La sombra que pasa
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La sombra que pasa - Jhon Moreno Riaño
historia.
Críspula y Enrique
I
Cuando conocí a Antonio no me gustó ni poquito porque era una persona muy repelente, y la verdad, si soy sincera, creo que hasta sentí repulsión por él. No soportaba que se me acercara siquiera. En esa época en la escuela conocí a Luisa Pérez. Éramos muy jóvenes y estábamos en el mismo curso. Coincidíamos totalmente en una cosa, y era que ella lo detestaba también. Siempre llevábamos las onces en conjunto. Compartíamos la comida de tal forma que si una llevaba, la otra no lo hacía. Lo usual era comer tajadas de plátano, carne frita y arepas. Él siempre estaba encima, pendiente de todo, mirando qué hacíamos, qué dejábamos de hacer, y dónde guardábamos nuestras cosas, para después agarrarlas. Un día que Luisa había llevado las onces, este muchacho loco y mala clase, en un descuido nuestro, le sacó la comida de la mochila y se comió todo sin que nos diéramos cuenta. Cuando Luisa fue a buscar las onces se enfureció, como era natural, pero de una manera que yo nunca había visto. Lo trató tan mal, que hasta le gritó ¡muerto hambre! en frente de toda la clase, y después lo insultó terriblemente burlándose de su pobreza. Ese día me sentí culpable por él, no solo por los gritos de mi amiga, sino porque él realmente era de familia muy humilde.
La profesora María Eumelia nos puso una comedia teatral para representarla en la escuela, y sucedió por casualidad de la vida, si es que existe tal cosa, que mi papel en la obra, era el de la novia del personaje que Antonio interpretaba. Él hacía el papel de Enrique y a mí me tocaba el de Críspula. Había una camarera que se llamaba Claudia, que era interpretada por otra muchacha del curso. El personaje de él era cómico porque se trataba de un gringo; un gringo tratando de hablar español y algunas veces tenía que hablar en inglés. Ninguno de nosotros tenía la más mínima idea de hablar inglés y él me proponía cosas hablando de una forma muy extraña. Como siempre fue cómico y no tenía vergüenza de nada, me hacía reír a pesar del disgusto que me producía. Esa era la forma que tenía para vencer mi repulsión hacia él; esa repulsión que a lo largo de nuestra vida me permitió darle nueve hijos, pienso hoy, qué ironía. Mi papel era el de una muchacha muy orgullosa. Como siempre las mujeres somos las orgullosas. Mi papá se llamaba Cosme y era interpretado por mi hermano mayor, Alcibíades, que estaba en un curso más avanzado. Como era serio y de carácter seco, le quedaba muy bien el personaje.
Un día en clase, le dije a la profesora que no quería estar en ese grupo para hacer la comedia, que me cambiara el papel. Ella no dijo nada. Un rato después me sacó del salón para hablarme.
—Angelita, deje de ser tan orgullosa, eso no le quita nada —me dijo.
—No señorita, yo no voy a hacer eso, olvídelo, Antonio es muy repelente y muy pesado conmigo —Le respondí.
—Mire, tranquila, yo sé cómo es Antonio. Esto es solo un ejercicio de la clase, no se preocupe, yo le prometo que él no va a ser pesado con usted en la obra.
—Si quiere que yo presente la comedia, lo hago pero con una condición —le dije.
—¿Y cuál es esa condición Ángela?
—Solo si le quita esa parte de la obra donde él tiene que hablarme pasándome la mano por la espalda.
—Bueno entonces hagamos una cosa, que le ponga la mano en el hombro solamente —insistía la profesora. Parecía como si ese fuera mi destino.
—No señorita, usted no me ha entendido. Ni siquiera en el hombro. Es que no quiero ni que me toque ¿Usted no me entiende? Si usted le dice a ese muchacho que no me toque, ni siquiera un poco, entonces sí podría llegar a presentar la comedia con él.
Yo no estaba dispuesta a admitir nada con ese muchacho. Hasta el hecho de que me saludara me ofendía. Me producía repulsión; una repulsión cuya sensación, incluso ahora, puedo recordar y casi revivir, y no exagero, porque a mí no me gusta exagerar. La profesora habló con él y entonces pasó algo más terrible aún. A los pocos días empezó a hablar de mí con los demás muchachos de la clase. Decía que era muy orgullosa, que me creía más que los demás porque tenía plata, y no sé qué más cosas. Cosas que dicen los muchachos a esa edad cuando una mujer los rechaza. Yo era muy tímida y nunca lo paré, dejé que dijera lo que se le antojara. Al final, para mis adentros, yo sabía que todo eran mentiras, el que quisiera creer que lo creyera, total, yo no iba a discutir con alguien así.
La comedia fue un éxito porque era divertida. La gente se reía y no sentían lo larga que era, pero yo sí. Al comienzo me daba mucha vergüenza actuar y cada minuto que pasaba frente al público era terrible. Hablaba y mi voz se quebraba por momentos, porque el sonido me parecía ridículo y eso me hacía desconcentrar totalmente cuando veía tantos ojos fijos en mí. Afortunadamente había estudiado bien los libretos y eso me daba seguridad, pero al público ni siquiera lo podía mirar, me moría de la vergüenza. También la presentamos una vez en Támara y fue tanto lo que gustó, que al año siguiente pidieron que la presentáramos otra vez. Para esa segunda temporada le dije a la profesora que me cambiara el papel, porque si era otra vez con Antonio haciendo de Enrique, entonces yo no quería ser Críspula. Ella me entendió y me pusieron a mí de camarera. Críspula fue René, una amiga del curso. El resto de los personajes quedaron iguales y la volvimos a presentar. Otra vez fue un éxito.
Al poco tiempo Antonio empezó a frecuentarme, a hablarme, a decirme cosas. Yo no le daba importancia y era peor; si le hubiera prestado atención quizás me hubiera dejado en paz. Para colmo, de vez en cuando mi papá lo contrataba como trabajador en la finca y, para mi desgracia en ese momento empezó a volverse amigo de mi hermano Augusto. Eso fue lo peor, porque salían juntos, se contaban secretos y con el tiempo se empezaron a querer mucho, como si fueran hermanos. Claro, en el campo uno de pequeño es muy solitario y cuando encuentra amigos, los lazos se estrechan de forma muy fuerte. Augusto iba siempre hasta la casa de él porque, eso debo admitirlo, desde pequeño Antonio era muy trabajador. Aparte de sembrar ahuyama y batata, también le cuidaba el ganado a don Marcelino, un finquero vecino. Siempre tenía sembrados y eso le gustaba a mi hermano. Cuando iba se quedaba a veces varios días, porque entre los dos salían de cacería y se les iba el tiempo hablando estupideces. Antonio vivía en un sitio llamado El Tablón Alto y era allá donde se la pasaban juntos. Era la casa, que según me decían y yo no lo creía, Antonio mismo había construido, siendo aún un niño, para huir de su padrastro.
Mi padre me contó que en el año 1930 el partido liberal con Enrique Olaya Herrera a la cabeza, llegó al poder el 9 de febrero derrotando a Guillermo Valencia del partido conservador, por 369.000 contra 240.000 votos de este último, yo nacería el 4 de marzo de ese año en El Tablón. Después de muchos años, los conservadores empezaban a dividirse, y el partido liberal llegaba así al poder. De alguna forma, me decía mi padre, liberal él, llegué a este mundo durante el florecimiento de su partido, que no duraría mucho tiempo, y justo antes de desatarse una guerra donde el conservatismo representado en el ejército oficialista, robaría, asesinaría y violaría, a miles de personas en todos los campos de la nación.
Fui la segunda entre mis hermanos que nacieron vivos. El mayor fue Alcibíades. Después de su nacimiento siguieron cinco niños más que nunca llegaron a ver el mundo. Cuando fui a nacer después de todos estos partos fallidos, mis padres, como es natural, tenían miedo y por esta razón viajaron a ofrecer una promesa a la milagrosa Virgen de Manare, para que yo naciera viva. Después de mí, nacieron mis demás hermanos, Augusto, Rosalba, Flavio, Mary y Mario. Flavio murió cuando apenas tenía un año. Mario murió al recibir la descarga de un rayo que lo mató instantáneamente mientras se encontraba trabajando durante una tormenta. Augusto vivió sus últimos años en Pore. Era un hombre muy flaco y moreno, con un cigarrillo siempre en los labios, ojos claros, y presto para las bromas y las chanzas. Murió en un hospital de Bogotá cuando sus órganos empezaron a fallar, al parecer por toda una vida sin ningún tipo de cuidado. Rosalba vive en La Primavera en el departamento del Vichada. Mary es la más cercana y la considero como mi hija mayor porque yo la terminé de criar.
Mi abuelo Adolfo llegó al llano del Casanare a principios del siglo veinte huyendo de la justicia y de los familiares de su esposa Rosaura, mi abuela, a quien había acuchillado una noche al llegar a su casa muy alcoholizado, luego de trenzarse en una pelea de pareja. Vivían en Aquitania, en el lago de Tota. Así fue como Juan Agustín, mi padre, quedó huérfano siendo un niño, y terminó viviendo en El Tablón con mi abuelo. Fue él quien ayudó al viejo para que no lo capturaran los familiares de Rosaura. Muy joven aún, mi padre debía viajar entre Boyacá y Casanare continuamente. Así fue conociendo todos los caminos y acostumbrándose a solucionar los asuntos del viejo en el interior del país. Mi abuelo nunca pudo volver a su tierra. De esta forma, un día mi papá conoció a mi madre, María Juanita, cuya familia también había llegado al llano huyendo de la violencia. Mis abuelos por parte de ella, Lisandro y Susana, habían tenido que huir de Socotá en su juventud, porque se estaba librando la guerra entre liberales y conservadores. A diferencia de lo que pasaría en el llano posteriormente, en Boyacá, los liberales estaban matando a los conservadores. Para poder casarse, mis padres tuvieron que volarse. Era el rigor de la época y en muchas familias era común que los jóvenes lo hicieran.
Después de establecerse en El Tablón, mi abuelo Adolfo se casó con una mujer llamada María del Topo. De esta unión nació la mayor parte de mis tíos: Jova, Adolfo, Enoc, Julio, Neftalí, Rosaura, Josefina, Pola y Elvia. Así eran las familias de antes en el campo, porque trabajar la tierra requería de muchas manos.
Mi padre era un hombre de un carácter muy fuerte, formado bajo un régimen de hierro que con el tiempo se convirtió en un próspero comerciante, viajando por toda Colombia y llevando mercancías hacia el llano. Creo que este oficio le quedó de cuando viajaba continuamente haciendo las diligencias de mi abuelo fugitivo. Negociaba usando como moneda las morrocotas de oro o cambiando sus mercancías por ganado, café y carne.
Yo no había cumplido aún los cinco años, cuando de uno de sus viajes mi padre me llevó como regalo un par de aretes verdes de un material vidrioso, que había comprado en un lejano pueblo de Colombia. Él me quería mucho y siempre me lo hacía sentir diciéndome que era la niña de sus ojos. Esos aretes se convirtieron en mi objeto más preciado porque eran la prueba física del amor de mi padre, porque a nadie más le trajo un regalo tan lindo. Eran mi tesoro y los mantenía siempre guardados por temor a perderlos. Un día, mientras jugaba con ellos, los rompí sin querer. Me puse tan triste que ese momento se quedó grabado en mi memoria para toda la vida. Lloré de forma terrible, no recuerdo bien qué era exactamente lo que sentía, pero sí tengo la sensación de haber pensado que era un daño irreparable, que ya nunca mas podría volver a ser la misma de antes, como si hubiera traicionado el amor que mi padre sentía por mí. Hoy día, más de setenta años después de ocurrido, este hecho es lo primero que recuerdo del comienzo de toda mi vida. Casi todos los detalles de mi niñez se han ido borrando lentamente por el paso del tiempo, pero ese detalle, ese recuerdo infantil, sigue intacto como si hubiera sucedido hace unos pocos días y desafiara el paso del tiempo. Quizás oscureció o absorbió tantos otros recuerdos que trato de contar ahora y me es imposible.
A mi padre y sus hermanos desde siempre los apasionó el tango. Un gusto desmedido por las melodías de Gardel. Gusto del cual una vez uno se deja contagiar, nunca más se vuelve a librar. Tengo entonces el recuerdo aterrador de la noticia que sonó en la radio aquel 24 de junio de 1935, cuando en una colisión de dos aviones en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, moría Carlos Gardel, Alfredo Le Pera y se salvaba de milagro el Indio Aguilar. No entendía muy bien quiénes eran ellos en aquel entonces, pero cuando crecí comprendí su importancia y nunca pude olvidarlos al igual que mi amor heredado por el tango. Se decía que El Indio había vivido momentos de terror al ver cómo morían sus compañeros, y que dos días después había perdido el juicio Riverol, el guitarrista, quien muy mal herido, en el cuarto del hospital al lado de El Indio, gritaba que no lo dejaran morir porque tenía la familia esperando por él en Argentina, y más tarde en un acto de demencia repentina, salió corriendo de su habitación, desangrándose, hasta morir unas horas después. Mis padres leían los periódicos con el retraso de muchos días, los días que duraban sus viajes a lomo de mula desde Sogamoso hasta El Tablón. Era la forma de enterarnos de las cosas que pasaban en el mundo y eran también los temas de la mesa, durante la comida.
Hasta que cumplí cinco años vivimos en la casa que mi abuelo Lisandro le había regalado a mi madre. Era una casa de estilo antiguo, con paredes de barro muy gruesas y techo de tejas. Quedaba a las afueras de El Tablón y había sido el regalo de bodas después del regreso de su casamiento clandestino. Allí vivieron mis padres sus primeros años, allí nació Alcibíades, allí nacieron muertos mis hermanitos mayores y allí también nací yo. El día del trasteo ayudé a llevar un botano de cuero lleno de fríjoles hasta la nueva casa que había construido mi padre, y en donde viviría hasta los diecinueve años de edad, cuando también me volaría, siguiendo la tradición, para poder casarme con aquel Antonio que tanto había detestado.
A mi hermano Alcibíades se lo llevó el duende cuando tenía dos años. Mis padres lo habían dejado con una niña indígena que trabajaba de niñera. Ella tenía un problema en el habla que no le permitía pronunciar bien las palabras. Cuando mi madre llegó del trabajo con mi papá esa tarde, la niña estaba llorando muy asustada y en medio de tartamudeos decía que al niño se lo había llevado un señor pequeño, de una mera pata y una mera mano. Ellos no le creyeron. Ninguno de los dos daba crédito a esa historia. Comenzó entonces la búsqueda por los alrededores. Era imposible que en un sitio donde todos se conocían, alguien no hubiese visto al niño. No apareció. Eran muchas las posibilidades, y al final todo se quedó en suposiciones. Solo quedaba la opción de que se lo hubiera llevado alguna clase de demonio o duende, como seguía sosteniendo entre sollozos la pequeña niñera. Aún en medio de la angustia, y tratando de buscar consuelo en oraciones y promesas a la Virgen de Manare, el quinto día después de su desaparición, mi padre caminaba por medio de un bosque cuando escuchó el llanto de un niño, reconociendo en él a mi hermanito. Mientras corría hacia donde provenía el sonido, pensaba que era algo imposible, no podría haber sobrevivido sólo todo ese tiempo. Lo sentía cerca pero no lo veía. Dio rodeos desesperados, creyendo que todo era producto de su imaginación, hasta que alzó la mirada y allí estaba Alcibíades llorando, acunado en hojas de maleza sobre una cama alta de bejucos que, ‘alguien’, le había preparado. Lo llevó a casa, pero nunca se supo cómo sobrevivió esos días que estuvo desaparecido. Él, naturalmente no recuerda nada de lo sucedido.
Una mañana, mientras mi madre molía maíz sobre la piedra para preparar unas ruyas, salí como se solía hacer en el campo antiguamente, al baño, a pleno campo abierto, cerca de una piedra grande. Por el camino iba pensando infinidad de cosas. Mi mente de tan solo ocho años era demasiado inquieta y pensaba las cosas más absurdas. Me acordé de los cuentos que los más viejos le contaban a uno de niño en el llano. Eran historias sobre seres fantásticos, mundos mágicos, hadas, duendes, engendros y espantos. En ese momento recordé específicamente una leyenda del diablo. Hacía poco había oído decir que si uno se encuentra con el diablo y le pide plata, se puede llegar a un trato con él. Como en aquella época uno de mis sueños de niña era tener mucha riqueza, sentí un deseo terrible de probar si las cosas que había oído realmente sucedían. Al llegar a la piedra aquella, si se miraba montaña abajo, se veía el camino del Tequendama. Llevaba ese nombre por el famoso salto que hay a las afueras de Bogotá, y porque cuando era invierno, allí se formaba una gran caída de agua que, guardando las proporciones, se le asemejaba notablemente. Cuando uno estaba allí, a veces veía pasar por aquel camino a don Fidel Pérez, un amigo de la familia, montado en una mula oscura. Era el camino que llevaba a su casa. Aquel día era víspera de los angelitos, fiesta que se celebraba en grande. Pensando en los manjares de la fiesta, empecé a gritar con todas mis fuerzas:
—¡Don Fidel!, ¿cuándo me invita a su casa a que me dé la parte de angelitos?
Y yo misma, suplantando a don Fidel me respondía.
—¡Vaya!, que allá en la casa Carmelita la está esperando —Carmelita era la esposa de don Fidel, y cocinaba como muy pocas personas podían hacerlo.
Estuve gritando un rato, cuando de repente me quedé en silencio y me pareció ver algo a lo lejos. Miré el camino, eché un rápido barrido con la mirada sin poder ver a nadie. Había sido mi imaginación. Sin darme cuenta por qué, me vino a la mente la historia del diablo que había recordado mientras caminaba hacia la piedra un rato antes, y por un impulso involuntario, me escuché a mí misma, como si fuese otra persona, gritando.
—¡Diablooo, vengaaa, diablooo! —gritaba con todas mis fuerzas en un estado de enajenación.
Y me dieron muchas ganas de pedirle plata al diablo, así que seguí gritando.
—¡Diablooo, vengaaa!
Después de un rato esperando allí, petrificada en medio del silencio, miré nuevamente el camino y empecé a perder interés en la situación. Todo era mentira, pensaba. Embustes de los viejos. Al rato, sin que hubiese una asociación de ideas aparente, me acordé de un obrero de la finca llamado Severino. Era un hombre simple, de vestimenta humilde, desaseado, y a quien yo consideraba feo y repugnante. Siempre andaba descalzo con los pies llenos de callos y niguas; producto de años sin usar calzado. Después miré nuevamente hacia el camino del Tequendama y vi que venía una mula que pertenecía a mi papá. Se llamaba Nutria y era oscura, casi negra. Caminaba parsimoniosamente justo hacia donde yo estaba. Me quedé mirándola fijamente un rato, mientras pensaba en otras cosas. Al cabo de unos minutos, después de que la mula subió el último tramo de la montaña