¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?
Por Betz Burton
4.5/5
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"¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?"
Esa es la actitud de Eva ante la vida. No dar nada por supuesto.
La frase que su madre le repitió hasta la saciedad desde pequeña, y que la ha llevado hasta un puesto de becaria a sus 28 años en una empresa que ni siquiera le gusta. Pero esa es su forma de ser, y no tiene intención de cambiarla.
Lo único que no consigue probar, no porque no quiera, es a enamorarse. Lo suyo son las relaciones de usar y tirar, y las personas que no pasan demasiado tiempo en su vida. Ni hombres ni mujeres han conseguido nunca hacer que se interese por el romanticismo que parece existir solo en las películas.
Por eso de repente le resulta tan extraña la fijación que siente hacia Diana, la rubia, perfecta e inalcanzable directora de Marketing de su nueva empresa: su jefa. Aunque, conociéndose, quizá si lograra de ella la atención que busca dejaría de hacer el idiota y podría pasar a otra cosa. ¿O no?
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¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado? - Betz Burton
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Beatriz Prieto López
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?, n.º 6 - mayo 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1375-641-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
1
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Epílogo
Si te ha gustado este libro…
1
«¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?». Eso me dijo mi madre ante el primer puré de verduras que me sirvió al cumplir los seis meses. Sí, se lo escupí a la cara y lo puse todo perdido, pero hice mucho más que tomar una cucharada de papilla verde. Aquel día adopté una actitud ante la vida, nunca dar por hecho que algo no me gusta antes de probarlo. La parte positiva era que podría escribir un libro con todas mis experiencias vitales; la negativa era que sería un relato plagado de escupitajos y náuseas. Resumiendo, la vida me llevó por una serie variopinta de decisiones y pruebas hasta llegar aquí, a mis 28 años, de becaria, en una empresa de la que nunca había oído hablar y en la que es probable que no dure más de dos meses. Porque, a pesar de todo, tengo una licenciatura en Relaciones Públicas, pero sospecho que solo me va a servir para relacionarme públicamente con la máquina de café y la fotocopiadora. Pero, eh, encantada de formar parte del equipo».
Eva ensayaba una y otra vez su discurso frente al espejo, mientras comprobaba si sus únicos zapatos de tacón hacían juego con el modelito que había escogido para su primer día de trabajo. Tendría que edulcorar un poco las palabras cuando presentara sus respetos a su nuevo jefe, pero causaría mejor impresión si al menos su ropa era la adecuada.
En realidad, si fuera por ella habría elegido un vestuario mucho más cómodo. Quizá un vaquero y una camiseta ancha, discreto a la par que sencillo. Pero no quería llamar demasiado la atención. Por eso escogió un pantalón negro de pinzas bastante ajustado, una camisa blanca y sus zapatos negros para ocasiones especiales.
No los necesitaba. Con su metro setenta y ocho de altura esos vertiginosos stilettos eran casi un martirio que, siendo fiel a sus principios, había probado por primera vez hacía un par de años, dejando claro que no eran para ella. A su juicio le hacían parecer un elefante caminando sobre un andamio, tras lo cual los lanzó a las profundidades de su armario para confiscarlos con el resto de la decoración navideña, aquella que usaba únicamente una vez al año.
–Bueno, no está tan mal –dijo en voz alta para ella misma–. ¿Tú qué crees, Rumpel? –Dirigió la mirada a su gato atigrado gris de pelo corto, que la observaba desde una posición privilegiada en el hueco de la cama que ya había hecho suyo.
«Miau».
–Ya, siempre me dices lo mismo.
Eva acarició con cariño la cabeza de su mascota antes de recoger su teléfono móvil y sus llaves. Tarea que para cualquier otra persona requería apenas unos segundos, pero a ella le llevaba al menos un par de minutos, puesto que cada objeto se encontraba en un extremo opuesto del cuarto. En su caótico mundo, sabía perfectamente dónde estaba cada cosa, aunque nadie que entrara allí definiría su habitación como un espacio ordenado.
–Adiós, peque. ¡Deséame suerte!
Llevaba viviendo allí casi ocho meses, pero todavía le costaba acostumbrarse a la arquitectura funcional y sin personalidad de la gran ciudad. Recordaba perfectamente la imagen de la construcción del día que fue a hacer la entrevista: uno de esos modernos y asépticos edificios situado en un barrio de las afueras. Una amalgama de oficinas levantadas en altura que funcionaban de ocho de la mañana a siete de la tarde aproximadamente, y que se convertía en un pueblo fantasma cuando comenzaba a anochecer. Pero así eran las cosas en las ciudades.
El ascensor se detuvo en la tercera planta. Nada más salir, cualquier visitante podía comprobar que se encontraba en la entrada de E-Vento, servicios integrales, según rezaba el cartel colocado estratégicamente a media altura en la pared derecha de la puerta; y el logo que podía recordar a la representación del aire en cualquier imaginario popular. Habría llamado al timbre, pero también recordaba que la puerta se mantenía abierta, según su suposición, al menos durante el horario habitual de visitas. Al cruzar el umbral se encontró con la mesa de atención e información, donde una sonriente, guapa y rubia veinteañera recibía a los visitantes y tomaba nota de su llegada y propósito.
–Buenos días –saludó la recepcionista al verla–. Eva Suárez, ¿verdad?
–Sí –respondió Eva rápidamente–, buenos días.
–Dame un momento para avisar a Diego de tu llegada.
–Vale, gracias.
Eva se entretuvo tratando de captar alguna información sobre los entresijos de la oficina, que ahora le interesaba más que el día de su entrevista. El espacio lo componían largos pasillos a izquierda y derecha que desembocaban en puertas similares a las de un corredor de hospital. Esperaba al menos no encontrarse con pacientes enfermos necesitados de algún tipo de medicamento milagroso. Al final de ambos pasillos había una puerta más llamativa que las demás, de madera maciza veteada, y un cartel dorado que desde su posición no alcanzaba a divisar.
«¿Dónde estarán los baños?».
Antes de poder responder a su pregunta, su hilo de pensamientos mentales se vio abruptamente cortado por una voz a su espalda.
–Bienvenida, Eva –dijo la voz de Diego, que le resultaba al menos familiar.
Efectivamente, cuando se dio la vuelta, descubrió al mismo chico que en su día le hizo la entrevista. Podía definirse como todo un hipster, con una poblada barba fruto de varios meses de trabajo, una camisa azul oscura y unos tirantes rojos a juego con unos pantalones pitillo del mismo color.
–Gracias. Encantada de formar parte del equipo –musitó, reduciendo a la mínima expresión todo el discurso que con tanto cuidado había preparado frente al espejo.
–Ven, te enseñaré las instalaciones.
La oficina era… lo que cabía esperar de una oficina. Justo detrás de la recepción había tres grandes salas multiusos. Por lo que Diego le explicó, dos de ellas se utilizaban como salas de reuniones para hablar con clientes o cuando se hacían reuniones de equipo. La tercera, compuesta por una mesa con sillas, una nevera y un microondas, funcionaba como sala de estar para los descansos de los empleados. Aunque desde fuera no le parecía demasiado acogedora.
El pasillo de la izquierda estaba formado por tres espacios definidos: uno que Diego presentó como administración, otro que nombró como el departamento de cuentas, y el último, que se apartaba levemente de ambos y que contaba con título propio, en el fondo del pasillo. Aquel dorado que Eva no había conseguido ver antes pero que ahora leía con claridad, y rezaba: «Luis Miguel Antúnez, CEO».
El pasillo de la derecha fue el más relevante para ella. Allí se encontraban otras tres salas, predispuestas del mismo modo que las del pasillo de la izquierda. La primera, daba cabida al departamento creativo; y, la segunda, donde ella pasaría seis largas horas al día, el departamento de producción. También observó cómo el segundo despacho independiente pertenecía a una tal Diana Fuentes, dirección de marketing, pero su mente ya estaba demasiado centrada en su nuevo lugar de trabajo. Tanto que olvidó preguntar dónde estaban los baños, mientras su vejiga se llenaba lenta pero inexorablemente de líquido.
–Y este es tu sitio –comentó Diego después de entrar en el departamento de producción, pero antes de presentar oficialmente a nadie.
Podía contar un total de cinco puestos de trabajo, dispuestos tres frente a los otros dos, pero solo cuatro estaban ocupados formando un cuadrado perfecto. Como era de esperar, a ella le tocaba el más alejado de la puerta, por lo que advirtió que tendría que molestar a dos de sus compañeros cada vez que quisiera entrar y salir de su escueto espacio formado por una silla y un ordenador portátil: un chico y una chica que aguardaban expectantes a que alguien hiciese las presentaciones. Sin embargo, fue la chica que se sentaba frente a ellos quien tomó la iniciativa y se levantó decidida a conocer a Eva.
–Hola, yo soy Marta. –El movimiento lógico fue el de dar dos besos, al que Eva respondió según las normas de cortesía del saludo.
–Yo Eva, encantada.
–Estos son Nuria y Javier –siguió la joven–, que parecen más vagos de lo que en realidad son.
Eva saludó con media sonrisa y un movimiento de la mano.
–Perdona, Eva –dijo el tal Javier–. La costumbre.
Javier se levantó también para saludar cortésmente a Eva, y Nuria hizo lo propio, aunque con una evidente desgana que para ella no pasó desapercibida. Podía definir a sus tres compañeros como un grupo de música pop de los ochenta, cada uno con su propio estilo, pero que de alguna forma encajaba con el resto. Marta era pelirroja, no sabría decir si natural o teñida, llevaba el pelo muy corto, rapado en un lateral, y vestía con un pantalón ceñido y una camiseta suelta, completamente de negro. Nuria tenía el pelo largo y castaño claro, semirecogido con unas horquillas, y estaba vestida con una falda larga en tono pastel y una blusa blanca cerrada hasta el cuello. El tal Javier tenía la apariencia de ser una persona que no se preocupaba apenas de su aspecto, con el pelo desaliñado, una barba de dos o tres días y vestido con un vaquero y una camiseta con un divertido dibujo de un dinosaurio pensativo.
El silencio se instauró un segundo después de las presentaciones, sin que ninguno tuviese claro cuál era el siguiente paso. Diego, que ya había tomado asiento en su posición, fue quien se encargó de romper ese momento incómodo.
–Puedes sentarte y ahora te diré qué hacer.
–Claro… –Sonó casi convencida, pero una presión creciente en su vejiga hizo que amagara en su propósito–. Me gustaría ir antes al baño, por favor.
–Ah, sí, sí. Tienes que salir de la oficina, del todo, el baño de chicas está a la derecha. No tiene pérdida, pero si te lías pregunta a Cris, la chica de recepción.
Eva asintió antes de abandonar la sala a su suerte. Apresuró el paso por el pasillo camino de la recepción, donde dudó de la dirección que debía seguir bajo la atenta mirada de Cris. Sin embargo, su sentido innato de la orientación no tardó en recomponer sus ideas para evitarle la vergüenza de tener que preguntar a la joven recepcionista. Con el rumbo marcado se dispuso a apresar el picaporte, pero, justo antes de lograrlo, la puerta se abrió con tal violencia que a punto estuvo de estampar su cara en la superficie y dejarla como un vinilo plástico perfectamente adherido a un cristal.
Al otro lado una mirada funesta sobrevoló su presencia sin intención o interés en disculparse por haber atentado contra su integridad. Una mirada gris y fría como el hielo que pertenecía a una mujer alta y rubia, de aproximadamente metro ochenta de altura y proporciones esculturales que entró con rigidez y firmeza. Y que pasó de largo moviendo el aire y tal vez el suelo a su paso, sin detenerse por nada ni nadie hasta llegar a su destino y sellar ese lapso con un portazo del despacho de Dirección de Marketing que retumbó en toda la oficina.
«Todos encantadores en esta empresa».
En realidad, cada segundo que pasaba menos convencida estaba del encanto de aquel lugar. Especialmente después de rellenar el cuadradito 125 de su hoja de cálculo en Excel. No podía decir que su tarea no fuese entretenida: hacer un listado, por orden alfabético, de todos los bares con capacidad para más de cincuenta personas en diez kilómetros a la redonda.
Entretenido, sin duda. Divertido, no tanto.
Y si todas sus tareas como becaria de producción se iban a reducir a hacer listados inútiles, quizá su incursión en el mundo de los eventos terminase antes de lo previsto, porque podía decir sin temor a equivocarse que aquello no le gustaba.
La puerta del departamento se abrió, quebrando la silenciosa armonía del trabajo en solitario. Ninguno pareció sorprenderse por el ímpetu con el que la mujer rubia –de cuyo nombre no podía, o quería acordarse– entró sin saludar a nadie. En ese momento pudo observarla un poco mejor que en su primer encuentro, para comprobar que la intimidante energía que irradiaba no procedía únicamente de su forma de caminar. Hasta su vestuario, compuesto por un elegante vestido gris oscuro hasta la rodilla, medias oscuras y botas altas cumplía con la función de amedrentar al personal. Por no hablar de su peinado recogido y bien sujeto en la parte superior de la cabeza, con un par de mechones convenientemente sueltos que prometían una larga cabellera llena de ondas que suponía nadie en ese lugar había visto. Llegó directamente al sitio de Diego y lo increpó sin muchos miramientos.
–¿Qué ha pasado con el cóctel para la conferencia del doctor Rubial? –preguntó en un tono de voz seco y distante.
–Llamaron ayer diciendo que habían aumentado las plazas –respondió Diego, sin dar demasiada importancia al tono imperativo de la mujer–. Al final son 65 personas y no nos cabían en el bar que habíamos alquilado. Ya está cancelado. Y Eva está haciendo un listado con opciones nuevas.
–Tiene que estar solucionado esta tarde –ordenó, tras echar un fugaz vistazo a la silla ocupada por Eva para negar su existencia con la misma indiferencia por segunda vez y salir de allí con la exacta rapidez a la que había entrado.
–No le des importancia –comentó Marta ante la cara de estupefacción de Eva–, es así con todo el mundo.
–¿Quién es? –quiso saber Eva.
–Diana, la directora de marketing. Se cree la dueña de todo porque Luismi nunca está en la oficina. Luis Miguel es el CEO.
–Si podéis llamarle Luismi será que es majo.
–Él sí –dijo Diego uniéndose a la conversación–, pero no tenemos la misma relación con ella, a la vista está.
–Nosotros la llamamos Lady Di –comentó Javier–, más que nada por si se le pega algo, aunque sea el coche.
–¡Javi! –gruñó Nuria.
–¿Qué? Todos lo pensamos, pero nadie lo dice. Es una hija de perra.
–Javi está picado con ella porque insinuó que es un malfollado –explicó Marta.
–No lo insinuó, dijo literalmente que venía a trabajar amargado porque mi novio no me daba lo mío. Desde luego, pelos en la lengua no tiene, debe tenerlos todos en el coño.
–¿Eres gay? –preguntó Eva casi por inercia.
–No.
No quiso seguir indagando, había recibido demasiada información en su primer día de trabajo. Aquella oficina en la que se respiraba más silencio que otra cosa escondía también tensiones y malos rollos. Y una de las causas claras era aquella mujer que ostentaba el cargo superior en la empresa pero que en dos ocasiones había rehusado conocer a la incorporación más reciente. Una arriesgada y cuestionable estrategia para ganarse el respeto de sus subordinados, pero más que efectiva para ganarse su temor.
El día siempre mejoraba cuando veía a Sonia, su mejor amiga desde hacía siete meses y medio. La verdad sobre cómo se conocieron era un tema que habían prometido vetar en el noventa y nueve por ciento de las ocasiones, aunque no podía evitar que una parte de su cerebro evocara su primer encuentro cada vez que se veían. –Y cómo le había entrado sin anestesia ni nada en un bar de ambiente al que se le ocurrió ir una de sus primeras noches en la capital–. Esa tarde habría preferido irse a casa, pero Sonia no habría aceptado un no
por respuesta ante su primer día de trabajo. Quería saberlo todo. Ella y el resto del grupo, Edu y Blanca, los amigos de Sonia que ahora eran también los suyos, a quienes estaba más que agradecida por haberla aceptado como una más. De lo que estaba segura era de que ya no podría vivir sin ellos.
–Por fin, hija –saludó Sonia elevando su tono de voz–. Mira que te haces de rogar.
Sonia era más o menos como ella, aunque unos veinte centímetros más baja. Pelo castaño y largo, que siempre llevaba recogido en una coleta. Eva prefería llevarlo suelto, liso u ondulado dependiendo del día, y un poquito más corto por norma general. Entre sus muchos parecidos, estaba también el de la ropa. Sonia solía escoger vestimentas que resultasen cómodas, aunque no fueran tan vistosas, quizá porque su trabajo no exigía una etiqueta en particular.
–¿Cómo están esas chicas de oro? –preguntó ella saludando también a su manera.
–Menos mal que no me ofendo… –dijo Edu con una fingida mueca de desgana, típica en él, un gesto encantador que hacía saltar a la vista su carácter algo femenino.
–¿Te vas a ofender a estas alturas?
–Sí, lo tengo bastante asumido. Pero me pido Betty White, que era la que más molaba.
–Desde luego es la que más te pega. –Sonia sonrió señalando a la rubia cabellera de Edu, casi en un idéntico color al que lucía la susodicha en la antigua serie de los ochenta. Claro que solo en eso se parecían, porque en todo lo demás, Edu seguía siendo un niño. Un peinado de estilo teenager con flequillo perfectamente peinado hacia la izquierda que enmarcaba su rostro casi angelical y siempre afeitado. Su imagen era precisamente la de un eterno adolescente, de vestimenta desenfadada compuesta por pantalones, polos o camisas de diversos colores. Guapísimo, tal y como sus amigas habían reconocido varias veces, que nunca tenía problema para mostrarse bien acompañado de todo tipo de parejas esporádicas.
Después de dar los dos besos de rigor a cada uno, tomó asiento en el lugar que tenían destinado a tal efecto.
–Bueno, cuéntanos –pidió Blanca ante su impasible silencio, al tiempo que se acomodaba como podía en su silla casi haciendo malabares con su ajustado traje azul marino, el uniforme oficial de las comerciales de su empresa que a ella le sentaba especialmente bien y que encajaba a la perfección con su carácter más serio y sofisticado. Exactamente igual que su pelo negro como el carbón, divinamente planchado como una tabla, que llegaba hasta sus omoplatos.
–No sé… –comenzó–. El sitio no está mal, es grande y eso… Se ve que tienen bastantes clientes, pero, además del hecho de que no me han dejado hacer prácticamente nada, la mayoría de la gente parece que tiene un palo metido en el culo. No todos, algunos de mis compis parecen majos, es pronto para juzgar, pero hay sobre todo una que por donde pasa no vuelve a crecer la hierba.
–Esas son las peores cuando se sueltan –comentó Edu, como sabiendo algo que las demás ignoraban. A pesar de ser abiertamente gay y de las maneras que tenía de hablar y expresarse, algunas veces intentaba dar lecciones sobre el sexo femenino, cosa de la que sin duda no tenía ni la menor idea.
–No creo, es la jefa. Y lo deja bastante claro.
–Uf, qué morbazo me dan a mí los jefes a tope de power.
–Esa seguro que no –dijo Blanca con un evidente tono irónico.
–Hombre, claro, ya sabes que, si no tengo un mango donde agarrarme, me mareo. Pero a lo mejor Evita puede encontrarle el punto.
–Claro que sí, el segundo día me lío con la jefa borde de cuarenta años a la que todos odian, y ya me gano el cariño hasta de los floreros.
–Tú lo que tienes que hacer es dejar que te presente a un par de amigas, o sea, a un par de amigos míos –siguió Blanca–, así se te pasaría esa tontería que te ha dado con las tías. –Blanca solía hablar a gran velocidad, cosa rara teniendo en cuenta que para el resto de cosas era bastante lenta. A veces dudaba si era su lengua o su cerebro lo que iba más rápido, pero en cualquiera de los casos la quería como era, a pesar de estar segura de que nunca llegaría a entender sus gustos personales.
–¡Ay, Blanca! –exclamó Sonia–. Mira que eres antigua. Deja a la chica que se líe con quien quiera.
–A ver, que nos estamos saliendo de madre. –Eva trató de calmar los ánimos alzando la voz y las manos al mismo tiempo–. Primero, que ni la jefa ni ninguna otra tía de la empresa me interesa. Y segundo… está Álex.
–¿Cómo Álex? –preguntó Sonia entre la sorpresa y la reprimenda–. Álex, tu exnovio del pueblo que se vino a vivir aquí hace años, al que te tiraste una noche de borrachera y juraste y perjuraste que jamás volverías a ver y en teoría no habías vuelto a ver nunca más, pero parece ser que has seguido viendo y haciendo dios sabe qué. ¿Ese Álex?
–No, Álex Ubago, no te jode…
–Joder, Eva.
–Deja a la chica que se tire a quien quiera… –replicó Blanca parafraseando lo que Sonia había dicho unos segundos antes, visiblemente contenta por el repentino cambio de perspectiva.
–No os lo tenía que haber contado. Es igual. ¿Y vosotros que os contáis?
–Pues yo sigo en mi nube de amor con Óscar –contestó Blanca rápidamente, sin dar opción a que nadie más hablase. La gran sonrisa que se dibujaba en su cara y el tono de voz más agudo de lo normal eran los signos habituales en ella de la estupidez de los enamorados–. Creo que un día de estos me pedirá que me case, o sea, que nos casemos, y estaré oficialmente fuera del mercado.
–Tú llevas fuera del mercado desde los 15 años –sentenció Sonia–. Óscar y tú sois como uno de esos viejos matrimonios que no saben de quién es cada manía. No como Edu y yo, solteros y sin compromiso, a ver si salimos una de estas noches a por unos mozos en edad de merecer.
–Pregunta. –Edu levantó la mano emulando las normas que se seguían en el colegio, y dirigiendo su interés hacia Eva–. ¿Has vuelto al redil hetero? No me malinterpretes, ya sabes, Álex está tremendo, pero me molaba no ser el único gay del grupo.
–Yo no he dicho tal cosa. Estoy en una fase experimental con Álex, pero no me cierro ninguna puerta. Digamos que he echado las cortinas.
–Yo es que eso de jugar a dos bandos no lo veo –sentenció Blanca con un gesto mohíno–. O carne o pescado, pero ambos no puede ser.
–¿Y por qué no? –increpó Eva, molesta–. Cada persona es única más allá de su cuerpo, y la atracción puede surgir en cualquier momento. Qué manía con ponerle una etiqueta a todo.
–Lo tuyo también la tiene: bisexual, querida.
–Será eso. Me da igual, todo lo que me importa es ser feliz como quiera y con quien quiera. Lo que tenga entre las piernas es totalmente circunstancial.
–Qué pico tienes… –bromeó Sonia para rebajar la tensión del momento–. No sé cómo no te dedicas a la política.
–No puedo tomar mis propias decisiones, como para decidir por los demás.
Quizá ese era el problema, pensó mientras entraba en casa, la incapacidad que tenía para tomar decisiones duraderas. El reloj marcaba las once y diez, pero fue su gato quien dejó claro que se había retrasado más de la cuenta con insistentes maullidos que clamaban por la comida.
–Perdona, Rumpel –se disculpó mientras rascaba ese punto en la cabeza, justo detrás de las orejas, que el minino adoraba–. No esperaba llegar tan tarde.
No podía evitar sonreír cada vez que pronunciaba el nombre de su minino. Curiosamente, su madre le contó demasiadas veces el cuento de Rumpelstiltskin de pequeña. Aseguraba que ese ser se la llevaría si no hacía todo lo que ella le decía. Pero no fueron las amenazas, sino el debate interno sobre probarlo todo, lo que hizo que su madre y ella tuviesen una relación bastante cordial durante toda su vida. Quizá por eso había decidido poner a su gato tan distinguido nombre. Si conseguía llevársela, dejaría de probar y probar cosas que no le traían más que problemas.
Al menos parecía capaz de tomar una decisión sencilla, como qué darle de cenar a su pobre gato. Después de cumplir su misión felina, se quitó y lanzó por el aire sus únicos y machacados stilettos y se dejó caer en la cama dudando de si cambiarse de ropa o dormir con lo puesto.
«Mañana será otro día».
2
«Debe ser una cosa de madres. Tienes hijos y te cambia el biorritmo. Porque no creo que siempre haya sido así. Lo que más me preocupa es convertirme yo en ella. Aunque tampoco tengo muy claro lo