Dependencia: Todos con los cuidadores
Por Philips Maria
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Dependencia - Philips Maria
El lenguaje no verbal
Comencemos por la expresión de la cara. El rostro expresa las seis emociones fundamentales: miedo, rabia, desprecio, alegría, tristeza y sorpresa. Y hay tres zonas de la cara que representan estas emociones: la frente con las cejas, los ojos y la zona inferior de la cara.
La mirada. Mirar a los ojos o a la zona superior de la cara ayuda a establecer el contacto y dependiendo de cómo sean esas miradas se expresan las emociones: se considera más cercanas a las personas que miran más a su interlocutor, pero no si es de forma fija y dominante. Y mirar poco puede ser signo de timidez. La mirada acompaña a la conversación: si miramos cuando escuchamos animamos a la otra persona a comunicarse. En cambio, mirar a los ojos cuando hablamos convierte nuestro discurso en más convincente.
La sonrisa casi siempre denota cercanía, suaviza tensiones y facilita la comunicación. Pero si el gesto sonriente expresa ironía o escepticismo puede manifestar rechazo, indiferencia o incredulidad. La postura corporal. Los gestos del cuerpo expresan cómo se siente interiormente la persona según sea su manera de sentarse, de caminar… Se pueden trasmitir escepticismo (encogiéndose de hombros), agresividad (apretando los puños), indiferencia (sentándonos casi tumbados cuando alguien nos habla). La distancia física entre personas que se comunican también indica la proximidad emocional entre esos individuos. Dos cuerpos cercanos expresan proximidad afectiva. Volver la espalda o mirar hacia otro lado es una manifestación de rechazo o desagrado. Un cuerpo contraído expresa decaimiento y falta de confianza en uno mismo; y un cuerpo expandido, todo lo contrario.
La postura corporal. Los gestos del cuerpo expresan cómo se siente interiormente la persona según sea su manera de sentarse, de caminar… Se pueden trasmitir escepticismo (encogiéndose de hombros), agresividad (apretando los puños), indiferencia (sentándonos casi tumbados cuando alguien nos habla). La distancia física entre personas que se comunican también indica la proximidad emocional entre esos individuos. Dos cuerpos cercanos expresan proximidad afectiva. Volver la espalda o mirar hacia otro lado es una manifestación de rechazo o desagrado. Un cuerpo contraído expresa decaimiento y falta de confianza en uno mismo; y un cuerpo expandido, todo lo contrario.
Los gestos. Los que se producen con las manos y la cabeza acompañan y enfatizan lo que se comunica con la palabra o el silencio.
La voz acompaña, y más de lo que pensamos, a la palabra
Las mismas palabras con entonación diferente trasmiten sentimientos tan distintos como ironía, ira, excitación, sorpresa o desinterés. Un tono mortecino es señal de abatimiento o depresión. Una conversación que se mantiene siempre en el mismo tono resulta monótona y aburrida y suscita poco interés. Se hace oir más, comunica mejor, la persona que juega con las modulaciones de voz a lo largo de su charla. El tono, que tan poco cuidamos normalmente, es a veces tan importante como el propio contenido de nuestras palabras.
Un volumen alto de voz expresa seguridad y dominio de la situación, pero cuando se eleva demasiado puede suscitar rechazo y connotar agresividad. El volumen bajo, por su parte, puede sugerir estados de ánimo como debilidad o falta de confianza en uno mismo pero también confidencialidad y cercanía. La fluidez de la palabra y el ritmo. La utilización de repeticiones, muletillas, frases hechas y de relleno y los titubeos producen impresión de inseguridad, monotonía e incluso desconcierto en quien escucha.Todos estos elementos de conducta relacional son herramientas de nuestra forma de estar en sociedad, y, bien articulados, nos ayudan a relacionarnos de forma más eficiente. Las habilidades sociales son conductas aprendidas y, por tanto, podemos mejorarlas. Facilitan la relación con otras personas y nos ayudan a ser más nosotros mismos, reivindicando nuestros derechos y peculiaridades sin negar los derechos de los demás. Lo más positivo es que facilitan la comunicación y la resolución de problemas con otras personas.
El arte de convivir con los demás consiste en no quedarse corto y en no pasarse. Es un equilibrio entre ambos extremos, lo que se conoce como asertividad: ser nosotros mismos y resultar convincentes sin incomodar a los demás, al menos no más de lo imprescindible. La persona persuasiva, eficaz en su comunicación y que resulta agradable a sus interlocutores puede considerarse asertiva. Veamos lo que entendemos por quedarse corto y por pasarse.
Quedarse corto. Actitudes pasivas. Incapacidad para expresar con libertad lo que se siente, la propia opinión. Pedir disculpas constantemente. Es la falta de respeto hacia las propias necesidades. El individuo pasivo trata de evitar los conflictos, al precio que sea. Quien actúa así no hace comprender sus necesidades y termina sintiéndose marginada y mostrándose irritada por la carga de frustración acumulada. Tampoco para sus interlocutores es fácil la situación de adivinar qué desea el pasivo y termina por considerarlo como una persona molesta.
Pasarse. Son las conductas agresivas e inadecuadas, avasallar los derechos de los demás por la defensa de los propios. Estas conductas agresivas pueden incluir desconsideraciones hacia el otro, insultos, amenazas y humillaciones e incluso ataques físicos. Tampoco falta la ironía y el sarcasmo despectivo. Se tiende a la dominación, a negar al otro la capacidad de defenderse, de responder equitativamente. Las consecuencias, a largo plazo, siempre son negativas incluso para el agresor que se queda sin amigos por mucho que pueda haber ganado súbditos.
La conducta asertiva es la más hábil socialmente porque supone la expresión abierta de los sentimientos, deseos y derechos pero sin atacar a nadie. Expresa el respeto hacia uno mismo y hacia los demás. Pero aclaremos que ser asertivo no significa la ausencia de conflicto con otras personas, sino el saber gestionar los problemas cuando surgen.
Qué hacer para resultar más asertivos
Valorarnos suficientemente. Mantener y cultivar un buen concepto de uno mismo, identificando y remarcando nuestros valores y cualidades.
No enfadarnos gratuitamente o por nimiedades. Enfadados nos encontramos mal emocionalmente y, además, trasmitimos imagen de debilidad. Lo conveniente es recuperar la calma, contextualizar el problema, calmarse y expresar tranquilamente nuestra opinión.
Evitar las amenazas. Es más eficaz, para que nos tomen en serio y nos valoren, reflexionar sobre los pasos que vamos a dar para defender nuestras opiniones, posturas o derechos y luego enunciar los argumentos con corrección, pero no exenta de firmeza si la situación lo requiere.
No pidamos disculpas protocolariamente, hagámoslo sólo cuando sea necesario.
Nunca ignoremos a los demás. Escuchemos mostrando respeto por el otro e interés por lo que dice. No avasallemos, por mucha razón que creamos tener. Y permitamos que el otro tenga siempre una salida digna, no cerremos puertas al diálogo. Seamos, en fin, asertivos. Nadie necesita enemigos y a todos nos viene bien contar con gente que nos aprecie y respete y que se preste, en un momento dado, a defendernos o a colaborar con nosotros.
Admitamos nuestros errores y equivocaciones. Seremos más estimados y queridos.
Habilidades para conseguir el equilibrio personal
Habilidades elementales:
Escuchar al otro. Trabajar la capacidad de comprender lo que me están comunicando
Aprender a iniciar una conversación y a mantenerla
Aprender a formular preguntas
Saber dar las gracias
Presentarse correctamente ataviado
Saber presentarnos a otros y presentar a los demás
Saber hacer un cumplido, sin zalamerías y con afecto.
Habilidades avanzadas:
Aprender a pedir ayuda
Capacitarnos para dar y seguir instrucciones
Saber pedir disculpas
Aprender a convencer a los demás, a ser persuasivo.
Habilidades relacionadas con los sentimientos:
Conocer nuestros sentimientos y emociones y saber expresarlos
Comprender, valorar y respetar los sentimientos y emociones de los demás
Saber reaccionar ante el enfado del interlocutor y gestionar bien la situación
Resolver las situaciones de miedo.
Habilidades alternativas a la agresividad
Pedir permiso
Compartir cosas, sensaciones y sentimientos
Ayudar a los demás
Aprender a negociar, a consensuar, a llegar a acuerdos
Recurrir al autocontrol en las situaciones difíciles
Defender nuestros derechos cuando los veamos amenazados
Responder a las bromas cuando proceda
Rehuir las peleas, dialécticas y de las otras.
No hay domingos ni festivos. No hay descanso para quien ha asumido la responsabilidad del cuidado de un familiar en estado grave y crónico (ejemplos no faltan: sida, cáncer, Alzheimer, patologías psiquiátricas graves, ...) por mucho que haya momentos en que otras personas la sustituyan en esta absorbente tarea. La actividad se mantiene siempre presente en el pensamiento del cuidador, y puede acabar convirtiéndose en una obsesión. El principal problema afecta al paciente, pero también quienes los atienden día y noche sufren las consecuencias de una enfermedad grave o incurable. Es una situación que sobreviene y a la que la familia hará frente. Y, al final, el tiempo, las relaciones domésticas y sociales, el ocio, la emotividad personal y la vida entera del asistente, girarán en torno a las necesidades que plantea ese ese padre, madre, hermano o amigo que se han convertido en el centro de su rutina. El auxiliador, por mucho que se provea de abnegación, compasión humana y dedicación al enfermo, puede terminar sintiéndose asfixiado y atrapado por sentimientos difícilmente controlables. Entre ellos, la frustración de un esfuerzo aparentemente baldío: el enfermo no mejora o incluso su salud se deteriora.
La conciencia de que se recorre un camino sin retorno y la constatación de la desesperanza del paciente convierten a la situación en una travesía erizada de dificultades, y, en algunos casos, carente de estímulos. A este escenario emocional hay que añadirle el cansancio físico que supone la multiplicidad de papeles en que se desdobla el cuidador, para seguir atendiendo -además de los constantes requerimientos del enfermo- las tareas de su vida cotidiana.
Si al finalizar el día (nunca se sabe si el trabajo acabará a medianoche o si habrá que levantarse en plena madrugada) se le preguntara al asistente cómo se encuentra, la respuesta más probable será: cansada, muy cansada, prefiero no pensar, lo que me gustaría es dormir
(estas tareas, entre nosotros, normalmente la desempeñan las mujeres; de ahí, el femenino).
Cuando la situación se prolonga meses o años, o se hace impredecible su fin, puede generar desajustes y tensiones familiares. Es un panorama estresante, y conviene tanto no dejarse llevar por la emotividad que suscita el contacto permanente con el enfermo como no caer en una total dedicación, física y mental, al paciente.
El objetivo es doble: que no caiga el cuidador víctima de enfermedades o depresiones, y que mantenga sus fuerzas en equilibrio, cara a ser más eficaz en la atención al ser querido, que tanto requiere de nosotros en la última fase de su vida.
Una situación nueva y desconocida.
Lo primero es el realismo. No podemos partir del yo puedo con todo
, sea cual sea nuestro carácter o el esfuerzo y las horas a invertir. No nos creamos imprescindibles ni pensemos que sin nuestra colaboración el desenlace será inminente o en más dolorosas circunstancias. Ellos no saben hacerlo y le hacen daño
o conmigo está más tranquilo y se siente más seguro
o lo que él quiere es estar conmigo, porque se sabe más atendido
son planteamientos poco prácticos. El cuidador, con su dedicación exclusiva y absorbente, no conseguirá sino agotarse y frustrarse. No podrá impedir que haya momentos en los que el enfermo sufra o en los que incluso le tiranice. Además, esta postura radical causa sentimientos de culpabilidad, cuando el asistente tiene que recurrir a la ayuda de otras personas.
Tampoco debe caerse en el victimismo del no puedo más, si esto sigue así, me lleva a mí por delante, estoy destrozada de los nervios
, sin hacer nada por solucionar problemas que empiezan a hacer un daño serio al cuidador.
Seamos sinceros y realistas.
Permitámonos sentir el miedo a la muerte, pero no consintamos en que nos bloquee o paralice. La asunción de la muerte sirve para ayudarnos a ser cautos, responsables y amantes de nuestras vidas.
El enfermo nos recuerda cada minuto que la vida tiene un fin, y que es ineludible. Si aprendemos a convivir con nuestro miedo y hablamos de la muerte con naturalidad daremos salida a esa incomodidad que propicia tensión y rigidez a la hora de pasar nuestros días con enfermos crónicos graves.
Ante la tristeza, serenidad.
Instalarse en la negatividad, en la desesperanza, cuando se cuida a diario a uno de estos enfermos, es cosa fácil, casi natural. Lo apropiado es mirar con serenidad esa etapa, que tiene tres vertientes: la del propio cuidador, la de su familia y la de la persona a quien se ha decidido asistir. Para que nuestras fuerzas resulten eficaces y atendamos satisfactoriamente al enfermo, el ánimo del cuidador tiene que ser positivo, porque de él y de su serenidad a la hora de tomar las decisiones que se vayan planteando en la relación con el paciente, depende que nos sintamos en paz con nosotros mismos respecto al propósito adquirido: que la convivencia disfrute de un clima de comunicación.
Y que, dado lo irreversible de la enfermedad, tanta dedicación tenga su lado positivo: el estrechamiento de los lazos de solidaridad familiar. Y, por supuesto, que la ayuda al enfermo sea un auténtico acompañamiento en lo que se prevé sea su recta final. El cuidador debe ayudarse a sí mismo a sentir la ilusión por vivir, cada instante de su vida. Así podrá transmitir alegría y serenidad al enfermo. No deben faltar hacia este palabras amorosas, besos y caricias: llenarán el recuerdo de nuestro comportamiento con esa persona enferma.
Puede ser útil que recordemos algunas pautas que ayudan al cuidador de un enfermo grave crónico o incurable a mantener un buen equilibrio físico-emocional :
Distribuir el tiempo: todos los días (al margen de la labor de asistencia al enfermo) dispongamos de un rato para nosotras mismas y otro para la convivencia familiar o social.
Dedicar, más que nunca, tiempo y mimo a nuestra pareja e hijos.
El mundo y la vida, siguen. Procuremos mantener las relaciones con los amigos, aunque tengamos que espaciarlas. El teléfono también sirve.
Pasear o hacer ejercicio, al menos durante media hora al día.
Acudir cada cierto tiempo a espectáculos (teatro, cine, música), museos, …
Contratar la ayuda de profesionales, para que, al menos cada cierto tiempo, pasen la noche con el enfermo. O pedir ayuda a familiares o amistades, para que nos reemplacen.
No descuidar la alimentación ni el descanso. Cansados o tristes no haremos bien nuestro trabajo. El enfermo lo notará. Necesita ayuda, pero también conversación y buenas vibraciones.
El enfermo además de cuidados básicos – alimentación, limpieza y medicalización- precisa tranquilidad y mucho afecto. Le ofreceremos nuestras palabras tranquilas y de acompañamiento. Y, junto a ellas, caricias y besos, exponentes de nuestra cercanía y amor.
Mantendremos una buena condición física y emocional. Nuestra vida ha sufrido