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Griegos y Persas: El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, I
Griegos y Persas: El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, I
Griegos y Persas: El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, I
Libro electrónico585 páginas7 horas

Griegos y Persas: El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, I

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Mar Nuestro para los romanos, mar Blanco para los turcos, Gran Mar para los judíos, mar Medio para los germanos, el Mediterráneo ha recibido tantos nombres como pueblos se acercaron a sus orillas desde la Antigüedad. Canal esencial para la comunicación de ideas, modelos y valores, así como para el intercambio de mercancías y el comercio, fue escenario de guerras y luchas por la hegemonía del mundo hasta entonces conocido. Su historia es la del origen de Europa y la civilización occidental.

En Griegos y persas, tomo que abre El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, Hermann Bengtson narra la historia de dicho ámbito entre el 520 y el 323 a.C. No solo nos muestra la Grecia de las polis y el Imperio persa o realiza un vivo retrato de los grandes hombres del momento, como Filipo II, Clístenes, Pericles, Jerjes y, por supuesto, el gran Alejandro. También reconstruye la competencia entre Atenas y Esparta, la Guerra del Peloponeso o la batalla de Maratón, y expone cómo, con la expansión hacia Oriente, se inició la mixtura cultural helenista.
IdiomaEspañol
EditorialSiglo XXI
Fecha de lanzamiento14 jun 2021
ISBN9788432320231
Griegos y Persas: El mundo mediterráneo en la Edad Antigua, I

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    Griegos y Persas - Hermann Bengtson

    Bengtson

    I. EL IMPERIO PERSA Y LOS GRIEGOS ALREDEDOR DEL 520 A.C.

    La historia del mundo antiguo se ve cada vez más influenciada, desde la fundación del Imperio de los Aqueménidas por Ciro el Viejo (550 a.C.), por la potencia oriental. Pese al fracaso de Jerjes en Salamina (480), la presión persa sobre Grecia persiste, y solamente la Paz de Calias (449/448) conduce a un estable equilibrio, aunque solo por escasos decenios. Con la intervención de Persia como aliado de Esparta en la Guerra del Peloponeso (412) empieza un nuevo periodo de la hegemonía persa que culmina en la Paz del Rey, tan desfavorable para los griegos, del año 386. Únicamente con el ascenso de Macedonia bajo el rey Filipo II (359-336) se forma de este lado del mar Egeo un contrapeso frente al Imperio persa.

    La campaña de Alejandro, hijo y heredero de Filipo, consigue descalabrar finalmente, en pocos años, el Imperio de los Aqueménidas; después de la caída de Darío III Codomano, Alejandro ocupa su lugar y nace la idea de una fusión de los pueblos iranio y macedonio, pero su realización se ve frustrada por la temprana muerte de Alejandro (323). En las luchas de los diádocos, sus sucesores, triunfa el macedonismo conservador, pero el peso del carácter original del pueblo iranio se mantiene, con todo, e incluso revive, en el siglo III a.C., en la lucha con los Seleúcidas; las tradiciones del Imperio de los Aqueménidas son reanimadas por el Imperio parto de los Arsácidas, reino que desde su fundación (247 a.C.?) fue un adversario en ningún modo despreciable de los Seleúcidas, primero, y luego también del Imperio romano (batalla de Carras, 53 a.C.). Se agudiza mucho el antagonismo entre los pueblos romano e iranio desde la fundación del Imperio de los Sasánidas (226 d.C.). A partir de este momento, la historia de finales de la Antigüedad es un enfrentamiento cara a cara del Imperio romano y el neopersa, hasta sucumbir el dominio de los Sasánidas bajo la expansión de los árabes (batalla de Nehavend, 642 d.C.). Por supuesto, esta evolución de las relaciones iranio-occidentales, de más de mil años, no se concibe sin una profusión de estímulos recíprocos de carácter intelectual y artístico. Es bien sabido que los griegos aportaron a la construcción del Imperio aqueménida una contribución sobresaliente: médicos, eruditos y arquitectos actuaron en la corte persa, y la participación de los mercenarios griegos en el ejército persa no es menos destacada. Los Arsácidas, todavía, seguían dándose plena cuenta de la importancia de la cultura griega bajo vestimenta helenística. Sin embargo, entre el Imperio de los Aqueménidas y el de los Arsácidas se sitúa el Imperio de Alejandro y de sus sucesores, el Imperio de los Seleúcidas, bajo los cuales la cultura griega se extendió profundamente por Irán y por la India. Sin Alejandro no habría cultura griega universal alguna, y sin el helenismo no habría habido Imperium Romanum. Para la civilización de la época romana de los emperadores, el elemento helenístico reviste importancia capital, no menos que para el triunfo del cristianismo, cuyas comunidades se encuentran a finales de la Antigüedad esparcidas por el vasto espacio comprendido entre Irlanda y la India.

    Hay que plantear, al menos, la pregunta acerca de si está o no justificado –y si lo está, hasta qué punto– considerar la historia de la Antigüedad como una disputa de la cultura greco-romana con la irania. Ernst Kornemann ha contestado afirmativamente, pero, por impresionante que sea el edificio que él ha erigido, subsisten dudas. Y estas dudas no se basan únicamente en la notoria inactividad del Imperio persa en momentos decisivos de la Historia antigua, sino que surgen sobre todo si se compara la cultura griega de los siglos V y IV a.C. con la vida intelectual de dicho Imperio. Pese a todo el respeto que se tenga por las realizaciones de los persas, no se encuentra nada en materia de construcciones monumentales, en todo aquel vasto territorio, que en su contenido artístico pueda compararse ni remotamente con las construcciones de la época de Pericles. Y mucho menos puede Persia oponer algo equivalente al libre imperio del espíritu griego en materia de filosofía, teatro e historiografía. Y eso que durante muchos siglos estuvieron las puertas abiertas, tanto en un lado como en otro, de par en par. Es significativo que fuera Heródoto quien nos proporcionara una descripción del Imperio persa que no ha sido superada hasta la fecha; las inscripciones persas antiguas, por importantes que sean sus datos, forman parte de la serie de antiguos decretos de los soberanos orientales, creados para la glorificación del Gran Rey. Mientras en Grecia el individuo se desarrolla en el terreno de la política y de la vida intelectual según su afición y sus facultades, del Imperio de los Aqueménidas, en cambio, solo conocemos, aparte de los nombres de los Grandes Reyes, a unos pocos de sus colaboradores y amigos más íntimos, y aun estos, en su mayor parte, a través de la tradición griega. Pese a que el Imperio persa constituyó, a partir de Darío I (522-486), una concentración de poder político como apenas la hubo nunca antes en el mundo antiguo, no se puede dejar de percibir que la pequeña Grecia poseyó por lo que se refiere a la vida de la cultura una importancia incomparablemente mayor. La fisonomía cultural de los siglos V y IV a.C. estuvo marcada exclusivamente por Grecia. En estos siglos se crearon los fundamentos de la civilización occidental no sin influencias extragriegas, desde luego, pero esencialmente gracias a las realizaciones de los propios griegos. El Imperio de los persas, que en el terreno político no podía ignorarse, resultaba en buena medida para los griegos algo ajeno, pese a los contactos tanto pacíficos como bélicos, y a través de las Guerras Médicas la comprensión de aquellos por sus vecinos más bien menguó que creció. Si no dispusiéramos de la obra de Heródoto, nos estaría cerrado el acceso no solo al fondo político, sino también al fondo cultural de la gran contienda greco-persa. Además, faltaba entre los griegos, con contadas excepciones, una comprensión real de la peculiaridad del pueblo persa y del Imperio de los Aqueménidas. Nunca se produjo en ellos un verdadero esfuerzo por comprender la potencia moral de Persia, que mantenía al Imperio y a sus pueblos unidos. Los persas (o los «medos», como los llamaban en general los griegos) eran y siguieron siendo bárbaros; en la posición del Gran Rey con respecto a sus súbditos veían los griegos el despotismo más desolador, y en la fidelidad de las masas persas para con la casa reinante veían obediencia ciega, incondicional, negándose a percibir en ello un sentido más profundo. Pese a los numerosos contactos en el comercio, en la economía y también en la vida intelectual, los griegos y los persas vivieron unos al lado de los otros sin contacto interior alguno, y ello por espacio de dos siglos enteros. A este hecho se debe, en última instancia, el que sepamos de los persas tan lamentablemente poco. Y dado que este estado de cosas no cambiará esencialmente en el futuro, hemos de resignarnos a no poder hacer justicia a Persia de forma parecida a cómo la hacemos a los griegos, que nos han dejado una gran abundancia de testimonios históricos.

    La ruina del Imperio asirio a finales del siglo VII a.C. marca el fin de una época de la historia de Asia Menor. Todos los pueblos del Próximo Oriente, desde Armenia y Anatolia oriental hasta Egipto, habían vivido por espacio de siglos bajo el terror de los asirios; su ejército era tenido por invencible, y no había muralla que fuera capaz de resistir a sus máquinas de asedio. Hacia finales del siglo VII se mostraron las primeras grietas en el edificio del Imperio, hasta entonces tan orgulloso, y al caer en ruinas, el año 612, su capital, Nínive, estaban allí los ejércitos de los neobabilonios (los caldeos) y de los medos, que en esta ocasión participaron en la historia universal por vez primera. El soberano medo Ciaxares fue quien puso fin, el año 610, en la batalla de Harran (Mesopotamia septentrional) al último y efímero reino de los asirios, al reino de Ashshuruballt. A partir de este momento la parte norte de Mesopotamia perteneció a los medos y constituyó una posesión muy importante, ya que les aseguraba, al descender de las alturas del Zagro, el enlace con las antiquísimas ciudades de la alta cultura mesopotámica. El avance de los medos a través de Armenia hacia Capadocia puso a los iranios en conflicto con los lidios; se llegó junto al río Halys, en la Anatolia oriental, a un choque bélico, y luego a un tratado que fijaba el río como frontera entre Lidia y Media (585). A partir de dicho año Asia Menor queda bajo el signo de cuatro grandes potencias: Media, Neobabilonia, Lidia y Egipto. El mayor de estos Imperios es indudablemente el medo, y es el primero que fue creado por los iranios.

    El sucesor de Ciaxares, Ishtuwegu, a quien Heródoto llama Astiages, tiene una personalidad débil; su prolongado reinado (585-550) muestra pocos rasgos heroicos. En calidad de príncipe vasallo del rey de los medos gobernaba en Anshan, una región de Persia, Cambises, de la casa de los Aqueménidas. Sostenía con el medo Astiages las mejores relaciones y era yerno suyo. Del matrimonio de Cambises y de la princesa meda Mandane nació Ciro, quien tomó en 559, en Pasargada, la sucesión de su padre. Ciro es el soberano que por primera vez puso al pueblo persa al frente de la familia de los pueblos iranios. Con el levantamiento de Ciro contra el dominio de los medos en el año 550 empieza el ascenso del pueblo persa bajo el dominio de los Aqueménidas. Pero la eliminación de la hegemonía del rey medo no significaba la subyugación de su pueblo, porque los linajes nobles de los medos participaban plenamente tanto en los éxitos como en los honores del nuevo soberano. Nada tiene de casual que se nombre en la tradición griega juntos a persas y a medos y que la expresión «medo» signifique lo mismo que «persa». La expansión subsiguiente representa el engrandecimiento de la doble nación bajo la firme dirección de Ciro. Este rey ha pasado también a la tradición griega como modelo resplandeciente del soberano persa. Casi dos siglos más tarde el ateniense Jenofonte describió la figura de Ciro el Joven con bellos colores en la Ciropedia, especie antigua de «espejo de príncipes» muy leída e imitada tanto en la Antigüedad como más tarde.

    Al igual que el medo Ciaxares, también Ciro se volvió primero contra los lidios, pero esta vez con éxito decisivo: después de una victoria en Pteria, los persas persiguieron al ejército lidio mandado por Creso hasta el Asia Menor occidental; en el «Campo de Ciro» volvieron las armas persas a revelarse superiores, y después del sitio de Sardes que, al parecer, solo duró quince días, cayó en manos de los persas la capital del Imperio lidio y, juntamente con ella, la ciudadela, tenida por inexpugnable, siendo hecho prisionero Creso, el rey de los lidios (547).

    La caída de Creso, ligado a Grecia por muchos vínculos, caracteriza también una nueva época en las relaciones entre aquella y Persia. El año 547 empieza el contacto directo entre los helenos y los persas, que ya no había de interrumpirse más en la historia de los dos pueblos. Las comunidades griegas de la costa occidental de Asia Menor habían sido vasallas del rey lidio y habían encontrado el dominio de los lidios poco opresivo, mayormente por cuanto estos se habían abierto con afán a la cultura griega. La casa lidia reinante se había percatado siempre de la gran importancia de las ciudades griegas y, por su parte, los griegos habían tomado de los lidios el dinero amonedado, cuya introducción dio a la economía del ámbito Mediterráneo una nueva base. Ciro no ignoraba la existencia de los griegos y su importancia en Asia Menor y, antes de la expedición militar decisiva, les había ofrecido negociaciones, pero solamente Mileto había sido lo bastante previsora como para ponerse abiertamente de su lado. Mientras que, después de la caída de Sardes, todos los demás griegos de Asia Menor fueron sometidos al gobierno directo de los sátrapas persas, Mileto, en cambio, obtuvo un tratado persa de amistad y alianza: fue este el primero en la larga serie de los tratados greco-persas. Por lo demás, una parte de las ciudades griegas hubo de ser sometida por Hárpago, general de Ciro, porque se negaron a abrir sus puertas a los persas. En vano habían tratado los espartanos de intervenir por medio de una embajada. Ciro no hizo ningún caso de su demanda de que no atacara a los jonios. Y cuando la sublevación del lidio Pactolo hubo fracasado, los persas adoptaron otras medidas: aseguraron el país entero por medio de guarniciones y colonias militares, y en las ciudades griegas confiaron el gobierno a helenos partidarios de los persas, apoyados por el poder extranjero. En todo caso, los jonios no tardaron en percatarse de que el dominio persa, con sus sátrapas y guarniciones, era mucho más opresivo y desagradable que el de los reyes lidios, quienes siempre habían tenido una consideración especial con las ciudades griegas de su reino. Las concepciones griega y persa del estado eran como el fuego y el agua: irreconciliables.

    Después de la conquista del reino de Lidia, Persia se había convertido en gran potencia, y se convirtió en potencia mundial cuando Ciro hubo sometido el oriente iranio, hasta las fronteras de la India, y finalmente también el reino caldeo de Neobabilonia. El sur de Mesopotamia, rico en ciudades, hubo de ejercer sobre los persas, con la antiquísima cultura de sus templos, una atracción irresistible, semejante a la que más adelante había de ejercer la Mesopotamia posterior, bajo los Seleúcidas, sobre los Arsácidas. Babilonia, pese a que se encontrara, bajo su rey Nabónido, en plena decadencia política, seguía siendo el centro del comercio y de la economía en Asia Menor y mantenía relaciones comerciales con todos los países de aquel ámbito, incluida Jonia. Pero el ejército de Babilonia ya no estaba a la altura necesaria y el rey Nabónido no se había mostrado acertado en su actitud frente al poderoso sacerdocio del dios Marduk. Así, pues, al rey persa la empresa le resultaba fácil. La lucha por Babilonia terminó después de pocos meses con la entrada del gobernador persa de la región de Gutea, Gobrias (en babilonio, Gubaru), al que dieciséis días después, el 29 de octubre del 539, siguió Ciro. Desde Babilonia desplegó el vencedor una propaganda masiva, en la que no dejaba de aludir a sus buenas relaciones con los dioses del país, Bel-Marduk y Nabu. Los soberanos de Siria se apresuraron a rendir homenaje al nuevo señor. Poco tiempo después, el Imperio persa había llegado por Siria y Fenicia al mar, y las flotas de las ciudades marítimas fenicias estaban a disposición de Ciro. La tolerancia religiosa del Aqueménida se hizo notoria después de que, desde Ecbatana, hubo decretado la reconstrucción del templo de Jerusalén, acto que le ha granjeado la eterna gratitud del pueblo judío (538).

    El Imperio neobabilónico junto con sus países adyacentes quedó unificado bajo la corona de Persia, y Ciro fue en adelante no solo rey de los medos y los persas, sino también de Babilu u Ebir-nari, esto es, «rey de Babilonia y de la tierra de más allá del río (el Éufrates)». El fundador del Imperio persa halló su final en lucha con los «saka de las gorras puntiagudas», los masagetas, quienes partiendo de la región esteparia entre el mar Caspio y el mar de Aral siempre volvían a atacar el descubierto flanco norte del reino (530).

    Sucedió al gran conquistador su hijo Cambises (530-522). Vengó la muerte de su padre venciendo a los masagetas y emprendió luego, el año 525, la conquista de Egipto, última de las grandes civilizaciones imperiales del Oriente. Una vez más volvemos a encontrar al Gran Rey en alianza con los griegos. Se dice que Polícrates, tirano de Samos, concertó con él una alianza y puso una parte de su flota a su disposición para la campaña contra Egipto. Los egipcios no estaban en condiciones de ofrecer una resistencia seria; el último faraón indígena, Psamético III, quedó primero como príncipe vasallo, pero luego fue muerto, cuando intentó sublevarse. El intento de Cambises de someter a los griegos de la Cirenaica tuvo tan poco éxito como una expedición contra Nubia. En la tradición antigua está dibujada la imagen de Cambises con colores sombríos; pasa no solo por ser el autor de la muerte de su hermano menor, Bardiya o Esmerdis, sino también por un tirano sanguinario e intolerante con respecto a los dioses de la tierra del Nilo. Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que, al regresar Cambises a Siria ante las nuevas del levantamiento del «falso Bardiya» (Gaumata), después de tres años de permanencia en Egipto, le alcanzó la muerte, una muerte, por lo demás, natural, y no por suicidio, como se había admitido anteriormente.

    La sublevación de Gaumata (del «falso Bardiya») había sumido al gran Imperio persa en el caos. Aquel, el Mago, había buscado apoyo, ante todo, en la poderosa casta sacerdotal, que por su mediación esperaba adueñarse del poder. Una serie de medidas de carácter popular, entre ellas una supresión de impuestos por tres años, le granjeó el favor de las masas, en tanto que la influencia de la nobleza se veía reducida en todos los aspectos. Es innegable la importancia de estos acontecimientos por lo que se refiere a la estructura interior del Imperio persa, pues significaban indudablemente un alejamiento decisivo de las tradiciones militares cultivadas desde Ciro.

    El levantamiento de Gaumata no tardó en provocar una reacción: Darío, hijo de Histaspes, sátrapa de Partia, que descendía de una línea secundaria de los Aqueménidas, se alió con seis persas distinguidos; el objetivo de los conjurados, la eliminación de Gaumata, quien al parecer solo reinó en total dos meses, se logró en unas pocas semanas: el Mago fue muerto de una puñalada por Darío en un castillo cerca de Ecbatana. A la coronación de Darío en Pasargadas y a sus nupcias con Atosa, hija de Ciro, siguieron tiempos difíciles; en efecto, el reino se vio sacudido por violentos levantamientos que tenían su origen en Elam y Babilonia, pero que no tardaron en extenderse a las regiones iranias centrales. En Media fue Frawartish (Fraortes), miembro de la familia Deyócida, quien, con el nombre de Khathrita, emprendió el intento de restablecer el Imperio de los medos; los territorios de Partia e Hircania se le adhirieron y también Armenia abandonó a Darío. En la gran inscripción monumental de la pared rocosa de Bagistán, Darío ha proporcionado un informe detallado de sus luchas y victorias contra los rebeldes; se trataba de una multiplicidad de adversarios poderosos quienes, en parte, contaban con el apoyo de la población de sus respectivas regiones. Hoy todavía nos resulta un milagro que en el breve plazo de un solo año (y algunas semanas), y no hay razón alguna para dudar de este testimonio expreso suyo, se hiciera dueño de la situación. A finales del año 521, después de la derrota de Arakha en Babilonia, el último de los sublevados (Darío los llama «los falsos reyes»), las luchas estaban terminadas y el gran Imperio persa unido yacía a los pies del vencedor.

    Se ha escrito mucho acerca de la organización interior que Darío dio al reino. Desde que Eduard Meyer describió el Imperio persa de los Aqueménidas como un país de elevada civilización, la investigación ha ido llegando a una valoración cada vez más positiva de las realizaciones de los primeros gobernadores de esta familia. Y estos logros se presentan como mayores todavía si se tienen en cuenta las grandes distancias de aquel vasto Imperio, que habían de oponer a una administración ordenada los mayores obstáculos.

    La organización del Imperio por Darío hubo de tener lugar entre los años 518 y 514. Fue, indudablemente, el resultado de un vasto proyecto preparado por el propio Gran Rey Darío y que este, con el auxilio de sus colaboradores y hombres de confianza, llevó a cabo punto por punto. Considerada en su conjunto, la organización del Imperio se presenta como un compromiso elástico entre las concepciones feudal y centralista del estado. Su fundamento estriba en la relación personal de lealtad del Gran Rey con sus súbditos, quienes se sienten obligados hacia él a una obediencia incondicional. El papel principal les está confiado en el Imperio a los persas, que son quienes proporcionan los sátrapas y los comandantes del ejército imperial, en tanto que los demás pueblos, con excepción de los medos, han de contentarse, en conjunto, con funciones secundarias. Lo que podemos extraer de las antiguas inscripciones persas y, ante todo, de las inscripciones reales de Bagistán, Naqsh-i-Rustam, Persépolis y Susa, y lo que, por otra parte, encontramos en las fuentes griegas, principalmente en Heródoto (III, 89 y ss.), es lo siguiente: Darío procedió, por lo visto, a una nueva división interior del gigantesco Imperio y, concretamente, de tal manera que se dividió el enorme conjunto de tierras en satrapías (en las inscripciones se las llama «países»). Al frente de estos «países» se pusieron gobernadores que llevaban el nombre oficial de sátrapas. Sátrapa (en antiguo iranio xshathrapavan) significa más o menos «protector de dominio». Es posible que el título provenga de la esfera del Imperio medo. Por lo demás, sátrapas había habido ya en tiempos de Ciro: eran estos los grandes señores feudales, que mandaban probablemente territorios inmensos. Darío procedió a una reorganización del reino conforme a la cual las antiguas satrapías quedaron reducidas y, básicamente, en pie de igualdad jurídica. Todas las satrapías estaban obligadas a pagar tributos al Gran Rey, ya que sin tributos no se podía reinar en Oriente, y en esto no hizo Darío más que proseguir un principio que anteriormente habían aplicado los asirios.

    Mapa 1. El Imperio persa.

    Al considerar ahora la lista de las satrapías, hay que tener presente que ya en tiempos del propio Darío tuvieron lugar determinados cambios, que, por supuesto, resultan muy difíciles de conocer en su detalle. Según la inscripción de Bagistán, que es la más temprana de las grandes inscripciones reales, había las siguientes satrapías:

    A estas provincias de los primeros tiempos de Darío se añadieron más adelante algunas otras, en particular Putiya (Libia), Kusiya (Nubia) y, después de la campaña de Darío contra los escitas, también Skudra (Tracia). De los tributos nos limitaremos a mencionar aquí los de las riquísimas satrapías de Babilonia y Egipto. Babilonia, que según Heródoto era el país más productivo del Imperio entero, había de pagar un tributo total igual a 1.000 talentos de plata. En el detalle constaban los tributos de metal noble en forma de recipientes, los de vestidos finos y los de cebús, que abundaban en el país y estaban destinados al abastecimiento de la corte del Gran Rey y del ejército. El tributo total de Egipto lo estima Heródoto en 700 talentos de plata, habiendo de suministrar el país del Nilo, ante todo, trigo y ganado. Si la pesca del lago Meris estaba o no comprendida es materia controvertida. También esta proporcionaba al Gran Rey ingresos considerables. Por lo demás, numerosas satrapías habían de proporcionar caballos, que revestían gran importancia de cara al ejército imperial.

    Los tributos confluían en tesoros centrales en las residencias reales. El Imperio solo se podía administrar mediante una burocracia instruida en todo hasta en el menor detalle y con auxilio de un idioma unitario. Al frente de la administración figuraba el hazarapatish, en griego quiliarca, quien, en calidad de jefe de la guardia del Gran Rey, había ascendido a gran visir del Imperio. Este alto dignatario, el «primero después del rey», era propiamente, al lado del soberano, el regente del Imperio. De los tesoros nos proporcionan una impresión interesante las excavaciones americanas realizadas en Persépolis.

    Aquí se ha encontrado la casa-tesoro (ganzaka) y, con ella, una gran abundancia (varios millares) de tablas de arcilla en idioma elamita, con liquidaciones de cuentas de entregas de suministro, que nos dan una visión directa de la actividad de la administración local. Por lo demás, el empleo del idioma elamita en Persépolis constituye un caso particular, que se explica por la situación de Elam y de su antiquísima cultura en el golfo Pérsico. El idioma de la cancillería real y, en general, el idioma de la administración del reino era el arameo, concretamente, en su forma particular de «arameo imperial». Documentos en este idioma se encuentran aún en los rincones más apartados del Imperio de los Aqueménidas, en Elefantina (Alto Egipto), lo mismo que en Sardes y en la India; también lo conocemos por la Biblia, donde aparece en algunos capítulos del Libro de Esdras. Si bien había de ser utilizado exclusivamente por escribas de quienes no era la lengua materna, esto resultaba compensado, con todo, por el hecho de que ahora poseía todo el Imperio un idioma unitario. Por otra parte, las letras tomadas de la escritura fenicia eran mucho más fáciles de aplicar a un material flexible, como el cuero y el papiro, que la escritura cuneiforme que, en el fondo, era y siguió siendo una escritura monumental. Si Darío introdujo o no en sus inscripciones monumentales una nueva escritura cuneiforme, es materia cuestionable, pero lo cierto es, en cualquier caso, que se guardó, por buenas razones, de utilizarla también para su empleo en la cancillería. Incluso la mejor administración posee escaso valor si no logra llevar sus disposiciones en el tiempo más breve posible o conocimiento de los subordinados. Para la transmisión de noticias había en el reino de los Aqueménidas un sistema de correo organizado de modo excelente, derivado probablemente de antecedentes similares asirios. A través de Asia Menor se extendía una serie de carreteras, por medio de las cuales estaban unidas sobre todo las residencias del Gran Rey (Susa, Persépolis, Ecbatana) con las demás partes del Imperio. La más conocida es la llamada Carretera del Rey, que Heródoto ha descrito. Por ella se va de Sardes, en Lidia, a través de Capadocia, al Éufrates superior y, de este, al Tigris. Superando los pasos del Zagro (el trazado exacto no se conoce) llegaba la Carretera del Rey a la residencia de Susa. Mediante un cambio frecuente de caballos y mensajeros, podían recorrerse en un tiempo muy breve grandes distancias, del orden de hasta 300 kilómetros en un día, de modo que un mensaje no tardaba más de siete días en llegar de Susa a Sardes. El sistema postal de los Aqueménidas lo tomaron más adelante Alejandro y los diádocos como modelo, y también el cursus publicus de los romanos deriva, indirectamente, de los persas.

    Sin duda, la administración persa del Imperio presenta también sus lados negros. En todas las satrapías tenía el Gran Rey su gente de confianza, a quienes el lenguaje popular designaba como los «ojos» y los «oídos» del Gran Rey y que recuerdan remotamente a los missi dominici de Carlomagno. Estos individuos habían de informar a su soberano de todo lo notable que observaran. Dado que estaban directamente bajo las órdenes del Gran Rey, solían estar en relaciones tensas con los sátrapas y las autoridades locales. En términos generales, este sistema, típicamente oriental, era el más adecuado para favorecer la delación y socavar la moral y el celo de los demás funcionarios.

    Desde el punto de vista económico, las regiones del Imperio de los Aqueménidas se situaban a diversos niveles de desarrollo. Mientras en Asia Menor y en Babilonia, y en parte también en Egipto, existía la economía del dinero acuñado, otros países del Imperio permanecían todavía en gran parte al nivel de la pura economía natural. Constituye un mérito indiscutible de Darío, quien poseía para los asuntos de la economía dotes excepcionales, haber producido cierto cambio en este aspecto mediante la introducción de una moneda imperial Se trata de una moneda de oro, el darico (dareikós); esta moneda contenía 8,42 gramos de oro y tenía el mismo peso de la estatera de Focea, moneda comercial griega de uso muy común. Por otra parte, su peso representaba la sexagésima parte de la mina babilónica. El darico, en el que el Gran Rey estaba representado como arquero arrodillado (esta es la razón de que en el lenguaje popular se designara esta moneda como toxotes (arquero), estaba, pues, en relación, por su peso, con los dos sistemas económicos más importantes del Imperio; no cabe suponer que esto fuera puro azar. Al lado de la moneda de oro había otra de plata, de 14,9 gramos, que en babilonio se llamaba shiklu y, en griego, siglos (siclo). Sin embargo, Darío, al igual que sus sucesores, se quedó en esta reforma a medio camino. Porque es el caso que los reyes persas atesoraron en gran parte el metal precioso; lo guardaban en los depósitos de las residencias reales, sin el menor provecho para nadie. Es probable que se relacionen con esta política miope del atesoramiento algunas de las dificultades económicas que sufrió el Imperio persa. Para pagar a sus mercenarios extranjeros, y entre estos en particular a los griegos, los reyes persas poseyeron siempre, y precisamente también en el siglo IV, dinero suficiente. El paralelo con Bizancio, cuya capacidad financiera influyó en no pocas ocasiones sobre el curso de la historia, se impone aquí espontáneamente.

    La suntuosidad y el poderío del Imperio mundial persa encuentran su expresión más visible en las construcciones de los Aqueménidas. Los primeros soberanos, ante todo Ciro I, habían residido en Pasargadas. Allí existe todavía actualmente la tumba de Ciro el Viejo, que Alejandro Magno mandó restaurar. Forman un fuerte contraste con la muy sencilla forma de vida de Ciro el Viejo las construcciones suntuosas erigidas por Darío y Jerjes en Persépolis, que en realidad se llamaba «Persai». Si se contempla allí la vasta extensión de ruinas, se percibe todavía, debajo de estas, la mano ordenadora del arquitecto. Persépolis, como la llamaban los griegos, no es propiamente una ciudad residencial, sino más bien un palacio imperial. En ella se encuentra, sobre el fondo grandioso de la montaña del Kuh-i-Rahmat, un complejo entero de imponentes edificios, construidos en conjunto armónico: la apadana (sala de audiencias) de Darío, su palacio, el palacio de Jerjes, la sala del Consejo, la sala de las Cien Columnas, el harén, que sirve hoy de sede de la expedición, y el tesoro. Todas las construcciones estaban adornadas con magníficos relieves; las figuras que en estos aparecen, desde el Gran Rey hasta el último soldado y los portadores de tributo, están representados con la mayor precisión, y sus ropas y sus armas están reproducidas tan exactamente que sin la menor dificultad podemos identificar la procedencia étnica de la mayoría de las personas que allí figuran. Es particularmente célebre el relieve de la Sala de las Cien Columnas: se acerca al Gran Rey, sentado en un trono elevado, un dignatario que se tapa la boca con la mano. Aún hoy sigue considerándose cortés en Oriente no molestar a un superior con el propio aliento. Con la prosquínesis (postración), en cambio, este relieve recuerda modelos asirios; pero las construcciones se llevan a cabo con el concurso de numerosos pueblos del Imperio. Así, por ejemplo, aparecen en la inscripción de Darío acerca de la construcción del palacio imperial de Susa no solo los babilonios y los egipcios, sino también los jonios y los carios de Asia Menor. Al pie del relieve real de Darío en Persépolis se han transmitido a la posteridad, en dibujos rayados, las cabezas de dos artistas griegos. Detrás de las grandiosas construcciones de Persépolis, no lejos de dicho palacio imperial, las tumbas reales en la pared rocosa de Naqsh-i-Rustam y el gran relieve rupestre de Bagistán, junto a la «Puerta de Asia», no ceden en nada en cuanto a monumentalidad a aquellas. El relieve, compuesto de acuerdo con modelos orientales antiguos, muestra a Darío como vencedor del falso Bardiya y de los «falsos reyes». Flota en la parte superior de la escena Ahuramazda, que alarga al Gran Rey el anillo, símbolo del poder soberano. El investigador alemán Carsten Niebuhr fue uno de los primeros que trató de copiar la inscripción trilingüe (babilonio, antiguo iranio y elamita); la deslumbrante luz solar y la gran distancia le dificultaron en extremo la tarea, sin contar que entonces, en 1766, la escritura cuneiforme no se había descifrado todavía. Esto solo tuvo lugar el año 1802, en Hannover, por obra del joven profesor de instituto, Grotefend.

    Acerca del autor de estas construcciones y relieves, nada dice la tradición. Pero lo cierto es que fueron maestros en sus respectivos oficios, especialmente el arquitecto, a quien se debe el plano del palacio imperial. Tal vez fuera un maestro griego oriental quien con suma sensibilidad creó aquí una obra de arte incomparable, adaptada maravillosamente al espacio y a los alrededores. No lo sabemos, en todo caso concurren en el plano una noble amplitud de visión, una estructuración rica en significados y un sentido disciplinado del espacio, puestos totalmente al servicio, sin exageración alguna, de la obra a construir; de modo que las construcciones constituyen un reflejo de las mejores tradiciones del espíritu creador persa, que, aun habiendo absorbido muchos estímulos extranjeros, produjo algo propio y característico.

    Del espíritu del gran organizador y estratega Darío nos permiten percibir todavía un aliento sus propias inscripciones. Sin duda, la gran inscripción de Bagistán es en primer lugar un documento histórico; pero, en cambio, la inscripción funeraria de Naqsh-i-Rustam da, ante todo, testimonio de la ética de Darío. En ella este loa la bondad de Ahuramazda:

    Por la gracia de Ahuramazda es tal mi naturaleza que soy amigo del derecho y no soy amigo de lo malo. No me place que el desgraciado sufra daño por culpa del poderoso, ni me place que el poderoso sufra daño por causa del humilde. Lo que es justo, eso es mi placer […]. Hasta donde llegan las fuerzas de mi cuerpo, soy en cuanto guerrero un buen guerrero. Cuando aparece dudoso a mi discernimiento a quién deba considerar como amigo y a quién como enemigo, pienso primero en las buenas obras, ya tenga ante mí a un enemigo o a un amigo. […] Soy hábil en cuanto a las manos y los pies. Como jinete, soy un buen jinete; como arquero, soy un buen arquero, tanto a pie como a caballo, y como lanzador de jabalina soy un buen lanzador, tanto a pie como a caballo. Y en cuanto a las facultades con las que Ahuramazda me ha investido y que yo he tenido la fuerza de emplear, por la gracia de Ahuramazda, aquello que he logrado lo he logrado con estas facultades que Ahuramazda me ha conferido.

    No existe motivo alguno para dudar de la fe de Darío: su confesión, al final de una vida larga y gloriosa, es al mismo tiempo orgullosa y humilde; Darío es un rey que tiene plena conciencia de su alta dignidad. Lo que ha creado descansa sobre un fundamento firme: es la confianza en Ahuramazda, que ha tomado al Gran Rey bajo su protección.

    Resulta muy difícil hablar de las creencias de los antiguos persas. Sabemos demasiado poco de su religión, de modo que todo comentario al respecto habrá de ser forzosamente más o menos cuestionable. Sobre la religión de los persas resplandece el gran nombre del fundador religioso Zaratustra, pero sigue discutiéndose, todavía, en qué época debe situarse su vida. ¿Vivió a finales del siglo VII o principios del VI, o corresponden sus obras a una época muy anterior? ¿Fueron los Aqueménidas siquiera zaratustrianos? La llamada inscripción daiva, de Jerjes, una inscripción fundamental de Persépolis, parece hablar en favor de esta hipótesis, y se ha aducido ante todo en tal sentido la presencia de la palabra rtavan en la inscripción, relacionándola con el concepto zaratustriano del rtm, que designa el orden divino de la salvación. Sea esto como fuere, lo cierto es que el pueblo persa adoraba deidades sin imágenes, a cielo abierto, de las cuales conocemos dos de tiempos de Heródoto: Mitra y Anahita. Un papel que nosotros apenas podemos penetrar es el de los magos, con cuya religión está enlazado el culto del fuego. Los magos ocuparon también un lugar importante en la vida política.

    Uno de los grandes arquitectos del Imperio mundial persa es Darío; fue él, en efecto, quien imprimió al reino su carácter propio. No puede disimularse que en los colores brillantes se mezclan también sombras oscuras, que, además, cuanto más duraba el Imperio tanto más sombrías se fueron haciendo. Indudablemente, la concepción persa del poder y de la relación del Gran Rey con sus súbditos es irreconciliable con la idea occidental y particularmente con la idea griega de la libertad. Para el Gran Rey todos los súbditos, cualesquiera que sean su condición u origen, son en última instancia esclavos, y no es ciertamente casual que en la tradición solo uno de los colaboradores de Darío adquiera verdadero relieve. Por otra parte, la vida del Gran Rey transcurre en aislamiento deliberado con respecto al pueblo; solamente los grandes y poderosos pueden verle de lejos en las audiencias. Sin duda, ningún soberano del mundo puede renunciar a la fuerza, pero una cosa es hacer uso de la violencia para realizar un ideal, y otra emplearla por pura crueldad. Nos horrorizamos, por ejemplo, al enterarnos de la forma inhumana en que Darío mandó mutilar a los «falsos reyes» y con qué perversidad hizo eliminar a Oretes, sátrapa de Sardes. Sin duda, a la muerte de Cambises, Darío se consideró sucesor legítimo de los Aqueménidas, pero el que fuera o no el único que podía pretender tal cosa es cuestionable. Y, en términos generales, Darío procede probablemente con excesiva holgura de criterio, en sus pomposas inscripciones, al encontrar la verdad y el derecho siempre de su lado, y la mentira y la injusticia del lado de sus adversarios. Zaratustra había hecho de la lucha de la verdad contra la mentira la lucha inexorable de la fe contra su contrincante, lo que constituía un giro muy peligroso. Darío aplicó esta doctrina a la política, la desarrolló y llegó, finalmente, a legitimar el derecho del más fuerte. ¿Qué causas movieron a los Aque­ménidas a mostrar una tolerancia inconcebible en aquellos tiem­pos para con las religiones extranjeras? ¿Querían realmente Ciro y Darío distraer a los súbditos extranjeros de la vida estatal y facilitarles la renuncia al poder político concediéndoles en el terreno de la religión toda la libertad imaginable? ¿Era acaso esto lo que perseguían? No tenemos respuesta. A los griegos, en todo caso, tal libertad no les bastaba, y la prueba está en el levantamiento jónico que conmovió el Imperio persa en una hora crítica (500/499-494).

    Pese a la multiplicidad de sus pueblos, el Imperio persa es un cuerpo unificado, regido por la voluntad del Gran Rey. ¡Cuán distinto es en esto el mundo griego! Hacia el 520 a.C., este da la imagen de una gran dispersión. Claro que el ámbito griego se extiende del Egeo hasta España, del sur de Rusia hasta Egipto, pero, aparte de la metrópoli griega, se trata de una expansión esencialmente puntiforme: en todas las costas del Mediterráneo se encuentran asentamientos griegos, pero en la mayor parte de los casos estos asentamientos han de bastarse a sí mismos y les falta cohesión. Adondequiera que miremos, vemos que las abundantes ciudades-estados griegas, las polis, viven sin relacionarse unas con otras; no existe siquiera una gran idea común, ni un sentimiento nacional helénico, que solo empieza a formarse la víspera de las grandes Guerras Médicas. Sin duda, la flor de la juventud griega de la Hélade y de las colonias se reúne cada cuatro años en Olimpia para el festival de los juegos sagrados, y en las listas de los vencedores figuran al lado de los helenos de la metrópoli muchos nombres de griegos del sur de Italia y de Sicilia, pero esto en nada cambia el hecho de la dispersión política. Sin duda, aparte de unos antepasados míticos comunes a todos los helenos, existen otros elementos que constituyen un vínculo espiritual entre los griegos de los más diversos linajes, y este vínculo consiste esencialmente en el mundo panhelénico de los dioses, tal como se despliega en los poemas épicos de Homero; pero, al lado de los dioses de Homero, aparece la multitud de las figuras divinas locales: cada ciudad y cada pueblo adora sus propios dioses y, precisamente en la época que nos ocupa, los tiranos se disponen, tanto en Sicilia como en la metrópoli, a prepararles lugares de residencia apropiados en grandiosos templos. Falta también, sobre todo, un idioma literario común: el ático solo pasa a ser lengua literaria en el curso del siglo V.

    El núcleo del helenismo sigue siendo la metrópoli griega. En esta ocupa Esparta un lugar principal. Con la conquista de la tierra fértil de Mesenia y la reducción de los infelices mesenios a esclavos, Esparta se convierte en el primer estado del Peloponeso, y los jefes políticos espartanos supieron ampliar todavía esta posición, aproximadamente a partir de mediados del siglo VI, por medio de una excelente política de tratados. Desde el 550 figura Esparta, el estado de los lacedemonios, al frente de la llamada Alianza Peloponésica, organización que comprende casi la totalidad del Peloponeso, aunque con la excepción significativa de Argos. Con Argos está Esparta acérrimamente enemistada. El motivo de la enemistad es la fértil tierra de Cinuria, por la cual aun en los decenios siguientes (batalla de Sepea, en el 494) se siguió luchando encarnizadamente. Frente a Esparta y la Alianza del Peloponeso, capitaneada por ella, todos los otros estados de la metrópoli solo poseen una importancia secundaria. Entre los estados marítimos, son Atenas, Corinto y Egina los más importantes. Gracias a su posición junto al istmo, Corinto aventaja a los otros dos y posee en el mar Jónico una serie de colonias que se encuentran en un estado de estrecha dependencia con respecto a su metrópoli; las más importantes de estas son la rica isla de Corcira (Corfú) y además las ciudades de Dirraquio (Durazzo) y Apolonia. También Potidea, en la península de Calcídica, es una colonia de Corinto. Atenas se encuentra entonces bajo la tiranía de la casa de los Pisistrátidas, esto es, de los dos hijos de Pisístrato, Hipias e Hiparco. El padre había puesto los cimientos para la expansión de la potencia marítima ateniense; durante su gobierno no solo había pasado la isla de Salamina, manzana de la discordia durante muchos años entre Atenas y Mégara, definitivamente a poder ateniense, sino que también en los Dardanelos, el estrecho entre Europa y Asia, que los barcos trigueros del Ponto habían de pasar en su ruta hacia Atenas, tenía desde hacía muchos años una base importante, la ciudad de Sigeo, que se había hecho ya ateniense en tiempos de Solón. El tirano Pisístrato contaba además con valiosas posesiones en la región tracia interior de Tasos; se trataba de las minas de oro del Pangeo, cuyo producto necesitaba Pisístrato para pagar la soldada a los mercenarios extranjeros. Más tarde, cuando los persas se establecieron en la parte europea del Helesponto y, sobre todo, después de la campaña de Darío contra los escitas (513-512), estas posesiones quedaron incorporadas al dominio político persa; es posible que la pérdida de estas ricas fuentes de ingresos contribuyera a provocar la caída de la tiranía en Atenas.

    En la Grecia continental los helenos vivían según sus propias leyes; todos los estados eran autónomos y no reconocían soberano extranjero alguno. La situación era muy distinta, en cambio, por lo que se refiere a los helenos de Asia Menor. Las ciudades griegas, desde la Propóntide (mar de Mármara) hasta Licia, estaban allí bajo el dominio de sátrapas persas. Aunque por regla general estos no se inmiscuyeran en la vida particular de aquellas ciudades, lo cierto es que en muchas de ellas habían ayudado a adueñarse del poder a tiranos que solían apoyarse en las armas de los persas. La vida cultural de Jonia no se vio muy afectada por el curso de los acontecimientos políticos. En Mileto vivían aún Anaximandro y Hecateo, el segundo de los cuales se distinguió como geógrafo e historiador, precursor en este dominio de Heródoto, en tanto que en Éfeso encontramos a Heráclito, «el Oscuro», y al poeta de versos yámbicos Hiponacte, quien, sin embargo, no pudo permanecer en su ciudad natal y hubo de emigrar a Clazómenas. De Samos procedía Pitágoras, que encontró en la Italia meridional un nuevo campo de actividad para su genio polifacético. Sus realizaciones como matemático figuran en los comienzos de la ciencia matemática griega y, como político, actuó sobre todo en Crotona. Allí sus partidarios se unieron a su alrededor para formar una asociación; con sus doctrinas, ante todo con la de la metempsicosis, y con la prohibición de comer carne, causó entre sus contemporáneos una profunda impresión. Su ideología está íntimamente enlazada con la de los órficos, tendencia religiosa que en aquellos días había ganado muchos adeptos.

    Reviste particular importancia la caída de la tiranía de Polícrates de Samos (alrededor del 522). El sátrapa de Sardes, Oretes, había sabido atraer al tirano a territorio de Asia Menor y lo hizo luego asesinar. Después de que hubo gobernado en Samos el escriba privado de Polícrates, Meandro, los persas llevaron a la isla a Silosonte, hermano de Polícrates, quien en calidad de vasallo de aquellos tomó en sus manos las riendas del poder. De esta forma también quedaba Samos incorporada al Imperio persa, y se había realizado el primer paso para el dominio del Egeo. Las ciudades griegas del mar Egeo no habían sido afectadas hasta entonces por la expansión de los persas. Pero esto cambió cuando, probablemente en el 513/512 a C., Darío se armó para su campaña contra los escitas. El objeto de esta expedición, emprendida con un gran despliegue de fuerza y medios, resulta difícil de averiguar. Sin duda, los escitas, partiendo de la región esteparia entre el mar Caspio y el mar de Aral, habían amenazado reiteradamente el flanco norte, abierto, del Imperio. ¿Quería, pues, Darío mediante un ataque desde el oeste, desde el Danubio inferior, atacarlos por la espalda? ¿Confundió acaso Darío, como supone Eduard Meyer, el Danubio con el Yaxartes, subestimando así considerablemente las enormes distancias? No lo sabemos; lo único cierto es que la acción, cuidadosamente preparada, fue llevada a cabo como una acción combinada, con participación también de contingentes jónicos. El arquitecto jónico Mandrocles construyó un puente sobre el Bósforo, con lo que, por vez primera, Europa y Asia quedaron unidas una con otra; por este puente, el ejército de tierra de Darío avanzó a través de Tracia hacia el Danubio inferior y de aquí, después de la construcción de otro puente, hacia la estepa de Besarabia. Los escitas no se presentaron a la lucha, de modo que, finalmente, los persas se vieron obligados a emprender el camino de regreso. No es probable que Darío atravesara el Dniéster ni los otros grandes ríos del sur de Rusia; sin embargo, la empresa no constituyó en modo alguno un fracaso total, ya que Tracia perteneció en adelante, como una cabeza de puente europea, al Imperio persa, y con ella quedaban incorporadas a Persia las ciudades griegas del Ponto Euxino. El coloso persa había dado un paso más en dirección a la metrópoli griega.

    También en Occidente surgían oscuras nubes amenazadoras para los griegos. En efecto, los pueblos de Italia entraron en movimiento y además se acentuó la presión política, ante todo la de los etruscos, que no solo dominaban en la Italia superior, sino también en Campania. La rica ciudad comercial de Cumas se habría perdido si no hubiera encontrado en la persona de Aristodemo un general

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