Señales distantes
Por Antonio Vásquez
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Después de la notable recepción de Ausencio, su primera novela, Antonio Vásquez vuelve a sorprendernos con una colección de cuentos en la que además de ofrecer los esbozos de una geografía personal a la manera de Onetti y Faulkner, rinde tributo a una de las más destacadas vertientes de la tradición literaria hispanoamericana: la literatura fantástica. Sin embargo, lo fantástico en los cuentos de Vásquez no se presenta como un puñado de actos mágico-folclóricos, sino como una forma de ver y sentir el mundo, como el hilo mítico que conecta nuestras íntimas muertes y resurrecciones cotidianas con el misterio de la creación: el ciclo del origen de la vida y su inevitable destrucción.
Julieta Venegas, sobre "Ausencio": "¡Libro impresionante! […] Vásquez escribe maravillosamente bien. […]el nivel de este escritor joven es alucinante. El tema de la herencia del padre llevado a un lugar muy fuerte. Y de la fragilidad, y de la tristeza, y el de perderse, es un libro realmente oscuro, a momentos me hizo ver a Buñuel, y otras el infierno. Es una maravilla, y lo pongo en mis favoritos, además de recomendar mucho, mucho a este escritor llamado Antonio Vásquez"
Roberto Pliego, Milenio: "Fantasmales son los escenarios del centro de la Ciudad de México, de sus parques, calles y cantinas, y aún más fantasmales los del poblado cercano a la capital oaxaqueña —estación de partida y también de último arribo— que ha dejado de mirar hacia adelante. Constructor de insomnios y temblores, Vázquez ostenta el ritmo y la paciencia suficientes para conducir a su protagonista hacia la indigencia espiritual y sumarlo a la corte de almas en pena que se multiplican a medida que avanza la novela."
Jorge Quezada, Chilango: "Ojalá que en el futuro Antonio Vásquez siga publicando. Ausencio (Almadía), su primera novela, trata sobre la gestación del mal en el seno familiar y refleja la influencia de novelistas de la talla de Malcolm Lowry, Juan Rulfo y Juan Vicente Melo."
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Señales distantes - Antonio Vásquez
UBIN
PRIMA MATERIA
…y sobre esta roca edificaré mi iglesia;
y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.
Mateo 16:18
Mi madre fue de piedra, mi padre también. Fui hijo de dos monolitos impermeables, de rostros severos. Así los recuerdo en las noches pétreas que paso en ese cuartucho que me cedieron en la parte más arrinconada de la parroquia. Antes de que cante el gallo toco las campanas de la iglesia; mis manos marcan la hora del alba con cada tirón que le doy al mecate. Los topiles de la iglesia se asombran al ver mis manos sin callos después de tantos años de haberme dedicado a anunciar las horas y las misas. En más de uno he vislumbrado la tentación de tocar mis palmas deformes y agrietadas, pero se limitan a preguntarme desde cuándo toco las campanas. Desde siempre, les respondo.
Aparento una vejez que no me corresponde, pero que he ido haciendo mía con el paso de los años. Son más viejos los topiles que vienen a verme a mi cuarto en las noches, cuando hacen guardia, y beben sus cervezas y cantan sus canciones:
De piedra ha de ser la cama,
de piedra la cabecera,
la mujer que a mí me quiera…
De piedra son mis manos y mis labios y la lengua por donde corre la cerveza hasta caer en el pozo de mi garganta sin embriagarme. Permanezco arrinconado, quieto, oyéndolos hablar de antiguos amores e historias de matones; yo solo callo y abro las grietas de mi piel para que entre su vejez. Pero no soy viejo como ellos.
Desde la torre contemplo a los niños que se van uniformados hacia la escuela, a las muchachas arregladas que entran en el edificio de cantera que es de la universidad. Tengo más en común con ellas que con los topiles, pero no… no es cierto, aunque tenga su edad. Los rayos del sol no tuestan mi piel como les sucede a ellas, solo la calientan, como a la fachada de la iglesia y a los santos tallados en las hornacinas. Ardemos en calor sin sudar y sin sentir sed; y cuando llueve permanecemos igual de impasibles, impenetrables.
Bajo con lentitud, reposando por segundos prolongados en los peldaños, la escalera de caracol. Cada día tardo más, lo sé porque cada vez que llego al comedor encuentro más frío el desayuno que nos han preparado las monjas. Al principio ellas me miraban con recelo, al igual que la feligresía durante la misa, pero con el tiempo han dejado de reparar en mí; no me ven ni me hablan, soy una estatuilla a la que ya se han acostumbrado y olvidado. Solo el padre Simón me sonríe y me da los buenos días.
Las monjas y los feligreses no yerran en su trato para conmigo; yo mismo me he asumido como un elemento más de esta parroquia, como los lavaderos, las campanas y los arbustos que ornamentan el patio. ¿Cuántos años he estado aquí? No lo sé. Digo que siempre porque más allá del recuerdo de mis padres abandonándome cuando era niño en la entrada del pueblo, no hay nada. Trato de no acordarme de ello porque en ese entonces mi piel gris no estaba tan endurecida como ahora y las piedras que me aventaron los niños que me perseguían, mientras yo vagaba buscando un refugio de la lluvia, dejaron moretones y cortadas por donde pude ver por primera y última vez mi sangre.
También fue la única vez que lloré; al agravarse mi condición me ha resultado imposible volverlo a hacer. El padre Simón me encontró recogido contra el portón y me dijo que pasara. Después de conseguirme un atuendo seco, una vez que ya había escampado, me llevó con el médico del pueblo: el doctor Germán. Aún me acuerdo de su nombre porque fui a consulta en varias ocasiones, aunque no fue mucho lo que pudo hacer por mí. Solo se asombraba al verme aguantar el empeoramiento de mi afección; la pérdida paulatina de mi sensibilidad, el esfuerzo cada vez mayor que hago para andar. Al menos es una enfermedad sin prisa, solía decir Germán buscando consolarme.
Sin prisa, así me he acostumbrado a vivir. Como se me dificulta tanto el desplazamiento prefiero quedarme en mi cuarto, leyendo libros que me regala el padre Simón. ¿Qué es? ¿Qué tiene?, le había preguntado él al doctor. No sé, respondió, he sabido de casos de embarazos abdominales donde el feto muere, se calcifica y décadas después, es sustraído, como un fósil. Pero esto es algo distinto: un fósil viviente. Quizá se trata de una esclerodermia atípica, sin precedentes… El padre Simón no pudo disimular su pesar y suspiró: Solo se nace para sufrir.
Él nunca me obligó a instruirme en cuestiones teológicas, ni a interesarme por el cuidado de la parroquia; solo me dejaba libros que a él le parecían interesantes. El primer texto que me marcó fue un códice que contenía enseñanzas de una secta de la antigua Persia. Los iniciados creían que el movimiento era un atentado contra Dios, ya que una chispa de Él reside adormecida en cada objeto del cosmos; en las hierbas y el polvo, en el mismo suelo que pisamos y hasta en el aire que nos rodea. Para no dañar al Padre de la Grandeza, ellos se encerraban en monasterios donde se dedicaban al reposo absoluto, hasta que la Luz abandonaba a cada uno y, se contaba, no quedaban más que estatuas que perduran hoy enterradas en alguna parte de Irán.
Me gusta platicar sobre estos temas con el padre Simón. Él me dijo burlón una vez que de ser cierto lo de la secta persa, yo cada día peco menos. Su risa apacigua, como los himnos que corean las ancianas en la iglesia al atardecer. No siempre podré gozar de su alegría, de su voz; aquel miedo que sentí mientras los niños me perseguían me vuelve a agobiar cuando imagino el día en que mis oídos dejen de servir, cuando mi corazón se petrifique. Por eso a veces una pesadumbre nos estruja, como en este momento en que las monjas nos han dejado a solas; un silencio momentáneo donde la realidad es ineludible. El padre Simón trata entonces de reconfortarme con sermones que no comprendo cabalmente. A veces hasta sospecho que en realidad no se está dirigiendo a mí, sino que medita en voz alta una revelación intempestiva.
El Cristo se corrompió cuando encarnó en el Nazareno, dijo alguna vez con seriedad, y repetimos aquel hecho ignominioso con cada Eucaristía que realizamos. En lo que quizá fue mi único acto impulsivo, me atreví a preguntarle que entonces por qué seguía siendo cura. Él me miró con sinceridad, luego sonrió luminoso: A que sea otro el buen pastor, mejor que sea yo, ¿no crees?, en seguida se rio con gran regocijo. Yo me sentí avergonzado y pedí una disculpa por mi atrevimiento, pero él retornó a su gravedad: No te preocupes. Por más hostias que comamos, por más satisfacciones que le proporcionemos al cuerpo, el Espíritu perdura, impenetrable, como las piedras.
Con ese mismo semblante reflexivo me mira ahora. Si pudiera tocaría la mesa con mis dedos yertos, uno por uno, delatando mi nerviosismo, pero hoy ni siquiera puedo moverlos. Observo mis manos engarrotadas temiendo lo peor mientras el padre me pregunta comprensivo: ¿Nunca te han dado ganas de irte de la parroquia? Hay días, le respondo oyendo cómo truena mi quijada. Días, semanas, meses… lapsos en que he soñado con viajes imprácticos. Me gustaría ver dónde nace el sol y dónde desaparece, ver si es cierto, como dice el padre Simón, que desde la orilla del mundo se puede contemplar la frontera entre la luz y la oscuridad.
Y nunca has maldecido tu condición? ¿Cómo, padre?, le pregunto atónito. Que si no te has preguntado por qué te tuvo que tocar a ti, de entre todas las personas, esa enfermedad de piedra. ¿No has maldecido a tus padres por abandonarte, a Dios? Un acólito no debe guardar rencores, le digo. Él sonríe con ironía aguardando una respuesta más sincera. Ve a través de mis pupilas resecas. Trato de esconder bien mis secretos en algún recoveco de mi alma pero él los halla. Halla la soledad que me pesa más que la piel, que mis pasos que rompen el suelo al dejar sus huellas. Halla mis deseos no solo de realizar viajes imposibles, sino también de ser amado por mis prójimos como yo los amo a ellos… ¿Pero quién podría amar a una estatua huérfana? Diario me lo pregunto. Diario me pulveriza saber que Dios no quiso hacerme a su imagen y semejanza como al resto de los hombres.
Sí que me lo he preguntado, le confieso al fin. Padre, ¿qué tipo de Dios permite que sucedan estas cosas? Uno terrible, me responde con contundencia. Luego se levanta de su asiento, desacomodándose el alzacuellos: Ese dios al que viene la gente a rezarle no es el verdadero. Cuando comprendas esto comprenderás tu destino que te rebasa. Porque, Pedrito, tu destino es más grande que tú, más grande que el padre de ese pobre hombre crucificado al que le rezamos todos los días.
Sin despedirse ni darme instrucciones, el padre me deja solo en la penumbra del comedor, sus palabras crujiendo en mi interior. No tardará en iniciar la misa de la mañana, así que voy a mi cuarto para cambiar de atuendo. Como no puedo mover los dedos casi no logro ponerme