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La ciudad de la euforia: Una hipótesis de la mafia
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Libro electrónico341 páginas4 horas

La ciudad de la euforia: Una hipótesis de la mafia

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Una hipótesis de la mafia.

Circulaba hace unos años un chiste que decía que la corrupción era como la paella, que se hacía en todas partes, pero en ningún sitio como en Valencia. Y así era. Escándalos ha habido en todo el país y casos más graves que los de la Comunidad Valenciana, también. Sin embargo lo que aquí ocurría tenía ingredientes irresistibles, unos protagonistas difícilmente explicables y una tímida respuesta social que nunca se acabó de entender. Ningún caso, por escandaloso que fuera, parecía afectar directamente al día a día de los ciudadanos, más bien al contrario. La percepción en la calle, alimentada por los medios, era que la fórmula nos beneficiaba a todos. La Justicia avanzaba muy lenta mientras el PP corría en Ferrari. En tiempos de bonanza económica, su apuesta generaba riqueza, puestos de trabajo, crecimiento, liderazgo e incluso, qué narices, mucha envidia. El dinero no era de nadie y la ganancia era de todos. Que la realidad estuviera podrida tras el telón poco importaba. Es realmente complicado ver lo que te rodea cuando te ciegan las luces de neón. Es imposible discutir con la boca llena de canapés de caviar. «La fiesta en Valencia no se acaba nunca», presumió en una ocasión un alto cargo del partido. Él también acabó procesado. Esta es la historia real del alcalde que contaba billetes en los asientos de su coche, del pijo adicto al dinero que desapareció del mapa para renacer convertido en un hippie anacoreta, del tuerto, el chatarrero y su gorila, la Perla y el conejo, de aquel gerente que gastó millones en sensuales «traductoras» rumanas, el empresario que se fugó a Moldavia o del constructor que corría en trikini por los pasillos de un hotel de Andorra con unas gafas de esquí: eslabones de una especie de cadena trófica en la que todos aceptaron nutrirse de los desechos de los demás. Unos se sentaron en la mesa del gran banquete y otros solo rebañaron el plato; todos parasitaron el sistema, pero ninguno abrió el pico porque si uno hablaba, ya saben, todos salían perdiendo.

Un relato fascinante de los diferentes niveles de corrupción en Valencia.

LO QUE PIENSA LA CRITICA

"El libro ‘La ciudad de la euforia’, del periodista Rodrigo Terrasa, recorre los escándalos de la trayectoria de políticos como Eduardo Zaplana, Carlos Fabra, Francisco Camps o Rita Barberá" - El Pais

"Un libro imprescindible para entender este país. Está brillantemente escrito, reúne gran cantidad de detalles y no le faltan el humor y la ironía. Tampoco falta el nombre o la historia de ningún político o empresario corrupto en Valencia. - Anna, Goodreads

SOBRE EL AUTOR

Rodrigo Terrasa Gras (Valencia, 1978) iba para número uno del draft en la NBA o estrella del rock, pero lo sacrificó todo por el periodismo. Empezó de becario en SuperDeporte y acabó fichando en 2001 por El Mundo para escribir sobre baloncesto... y golf. Ha firmado crónicas de vela, de mítines, noches electorales y juicios por corrupción. En 2007 empezó a trabajar en la edición digital del periódico y en 2015 se trasladó a la redacción de El Mundo en Madrid para escribir sobre política. En la actualidad es reportero de Papel, la revista diaria del periódico.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 oct 2021
ISBN9788417678876
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    La ciudad de la euforia - Rodrigo Terrasa Gras

    Portada_Laciudaddelaeuforia.jpg

    Rodrigo Terrasa

    LA CIUDAD

    DE LA EUFORIA

    Una hipótesis de la mafia

    primera edición:

    octubre de 2021

    © Rodrigo Terrasa Gras, 2021

    © Libros del K.O., S.L.L., 2021

    Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

    28020 - Madrid

    isbn

    : 978-84-17678-87-6

    código ibic

    :

    jpz

    diseño de portada:

    Artur Galocha

    maquetación:

    María OʼShea

    corrección:

    Melina Grinberg y Zaida Gómez

    A Carolina & Max

    A partir de mañana por la noche otra cosa que nos vamos a poner como un mandamiento, eso va a ser nuestro credo, es no hablar por teléfono de ciertas cosas, porque están las cosas como el puto culo de escuchas y de hostias, y pinchar un móvil a cualquiera de nosotros vale 2000 euros; vamos a llevar un teléfono que solo vamos a usar con una clave, o vamos a organizarnos. A partir de mañana se acabó ya el hablar por teléfono con nadie, pero cuando digo con nadie es con nadie.

    Álvaro Pérez, el Bigotes

    [Conversación telefónica intervenida por la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía Nacional el 21 de enero de 2009].

    nota:

    Este libro fue enviado a imprenta en septiembre de 2021, la situación procesal de sus protagonistas puede haber cambiado desde entonces.

    PREÁMBULO

    Las cantimploras de Rosita

    Rosita Amores tenía unas tetas gigantescas y sobre ellas construyó toda su carrera. Hasta hace no mucho había en el casco antiguo de Valencia, cubriendo la fachada de un viejo edificio en ruinas, un mural enorme en el que aparecía ella fotografiada. Rosita posa cubierta solo con una bata casi transparente, un vestido granate apretado y unas borlas como de cortina colgando de cada teta para taparle los pezones. Tiene el pelo rubio platino cardado, de misa de domingo, los ojos pintados de color azul, los brazos abiertos en cruz, desplegando la bata como una superheroína, y hace equilibrios sobre una paella enorme a modo de ovni, como si Rosita fuera una extraterrestre. Que posiblemente lo sea. La paella de la foto es real. Decora una rotonda en la CV-149, en el acceso sur a Benicàssim, y tiene cinco metros y medio de diámetro. Con ella se cocinaron 12 560 raciones de fideuà en 1994 y una tortilla descomunal en 1997.

    La estampa es tan kitsch que retrata a la perfección a un personaje que parece sacado de una película de Fellini o de una viñeta de Ibáñez. Es una mezcla de casi todo. Rosita Amores es la gran vedette valenciana. Empezó bailando danza española cuando apenas tenía once años y le ofrecieron dos pesetas más si, además de bailar, cantaba. Así que ella cantó. Luego, un duro más si modernizaba sus bailes y enseñaba las piernas. Así que ella las enseñó. De joven actuaba por todos los pueblos de la Comunidad Valenciana y los hombres hacían cola a la salida de sus espectáculos para tocarle las tetas a cambio de unas pocas perras más.

    Durante el franquismo, triunfó en el Teatro Alcázar de Valencia, un escenario mítico en los bajos del número 17 de la calle General Sanmartín que los cronistas de la época llamaban «la puerta del infierno» y que fue demolido en los años noventa tras agonizar como cine X. Había otra sala famosa llamada City Bar que acabó convertida en sucursal bancaria, que debe ser el último eslabón de la depravación. Rosita desafiaba allí dentro a la censura del régimen en los sesenta haciendo vibrar sus pechos como dos flanes desproporcionados. Ponía de rodillas a los caballeros delante de ella y les hundía la cara en su escote, contaba chistes verdes y cantaba letras cargadas de doble sentido junto a las plumas del Titi, el artista más carismático de la revista local.

    Dicen que El Molino de Barcelona se llenaba cada vez que ella actuaba allí y que, en los años más duros de la dictadura, la vedette escondió en su camerino a políticos, empresarios, deportistas e incluso a sacerdotes que huían de la represión. En su libro Gracias por la propina

    ¹

    , Ferran Torrent contaba que la única protesta contra el franquismo que recordaba haber vivido de niño ocurrió cuando el capellán de su pueblo decidió suspender la actuación que cada año, con motivo de las fiestas patronales, protagonizaba Rosita Amores. Tan sonada fue que la Iglesia acabó claudicando después de que la Guardia Civil interviniera para controlar a los vecinos que gritaban enloquecidos: «Volem vore pèl»

    ²

    .

    En los años ochenta, la vedette se casó en un puerto de Yugoslavia con un marinero italiano llamado Giovani que había sido cocinero en un barco mercante y juntos abrieron un restaurante en la playa de Cullera llamado El Italiano. Planeó entonces abandonar los escenarios y operarse para reducir el tamaño de sus pechos, lo que debía ser para ella como para un boxeador colgar los guantes. No hizo ninguna de las dos cosas. El actor Joan Monleón, otro de esos personajes que solo suceden en Valencia, la recuperó para el espectáculo. Rosita hizo cine y televisión, rodó con Berlanga y con Vicente Escrivá y se convirtió en un rostro habitual en Canal 9.

    Tan popular era que acudió invitada por todos los presidentes autonómicos a la recepción oficial del 9 d’Octubre, que se celebra cada año con motivo del Día de la Comunidad Valenciana en el Palau de la Generalitat. Nunca disimuló su proximidad al Partido Popular. Rosita Amores tiene todos esos elementos que tanto atraen a la derecha valenciana, pícara pero beata, enseñaba las tetas pero escondía en la maleta una estampita de la Virgen de la Soledad de Nules. Irreverente y tradicional como un ninot de falla. Siempre excesiva.

    En 1999, cuando Eduardo Zaplana presentó su candidatura para revalidar el Gobierno de la Generalitat en el imponente Palacio de Congresos diseñado por Norman Foster, Rosita Amores estaba sentada en las primeras filas junto al humorista Arévalo —sí, el de los chistes de mariquitas y gangosos— y la presentadora María Abradelo, entonces estrella indiscutible de la televisión autonómica valenciana. Zaplana sacó mayoría absoluta aquel año. En los tiempos de dominio incontestable del PP valenciano, Rosita se dejaba ver por los mítines de Francisco Camps y de Rita Barberá en la plaza de toros de Valencia y actuaba como telonera en los actos electorales del partido en distintos municipios de la Comunidad.

    En las elecciones generales de 2008, Esteban González Pons se presentó como cabeza de lista del PP por Valencia y en la web de su campaña abrió un apartado que se llamaba Conóceme en el que también aparecía un vídeo de Rosita Amores piropeándole: «Si jo fora més jove, no t’escaparies, Esteban»

    ³

    .

    Cuando los teatros ya no tenían sitio para una señora mayor que hacía brincar sus «cantimploras» —así las llamaba ella—, Rosita se refugió en las verbenas de los pueblos y en las residencias de ancianos, donde animaba a los mismos clientes que años atrás le colaban billetes por el canalillo en el Alcázar y ahora suficiente tenían con no cagarse encima.

    Su nombre desapareció de la prensa valenciana hasta el verano de 2014. Ese año, el juez José Ceres cerró la instrucción de la quinta pieza del llamado caso Gürtel con el procesamiento de veintiún ex altos cargos del gobierno de Camps y una advertencia sobre el uso irregular que se había hecho de la caja fija de la Generalitat, un instrumento con el que en teoría se realizaban pagos diarios de pequeña cantidad para no bloquear el funcionamiento ordinario de la administración, es decir para comprar material de oficina o pagar un taxi si hacía falta.

    Aparecieron alrededor de 220 cuentas de esa caja fija en los distintos departamentos de la Generalitat y el gasto anual se elevaba a unos 40 millones de euros anuales. Tras ese mecanismo, se escondían gastos menores para beneficio personal y contratos fragmentados para sortear el concurso público. Fue un revuelo menor entre tanto escándalo a cinco columnas.

    La Conselleria de Medio Ambiente, por ejemplo, se había gastado por esa vía más de 817 euros en una sola factura de un horno, comprando tortillas y empanadillas de pisto y atún, y centenares de miles de euros en taxis, justificados con facturas sobredimensionadas que reflejaban recorridos de apenas cinco kilómetros con un coste de más de 70 euros. La documentación que se destapó en 2014 reflejaba desde el gasto de 947 euros en figuritas de Navidad encargadas a las monjas Carmelitas a 1180 euros en horchata pasando por comidas en restaurantes de Valencia, noches de hotel, pedidos de marisco y solomillo a domicilio o listas de la compra que incluían huevos Kinder, pechugas de pollo, sushi o ñoras, un pimiento seco que se utiliza sobre todo en Murcia y Alicante para condimentar el arroz. La prensa llamó a todo aquello el ÑoraGate.

    Entre toda esa montaña de facturas ocultas al control público y gastos grotescos que destapó la investigación del caso Gürtel aparecieron varios pagos de 726 euros de los fondos de la Dirección General de Dependencia y Mayores de la Conselleria de Bienestar Social. Ninguno de ellos pasó por la ley de contratos. En el apartado de beneficiaria aparecía un nombre: doña Rosa Amores Valls, más conocida como Rosita Amores

    .

    ¹ Torrente, F., Gracias por la propina, Alba Editorial, 1996.

    ² «Queremos ver pelo».

    ³ «Si yo fuera más joven, no te escaparías, Esteban».

    ⁴ La información la destapó El Mundo el 28 de julio de 2014: «La vedette Rosita Amores cobra 726 euros de la caja fija del Consell por cada bolo en centros de ancianos».

    CAPÍTULO CERO

    La hipótesis de la mafia

    Declaración de Francisco Correa Sánchez (

    fc

    )

    Tribunal Superior de Justicia de Madrid - Sala de lo Civil y Penal

    Diligencias Previas 1/ 2009

    Transcripción del archivo

    H 090430113248HJX002J_0009_09_PPN

    Declarante: Francisco

    correa sánchez

    Magistrado-Juez (

    m

    ): Se le imputan los delitos de blanqueo, delito fiscal, falsedad, cohecho, asociación ilícita y tráfico de influencias. Usted ya había comparecido a declarar con anterioridad.

    Francisco Correa (

    fc

    ): Sí.

    m

    : Comparece como imputado, y le va a realizar preguntas la representando del Ministerio Fiscal, su abogado y yo en alguna medida, en función de cómo se desarrolle el acto.

    Ministerio Fiscal (

    mf

    ): Con la venia, Señoría. ¿Usted es el propietario de las Sociedades Kintamani, Osiris y Caroki?

    fc

    : No.

    mf

    : ¿De Special Events, Easy Concept, Good and Better? ¿De alguna de ellas?

    fc

    : Como propietario definitivo, no.

    mf

    : ¿Y de otra forma?

    fc

    : Creo que tengo alguna pequeña participación.

    mf

    : ¿En cuál de ellas y a cuánto asciende?

    fc

    : Pues no lo sé porque esos temas los llevaba Ramón Blanco, los llevaba Ramón, porque son sociedades creadas con otras sociedades fuera de España y la verdad, sinceramente, yo no tengo el dato.

    mf

    : ¿Qué sociedades fuera de España?

    fc

    : Es que sinceramente el dato no lo tengo yo. Ramón lo tiene perfectamente.

    mf

    : ¿Y usted participaba en esas sociedades que estaban establecidas fuera de España?

    fc

    : No.

    […]

    mf

    : ¿Intervino usted en la constitución de las sociedades y en la aportación de capital?

    fc

    : No.

    mf

    : ¿Y por qué le dieron entonces la participación?

    fc

    : ¿En la gestión?

    mf

    : No, la participación. Usted dice que tenía una pequeña participación.

    fc

    : […] Para remontarnos a entender todo esto habría que haber iniciado un poco antes toda esta historia.

    mf

    : Pues si quiere contarme cómo se inicia todo esto…

    El críalo es un pájaro pequeño, con la cola muy larga y el pico negruzco, muy parecido al cuco. Al igual que el cuco, el críalo deja sus huevos en los nidos de otros pájaros para que los demás se hagan cargo de ellos. Sin embargo el críalo tiene una particularidad, si deposita sus huevos en el nido de una urraca, por ejemplo, y la urraca los detecta y los destruye, el críalo vuelve y acaba con todas las crías de la urraca. Así que la urraca acaba entendiendo, por las buenas o por las malas, que o acepta al parásito o ella tampoco se reproducirá. Entiende, en definitiva, que o cierra el pico o todos saldrán perdiendo.

    Hablamos aquí del críalo, sin tener la menor idea de ornitología, porque su comportamiento ayuda a explicar el de los personajes de esta historia, eslabones de una especie de cadena trófica en la que todos aceptaron nutrirse de los desechos de los demás. Unos se sentaron en la mesa del gran banquete y otros solo rebañaron el plato; todos parasitaron el sistema, pero ninguno abrió la boca porque si uno hablaba, ya saben, todos salían perdiendo.

    Los científicos españoles que estudiaron los modos del críalo desarrollaron una teoría para explicar la conducta del animal. La llamaron «la hipótesis de la mafia»

    .

    La historia de la que vamos a hablar, la de nuestros particulares críalos, se inicia mucho antes de la declaración del empresario Francisco Correa, detenido la noche del viernes 6 de febrero de 2009 en Madrid. Él fue quien dio nombre al célebre caso Gürtel («correa», en alemán) y quien señaló el principio del fin. También es mucho más grave que los pagos en negro a Rosita Amores que se conocieron cinco años después, aunque el caso de la vedette de las tetas gigantescas ilustra hasta dónde caló la perversión en la Comunidad Valenciana y cómo se tejió la red clientelar que sostuvo en el poder al Partido Popular durante dos décadas, amarrada por una serie de estrafalarios parásitos imposibles de concebir fuera de este entorno.

    En su libro Tierra de saqueo

    , el periodista Sergi Castillo estimaba que la factura del despilfarro en la Comunidad Valenciana llegó a superar los 12 500 millones de euros, solo 1000 euros menos que todo el presupuesto de la Generalitat en el año 2013. Por aquel entonces, los juzgados valencianos tramitaban ya más de 140 causas de corrupción distintas con una larga nómina de políticos en activo imputados. No solo en Valencia. 43 en Orihuela, 17 en Ibi, 11 en Nules, 7 en Torrevieja… La avalancha de casos fue tal que la gente llegó a saturarse y perdió la capacidad de sorpresa pese a que detrás de cada escándalo iban apareciendo en escena actores secundarios que resultarían increíbles en una novela de ficción.

    Esta es la historia real del alcalde que contaba billetes en los asientos de su Ferrari, del pijo adicto al dinero que desapareció del mapa para renacer convertido en un hippie anacoreta, del tuerto, el chatarrero y su gorila, la Perla y el conejo, de aquel gerente que gastó millones en sensuales «traductoras» rumanas, el empresario que se fugó a Moldavia o del constructor que corría en trikini por los pasillos de un hotel de Andorra con unas gafas de esquí. La mayor parte de ellos se han ido entrecruzando en este universo desde hace más de treinta años, alimentándose unos de los detritus de los otros.

    Nadie abrió el pico.

    Si alguien abre la boca, debieron pensar todos, que sea solo para engullir otro canapé.

    Estamos en abril del año 2007. Día 15. Y los canapés esta noche son de tortilla líquida y caviar de melón. Bienvenidos a la nueva Valencia.

    Casi todos nuestros protagonistas se han dado cita en el Mercado Central, uno de los mayores centros de Europa especializados en la venta diaria de productos frescos y uno de los ejemplos más brillantes de la arquitectura modernista de la ciudad. El techo tiene dos cúpulas de hierro, cristal y cerámica, la más alta a treinta metros de altura, coronadas en el exterior por dos veletas. En la zona de pescadería hay una veleta con un pez espada, y sobre la cúpula central, una cotorra que sobrevuela una corona real. La leyenda cuenta que esa cotorra se chivaba de todos los chismorreos, anécdotas y reuniones clandestinas que se producían en la plaza del mercado desde que se convirtió en centro comercial de la huerta valenciana.

    Aquella noche de 2007, la cotorra no daría abasto. Es el año de la Copa América, la mayor competición de vela en todo el mundo, la más exclusiva. La Fórmula Uno del mar, decían. El más grande de los grandes eventos a los que todo lo había fiado el Partido Popular antes de que la economía mundial implosionara apenas unos meses después. Durante cuatro años, cientos de regatistas de todo el mundo se mudaron con sus familias a Valencia, la ciudad remodeló su puerto para abrirse por primera vez al mar tras décadas viviendo de espaldas a la playa, todas las firmas de lujo abrieron sus sucursales en el centro, los hoteles no tenían habitaciones libres, todos desayunábamos café en cápsulas cuando no había ni una sola cafetera de cápsulas en España y hasta el más cutre de los bares se recicló para jubilar los platos combinados y cobrarte el doble por un tartar de atún malo y sofisticadas creaciones minimalistas con garabatos de vinagre balsámico.

    Había tantas fiestas privadas que se agotaron los esmóquines en Valencia y los periodistas que no teníamos uno propio acabamos organizando viajes a tiendas de disfraces de Castellón para poder alquilarlos. La ciudad, por fin, estaba en el mapa. El sueño de Francisco Camps y de Rita Barberá se había hecho realidad.

    Esa noche, la alcaldesa llegó al Mercado Central cogida del brazo del multimillonario Patrizio Bertelli, director ejecutivo de Prada y marido de la diseñadora Miuccia Prada. La firma de ropa italiana, que daba nombre a uno de los barcos en competición, había alquilado el mercado de Valencia para celebrar una de sus fiestas más exclusivas. Durante días, el edificio permaneció cerrado al público para que la misma empresa que viste las tiendas de Prada en Estados Unidos transformara su interior. Los tradicionales puestos de salazones, de naranjas o de garrofons

    se convirtieron en delicados stands de perfumes, bolsos y zapatos de tacón cuidadosamente colocados entre lechugas y garbanzos. Había obras de arte colgando de las paredes de ladrillo visto y cerámica, y donde se ponían las pescateras o te pesaban cuarto y mitad de pollo cualquier martes había ahora unos puestos de comida rápida cocinada por Paco Roncero y por el equipo de El Bulli, de Ferran Adrià.

    El día de la fiesta prohibieron la entrada al mercado a los fotógrafos y a las cámaras de televisión porque dentro estaban Demi Moore y Ashton Kutcher, la actriz Chloë Sevigny, media lista de Forbes y toda el faranduleo español que había desfilado durante años por el plató de Tómbola, Pocholo incluido. También empresarios, deportistas, artistas de la ciudad y políticos de todas las siglas. Cuando los periodistas que sí estábamos invitados subíamos las escaleras que daban acceso al mercado, justo enfrente de la Lonja, los reporteros de los programas del corazón nos preguntaban a gritos desde la puerta qué diseñador nos vestía, como si todos estuviéramos nominados a los Oscar esa noche, el día que todos fuimos celebrities. Mi novia respondió que a ella la vestía Zara.

    En la acera de enfrente, detrás de una larga fila de vallas y un fuerte cordón de seguridad, esperaban cientos de vecinos haciendo fotos y vídeos con el teléfono móvil, chillando cada vez que asomaba algún famoso e intentando adivinar por algún agujero algo de lo que pasaba dentro de su mercado. La mejor definición de aquella estampa la dio años después el socialista Manolo Mata, concejal de Valencia entre 1989 y 1995. «Aquella fiesta resumía a la perfección el mandato del PP. La gente veía desde fuera la alfombra roja, los vips… Era todo delirante, pero la gente estaba contenta. Era el orgullo de ver cómo alguien se lo pasa bien con tu dinero».

    El plan había funcionado y esa noche, como buenos críalos, todos participamos del brindis.

    Tras el brillo de las lentejuelas, los flashes de las cámaras de fotos y los fuegos artificiales, se escondía ya toda la maquinaria de un sistema de corrupción perfectamente engrasado que a nadie parecía preocupar. Una de las grandes virtudes del Partido Popular valenciano había sido detectar en los años noventa, mucho tiempo antes de aquella fiesta, el sentimiento de agravio que empezaba a calar en la sociedad. Sobre todo en Valencia, una ciudad atrapada en el complejo del hermano mediano, ni tan grande como para gozar de los privilegios que tenían las grandes capitales ni tan pequeña como para recibir los mimos de las ciudades más desfavorecidas. A mitad de camino entre casi todo, entre dos lenguas, entre el campo y la ciudad, entre la huerta y los rascacielos.

    Ese desprecio ajeno combinado con cierto pasotismo genético, esto que en valenciano llamamos meninfotisme porque sudapollismo sonaba peor, alcanzó su tormenta perfecta a partir de 1992. Es el año de la Expo de Sevilla, de los Juegos Olímpicos de Barcelona, de la capitalidad europea de Madrid, el año en el que a Valencia, atrapada en el peor cliché de la llamada ruta del bakalao, le negaron incluso la autovía que debía unir la ciudad con la capital de España porque el socialista José Bono se oponía a que la carretera cruzara el entorno natural de las Hoces del río Cabriel. «No es necesaria desde el punto de vista socioeconómico», dijo el presidente castellano-manchego. De aquella época es una expresión que aparecía hasta pintarrajeada en las paredes de la ciudad: «España 92 - Valencia 0». Y es entonces cuando se planta la semilla que el Partido Popular regó sin cerrar jamás el grifo.

    El PP ya había logrado fagocitar todo el voto regionalista que algún día representó Unión Valenciana y había edificado todo su discurso en oposición a Madrid o a Barcelona, según quién se alojara en la Moncloa, agitando los instintos más básicos de una población sedienta de atención, explotando el victimismo y el anticatalanismo sin pudor. Tras la crisis económica del 93, que anticipaba la caída en toda España de un PSOE hundido ya hasta el cuello en el fango de la corrupción, el PP fue tomando posiciones como en una partida de Risk. Rita Barberá se hizo con el Ayuntamiento de Valencia en 1991, pese a la victoria de los socialistas, pactando con Unión Valenciana. Eduardo Zaplana llegaría a la Generalitat cuatro años después también de la mano de los regionalistas.

    Cuando España salió de la recesión, los populares ya controlaban todos los puestos de mando y pudieron colgarse todas las medallas de la recuperación económica en la Comunidad sin oposición alguna porque el Partido Socialista suficiente tenía con gestionar sus miserias y porque casi nadie en la calle, menos aún en la prensa, se molestaba en preguntarse sobre qué cimientos se estaba levantando ese nuevo y próspero modelo valenciano que se exhibía como ejemplo desde Madrid.

    Al fin y al cabo, el caso valenciano era solo la versión más disparatada de un engranaje que se reproducía en buena parte del país. La corrupción que ha sufrido España durante las últimas décadas surgió sobre todo en esa maraña en la que se mezcla la financiación irregular de los partidos, el negocio inmobiliario y la especulación urbanística, el desarrollo de infraestructuras y los grandes eventos. Y en ningún sitio todo encajó con tanta armonía como en la Comunidad Valenciana.

    Circulaba un chiste que decía que la corrupción era como la paella,

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