Los crímenes de la iglesia franquista
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Los crímenes de la iglesia franquista - Julián Fernández Cruz
Prólogo
¿Cuál es la verdadera situación de la religión en la España de Franco? ¿Hay, realmente, en sus territorios, una renovación religiosa? El catolicismo ¿se vive allí con más intensidad y pureza que en siglos pasados?
No hay en el mundo ningún católico culto que no se plantee, con creciente angustia, estas cuestiones.
Cuando estalló la guerra en España, muchos pensaron que solo el renacimiento del catolicismo en la España rebelde podría compensar suficientemente todos los horrores.
Del seno de la España destruida, exangüe y rota, surgirá, quizá (se pensaba) una religión, tan pura y ferviente, que será como la realización del reino de Dios sobre la Tierra. Solo, en el supuesto de esta realización, podría tener sentido el entusiasmo con que los católicos se han sumado a la rebelión.
¿Subsiste esta esperanza, tras quince meses de guerra? Circulan por el mundo muchos documentos que las dos facciones enfrentadas se cuidan de difundir abundantemente. No intentaremos aquí favorecer la propaganda de ninguna parte, sino conocer la pura y simple verdad, a fin de separar —si aún estamos a tiempo— el catolicismo de adhesiones políticas y guerreras que, en definitiva, no sirven más que para comprometerlo.
La verdad no puede ser impuesta desde fuera por ninguna voluntad. La verdad surge de los hechos y se impone por sí misma. Por eso, en este libro serán expuestos sucintamente una serie de hechos sin comentarios, a fin de que el lector pueda oír su voz y conducirle a la verdad. Si la verdad que le descubren estos hechos no le acomoda, no dude de ellos, pues su rigurosa autenticidad no puede ser cuestionada por nadie. Que ponga a prueba, todavía más y mejor, el valor de sus convicciones y nos ayude a acabar con la mitificación inmensa, que será perjudicial para el futuro del mismo catolicismo en la desgraciada España.
José Antonio Carrasco Pacheco
Introducción
La malévola labor de zapa de la Iglesia española para derribar a la II República, se inició el mismo día de su proclamación, aquel ilusionante 14 de abril de 1931. A partir de esa fecha empiezan a detectar los nuevos gobernantes republicanos preocupantes fugas de capitales.
Dinero, joyas, patrimonio histórico y objetos de valor, de particulares e instituciones religiosas salían por la frontera de forma vertiginosa, poniendo en peligro nuestra estabilidad financiera con la consiguiente depreciación de la peseta. Prueba de la alta tensión que se vivía es el artículo del diario de derechas El Debate, el 21 de abril: «El gobierno ha dado al Nuncio la seguridad de que la República no será hostil a la Iglesia, si la Iglesia no es hostil a la República». «Pero no nos hagamos ilusiones. La República proclamada en España tiene carácter izquierdista y anticlerical». Y el Nuncio apostólico remite el 24 de abril, viernes, una circular a los metropolitanos diciéndoles «de parte del secretario de Estado Vaticano, recomiende a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles de su diócesis que respeten los poderes constituidos…». Vana «recomendación» que ocultaba una taimada intención, de encontrada voluntad. Pues lo que se espera del natural proceder de la ciudadanía, en todo el mundo, es el respeto a los poderes legal y democráticamente constituidos, siendo un delito su inobservancia.
Por esas mismas fechas, el Arzobispo de Toledo, Cardenal Segura, da los últimos toques a una larga pastoral que verá la luz el 1º de mayo. Documento en línea con la común estrategia de una bien estudiada conspiración en toda regla dirigida con eficacia contra la línea de flotación de la República. Que producirá gran conmoción, irritación popular, e impulsará —como convenía a los secretos fines de la jerarquía eclesiástica— la quema de iglesias en Madrid y otras capitales, el 10 de mayo. Acción que tanto desprestigió a la República como, en sentido inverso, benefició el «victimismo» de la Iglesia española.
Por ejemplo, en Alicante, desde el colegio de los Maristas, dos frailes dispararon con armas largas, desde las ventanas, contra una manifestación pacífica que pasaba por aquella calle, causando la muerte de un joven y un trabajador. Claro está, tras esto, los manifestantes se introdujeron violentamente en el establecimiento para aprehender a los asesinos, que huyeron.
También, en Madrid, desde unos campanarios, dispararon francotiradores contra manifestantes, causando algunos heridos. Los dos frailes alicantinos se escondieron en Barcelona, pero identificados por la policía fueron detenidos, según noticias de prensa.
La Iglesia ya no abandonará esta bien orquestada espiral política, pérfida y sinuosa, provocativa y violenta, de acoso y derribo contra la República, hasta llegar al fatídico 17 de julio del 36, en que arrojará su careta, tomando parte activa y decisiva en el golpe de Estado que ensangrentó a España por mil interminables días. La cúpula eclesiástica española, alentada por el Vaticano, estuvo fraguando y negociando con los golpistas hasta los más mínimos detalles de esta bélica aventura que, ante todo, debía restaurar la Monarquía derribada, restituyendo a la Iglesia todos sus privilegios.
Así, el izado de Sevilla de la bandera monárquica, el 15 de agosto del 36, que el Arzobispo de la bética ciudad, Llundain, saludó al estilo fascista, fue una puesta en escena ya pactada en las reuniones previas al golpe. Ni dudó, ni olvidó la Iglesia que su postura desencadenaría la persecución de los religiosos de la zona leal, que serían naturalmente considerados e identificados por el pueblo republicano como fuerzas subversivas.
Pero el descontado sacrificio de esos religiosos y religiosas serían la carne de cañón que la Iglesia precisaba exhibir por el mundo para mejor manipular voluntades y conciencias, y justificar su adhesión militante a las fuerzas rebeldes, auxiliadas por el nazi-fascismo internacional y las mehalas marroquíes. Sarracenos, que ya no serán el eterno enemigo a batir por la Iglesia en sus cruzadas, sino el necesario y oportunista amigo a utilizar en su sangrienta aventura.
Vuelta la justicia del revés, ya tendría ocasión la Iglesia de vengar, con creces, tal persecución por ella provocada (¡!¿?). Y, conforme avanzaban los rebeldes, en las poblaciones ocupadas y, sobre todo, al advenimiento de la victoria, vengarían, con inaudita violencia, la persecución religiosa con la persecución política, más injusta, cruel y sanguinaria, que se dilató en el tiempo tanto como la dictadura, controlando al pueblo desde los confesionarios como avanzadas comisarías de policía y los sacerdotes como eficaces sabuesos de la temidas policía secretas social. El gran genocidio español del siglo XX aún sin juzgar.
Tampoco debe olvidarse que si el pueblo republicano quemó iglesias, el daño que los rebeldes causaron con sus indiscriminados bombardeos a indefensas poblaciones civiles de primera línea o de retaguardia, a las iglesias y demás patrimonio religioso, obras de arte de incalculable valor histórico, irremisiblemente perdidas, fueron infinitamente más importantes, sensibles y cuantificables. También, la vergonzante Iglesia calla la sacrílega actitud de los moros, sus socios en la rebelión, que acostumbraban, como burla de la religión cristiana, orinar en las pilas bautismales de las iglesias de los pueblos que ocupaban. Hechos de especial ocurrencia en el País Vasco.
Pero, si mayoritariamente, la Iglesia estuvo con y sostuvo a los golpistas, con sus curas trabucaires, tanto en primera línea de fuego como el las asesinas depuraciones de la retaguardia, hay que rendir justicia y tributo de admiración a algunos jerarcas de la Iglesia y un número no pequeño de curas y monjas, sobre todo en el País Vasco y Cataluña, pero también en Galicia y otras regiones, que no olvidando su labor pastoral, se mantuvieron, incluso arriesgaron sus vidas a manos de los rebeldes, rechazando la criminal aventura de éstos.
Como veremos con detalle en este libro, muchos curas vascos fueron fusilados por los golpistas y otros muchos más tuvieron que exiliarse. Los Arzobispos de Tarragona, Vidal y Barraquer, y de Vitoria, Mateo Múgica, negaron su apoyo a Franco siendo expulsados de España con el beneplácito del Papa fascista, Pío XII.
El libro que ahora ponemos en manos del lector es el diario de un cura vasco, refugiado en Francia, en 1937, tras la caída y ocupación del País Vasco por las fuerzas rebeldes. Y sus vivencias, de espantosa realidad, son una denuncia al mundo de las crueldades de las tropas fascistas cometidas contra religiosos afines a una sola doctrina, la de Dios.
Aquel relato, publicado en francés, considerado perdido, tuvimos la suerte, tras una larga tarea de investigación, de encontrarlo poniendo a disposición del lector la primera edición en España, recuperando unos testimonios históricos esenciales, poco o nada conocidos, en un momento crucial de nuestra Historia. La comunidad vasca, en especial territorio de gente noble y de recia estirpe, de sentimiento religioso tan profundo como sincero, padeció con dureza el odio y furor de los rebeldes, siendo la desproporción de este castigo crimen de la Humanidad.
La causa que motivó tal persecución, que nunca acertaron a comprender, exculpar ni perdonar los golpistas, fue ésta: ¿Cómo gente tan católica podía no sumarse a su causa y defender con tanta firmeza como decisión un gobierno laico y republicano?
Con la humana sinceridad de su carácter, de sus convicciones religiosas y su apego a la justicia, el noble pueblo vasco amenazaba desmontar las sinrazones y el desarme ideológico con que la inquisitorial y ultramontana Iglesia española pretendía justificar y presentar ante el mundo su Cruzada. De ahí el odio y la vengativa especial represión que muchos religiosos vivieron bajo el franquismo, y la especial calificación que hasta la muerte del dictador mantuvo: «Sacerdotes traidores». Que lejos de ser una ofensa, es histórico aval de la fe de esos religiosos. En resumen, un libro que se podrá compartir o no, comentar o discutir, pero que sin duda a nadie dejará indiferente.
José Antonio Carrasco Pacheco
Capítulo Primero
La actitud del Episcopado
Un Cardenal guerrero
Nadie, entre el clan de los militares, creyó, al principio de la sublevación, que la Guerra Civil sería tan larga y cruel como está siendo. Les sorprendió la maravillosa energía con la que el pueblo español, desde el primer momento, defendió su libertad. Sobre todo, el heroísmo con que Madrid supo resistir todos los ataques, les desconcertó por completo. Para los sublevados quedó claro que, o encontraban nuevos aliados, o fracasarían sin remisión.
Fue entonces cuando vinieron en su ayuda tanto Alemania como Italia, con moderno y copioso envío de material y hombres y, también, el Cardenal Gomá con su bella teoría del cristianismo belicoso y la guerra santa.
Desde Francia, en el exilio todos los hermanos sabíamos del comunicado de la Santa Sede remitido al Cardenal Gomá y al poco supimos lo que pensaba sobre la mediación, y a ese pensamiento atuvo su conducta Gomá en mayo de 1937, y así seguía pensando en octubre de 1938. Que la Santa Sede no se engañase, decía él, poner fin a la Guerra Civil por medio de una mediación era algo ineficaz y contraproducente.
La guerra solo podía terminar con la «eliminación para el régimen futuro de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada». Todos nuestros hermanos religiosos en el exilio llegamos a ponerle varios apodos acorde con sus pensamientos y la manera con la que mantuvo el Cardenal su conducta en los meses postreros de la guerra y en los primeros años de posguerra.
Esta idea la expuso el Cardenal Gomá, por primera vez, en un folleto titulado «El caso de España», el 23 de noviembre del 36, que no se publicó hasta el 4 de diciembre siguiente, es decir, justo un mes después de iniciarse el sitio de Madrid. De dicha publicación extraemos los párrafos siguientes:
«Esta guerra tan cruel es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, es la guerra de un concepto de vida y realidad social, contra otro. Es la guerra que ha declarado el espíritu cristiano español contra el otro espíritu —si se le puede llamar espíritu—, que intenta fundir a toda la Humanidad, desde las más altas cimas del pensamiento a las pequeñeces de la vida cotidiana, en la moral del materialismo marxista».
«España se encontraba casi en el fondo del abismo. Se la ha querido salvar por la fuerza de la espada. Quizá no quedaba otro remedio». «...este movimiento recoge el aspecto religioso, manifiesto en los campamentos de nuestras milicias, adoptando piadosas insignias que enarbolan los combatientes como, también, en la explosión de fe que