Historia mínima del teatro en México
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Historia mínima del teatro en México - Eduardo Contreras Soto
Historia mínima del teatro en México
Eduardo Contreras Soto
Primera edición impresa, febrero de 2021
Primera edición electrónica, abril de 2021
D. R. © El Colegio de México, A. C.
Carretera Picacho Ajusco núm. 20
Ampliación Fuentes del Pedregal
Alcaldía Tlalpan
14110, Ciudad de México, México
www.colmex.mx
ISBN 978-607-564-221-5 (vol. 3)
ISBN 978-607-564-173-7 (obra completa)
ISBN 978-607-564-260-4 (electrónico)
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2021.
+52 (55) 52 54 38 52
www.ink-it.ink
Impreso y hecho en México
Índice
Pórtico: antes de la función
Loa
Acto primero
El establecimiento del teatro en la Nueva España
El ámbito religioso: el teatro como evangelización y adoctrinamiento
El ámbito profano: el teatro como entretenimiento
Los espacios: desde la capilla abierta hasta el corral
Los modelos dramáticos renacentistas y la secularización de géneros religiosos
Acto segundo
El Siglo de Oro en su manifestación novohispana
El ámbito religioso y el ámbito profano
Del corral a la corte y al coliseo
El modelo dramático del Siglo de Oro: la comedia profana y el auto sacramental
Acto tercero
Las transformaciones al final del virreinato
La continuidad de la profesión teatral
Desde un Coliseo Viejo hasta otro Nuevo
La influencia neoclásica en el modelo del Siglo de Oro
Acto cuarto
Del neoclásico al romanticismo, pasando por una independencia
Panorama general: nuevos conceptos del actor, de las compañías y de las temporadas
Las transformaciones en los edificios, la escenografía, el vestuario y la iluminación
La lucha entre el neoclásico y el romántico, y los atisbos del realismo
Acto quinto
Del realismo a las formas escénicas modernas, actuales y marginadas
Panorama general: teatros comerciales
Panorama general: teatros institucionales
Panorama general: teatros independientes y regionales
Desde la cuarta pared hasta los espacios adaptados y alternativos
Los nuevos modelos dramáticos: miradas al pasado y al presente
Fin de fiesta
Bibliografía
Sobre el autor
Pórtico:
antes de la función
Y a Dios, que esto no es más de
darte la muestra del paño:
si no te agrada la pieza,
no desenvuelvas el fardo.
Sor Juana
México es un país rico en teatro. La tradición teatral mexicana es heredera de la hispánica del Siglo de Oro, como otros fenómenos de nuestra vida artística. En tal calidad, ha vivido el ejercicio de sus convenciones, su organización, sus calendarios y temporadas y sus relaciones con sus públicos, evocando la vida de los escenarios virreinales. Las transformaciones más intensas de nuestro teatro las ha generado su afán por desmarcarse de dicha tradición, que portamos en nuestro código genético cultural, y los resultados han sido a veces más que meritorios, aunque los retornos eventuales a ella, cuando se han hecho de manera sabia, informada y gozosa, también han alimentado los momentos afortunados de esta misma historia.
Por la sencilla razón de las innovaciones del entretenimiento, incluso las tecnológicas, el teatro cambió su importancia en las preferencias del público mexicano cuando aparecieron otras formas, como el cine, la radio y la televisión, que lo fueron confinando a su lugar casi artesanal y de jerarquía artística supuestamente superior frente a todo lo mencionado antes, como se le mira desde la segunda mitad del siglo xx. Este paso del teatro, desde su supremacía como el principal entretenimiento popular del siglo xix hasta su marginación en la vitrina de lo exquisito del siglo xx —salvo contadas excepciones—, puede contarse desde tres diversas perspectivas, por lo menos.
Si observamos nuestro teatro desde la perspectiva de los actores, entonces podemos contar una historia de personajes célebres en los efímeros gustos populares, pero influyentes en la selección de repertorios y en su manera de interpretarlos: muy retórica en casi todo el siglo xix, como una herencia de las convenciones neoclásicas; más natural con la llegada de estilos realistas, y ya muy diversificada con la especialización de formas y géneros y con la aparición de la formación profesional teatral, sobre todo después de 1947, con el surgimiento de carreras académicas para la actuación y la literatura dramática.Entre esta experiencia pedagógica y los requerimientos que han ido pidiendo los nuevos medios electrónicos, el trabajo del actor ha sufrido cambios radicales, pero no tanto sus situaciones clásicas: de gran fama cuando se vuelve una estrella de moda; de respeto excepcional cuando su calidad artística es reconocida por exquisitos y complacientes; de menosprecio o inexistencia virtual cuando sólo sirve de marioneta para los caprichos de directores y productores. Estos caminos los han recorrido personajes célebres como José Valero, María Guerrero y Enrique Guasp de Peris en el siglo xix; Virginia Fábregas y Prudencia Grifell en el paso de un siglo a otro, y Leopoldo Beristáin, Joaquín Pardavé, los hermanos Soler, Mario Moreno Cantinflas, Alfredo Gómez de la Vega, Ofelia Guilmáin e Ignacio López Tarso en el siglo xx, entre tantos otros.
Si observamos nuestro teatro desde la perspectiva de su representación y los espacios en que se ha dado, vemos moverse a nuestro mundo escénico por los muy diversos edificios donde se ha presentado, en un país que conserva inmuebles teatrales del siglo xviii y que se prodigó en seguir construyendo decenas de ellos, para abandonarlos después a su conversión en cines o simplemente a su destrucción, y luego venir a recuperar a los sobrevivientes y rehabilitarlos para su uso original. En México se ha hecho teatro por igual en los edificios más sofisticados, con los recursos más ricos y modernos, y en los campos más aislados de las comunidades campesinas, con los recursos más humildes y el máximo entusiasmo para crear —y creer— en las ficciones representadas. En poblaciones grandes y chicas podemos ver cada noviembre el Don Juan Tenorio de José Zorrilla, cada diciembre las pastorelas, cada cuaresma la pasión de Jesucristo. Nuestro teatro ha visto desplazar el centro de su poder creativo y administrativo, desde los primeros actores de las compañías organizadas según la herencia hispánica, hasta los directores que se erigieron gradualmente, sobre todo después de 1930, como los creadores únicos o principales de la escena, en pugna con los dramaturgos o, incluso, con los empresarios de los escenarios comerciales, quienes mandan sobre directores y actores para imitar servilmente las producciones estadunidenses o británicas. Estos directores han tenido sus efímeras famas de poder, como Julio Bracho, Seki Sano, Héctor Azar, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola, Julio Castillo, Luis de Tavira o Ludwik Margules, por citar algunos ejemplos.
Si observamos nuestro teatro desde la perspectiva de los dramaturgos,estableceremos una especie de franja marginal que ha caracterizado toda la historia de nuestra literatura dramática: en México el dramaturgo nativo rara vez ha predominado en el gusto del público sobre sus colegas o rivales extranjeros. En los medios escénicos fue costumbre de todo el siglo xix y de la primera mitad del xx preferir la dramaturgia de los autores españoles, y en menor medida la traducción de otros europeos, como productos ya probados en otras taquillas, sin riesgos para los empresarios locales. Al abandonar el teatro gradualmente su carácter popular, los dramaturgos mexicanos fueron hallando nichos de reconocimiento en los escenarios de las instituciones gubernamentales, como el Instituto Nacional de Bellas Artes o las universidades públicas, pero incluso allí su presencia no siempre ha sido la protagónica. En el teatro de entretenimiento comercial del siglo xx el dramaturgo mexicano casi no existe. Ahora bien, no obstante su desventajosa presencia, siempre se ha montado a los paisanos, y algunos han alcanzado éxitos tanto de taquilla como artísticos, lo cual ha permitido su reposición eventual y la publicación de su repertorio. No deja de generar algo de orgullo ver una nómina numerosísima encabezada por autores como Marcelino Dávalos, Rodolfo Usigli, Elena Garro, Sergio Magaña y Óscar Liera, autores de obras que siempre se representarán y que señalarán a los futuros la tradición de la que provienen.
Todo lo anterior permite hacernos una idea más precisa de cómo es rico en teatro México, y de cómo posee un teatro propio: muchos teatros propios.
Loa
Este libro trata acerca de la historia del arte del teatro en los territorios de lo que primero fue el Virreinato de la Nueva España y después, y hasta la fecha, México, desde los inicios del siglo xvi hasta el final del siglo xx. Por teatro entenderemos en este libro al arte de la representación viva de personas, situaciones e historias por parte de actores ante espectadores en espacios determinados para tal representación. Se puede ampliar el concepto para englobar, de una manera más general, a formas de representación y espectáculos que no se han considerado como teatro en determinadas épocas históricas, pero que hoy podríamos ver como tal arte o, por lo menos, como fenómenos que contienen elementos de lo teatral según nuestro concepto. De esta manera, podría incluirse en la historia del teatro en lo que ahora es México a formas de representación espectacular realizadas en los pueblos que habitaban originalmente el territorio hasta la llegada de los conquistadores españoles: formas que se integraban en el todo de su vida cultural y que desaparecieron con la Conquista y aculturación de los sobrevivientes a ésta, pero que debieron dejar alguna huella en la manera como los descendientes del mestizaje practicamos y recibimos las formas de representación espectacular actuales. Empero, ya que no disponemos de la suficiente información para precisar cómo eran estas manifestaciones espectaculares prehispánicas, y puesto que el conjunto de la vida teatral novohispana y mexicana es una herencia y continuación directa de las formas del teatro de la cultura occidental, lo cual sí podemos documentar con mucha mayor certeza y precisión, nuestro eje de estudio en este libro partirá de la perspectiva occidental del teatro, sus manifestaciones a lo largo de cinco siglos y las obras producidas como resultado del ejercicio de tales manifestaciones.
En México se ha dado una vida teatral intensa y variada, asociada siempre con el desarrollo y los cambios ocurridos con toda la historia del teatro occidental en general. Por ello, es útil y valioso tener en cuenta los elementos que constituyen esta historia, con los que dialoga nuestra historia teatral local desde el siglo xvi, y así serán mencionados de manera constante, de ida y vuelta en una ruta que nos conecta con el mundo y nos integra en él. Es verdad que existen manifestaciones en el teatro de México que se han vuelto específicas y características por la manera como se realizan en este país, pero podemos darlas por específicas precisamente al confrontarlas con el todo general del teatro de Occidente. Como en todas las formas artísticas, podríamos establecer la sutil diferencia entre un teatro realizado en México y un teatro realizado por mexicanos, pues esta distinción ha constituido, más en el pasado que ahora, todo un debate por la identidad de la cultura mexicana. Podemos ir desde el extremo de las compañías extranjeras que han presentado su trabajo foráneo en sus giras y visitas a México, hasta los artistas teatrales nacidos en México que han hecho su carrera y presentado su trabajo fuera de su país; en un sentido amplio, uno y otro siguen siendo teatro mexicano
, ya sea por el qué o por el dónde. Pero dentro de esta gama de posibilidades del concepto, en esta historia se le dará más importancia a la labor creadora realizada en el territorio mexicano por los creadores en él nacidos, o que desempeñaron su carrera principal en México independientemente de su lugar de origen. Al delimitar de esta manera este objeto de estudio, no pretendo descartar la vida teatral internacional que se ha dado en México durante todos los años de su historia; sólo se le dará un lugar proporcional dentro del mundo de lo que constituye la aportación específica del medio local en la vida del entretenimiento general.
Y aquí puedo empezar a indicar cómo se organizará esta historia teatral, en cuanto a los elementos a los que se les dará seguimiento durante los siglos de su transcurso. Al ser el teatro un fenómeno artístico que involucra la participación conjunta de artistas de diversa índole, podemos darle un seguimiento detallado a través de quiénes lo representan, qué representan y dónde lo representan. Es decir, seguiremos tres ejes de desarrollo de la vida teatral que corresponden a facetas especializadas del ejercicio de este arte, como si hiciéramos a la vez una historia de los actores y de la actuación, una historia de los dramaturgos y directores y de la dramaturgia, y una historia de los espacios teatrales y de la escenografía. Es un camino como cualquier otro para abordar de manera sistemática un fenómeno que, en la realidad, ocurre con el concurso de todas sus partes integradas sin distinción, pero nos permitirá observar de mejor manera las manifestaciones y los cambios propios de épocas y lugares particulares. Incluso en momentos en los que no existía un director de escena como lo entendemos hoy, sí existía la función de la dirección escénica, y estaba a cargo de determinadas personas aunque no se las llamara directores entonces, como los actores principales o los dramaturgos. De manera análoga, aunque no hubiera un dramaturgo literario en muchas formas de teatro basadas en la caracterización, como las bufonadas circenses o las maromas, la función de la dramaturgia sí se daba, en este caso, por parte del propio representante. Por eso podemos hablar de estos tres ejes del discurso teatral y seguir su desarrollo en las historias del teatro: la actuación, la dramaturgia y el espacio escénico.
Ya que he expuesto las líneas básicas de estudio de esta historia del teatro, y que es evidente cómo obedecen a un concepto occidental de tal arte, puedo volver sobre el hecho de que no dispongamos de información realmente detallada y específica sobre cómo pudieron ser las formas de representación escénica de los pueblos prehispánicos. Es un hecho lamentable, pero no tiene remedio, como no lo tiene tampoco la ausencia de documentación real para la música, la danza y en general para todas las artes de representación escénica. El problema no es tan grave, por ejemplo, para la pintura, la escultura, la arquitectura, la literatura o las artes aplicadas, porque en estos casos sí sobrevive una buena cantidad de objetos que por sí mismos permiten documentar sus respectivas historias artísticas. Pero ningún arte de representación se puede documentar con la misma precisión porque su naturaleza misma es efímera: su manifestación termina al terminar la ejecución, y en realidad siempre hacemos sus historias desde testimonios indirectos, incluso en los dos últimos siglos en que se cuenta con recursos como el registro de imágenes en movimiento para documentar; ni siquiera esos registros visuales equivalen al hecho artístico, y como tales pasan a ser un documento más en el eslabón de herramientas para su conocimiento, estudio y elaboración histórica.
Pero entonces se podría preguntar por qué no usamos los testimonios indirectos disponibles para reconstruir, o por lo menos imaginar, una historia del teatro o de lo teatral en los pueblos prehispánicos que habitaron el territorio del México actual: existen crónicas de los primeros conquistadores y evangelizadores que abordaron, aunque sea de paso, algunos aspectos de sus manifestaciones de representación espectacular, y hay especialistas que han podido desentrañar algo de la lectura iconográfica de los escasos códices supervivientes. Podríamos valernos de esta información para lograr, tal vez, una reconstrucción análoga a la de las historias de las formas teatrales antiguas del propio Occidente, como los griegos y romanos, los europeos medievales y hasta las formas renacentistas y barrocas, por ejemplo, el teatro inglés de la época isabelina y jacobea, o el teatro hispánico del Siglo de Oro. Veamos la diferencia entre lo documentable del teatro occidental en general frente a lo teatral prehispánico.
La razón principal por la que es más posible reconstruir o imaginar las historias de estos momentos del teatro occidental y no las de los momentos teatrales prehispánicos se basa en la calidad específica de la documentación respectiva: en todos los momentos occidentales citados contamos con testimonios mucho más detallados y específicos en torno a sus respectivas manifestaciones, realizadas por quienes participaron en ellas o por testigos contemporáneos pertenecientes además a las mismas culturas que crearon tales manifestaciones, y que por ende no tenían que conjeturar nada, puesto que compartían el código de significados artísticos, sin necesidad de intérpretes ni traductores. Además, hay vestigios arqueológicos de edificios teatrales en todas las épocas historiadas en Occidente, lo mismo físicas reales que gráficas; estas últimas de nuevo generadas por contemporáneos de sus respectivos momentos. Y lo más importante: sobreviven obras teatrales escritas de la mayor parte de los momentos del teatro occidental que hoy consideramos significativos. No sólo importan por su valor literario intrínseco, que desde luego poseen muchas de ellas: para la historia del teatro, importan porque fueron escritas con la conciencia de que debían funcionar en su representación escénica en los espacios entonces habituales, y si las aprendemos a leer con esta misma conciencia, nos aportan mucha más información que la meramente literaria, gracias a lo cual podemos cerrar un circuito de informaciones que provienen de la documentación externa a estas obras, la cual mencioné al principio.
Por desgracia, no contamos con casi nada de este tipo de documentación que refleje, de manera específica y detallada, los elementos de las manifestaciones espectaculares de los pue- blos prehispánicos. Los cronistas recogieron la mayor cantidad de noticias disponibles de pueblos cuyas ciudades acababan de destruir los soldados conquistadores y cuyos escritos estaban des- truyendo los religiosos menos sensibles. Mucha de esta tradición escénica debió conservarse por vía oral, de manera que se perdió conforme iban muriendo los últimos que la sabían sin poder transmitirla a las generaciones siguientes, que fueron integrándose en la nueva cultura mestiza. Incluso personajes que compartieron lo mejor de ambos mundos, como Hernando Alvarado Tezozómoc o Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, no nos dejaron material relativo de manera particular a lo teatral, y no tenían por qué detenerse en este aspecto: no se dedicaban de manera específica a ello, y sus historias tenían un carácter muy general, centradas sobre todo en los hilos políticos y sociales. Existe información más precisa para nuestro interés en los religiosos que recopilaron noticias de primera mano de los ancianos supervivientes, o de los jóvenes que heredaron la tradición y la pudieron comunicar a dichos religiosos: es el tipo de información que suele citarse de las obras de Toribio de Benavente —también conocido como Motolinía—, de Diego Durán o de Bernardino de Sahagún. En sus escritos, y en los de otros autores que también recopilaron datos de primera mano o que usaron los de estos pioneros, se dibuja ya una recreación de la vida ritual y religiosa que contenía su manifestación espectacular pública, con descripciones de danzas y representaciones que incluían vestuarios y caracterizaciones específicas. Hay especialistas de los tiempos modernos que han asociado estas descripciones de los cronistas citados con el examen de los vestigios arquitectónicos subsistentes en diversas zonas arqueológicas del territorio hoy mexicano, sobre todo, cierto tipo de edificación en forma de plataforma con leve elevación llamada habitualmente con el nombre náhuatl de momoztli, y que solía construirse en los perímetros de los templos principales dentro de las grandes ciudades. Empero, no debemos perder de vista que la gran mayoría de los llamados cronistas de Indias pre- sentes en la naciente Nueva España se dedicaron a estudiar, casi de manera única, la cultura del señorío mexica, y es mucha menor la información recopilada sobre la gran diversidad de los demás pueblos mesoamericanos. Por ende, cualquier hipótesis de reconstrucción de la vida espectacular que provenga de estas crónicas debe considerarse como referida primordialmente a los mexicas, y no darse como absoluta ni de ejercicio común entre todos los demás pueblos de la región.
Esta precisión debe extenderse a los materiales literarios disponibles de ese mismo periodo, que siempre deben leerse con precaución, pues fueron transcritos por los mismos religiosos que estaban incorporando en una cultura y en una religión nuevas a su también nueva grey, por lo cual puede sospecharse que habrían efectuado interpolaciones de interpretación occidentalizada a materiales literarios provenientes de los pueblos originarios. Sin que podamos precisar hoy el grado en que se hubiera dado esta contaminación literaria, cabe señalar que esta transmisión se encuentra en una situación similar a la de las crónicas sobre rituales, danzas y edificaciones para presentarlos: el predominio de lo que sobrevive en náhuatl es casi completo, frente a la escasez o total ausencia de otros idiomas del periodo. Una excepción muy afortunada es lo que se ha transcrito y transmitido en lenguas de la familia maya-quiché, la cual sí ha dejado textos extensos e importantes, como es de todos sabido; uno de estos escasos materiales, cuya antigüedad real no se puede precisar pero que revela hechos, formas, vocabulario y disposición de espacio y tiempo no influidos por la cultura occidental, es el texto llamado en su tradición local Baile del Tun —Xahoh Tun—, hoy más conocido como el Rabinal Achí —El varón de Rabinal— o Quiché Vinak —El varón de Quiché—. Este texto es una muestra muy valiosa que apenas nos permite asomarnos a lo que pudo ser una de muchas y diversas formas de representación espectacular en los pueblos mesoamericanos antes de la llegada de los conquistadores.
Ahora bien, el que no podamos abundar más, de manera seria, sobre las formas teatrales del pasado prehispánico no nos impide notar que hemos heredado desde esa época una visión centralizada de las culturas en el México moderno: puesto que ya el señorío mexica estaba consolidando un dominio militar y económico en toda la región del centro de México, hasta el grado de que solemos llamar imperio
al sistema de dominio que éste ejercía cuando llegaron los españoles, éstos aprovecharon la situación existente para imponer su propio sistema de dominio montándose en la estructura de dominio conquistada. Por eso, con toda seguridad, la cultura mexicana se ha gobernado por los criterios centralistas impuestos desde su ciudad capital, desde siempre y hasta