Cuentos de la patria
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Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851 - Madrid, 1921) fue novelista, poeta y crítica literaria. Pertenecía a una familia noble, lo que le facilitó una educación propia de su estatus social. La corriente que primó en sus escritos fue el Naturalismo, por lo que se considera una de sus introductoras en España. Además de su actividad literaria fue consejera de Instrucción Pública, activista del feminismo y, desde 1916 hasta su muerte, profesora de Literaturas Románicas en la Universidad de Madrid. Sitúa la trama de La tribuna (1883) en una fábrica de tabaco y adopta la corriente naturalista en Los pazos de Ulloa (1986), donde se vislumbran las atrocidades medievales de la vida rural gallega. En La madre naturaleza (1887) trata el incesto e Insolación (1899) y Morriña (1899) cierran su vertiente naturalista. Destacó también como ensayista y crítica, ejemplos de ello son La revolución y la novela en Rusia (1887) y La cuestión(1882-1883).
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Cuentos de la patria - Emilia Pardo Bazán
Cuentos de la patria
Copyright © 1914, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726685305
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
VENGADORA
En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:
-¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora? Porque a mí pueden dirigirse.
Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:
-Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.
Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...
Sólo entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás para hablar con ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se acomodaba y colocaba su raído saquillo en la red. Anglosajona, saltaba a la vista: la marca étnica no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy timbrada y dulce, la extranjera pronunció:
-Gracias, señor; mil gracias.
Confuso, disculpé mi rasgo:
-Yo no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?
-¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.
Y al notar que me estremecía, añadió, alzando el brazo y cogiendo su saquillo:
-Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.
Hojeé el álbum. Estaba atestado de apuntes arquitectónicos y croquis de tipos pintorescos: una ventana florida, una reja salomónica, un borriquillo, un paleto...
-¿Es usted artista?
-Muy poco...; mera afición... Por mi oficio: soy tipógrafo
. Trabajo..., es decir, trabajaba, en una imprenta de Boston. Ahora no sé qué haré.
Mi curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo. La voz de mi protegida