacían chistes clásicos de vendedores y miraban irónicos a la secretaria, única mujer entre tantos varones.

    Cuando Marcelo alzó la vista mientras sostenía su copa, los vio reflejados en el techo. Esa situación tenía algo procaz, de boudoir decadente y se preguntó el sentido de su presencia allí.

    No se animó a cuestionarse acerca de la vida en general –era un sambenito cuya luz solía aparecer como un letrero de neón, cuando abría los ojos cada mañana–.

    Este relato intenta explicar cómo llegó a estar rodeado de vendedores y demás empleados entusiastas, cuyas risas celebraban chistes de doble sentido y seguían fanfarroneando de sus respectivas hazañas, mientras ordenaban platos carísimos en esa sala de uno de los restaurantes más lujosos de Buenos Aires.

    Amén –claro– de comprender lo que vino después.

    ******

    Episodio 3

    Un Vendedor y la Magia del Ensueño

    Béskin miró el edificio y corroboró la numeración. Era ahí. Entró al vestíbulo y siguió de largo, atento a no mostrarse dubitativo frente al portero, quien acomodaba sobres y pequeñas encomiendas de correo sobre una mesa de madera clara.

    Llamó el ascensor y subió sin mirar atrás. Procuró ocultar el peso de su valija. Con traje y camisa al tono, parecía un empleado jerárquico de visita por algún motivo de negocios. Salió al pasillo y enfrentó una puerta vidriada con el logo de la empresa donde trabajaba su cliente. Era una petrolera o por lo menos vinculada al tema de los combustibles.

    —Hola, buenas tardes…

    —Buenas tardes, busco al señor Freijedo.

    La chicharra zumbó opaca. Béskin empujó el picaporte y sonrió procurando parecer desenvuelto. La secretaria habló con tono neutro, mientras digitaba los números del interno.

    —¿Quién lo busca?

    —Gainza, Federico Gainza.

    —¿Lo esperaba?

    —Sí, hablé ayer y combinamos este horario.

    La escuchó sin cambiar de posición. Había pasado por el depósito antes de ir. Quería tener una buena cantidad de corbatas. Según Pérez Luengo –jefe de ventas– el cliente aceptó muy bien la visita y venía recomendado por amistades con mucha plata. Igual, todo eso no disminuía el peso. Pensó en apoyar la valija pero a modo de cábala decidió esperar su respuesta.

    —¿Señor Gainza?

    Giró hasta enfrentar la figura de quien preguntara por él. Alta y con pelo rubio corto, otra secretaria señalaba un pasillo por donde acababa de llegar.

    —El señor Freijedo lo va a atender enseguida. Sucede que volvió tarde del almuerzo y tuvo unas consultas del exterior y ahora se reunió con varios colegas para comentarles esos llamados, pero me aseguró liberarse de inmediato para atenderlo…por favor tome asiento.

    Flanqueando el escritorio de la empleada unos silloncitos de cuero le permitían verla a ella y al frente otros edificios con oficinas y gente en mangas de camisa atendiendo sus rutinas.

    La mujer retomó una tarea interrumpida por la llegada de Béskin. Pasaba a máquina varias anotaciones y por momentos consultaba dos carpetas ordenadas al lado de la cajonera central. Atendió nuevas demandas telefónicas y respondió escueta.

    De a ratos observaba a Ernesto y en una ocasión al cruzarse las miradas, le sonrió mientras se encogía de hombros por esa demora inesperada.

    Un timbre en el receptor hizo que descolgara el tubo para responder.

    —Si...ahí voy. Le llevo los papeles de Pluscarga y Transpetrol...

    Luego habló en dirección a Béskin.

    —Le ruega ser paciente...

    Se alzó después de abrochar varias hojas en las cuales había estado trabajando y se alejó por otro corredor. Llevaba zapatos de taco y una pollera azul.

    Volvió con paso firme. Ya sentada empezó a escribir de inmediato. Ernesto se dio cuenta que no lo había mirado ni dicho nada en relación al jefe.

    De nuevo sonó el receptor. Béskin vio que los rasgos de la secretaria se endurecían y una mancha rosada se extendía desde el cuello hasta la oreja izquierda. La observó alejarse otra vez, con otras hojas que separó de un estante. Cuando regresó no las tenía en la mano.

    —No se ponen de acuerdo, por eso está demorado. Las comunicaciones desde afuera siempre los ponen nerviosos y entonces empiezan a pedir de todo…incluso cosas todavía a medio resolver.

    Bufó irritada y procuró concentrarse otra vez en su escritura. El rubor se había extendido.

    —Disculpe, si no me equivoco se le irritó la piel de su cara…

    —Ah, ¿ya me apareció?... es el stress. Cuando empiezan a presionarme mi rostro se incendia…’.

    Rió procurando restar importancia al comentario.

    —Igual usted no se preocupe, cada vez que fui le recordé su presencia…

    Ernesto se arrellanó después de sonreírle cortés. La cita siguiente no era muy importante y según las indicaciones que le pasaran, era bastante elástica en cuanto al tiempo, entonces podía esperar sin inquietarse demasiado.

    Miró su agenda pero en realidad observaba de manera disimulada a la secretaria. Tenía ojos oscuramente verdes. Los labios apretados indicaban fastidio.

    Béskin estudió unos ventanales de la construcción vecina.

    El sonido del intercomunicador indicó otra llamada del jefe. La vio atender con gesto fatigado.

    —Pero no lo tengo yo. Debe estar con los papeles de la reunión donde usted fue con la gente del sector financiero. De eso no manejé nada, porque iban a pasármelo cuando tuvieran un preacuerdo con el cual…Sí, estoy segura.

    —Ya revisé dos veces. Nunca tuve nada acá y tampoco lo guardé sin mirarlo. Jamás me lo entregaron. Seguro señor Freijedo. ¿Llamo a la gente de finanzas para…?.

    —No, no para echarles la culpa, si no…De acuerdo. No, no estoy ni nerviosa, ni enojada. Pero no sé ya cómo explicarle…esta situación no es nueva, ya ocurrió otras veces… señor Freijedo, ¿hola?...

    La vio colgar el tubo y suspirar molesta. Reanudó su tarea tecleando rígida hasta que de pronto inclinó la cabeza para hundirla entre sus manos, intentando vanamente esconder los sollozos.

    Ernesto se acercó silencioso al escritorio. Estuvo observándola callado mientras ella levantaba el rostro sin ocultar las lágrimas. Le alcanzó un pañuelo y ella balbuceó unas palabras que no se entendieron.

    Béskin consiguió que lo tomara. Después de sonarse la nariz, lo miró mientras se encogía de hombros.

    Soy peor que una adolescente, lloro cuando me hostigan injustamente. Puedo aceptar cualquier cosa menos ser acusada de algo indebido...

    —No le importa si tengo siempre las cosas listas y resueltas, no se acuerda de las jornadas hasta cualquier hora y de cuántas situaciones le resuelvo. Basta que algo no salga de acuerdo a su deseo y ya me atribuye olvidos, retardos y…

    Ernesto le acarició la mejilla. Ella lo miró y esbozó una sonrisa agradecida.

    Me supondrás inmadura,

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