El pintor de la corte
Por Daniel Blanco
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Creyeron que amar sería fácil… Y se equivocaron.
Aventuras. Misterio. Magia. Intriga . Pasión, mucha pasión.
La historia de amor que todos deberíamos vivir alguna vez…
El pintor de la corte, Telmo Gracián, recibe el encargo del rey Jacinto III de retratar a tres jovencitas nobles que viven lejos y de las que se dice que son bellas, listas y educadas; alguna de ellas podría convertirse en la futura reina de Esir. Durante su estancia en la mansión de la última, Elena Vite, surge algo inesperado entre los dos: las ganas de estar juntos y de mirarse a los ojos, el cosquilleo en el estómago, la sonrisa tonta y las noches en vela.
¿Es amor? Telmo y Elena trazan en secreto un plan para huir juntos y escapar de la ira del malvado Jacinto III, que ya ha demostrado que no tiene piedad con nadie. Los enamorados, sin embargo, no lo tendrán nada fácil y terminarán poniendo en peligro sus propias vidas. Mientras tanto, un loco llega a palacio y no deja de repetir Un corazón bajo la nieve, y una misteriosa monja consigue escapar del convento donde está encerrada y se dirige a la corte para pedirle cuentas al rey.
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El pintor de la corte - Daniel Blanco
.nóu.
EDITORIAL
Título: El pintor de la corte.
© 2018 Daniel Blanco
© Portada, mapa y plano: Javier Caró.
© Diseño gráfico: nouTy.
Colección: IRIS
Director de colección: JJ Weber.
Primera edición noviembre 2018.
Derechos exclusivos de la edición.
© nou editorial 2018
ISBN: 9788417268589
Edición digital junio 2021
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor.
Todos los derechos reservados.
Más información:
noueditorial.com / Web
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A mi padre, el pintor de nuestra corte,
que también demostró ser valiente en el amor.
A los locos, los raros y los enamorados.
«¿De qué sirve un corazón bajo la nieve?»
Proverbio antiguo.
MAPA%20REINO%20ESIR.jpgPLANO%20REINO%20DE%20ESIR.jpgCORONA_.psdLibro I
El retrato de Elena
1
Después de pasar la noche en el castillo de lord Heford, Telmo se dispone a continuar su viaje hacia el Norte, cerca de la frontera con Edom. Ha madrugado tanto que ni siquiera ha podido despedirse de su anfitrión, un anciano solitario y parlanchín que fuma en pipa y que se ha ganado a pulso la fama de vago porque presume de no haberse levantado jamás antes de las once de la mañana. «¿Madrugar? Eso no está hecho para la nobleza», les dice a los que se asombran, y después se ríe a carcajadas. Hace frío y sopla un viento silencioso. A las afueras de las caballerizas está todo tan oscuro que el bosque parece un telón negro; además, no se escucha nada, solo el ulular de una lechuza. Telmo comprueba que lo lleva todo —el zurrón, la espada, sus materiales para pintar—, se arrebuja en su capa de lana y bosteza con tantas ganas que se le saltan las lágrimas. «Uh, uh», vuelve a sonar la lechuza en alguna parte.
—Todo saldrá bien, Valeroso —le susurra al caballo, aunque en realidad se está dando ánimos a sí mismo. Le acaricia las crines—. Dentro de nada habrá amanecido.
El suelo cruje bajo sus pasos porque una capa de escarcha tapa la hierba y los caminos. El invierno está a punto de terminar. Sobre ellos brilla una luna pequeña y cubierta de nubes que recuerda al ojo de un tuerto. Telmo le dice adiós al encargado de los establos, que está aún en camisón, y espolea al caballo para que eche a correr. Valeroso obedece y, al poco, la oscuridad los engulle. Empieza la última jornada de viaje: tienen que pasar por el desfiladero de Las Montañas Gemelas, cruzar el valle de Naer y adentrarse en la fértil región de Seraj. Harán una parada a media mañana, justo cuando el sol esté en lo más alto, para comer lo que la cocinera de lord Heford haya puesto en el zurrón. Ojalá sea queso, miel y esas tortas de azúcar tan buenas que probó ayer en la cena. Se le hace la boca agua. Si todo marcha según lo previsto, estarán en su destino antes del anochecer.
—¡Hale, Valeroso, hale! —Y el caballo ya está al galope.
Telmo, hijo de Nuño y de Justa, salió de palacio hace dos días con un encargo de su mismísima Majestad: pintar a la primogénita de los marqueses de Vite. Es la primera vez que hace solo un viaje tan largo. Se toca por instinto la espada que lleva colgada al cinto y reza una oración para no cruzarse con maleantes ni bandidos. Menos mal que empieza a amanecer y que cientos de trinos salen de la copa de los árboles, eso lo tranquiliza. El rey Jacinto III subió al trono el pasado uno de enero después de que su padre, todavía joven, pero enfermo y débil, decidiera abdicar en su favor. Tiene veintiún años y unas ansias inmensas de reinar. Ha ordenado gastar la mitad de su fortuna en armas para su ejército, ha pedido que le lleven a la corte una pantera negra —que ya viaja en barco desde mares lejanos— y está organizando la mayor fiesta que recuerdan los habitantes de estas tierras. Lo único que le falta es una esposa que lo acompañe. Como ninguna de las nobles que andan por la corte le gusta lo suficiente, el recién estrenado monarca ha mandado a Telmo, el pintor oficial de la familia real, a retratar a tres jovencitas de las que se dice que son bellas, educadas y virtuosas. La primera de ellas ha sido Elvira Pinzón, hija de unos condes venidos a menos, con unos largos cabellos marrones y unos grandes ojos verdes. Por lo visto, sabe poesía y habla francés. En su contra está su risa: es tan escandalosa que podía espantar a los pájaros de todos los campos cercanos. No ha debido de leerse la Guía Imprescindible de Buenos Modales que escribió Daniel Blanco y que dice que «hay que reírse sin enseñar el hígado». La segunda fue Anastasia de Lullemberg, silenciosa como una estatua y tan tímida que rara vez levanta la vista del suelo. Aun así, es preciosa y toca el arpa con tanta delicadeza que los que la escuchan terminan llorando de emoción. Lo malo es que, según algunos, es muy aburrida. Solo habla si se le pregunta, contesta con monosílabos —Sí, No— y parece como si siempre estuviera a punto de quedarse dormida. A ellas ya las ha pintado y el rey ha recibido sus retratos con un contundente movimiento de cabeza: de arriba abajo, de abajo arriba, señal de que le habían gustado. Queda la última: Elena Vite. Telmo no sabe nada de ella, solo que vive a tres días a caballo de la corte.
Cabalga durante toda la mañana por el Camino Real. Cruza el río y las montañas, deja atrás a varios peregrinos que buscan frutos silvestres o que van a una fuente que dicen que tiene agua milagrosa, pasa un enorme valle y descansa a mediodía para comer. Se sienta bajo un olmo y se decepciona al comprobar que en el zurrón no hay queso ni miel ni tortas de azúcar, sino dos manzanas, un trozo de pan blanco y pastel de carne. Algo es algo. Se lo come todo y sigue su viaje: atraviesa la región de Seraj, pelada por el invierno, la aldea Tintenbell y justo después llega al caserón de los Vite. Por fin. Aminora el paso hasta que se para justo enfrente. Es un edificio de piedra gris y grandes ventanales, con dos plantas y varias chimeneas, aunque, a juzgar por el humo que sale, solo una está encendida. Parece confortable y cálido, aunque después de diez horas de viaje, hasta un establo le parecería un buen lugar para descansar. Plantados a la entrada hay varios rosales que aún no han florecido. Telmo se baja y Valeroso relincha.
El cielo se va apagando. El sol se oculta detrás de las montañas a la vez que se levanta un viento helado, ruidoso. Será de noche en quince minutos. El joven pintor estira los brazos y la espalda, se pone recto frente a la puerta y llama con la palma abierta. Dos veces.
—Abran, por favor.
Unos pasos que se acercan. El ruido de cerrojos. Alguien asoma los ojos:
—¿En qué puedo serviros? —Una doncella menuda lo mira con sospecha. Antes de dejarle tiempo a contestar, añade—: No damos limosna. Hoy han pasado por aquí dos peregrinos y…
—No pido limosna ni soy un mendigo, vengo de parte de Su Majestad.
—¿De Su Majestad?¿Qué os trae por aquí?
La puerta termina de abrirse por completo y, justo detrás de la sirvienta, aparece una señora enjoyada y rolliza, envuelta en un chal negro. Trae un libro de cantos en su mano derecha. Sobre su cabellera morena, una diadema de diamantes:
—¿Habéis nombrado a Su Majestad? —A punto está de arrodillarse—. ¿De qué habláis?
—Permitidme que me presente. Me llamo Telmo Gracián y soy el pintor de la corte. He venido hasta aquí porque tengo el encargo del rey de pintar a vuestra hija mayor.
—¿A mi hija? ¿A Elena?
—Sí, al rey le gustaría invitarla a palacio, a la fiesta que está organizando para celebrar el final del invierno, pero antes quiere ver un retrato suyo. Hasta la corte han llegado rumores de sus muchas virtudes. —Se le está quedando la nariz helada. Se frota las manos para entrar en calor—. No sé si sabéis que Su Majestad está buscando esposa.
—¿Una reina?
—Sí, quiere casarse cuanto antes. Disculpadme… ¿Puedo pasar?
La marquesa de Vite se da un golpecito en la frente. ¡Qué despistada es!:
—Pasad, por Dios, debéis de estar cansado y arrecido de frío. —Le echa un vistazo al cielo—. Además, parece que se avecina tormenta. Entrad, por favor. Soy Jimena Vite, madre de Elena, a vuestra disposición. —Se inclina ante él y le ofrece la mano para que se la bese.
—Gracias, señora.
Ahora mira a su doncella, como metiéndole prisas:
—Anna, prepárale al joven Telmo la habitación de invitados, la del primer piso, la más grande. Encárgate de que se encuentre como en palacio y dile a Joaquín que guarde su caballo en el establo y que suba su equipaje, aunque veo que no traéis demasiado.
—Solo mis pinturas y… poca cosa más.
La criada cierra la puerta, echa los cerrojos, se retuerce con un escalofrío. La marquesa agarra del brazo al invitado y sigue hablando:
—Y vos, si os parece, acercaos a la chimenea, que supongo que querréis entrar en calor, mandaré a que os preparen un baño. Tendréis un rato para descansar antes de la cena. Ahí conoceréis a Elena, a Eda y a mi marido.
—Muchas gracias. Sois muy amable. La verdad es que ha sido un viaje largo y fatigoso. —Extiende las manos para que se le calienten con el fuego. Suspira de gusto.
—Estaréis muy bien aquí, ya veréis. Y probaréis la comida de Anna, es exquisita. ¿Tenéis hambre, verdad?
—Se me hace la boca agua solo de oíros.
Los aposentos de Telmo dan al prado o eso al menos le ha dicho la criada, porque la verdad es que no se ve nada. A través de las dos ventanas solo se intuye una mancha negra y difusa, metida en niebla. Se queda así, pensativo, unos minutos. La habitación tiene una enorme cama con dosel, un escritorio de madera oscura y velas por todas partes. Justo enfrente hay un espejo en el que se refleja su mala cara —debe de ser el cansancio— y a su izquierda, sobre las paredes de piedra, un cuadro de un hombre serio y con bigote, seguramente algún antepasado de la familia. Después de contemplarlo de cerca, Telmo decide que no le gusta: los trazos son torpes e inseguros, el trabajo de un principiante. El fuego de la chimenea, que ha debido de encender Anna a su llegada, se va haciendo más grande y lo caldea todo. Él se quita los zapatos, se tumba sobre la colcha y se queda dormido al momento.
No sabe cuánto tiempo ha pasado, pero lo despiertan unos golpes suaves en la puerta, como picotazos de un pájaro. Es Anna la que le habla desde el pasillo:
—Señor, vamos a servir la cena. En cinco minutos en el Comedor Principal, en la planta baja.
—Gracias, voy enseguida.
Telmo salta de la cama —tarda unos segundos en saber dónde está, qué día es—, se palmea la cara para quitarse los restos de sueño, se cambia a toda prisa de ropa y baja al comedor, donde ya están todos sentados alrededor de una mesa larguísima en la que cabrían al menos quince invitados. En el medio, han colocado un candelabro de siete brazos y altas velas, con sus llamas quietas. Él sonríe. Los demás le sonríen.
—Háganos el favor. —Es Jimena la que habla—. Él es el marqués de Vite; cuando habéis llegado, estaba en el pueblo haciendo unos negocios. Os presento también a nuestra pequeña Eda y ella es, como imagináis, Elena.
—Encantado de conoceros. A todos. Un placer.
—Sed bienvenidos a esta casa que será la vuestra durante el tiempo que estéis aquí.
El padre es un hombre con bigote, delgado y calvo, que espera con las manos cogidas y una voz aflautada, casi de bufón. Eda no aparenta más de ocho años —rubia y blanca, con un collar de perlas demasiado grande para su edad—, aunque se comporta como una señorita. Está estirada, como si no pudiera mover el cuello, y se extiende la servilleta en el regazo. Y justo a su lado, en la mesa, se encuentra Elena. Por la rapidísima mirada que le ha echado ha podido ver que debe de ser joven, unos veinte años, quizá menos, morena y estilizada. ¿Guapa? No lo sabe todavía. No es tan impresionante como Anastasia, pero parece elegante. Aprovechará la cena para fijarse en la armonía de su rostro, en cómo se refleja la luz de las velas en su piel y en el raro color de sus ojos. Después descubrirá (con decepción) que son de un vulgar marrón.
La señora Vite le hace una señal a Anna para que empiece a servir. El reloj marca poco más de las nueve. Telmo hace cuentas: ha debido de dormir un par de horas, aunque aún tiene sueño. El viaje lo ha dejado agotado.
—Es Sopa de Invierno. Lo que mejor sienta en esta época. Pensé que os apetecería.
—Ah, perfecto. Muchas gracias.
¿Por qué tienen que servirle la única comida que no le gusta? ¿Y por qué no se ha inventado una excusa —que le sienta mal o algo— para decirle que no? Esa sopa tiene zanahoria, puerro y apio, las tres cosas que más odia, juntas en un caldo. Se pone colorado, a punto de sudar. No quiere ni probarla. La criada, porque eso es lo que se hace con los invitados, le llena el plato hasta arriba, y él suspira:
—¿Habéis descansado?
—Sí, han sido casi tres días de camino. Jamás había estado tan al Norte, de hecho, jamás me había alejado tanto de la corte. —Piensa en que si se come la sopa caliente, le quemará la lengua y no notará su sabor. No, mejor no.
—¿Dónde os habéis quedado la última noche? —pregunta el padre.
—En casa de lord Heford. Un castillo impresionante, no sé si tiene setenta habitaciones, quizá más. Ayer a la hora de la cena, me perdí y acabé en la cocina, con los sirvientes. Tuvo que acompañarme uno de ellos hasta el comedor.
Los demás sonríen en silencio. La pequeña Eda levanta su voz de jilguero, parecida a la del padre:
—Aquí también tenemos sirvientes.
—Me alegro —le contesta Telmo.
La madre se traga una cucharada de sopa y habla:
—Lord Heford es más antiguo casi que el mundo. Recuerdo que cuando yo era pequeña, él me parecía ya un abuelo. Ese hombre nos va a enterrar a todos. Tiene una salud de hierro.
—Noventa y dos años —añade el joven.
—Y ¿sabéis? —Baja la voz—. Tiene dinero para comprar al mismísimo rey.
—Pero ahí lo veis, solo en un castillo, apartado de todo, sin familia a la que dejarle la herencia.
Telmo prueba la sopa. Más bien se la traga a toda prisa. Abre mucho los ojos, encoge los dedos de los pies. ¡Oh, realmente la detesta!
—Uhm. Buenísima. Felicitad a la cocinera.
—Es Anna.
—Exquisita. —Tampoco debería mostrar tanto entusiasmo.
Telmo solo encuentra una solución: enmascarará el sabor de esa sopa —«Puaj»— con tragos de zumo caliente que le acaba de servir Anna y trozos de pan. Sí, ese es el truco. Mucho pan. Suspira.
—Sois muy joven, Telmo —apunta el padre.
—¿Joven? Qué va. Tengo diecinueve años.
—¿Y ya pintáis?
—Soy pintor oficial de la corte desde los doce.
A la marquesa parece que se le van a salir los ojos de las cuencas:
—¡Por Dios santo, cuánto talento! En serio, debéis de ser un genio para que pintéis en la corte desde tan joven. —Agarra su bebida, pero no se la acerca a la boca—. Brindemos por los invitados ilustres.
Todos, hasta Eda, alzan sus copas y después dan un sorbo largo. En efecto, Telmo entró en la corte con doce años. Era todavía un joven enclenque y tímido, que jamás había salido de casa. Proviene de una familia humilde. Sus padres tenían un pequeño huerto en Aderión, una aldea antigua, muy al Sur, a cinco horas de palacio. Al descubrir las maravillosas capacidades de su hijo, que hacía retratos con el carbón de las candelas, lo llevaron ante Jacinto II y Su Majestad se quedó tan fascinado que le ofreció trabajar para él por diez monedas de oro al año. Además, lo alojó en una habitación preciosa y a sus padres les regaló una mansión de siete habitaciones. Desde aquel día —jamás lo olvidará, era un 13 de octubre—, ha pintado al rey treinta y dos veces: con el traje de caza, de gala, con el perro, con el bufón de la corte, con el hijo del bufón, con su único hijo varón, con su mujer, Constantina, solo, con bigote, con barba, de pie, sentado, casi sonriendo, serio…
—¿Con doce años? —Elena se sorprende.
—Bueno, supongo que es un don. Nadie elige lo que se le da bien, como tampoco elige ser alto o tener los ojos azules. Me recuerdo pintando desde siempre. A veces con un carbón o con una rama de un árbol sobre la tierra. —Se mete un trozo de pan en la boca, después una cucharada de Sopa de Invierno. El plato parece que no se acaba nunca.
—Habladnos del rey. ¿Y cómo está su padre?
—Jacinto II está enfermo, casi no habla y se pasa el día durmiendo… Hace días que no lo vemos por la corte. Supongo que su hijo tendrá que acostumbrarse a reinar solo. De hecho, tiene prisa, y mucha, por encontrar esposa. Es por eso que he venido a pintaros.
—Ya me ha comentado algo mi madre —dice la hija mayor de los Vite.
—No tenemos mucho tiempo, debo estar en palacio antes de diez días. Ya he pintado a dos jovencitas y solo me quedáis vos.
—¿Dos más? —se interesa la madre.
—Quizás las conozcáis, Anastasia de Lullemberg y Elvira Pinzón.
—Oh, sí. ¿Quién no ha oído hablar de ellas? —suspira la marquesa y hace un mohín raro con los labios. Levanta mucho las cejas.
Telmo sigue con el caldo. Ay. Ahora bebe un trago largo de zumo.
—Debo advertiros de que es una tarea pesada la de posar.
—Algo que no le habrá costado mucho a Anastasia. Cada vez que la he visto parece una estatua, casi no parpadea. De hecho, no recuerdo haberla visto en movimiento. —Ríe a carcajadas.
—Jimena, controlad esa lengua —la reprende su marido.
—¿Digo acaso alguna mentira?
—Seguro que Telmo le tiene aprecio.
—No hablé mucho con ella, pero parece una joven sensible y con unos rasgos delicados. Al rey pareció gustarle.
—Se aburriría de ella al segundo día. ¡Esa joven no habla, no se ríe, no se mueve! Apuesto a que su retrato tiene más vida que ella.
—Jimena —vuelve a reñirle el marqués.
—Ya me callo. Pero no sé por qué no puedo decir que es muy aburrida.
—Por cierto —ahora Telmo mira a Elena. Se está hartando de pan—, hablan muy bien de vos en la corte.
—Es lo normal, mi hija tiene un pasado intachable —añade la madre—. Ni un escándalo ni una mala palabra, ninguna de esas locuras de las jovencitas de ahora. Para eso la hemos educado. Y además, borda de maravilla. —Agarra su copa de plata—. Telmo, quizás queráis repetir.
—No, no, en absoluto. Estoy lleno.
—No seáis vergonzoso. Anna, sírvele más.
—¡No, por favor! —Se lo está suplicando con los ojos.
Elena interviene, parece que está a punto de sacar una sonrisa:
—Madre, quizá no le gusta la sopa.
—¿Cómo dices eso? ¡Está exquisita!
—No sé, puede ser.
—Sí, sí me gusta, está… sabrosa. —Telmo no quiere incomodar a sus anfitriones.
—Pues entonces, tomad un poco más. Tenéis que recuperar fuerzas.
Y Anna le sirve dos cucharones más.
—Gracias —susurra el pobre, que ahora sí suda.
La cena acaba pronto, justo antes de la medianoche. Los marqueses de Vite suponen que Telmo estará cansado —lo está— y lo dejan retirarse a sus aposentos sin que Eda le cante alguna canción y sin ofrecerle una copa de licor de granada, tan común por aquellas tierras. Su habitación está igual de cálida que el abrazo de una madre. Se pone el camisón y se promete a sí mismo que jamás —¡jamás!— volverá a probar la Sopa de Invierno. Tiene fatiga. Quizá debería de pedirle a la criada una infusión de jazmín, pero le da vergüenza.
Cuando el caserón se queda en silencio y el reloj de la entrada da una campanada, la marquesa se cuela en los aposentos de su hija mayor. Lleva una trenza que le cae por el hombro izquierdo y esa bata de seda tan fina, regalo del conde de Heranz.
—Elena, hija, debemos elegir qué vestido os vais a poner.
—Anna y yo habíamos pensado en el azul.
—Oh, no, ese os hace poco elegante y no querréis parecer una campesina.
—¡No es de campesina!
—Bueno, de artesana. Ese traje es para bordar, no para que la corte entera os vea. Enseñadme vuestro armario. —Va repasando los vestidos con los dedos—. No, no, no, no, no. Este. Y las joyas especiales, las de vuestra bisabuela.
—¿No será demasiado?
—Nunca es demasiado para un rey. Además, le he pedido a Anna que os prepare una bebida embellecedora.
—Madre, está repugnante.
—Me da igual cómo os pongáis. Os la beberéis y punto.
—No vais a hacer milagros en una noche —se queja la hija sentándose en la cama.
—Milagros no, solo poneros más guapa de lo que sois. Quiero que el rey os encuentre irresistible.
Elena suspira. Su madre le da un beso de buenas noches y vuelve a su habitación; por el pasillo se cruza con la criada que carga con una bandeja donde está la bebida embellecedora: raíces de rosa blanca, tomillo y cáscara de limón secado al sol. La marquesa y su marido duermen en camas separadas, cada una apoyada en una pared:
—¿Estáis despierto, Ramiro?
—Decidme.
—¿Os imagináis a Elena como reina?
—Aún no la han pintado y tampoco sabemos si le gustará al rey. Además, hay otras candidatas, ya habéis escuchado a Telmo.
—Seríamos los padres de la futura reina. Nos darían unas tierras, quizás un castillo, y una asignación mensual. Joyas, oro, mucho lujo.
—No os adelantéis. Además, no vivimos mal aquí. Nada mal.
—Pero podríamos vivir mejor.
—Apagad las velas. Es tarde y mañana nos espera un día duro. He de volver al pueblo a negociar… Quizá nos den un buen precio por uno de nuestros caballos.
—Si fuéramos reyes podríamos olvidarnos de esos negocios con los caballos…
Telmo dormirá toda la noche como un bebé, al igual que Elena, que ya se ha tomado su infusión embellecedora. Ramiro soñará algo extraño, que corre por un bosque oscuro y no sabe adónde se dirige. La madre no pegará ojo: ya se imagina en palacio, rodeada de sirvientes y con joyas enormes, convertida de nuevo en alguien respetable y respetada.
2
La marquesa de Vite se ha paseado dos veces por su caserón y ha decidido, sin consultárselo a nadie, que la Sala de Costura —o también llamada de Lectura— es la más apropiada para esto. La ha elegido porque es «elegante» y porque le gustan las cortinas de seda, los muebles oscuros y la pequeña estantería cuajada de libros: catorce. A Telmo le parece bien, así que ha preparado allí el caballete, el lienzo blanco, la paleta con los colores y sus cuatro pinceles. Solo falta la modelo. No son más de las diez de la mañana, pero la luz es grisácea y pesada, como si ya estuviera atardeciendo. Le pedirá a Anna que encienda algunas velas y, de paso, que retire esa armadura de guerra que está justo en el lugar en el que él quiere que se coloque Elena. Para hacer tiempo, sale al comedor y él mismo se sirve un té, unas uvas y pan caliente con mermelada. Como tardan, se toma un pastel de higos. En la planta de arriba, Elena se pone de mal humor y no hace más que resoplar y poner los ojos en blanco. Su madre y Melisenda, la doncella personal, la tratan como a una muñeca: la visten, la maquillan, la perfuman, la peinan con exagerados rizos, le quitan unas joyas y le ponen otras, le dicen: «Levantaos, estirad los brazos, volved a sentaros». La tienen mareada. Hasta la pequeña Eda, que lo vive todo como una fiesta, corretea de un lado a otro de sus aposentos:
—Hermana, ¿os vais a poner estos guantes? —pregunta y mete ahí su manita.
—No podría ponerme más cosas. Y tened cuidado, no vayáis a mancharlos…
—¡Oh, este broche de oro y marfil es precioso! —dice la marquesa mirándolo de cerca—. Os quedaría bien en…
—¡Dejadlo ya, por favor! Con tantas joyas parezco la duquesa anciana de Seraj. ¡No quiero nada más! Ya casi no puedo moverme —protesta. Se pone de pie. El vestido le queda demasiado apretado, tiene que respirar a sorbos—. Rezad para que no me caiga rodando por las escaleras.
La marquesa de Vite sigue a lo suyo:
—Si hubiéramos sabido que querían pintaros, os hubiéramos encargado un traje, uno de princesa, con mucha tela y de color amarillo, que me han dicho que está muy de moda en la corte. —Se aleja para observarla mejor—. Seguro que en un cuadro no se nota que lleváis un vestido del año pasado. Aun así, estáis preciosa, hija mía.
—Es tarde. —Cu-cu. Cu-cu. El reloj marca las diez y media.
—Es un pintor, puede esperar.
Elena va con una hora de retraso. Se ve que la puntualidad no es una de las prioridades de la familia Vite. Cuando ella y su madre bajan a la Sala de Costura, Telmo está sentado frente a la ventana, aburriéndose y echando de menos el sol de su tierra. Siente frío solo de imaginarse al aire libre. Hoy sí ve el prado que se extiende frente a uno de los laterales del caserón, llano y liso, como una cama recién hecha, y de un color ocre. Es curioso: no se escucha ningún pájaro. El joven pintor se levanta en cuanto ella aparece y le hace una pequeña reverencia.
—Disculpad la tardanza —dice Elena. Lleva un traje azul con encajes y corpiño, una tiara de diamantes, (la que lucía ayer su madre), unos pendientes que también brillan, varios collares. Por el ruido de sus pasos, también se ha puesto los tacones.
—Pasad, estáis muy elegante. Este será vuestro sitio. —Y se lo muestra.
Telmo se pondrá de espaldas a la ventana y ella, en un sillón enorme de terciopelo rojo, junto a la chimenea y a la biblioteca, separados por no más de cuatro pasos de distancia. Elena, acordándose de los consejos de su madre, se sienta y coloca las manos sobre el regazo, el cuerpo ligeramente doblado hacia la izquierda, la mirada altiva:
—Podéis empezar cuando queráis —dice ella con la boca pequeña. Y se palmea las mejillas para que le salgan los colores.
—¿Estáis cómoda?
—Si quisiera estar cómoda me tiraría en el diván, pero no creo que sea una postura apropiada para una señorita.
Telmo levanta las cejas y Jimena Vite, sigilosa como un gato, toma asiento en el diván del que hablaba su hija. Tiene todo el orgullo de una madre colgando en los ojos. Enseguida se pone de pie:
—Elena, sonreíd un poco. Os hace los rasgos más delicados.
—Madre, voy a estar una semana posando. ¿Cuánto es eso? ¿Cincuenta horas, sesenta? Quizás más. No creo que pueda sonreír tanto.
—Oh, por favor, intentadlo. Estoy segura de que al rey le gustan las jovencitas alegres. ¿O es que queréis pareceros a la triste de Anastasia de Lullemberg? Y poned la barbilla más alta, que se vea ese collar que lleváis, perteneció a la abuela de vuestro padre. —Se acerca a ella—.