La inocencia
Por Marina Yuszczuk
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Aficionada a la literatura, a la invención religiosa y a traspasar los límites entre ambas, la voz que construye Marina Yuszczuk es la de un personaje memorable y, con ella como protagonista, elabora una novela que ofrece muchas y muy ricas lecturas.
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La inocencia - Marina Yuszczuk
Todas las historias empiezan
No sé cómo escribir esto, voy a empezar y punto. Todos los cuentos de iniciación que escriben las chicas se parecen: hay un momento en que se descubre algo desconocido, se intuye que eso tiene que ver con el mal, se reciben como un eco las prohibiciones de los adultos. Las cosas que se hacen a espaldas de otros siempre parecen una transgresión, tal vez son solamente un secreto.
Cuando era chica mi mamá se metió en una religión. Hasta ese momento era católica como casi todo el mundo: la habían bautizado, se casó de blanco y por iglesia, bautizó a sus bebés. Dijo que era porque la presionaron los abuelos.
Un bebé vino atrás de otro bebé y atrás de otro bebé, todos bautizados. Con vestidos blancos, soquetes blancos, zapatitos negros, con fotos donde esos bebés están sentados en el pasto, al lado de una planta repleta de flores, alegrías del hogar, fucsias o rojas. Era el fin de los setenta, las fotos se sacaban una sola vez, las personas posaban para la eternidad o buscaban algún tipo de belleza.
Poco tiempo después mi papá empezó a irse de viaje por trabajo y nos quedábamos solos de lunes a viernes mi mamá, mi abuela, mi tío, mis hermanos y yo. No sé cómo habrá sido ese tiempo, si lo extrañábamos o no. A veces las familias están más tranquilas cuando no están los papás presentes; la mamá y los hijos se hacen un mundo aparte. Hace poco mi mamá me contó que mi hermano menor se le tiraba encima a mi papá cuando llegaba los viernes y no se separaba de él en todo el fin de semana.
Los chicos tienen una manera de mostrar la necesidad, de hacerla visible; tienden los brazos, piden, lloran. Es algo que a los adultos nos da vértigo. Hubo un momento de mi vida en que yo miraba mucho las fotos de cuando tenía dos o tres años y me compadecía infinitamente, no sé bien a propósito de qué. Después se me pasó. Pero sé que muchas veces no quería separarme de mi mamá, que era la única que lloraba cuando llegaba el momento de subirnos a ese colectivo naranja y blanco que nos venía a buscar hasta la puerta de casa para llevarnos a la colonia de verano. Los únicos recuerdos que tengo de ese lugar son de abandono: estoy jugando en las hamacas y los toboganes con los chicos, después me distraigo un minuto, después ya no están. Es el mediodía. Todo lo que veo alrededor es pasto, de un verde encendido, radiante. El club donde se hace la colonia es grande y yo soy diminuta, empiezo a caminar, no sé para dónde ir, no los encuentro.
Muchas personas pasan de largo de esas experiencias, pero yo me construí alrededor de episodios así, los envolví como una hiedra. Otro día estoy sola en la pieza llorando a los gritos, llamo a todos los miembros de mi familia uno por uno y nadie viene. En realidad, lo que yo quiero es que venga a rescatarme mi mamá. Probablemente había hecho algo que la molestó y ella me castigó, o tal vez ni siquiera hizo falta eso. Ahora que tengo un hijo de dos años me doy cuenta hasta qué punto armé mi propio mito. Algunas noches, cuando lo llevo a la pieza para dormir, mi hijo se baja de la cama y se tira boca arriba en el piso, empieza a hacer un ruido como de queja o lamento con la boca y mira hacia donde estoy. Yo lo voy a buscar, lo consuelo, no importa de qué, le digo palabras cariñosas, lo levanto y lo vuelvo a meter en la cama. Entonces se repite toda la secuencia, dos o tres veces más.
Quizás alguna vez yo necesité que mi mamá me levantara del piso y ella no me levantó, o no entendió que yo, a diferencia de mis hermanos, era la clase de bebé que de vez en cuando necesita que lo levanten del piso.
Pasaron los años. Tenía cinco, creo, cuando mi mamá recibió a dos ancianos de una religión en la que llaman así a los pastores. No estoy presente en todo esto porque no tengo memoria, voy a contarlo como ella me lo contó. Dijo que la guerra de Malvinas la había afectado, que imaginaba que a sus hijos varones les tocaba ir a pelear y cuando estas personas le dijeron que era posible un mundo sin guerras, le llamó la atención y se puso a escucharlos. Me la imagino, apoyada en el marco de la puerta, quizás con el delantal puesto o con un repasador entre las manos, atraída sin poder evitarlo por esos hombres que le ofrecen una solución a todo lo que angustia a las madres.
Es algo totalmente disparatado, pero a mí me llevó demasiados años darme cuenta de que ella es una persona muy dramática, tan literal a veces que roza la locura. Y al mismo tiempo, de todas las personas que conozco, es la que más pasa por sensata, porque sabe hablar. Es una especie de engaño que compartimos sin darnos cuenta.
También es cierto que mi mamá, de todas las personas que vi, es la que tiene un sentido moral más rígido. Creo que necesita la sensación de pureza que da responder a ciertas normas, pero no sé si esto es parte de su forma de ser o una huella muy profunda que le quedó después de tantos años de estar en esa religión.
Porque empezó a recibir en casa a estas personas y enseguida le hicieron el estudio
, como se dice cuando alguien acepta tomar clases semanales de un libro especial que va cambiando cada tantos años. Se cree que ese libro explica todas las verdades que hay en la Biblia y la manera correcta de interpretarlas. La única manera correcta. Fue el principio de muchos años extraños.
No sé lo que hacíamos mis hermanos y yo mientras mi mamá recibía a estas personas. Vivíamos en la misma casa que mi abuela y mi tío maternos, un chalet tipo inglés mal construido por un español de apellido García, con techo de tejas, rejas que daban a la vereda, un patiecito con macetas adelante y un terreno enorme atrás, arbolado. Así que probablemente estamos con mi abuela, jugamos en el patio. Si es verano, tenemos una pelopincho que una exnovia le regaló a mi tío, está armada abajo de una parra y a veces le caen uvas adentro. El agua suele estar fría porque no le da el sol. No me olvido de la sensación de meter el pie desnudo y pisar una uva en el fondo.
Si es invierno no sé. Es mi época de pintarme las uñas con el esmalte de mi mamá, de disfrazarme con la ropa de ella. Al menos lo hice una vez, pero la infancia es una cosa armada con materiales tan escasos que a uno no le queda otra que generalizar, asumir que pasaron muchas veces las cosas que una vez le contaron. Es como alguien que revisa una casa olvidada y encuentra una latita, se pregunta qué papel habrá tenido en la vida de los dueños, qué historias guarda, un objeto fascinante que quizás un desconocido que ni siquiera vivía en la casa tiró al pasar, como un descarte.
Mis hermanos y yo cavamos una vez un pozo en el fondo de la casa. En realidad era el fondo de la casa del vecino, que compartía la medianera con la nuestra y salía al otro lado de la manzana. Mi familia compró esa casa y derribó la medianera, por un tiempo tuvimos esa construcción fantástica a la que se entraba por una vereda y se salía por la opuesta después de cruzar toda la manzana. Al dueño de esa casa lo habíamos visto poco y nos daba miedo, era un viejo que nos miraba torcido. Cuando hicimos ese pozo y aparecieron una, dos, tres monedas de distintos países, y después otras más, pensamos que era nazi y había enterrado un tesoro traído de su fuga de Alemania.
Ojalá yo también pueda enterrar unas pocas monedas, acá y allá, para que los lectores las encuentren.
Uno de esos secretos que son los únicos que valen la pena: los que aparecen. Un día descubrí, en el altillo al que subíamos solo en ocasiones especiales y que la mayor parte del tiempo estaba tapiado con una tabla enorme, un álbum de fotos en blanco y negro donde se contaba en unas cuantas páginas toda la historia de la familia de mi mamá. Ahí estaba mi abuela, joven hasta lo inverosímil, retratada en esa clase de pasado que se impone por su evidencia pero que no puede imaginarse más que como una ficción. Mi abuelo, a quien nunca conocí, sonriente a sus treinta y pico, con bigote y pantalones de vestir de cintura muy alta que le daban el aire de un señor de sesenta. Y mi mamá, fantástica, una nena de la que quedé prendada.
Mi foto preferida de su infancia es una en la que lleva un disfraz de hada, con un sombrero altísimo en punta del que cae un pedazo de tul. Es una foto de estudio: contra un fondo de cartón, ella posa con una pollera fruncida y una varita mágica en la mano terminada en una estrella. Con la cara redonda y esos rulos, que en blanco y negro no se llegan a revelar castaños, parece Shirley Temple, sonriendo con un tipo de dulzura que parece haber pertenecido exclusivamente a la década del cincuenta y ahora no existe más. Ese disfraz de hada probablemente fue la cosa más deseable que vieron mis ojos.
Y en segundo lugar, su vestido de novia. Toda la serie de fotos del casamiento es algo que miré hasta aprenderlo de memoria, como la representación de todo lo perfecto: mi mamá y mi papá, jóvenes y hermosos, felices, con la sonrisa más espontánea que les vi jamás. Él de traje azul, ella con un vestido de raso blanco muy simple, de mangas largas y corte princesa, la falda con un mínimo vuelo. Nada de velos, nada que fuera complicado de llevar. El pelo con una media cola muy natural, ese pelo castaño apenas ondulado que siempre nos gustó tanto a mi papá y a mí, y como única decoración en lo alto del peinado, una rosa roja.
La fiesta sencilla, con botellas de Crush y de sidra sobre las mesas, ellos posando con todos los vecinos del barrio que se habían esforzado por vestirse bien. Unos años después mi mamá tiñó su vestido de novia de un púrpura bastante feo para ir al casamiento de alguien más y, ya vaciado de su primera cualidad mítica, me lo prestó para jugar. Uno no conoce nunca más, tanto como en esos primeros años, la sensación de tener un tesoro.
No sé qué hago el resto del tiempo, pero como tengo dos hermanos, no me aburro. Es la década del ochenta y los nenes salimos solos a la calle. También están los chicos de la cuadra: la Sole, Gastón, Daniela, Leila. Con las otras nenas no me pasa, pero a Leila le envidio mucho el nombre, me parece exótico. Nadie se llama Leila. También el hecho de que la mamá la vista más femenina que yo, le haga dos colitas. Por todo eso me siento un poco bruta al lado de ella, un poco deslucida.
Mi mamá siempre fue una persona práctica, lo decorativo le es ajeno; no me extraña que haya elegido una religión que tiene butacas grises y ninguna decoración en sus salones. Nunca se adornó mucho y a sus hijos tampoco. Tejía pulóveres a máquina, en colores que no fueran ni celeste ni rosa, para que pudieran pasar de un hijo al otro. Usábamos pantalones de gimnasia con tres rayas y ella misma nos cortaba el pelo, no muy bien. Yo tuve el pelo apenas un poco más largo que mis hermanos hasta los cuatro o cinco años, después me lo dejé crecer y me di el gusto de ponerme vinchas, hebillas, colitas. Hay un momento en que las nenas dejan de ser bebés y se enamoran para siempre de su pelo, lo cuidan como si fuera lo más valioso que poseen y la prueba definitiva de que son mujeres o princesas.
En cambio en mi familia nunca se enfatizó que yo