Reto bicentenario: Una mirada a las fracturas que limitan el desarrollo del Perú tras la pandemia
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Para ello, el autor entrevistó a 11 especialistas que analizan los problemas estructurales del Perú de hoy desde dos ejes transversales (política económica e innovación), y a partir de sus grandes retos económicos (informalidad, trabajo y mercado laboral, pobreza y desarrollo rural, e inclusión financiera), sectoriales (salud y educación), y políticos y sociales (desarrollo urbano y ciudadanía, lucha anticorrupción, y brecha de género y equidad).
En este año del bicentenario, los desafíos para alcanzar el desarrollo del país en todos sus sectores son cada vez mayores. En respuesta, las 11 voces de las ciencias sociales congregadas en este libro contribuyen a unir las piezas para armar ese rompecabezas que llamamos Perú y así forjar el país en el que todos anhelamos vivir.
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Reto bicentenario - David Reyes Zamora
David Reyes Zamora
Es director de Semana Económica. Periodista de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y MBA de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile, con estudios de posgrado en marketing digital, data-driven marketing y finanzas. Publicó Revolución.pe: la transformación digital de once empresas en el Perú y Empresari@s vs. COVID-19: estrategias de liderazgo para rediseñar tu empresa con éxito (Conecta, 2018 y 2020, respectivamente). Fue speaker de TEDx Talks con la charla ¿Por qué el machismo impide ejercer la paternidad con plenitud?
y es socio fundador del proyecto Voceras.
ORCID: 0000-0002-8791-5638
A Juli, que este país mejor que soñamos sea para ti.
Agradecimientos
A mis colaboradores eficaces: Luz Fuertes, investigadora y transcriptora de las entrevistas —sin la que este libro no hubiese sido posible—, y Carlo Reátegui, tenaz primer editor de las mismas. A Claudia Gutiérrez, investigadora acuciosa del capítulo introductorio, y a Víctor Álvarez, historiador y profesor de la PUCP, por sus orientaciones sobre el siglo xix incluidas allí.
Una nueva reconstrucción: un nuevo país
¿Cuánto tarda un país en su reconstrucción económica? ¿Cuánto en generar igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos?
Hasta la llegada de la pandemia, el Perú llevaba 21 años de crecimiento económico sostenido, desde la recesión de 1998 —casi inevitable por el impacto de tres crisis financieras globales y un fenómeno de El Niño—, y un quinquenio más si omitimos esa pausa. Sin embargo, no había logrado un piso mínimo de condiciones sociales para los peruanos que les garantizara al menos una buena alimentación infantil, y el acceso a servicios de salud y educación de calidad a lo largo de sus vidas. El crecimiento de los primeros años —no cabe duda— fue una hazaña si consideramos la hiperinflación y la debacle económica que recibieron los técnicos del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y el Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), los cuales, a inicios de 1990, sentaron las bases de lo que el mundo y los inversionistas internacionales calificarían luego como un milagro
. Con las cifras en frío, es innegable la correlación de este crecimiento con la reducción de la pobreza y la desigualdad en las últimas tres décadas. Pero los números no son suficientes si los ciudadanos no los sienten en su día a día y, para una parte importante de los peruanos, la prosperidad fue falaz.
Las bases —sin las que ningún crecimiento hubiese sido posible— fueron claras: la libre competencia, la reducción al mínimo de la participación del Estado en la actividad económica —ejecutada a través de las privatizaciones de las grandes empresas estatales—, y un conjunto de reglas monetarias, fiscales y macroeconómicas que se cumplieron casi a rajatabla. Hoy, sin embargo, salvo los liberales más férreos, los economistas se preguntan si la mano invisible del mercado basta para el desarrollo y la construcción de un Perú que brinde bienestar a todos o a la mayoría de los peruanos. ¿Cuál es el significado de la democracia en un país con servicios que no alcanzan, y donde es tan difícil encontrar un empleo digno con protección social y un salario que permita a sus ciudadanos, por lo menos, vivir? ¿Qué hace que haya peruanos que parezcan condenados a ver pasar la prosperidad por la ventana? ¿Qué debemos cambiar? Sin duda, no coincidirán del todo con este libro —y con la mayoría de sus entrevistados— quienes creen que basta con el crecimiento económico y no hace falta un Estado fuerte en batallas que, en estas décadas de auge, claramente perdimos o —peor aún— nunca libramos.
Tampoco estarían de acuerdo quienes fundaron la República en 1821 bajo una corriente liberal que se anclaba en la propiedad privada y el libre comercio para contraponerse al viejo régimen de castas. Era lógico: la riqueza del nuevo país no podía provenir —como en la Colonia— de las herencias, los títulos y los abolengos. Así lo escribieron John Locke y Adam Smith —los padres del liberalismo filosófico y luego económico—, y lo adoptaron las Juntas de la Independencia, herederas rebeldes de la Constitución de Cádiz. El primer impulso económico del Perú se lograría a manos de una nueva burguesía que nació del comercio en la primera mitad del siglo xix y se consolidó gracias a la providencia del guano en la segunda mitad. Aquel auge económico —que, ¡oh sorpresa!, estaba asociado a los beneficios de un recurso natural— le permitió al presidente Ramón Castilla iniciar un proyecto de país de clases y sociedades estancas, cuyas divisiones, lamentablemente, persisten hasta la actualidad.
La Independencia abrió los mercados: ya no solo se podía negociar con la vieja metrópoli, España, sino también con Inglaterra, en ese entonces la primera potencia mundial. La idea de nación se cimentó en una base liberal, presente en sus cartas magnas, y sostenida también en la posesión de recursos naturales y la ampliación de las fronteras, que desataron guerras paralelas a las que reforzaron nuestra independencia. De la anarquía de las primeras décadas nos rescató el guano, que con sus ingentes recursos le otorgó estabilidad política al país: la burguesía se consolidó con los pagos de la deuda de guerra y la liberación de los esclavos —y la renta de las concesiones guaneras—, y le brindó legitimidad a un gobierno que le daba de comer. La infraestructura como representación del apogeo se reflejó en ferrocarriles y buques como hoy lo hace en líneas de tren y gasoductos. La comparación con el presente se cae de madura: si el boom del guano acabó en una guerra que destruyó sus ilusiones, ¿la pandemia es la guerra que le sigue al boom de los metales y acaba con los espejismos de su milagro
económico?
Hay una metáfora histórica y una verdad innegable: el milagro
de nuestros tiempos sufrió su revés más grande en la pandemia, con un 2020 que nos recordó el punto de partida de esta historia, a inicios de 1990. Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), ese año el producto bruto interno (PBI) cayó 11,12%, la cifra más baja desde 1989, al final del primer gobierno de Alan García (ver el gráfico n° 1). A pesar de que no hay un golpe de inflación —de la que nuestro institucional BCRP nos protege a cabalidad—, sí existe uno que remece las finanzas públicas, tan ordenadas en nuestros años de bonanza. Se cruzan dos factores: un considerable incremento del gasto público, por las medidas de ayuda monetaria a la población y la defensa ante la crisis, y una caída de la recaudación fiscal, natural en un entorno de cuarentenas y negocios paralizados por meses que actualmente viven en riesgo de quiebra, en una lenta recuperación o, en el mejor de los casos, en el punto exacto de equilibrio. Es el costo de lo que no hicimos: las reformas de segunda generación —laboral, tributaria, de salud y educación, y de reforma del Estado—, que quedaron inconclusas o nunca se iniciaron, y que eran claves para construir un país viable.
Gráfico N° 1 Crecimiento económico del Perú (en %)
Fuente: BCRP, s. f.
Si algo permitió el modelo, y su respeto irrestricto de un orden macroeconómico y fiscal, fue un levantamiento de capital sano para paliar la crisis a tasas competitivas para un contexto de pandemia global. Junto con el control de la inflación y la estabilidad monetaria, la capacidad de financiamiento le permitió al país —valga el oxímoron— una crisis estable, sin un quiebre de las arcas públicas ni un vaivén de precios para los trabajadores formales que lograron conservar sus empleos. El largo plazo de la deuda —que sorprende a los ciudadanos— es razonable si consideramos que responde a una emergencia sanitaria. Nada nos protegió tanto como el hecho de convertirnos en el país de la región con el menor riesgo crediticio —excepto Chile— antes de la llegada del COVID-19. Fue la mejor cosecha de la preservación de los fundamentos establecidos en los 90, que le permitieron al Perú aprovechar el boom de los metales y, entre 2002 y 2013, crecer a una tasa promedio del 6,1%, pese al impacto de la crisis financiera de 2009, en la que incluso evitó la recesión.
La crisis del COVID-19, sin embargo, atrapó al Perú en la parte baja de la ola, con un crecimiento que se había apaciguado en los últimos seis años, junto con la desaceleración de China y la consecuente reducción del precio del cobre, nuestro principal producto de exportación, del cual, a su vez, es su principal comprador. La desaceleración económica —evidencia de nuestra dependencia del metal— desalentó a un empresario acostumbrado a un ritmo del PBI cercano a los dos dígitos y alejó a un inversionista global optimista que ya veía al Perú con rostro de tigre asiático. El PBI cayó a un promedio del 3,1% en estos años, insuficiente para generar el empleo formal adicional que requiere la masa de jóvenes que anualmente se gradúa como profesional. Un año antes de la pandemia, en 2019, el enfriamiento del gasto público y del consumo privado condujo al Perú a su menor crecimiento de la última década.
En ese contexto, llegó la pandemia para recrudecer un problema que los economistas consideran estructural: la informalidad. Con el confinamiento drástico dictado en marzo, en el segundo trimestre de 2020, la economía se contrajo en el 30,2% (INEI, 2020), el peor resultado trimestral desde que se tiene registro del PBI. Era lógico: los trabajadores informales —siete de cada diez en el Perú (INEI, s. f.)— dejaron de producir y no encontraron una salida, víctimas de sus propios males: la baja productividad, el escaso acceso a la tecnología, y la dependencia del cash, del pago diario y de labores que demandan su presencia física. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que un millón y medio de peruanos perdió su trabajo, el triple de la cifra del mismo trimestre del año anterior, tras un desplome del empleo del 65%. Lo que ocurrió luego no fue del todo alentador: los nuevos desempleados empezaron a recolocarse en la segunda mitad del año con la reapertura gradual de la economía, pero principalmente como subempleados informales; es decir, con sueldos por debajo del mínimo y sin beneficios laborales ni protección social (ver el gráfico n° 2).
Gráfico N° 2 Evolución del empleo en Lima Metropolitana (var. % interanual)
Fuente: INEI, s. f.
El Perú llegaría al bicentenario con niveles del 80% de informalidad, un retroceso de 12 años, y con salarios 12% menores que los de la prepandemia, según Macroconsult (Semana Económica, 2020). El impacto ha sido perverso y en espiral, pues la propia informalidad conduce a estos resultados: el golpe de la pandemia —coinciden los expertos— no hubiese sido tan grande ni profundo si nuestra economía fuese formal. Es nuestra responsabilidad: ante la mayoritaria oposición a cualquier intento de flexibilización de la estabilidad laboral —de la que poquísimos peruanos gozan—, a lo largo de dos décadas, ningún