Varias obras de Baldomero Lillo VII
Por Baldomero Lillo
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Varias obras de Baldomero Lillo VII - Baldomero Lillo
Varias obras de Baldomero Lillo VII
Copyright © 1904, 2021 SAGA Egmont
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ISBN: 9788728027073
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Caza Mayor
En el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas de hojas secas y polvorosas.
En las sendas desnudas, abrasa la arena negra y gruesa, y entre los matojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos.
Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos. Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y conocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades. Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeó el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta de los pies.
Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como abanico indicaban un soberbio macho.
Sus ojos inquietos y vivaces que registraban cada hoja, cada tallo de hierba, descubrieron muy pronto el pico amarillo y la oscura cabeza asomando por la bifurcación de una rama. El cuerpo, del color de la hoja seca, se adivinaba más bien que se veía oculto entre la hojarasca. Apuntó con detención y tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.
Alegre y satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil, cuyo mohoso cañón de una longitud y calibre desmesurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel y de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la extremidad del vetusto instrumento hacía las veces de mira, trozo que había que renovar después de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo del anterior que le servía de base y muy a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil más mortífero que un simple perdigón. Con el uso el agujero se había agrandado y el grosor de la mira crecido en proporción. Al apuntar, la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se vería un elefante.
La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia dada a esta operación. Destapado el frasco de pólvora, vertía en la palma de la mano el polvo negro y lustroso y aproximando la boca del cañón vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca y rugosa. Atascaba con calma el manojo de hierba que servía de taco, y luego en el hueco de la mano contaba meticulosamente los Doce Pares, doce perdigones redondos y relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, y dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del