Ojos de circo
Por Jesús Gordillo y Javier Martos
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Ojos de circo - Jesús Gordillo
Saga
Ojos de circo
Copyright © 2013, 2021 Jesús Gordillo, Javier Martos and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726889581
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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A Marina,
la tinta de cada una de mis letras
J.G.
A Bea y Yoli
J.M.
Prólogo.
1962. Un vistazo al futuro
El cielo estaba gris como el mar en invierno. El viento agredía con una fuerza inusitada, amenazando con arrasarlo todo como una escoba barre las hojas secas en la entrada de una iglesia. La lluvia no caía sino que parecía lanzada en unas ráfagas tan violentas que dificultaban la visión.
El agente del FBI se apostó detrás de su vehículo y echó un vistazo por encima del techo. El agua le caló rápidamente la tela de su abrigo y notó que empezaba a pesarle bastante. El tiempo seguía empeorando, de modo que se veía obligado a acelerar la operación y decretar una intervención relámpago, aunque eso implicaría muchas bajas.
En realidad no le importaba en absoluto.
Un trueno rugió sobre su cabeza, como si al cielo le molestara lo que acababa de pensar.
Miró hacia arriba unos segundos y por un momento pensó que aquella masa de nubes estaba empeñada en tragárselos como una bestia enloquecida se come a sus crías. Se preguntó qué sentiría al salir disparado por los aires y acabar empotrado en las ramas de un árbol o en el tejado de una casa. Desechó la idea. Eso no iba a pasar aquel día, sobre todo tratándose de un día que llevaba esperando desde hacía tanto tiempo.
Escudriñó ambos lados y comprobó que los federales —unos borrones oscuros bajo la lluvia— habían tomado sus puestos con presteza, fusiles en mano y seguros quitados. Aguardando nuevas órdenes y visiblemente ansiosos por entrar en acción. La lluvia no parecía importunarles. De hecho, le profería un halo místico a la situación.
El perímetro estaba cubierto y los barracones donde dormían la mayor parte de los empleados habían sido rodeados. Algo alejados de la casa principal, los establos ya eran suyos, asaltados rápidamente por un primer grupo de avanzadilla: aquella parte de la operación había resultado impecable.
Las luces azules y rojas restallaban encima de los vehículos oficiales y los faros delanteros luchaban por abrirse camino bajo el aguacero.
—¿No deberíamos apagar las luces? —dijo uno de los agentes que se había acercado para entregarle un walkie talkie.
—En absoluto. —Patrick Walker parecía desafiante—. Quiero que sepan que ya estamos aquí. Que no tienen escapatoria.
El joven federal asintió y volvió a su posición.
Walker miró hacia delante y vio la casa principal de la granja a medio centenar de metros. Detectó movimiento en las ventanas, aunque no había nadie en el exterior. Si hubieran llegado un rato antes, se habrían topado con el ruso, sentado en su sillita de playa allí en medio de la nada, oteando un horizonte que carecía de interés, pero tan concentrado que incomodaría hasta a los muertos.
Lo hubiera reconocido de inmediato. A cualquiera de ellos, claro. El agente Walker se sabía de memoria cada palabra de los expedientes de todos los criminales reunidos en aquella granja. Sabía hasta el más mínimo detalle de sus vidas pasadas, y, sobre todo, lo que serían sus vidas futuras. Una celda. Y después la muerte. Él se encargaría de eso.
Estimaba que en el interior de todas las construcciones debía de haber un máximo de cuarenta personas en total, contando con los rehenes, por supuesto, de modo que los federales los superaban tres a uno; eso si es que llegaban a verse inmersos en un enfrentamiento directo a campo abierto. En cuanto a las armas, quizá sí que estuviesen empatados. Pero el FBI estaba de sobra preparado para acabar con ellos en un santiamén. Eran los mejores. Y se enorgullecían de ello.
Tratándose de una intervención precipitada vertiginosamente en las últimas horas, reunir un dispositivo tan numeroso de efectivos podía considerarse épico. A la mañana siguiente todas las portadas de los diarios nacionales hablarían del agente Patrick Walker, colocando su nombre en enormes tipos negros. Le diría a su mujer que comprase todos los ejemplares del quiosco.
La soberbia le hinchó el pecho.
La estática de la radio le sacó de sus pensamientos.
—Señor, al habla el agente Smith.
Walker agarró el walkie talkie y apretó el botón.
—Aquí Walker.
—Estamos listos.
—Manteneos en vuestros puestos y esperad nuevas órdenes —respondió Walker.
—Señor, la lluvia nos dificulta los movimientos, pero… hemos podido detener a dos individuos en el establo grande.
Walker se sorprendió.
—¿Los habéis identificado?
Unos segundos de estática.
—No han dicho nada, pero a simple vista ambos son extranjeros.
Menudo golpe de suerte. Eran peces gordos.
—¡Magnífico! ¡Llevadlos a la berlina!
—Señor…
—Sí.
—Esto…
Estática metálica en el walkie talkie.
—¿Qué ocurre, agente Smith?
—Uno de ellos tiene…
Una pausa.
—¿Qué tiene, agente? —En realidad, ya conocía la respuesta. Esbozó una sonrisa.
—Tiene tres…
Más estática que le impidieron oír lo que el agente quiso decirle.
Patrick Walker esperó unos segundos para darle mayor suspense al momento.
—Agente Smith… esperad nuevas órdenes.
—Entendido, señor. —Y la comunicación se cortó.
Al cabo de un par de minutos, la lluvia parecía apretar un poco más. El agente Walker lo recibió como la señal que esperaba y dio la orden por radio. En realidad no había ninguna razón para esperar más. Incluso podía entenderse que se estaban retrasando.
—Atención a todos los oficiales, estén preparados. Recuerden que la pequeña Rachel debe salir ilesa. El resto de rehenes no nos importa, repito, la pequeña Rachel debe salir ilesa.
Luego abrió la puerta de su vehículo, agarró el megáfono que descansaba en el medio de los dos asientos y lo encendió. El espectáculo estaba a punto de comenzar. Aunque ninguno de ellos sabía en ese momento que el espectáculo, por el contrario, estaba llegando a su final.
La voz del agente Walker sonó metálica y estruendosa:
—¡Les habla el FBI! ¡Atención el FBI!
En la casa principal de la granja, el criminal regresó atrás en el tiempo y se imaginó a sí mismo cuando solo era un niño. Un niño que había sido real, pero en el que ya nunca pensaba.
Los recuerdos le agarraron del pecho y se dejó llevar…
Parte 1.
1930. Un truco de verdad
1
Aquel día de otoño, entre un manto de hojas marrones y resecas, Nicholas Campbell hizo desaparecer a su amiga Christina Summer, aunque no sería para siempre.
2
Había nacido con los ojos tintados de circo.
Un circo majestuoso y atestado de público.
De ese modo mágico en que la mente de un niño dibuja amigos invisibles, tras las retinas de Nicholas todo se teñía de vieja lona estampada y un redoble de tambores. Las sombras de los árboles, acariciando el césped de su patio, bien podrían ser miles de manos aplaudiendo su próximo número. Y el graznar de algún cuervo agazapado en el bosque disfrazaba la respiración contenida de cientos de alientos expectantes. Circo. Allí. En su casa. Alabama, 1930.
Sobre las tablas de un escenario invisible, y con el otoño como única carpa sobre sus cabezas, el enorme cesto de mimbre trenzado esperaba su turno junto a Christina, su única amiga en el mundo y fiel azafata de todos sus trucos circenses.
—Damas y caballeros, niños y niñas —anunció con solemnidad a la brisa de la tarde, mientras suponía las miradas de un público rodeándoles—. A continuación, Christina mostrará el interior del cesto, para que todos puedan ver que no contiene un doble fondo.
A medida que la chica trataba con esfuerzo de levantar el recipiente sobre su hombro, Nicholas extendió los brazos con las manos hacia arriba y giró sobre sí mismo dibujando un círculo sobre el suelo. Teatral. Vodevilesco. Consciente de que la parafernalia es tan necesaria como el propio número.
—¡Un aplauso para Christina! —pidió efusivo, y casi consiguió oírlo.
La niña, obediente debido al amor puro que le profesaba a su amigo, se arrodilló haciendo una reverencia con el vestido de flores, y agachó la cabeza a la vez que Nicholas levantaba el cesto con decisión y la cubría por completo. Junto a este, en el suelo, descansaba una sábana color malva cuidadosamente doblada, usurpada del desván de la casa y decorada con unos pedazos de tiza que habían cogido del colegio y un trozo de carbón hallado de camino a casa. El estampado resultante les había llevado un buen rato de trabajo conjunto, y pese a la arbitrariedad de los trazos y la indecisión de las formas, a sus ojos era sencillamente perfecto. Exótico. Como venido de las Indias. Capaz de deslumbrar al espectador más exigente. A esos espectadores que anidaban en la mente de Nicholas observando los enormes elefantes y payasos alocados.
La sujetó con cuidado por dos de sus esquinas y realizó un preciso movimiento de matador de toros, mostrando a todos los espectadores imaginarios de su cabeza que nada se ocultaba bajo la tela. Con un gesto de manos cubrió el cesto con la sábana y este quedó con el aspecto de un fantasma de castillo medieval. Entonces dio varios pasos hacia atrás sin dejar de mirar el cesto y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, tocándose las sienes con las puntas de los dedos. La chica tenía que desaparecer.
Ni siquiera llegó a cuestionarse el modo de hacerlo, ni la ciencia, ni la física, ni el simple sentido común —que entendía debía quedarse siempre fuera de la carpa—. Sencillamente, tenía que funcionar. Como si la simple voluntad fuera poder suficiente. Como si El Circo, con mayúsculas, tuviera la obligación de concederle todo aquello a cambio de la pasión que él le profesaba.
Mirando fijamente la enorme cesta, el sol —potente como un foco de luz circense—, que se filtraba a través de la tela y del entramado del mimbre, insinuaba sutilmente la silueta de la chica. Ahora sí, ahora no, dependiendo del viento meciendo las ramas. Durante un segundo eterno, no se mostraba sombra alguna, para luego aparecer y desmontar el encanto.
Entrecerró los ojos y se esforzó con el músculo de la fantasía.
—Vamos, vamos... —susurró entre dientes, mientras la frente se le empezaba a perlar de sudor.
Entonces, una nube caprichosa se interpuso entre ellos y el sol, llevándose consigo los rayos y las sombras. La sábana ganó opacidad y solo se podían ver los preciosos estampados. Si Christina estaba dentro, no había forma de saberlo.
«Ding», sonó dentro de la casa, aunque para él bien podía tratarse del rugido de un león.
Se levantó despacio, tembloroso, y dio varios pasos hacia el cesto, intentando escuchar a través del viento la respiración de la chica bajo la sábana.
Nada. Ningún sonido.
Imaginó a todo el público aguantando la respiración, mientras él lo hacía también sin ser consciente de ello. Tenía pánico de levantar la tela, pero a la vez se moría por hacerlo.
«Ding, ding, ding», insistió la campana en el interior, sacándole de la magia.
El abuelo le llamaba, y aquello conseguía mover sus músculos más que su propia voluntad. Dio un último vistazo al cesto, sin querer estropear el momento con lo nefasto de la precipitación, y echó a correr hacia las escalerillas del porche como si le siguiera un demonio.
O como si le estuviera esperando.
3
Las sombras envolvían al hombre como si formaran parte de él. Serio y orgulloso como un retrato de caballería, se pasaba los días en su sillón escuchando discos de pizarra de marchas militares. Lo llevaba en la sangre y grabado en el espíritu. Nació soldado, vivió soldado, perdió una oreja siendo soldado, y amenazaba con serlo hasta el fin de los días. Como si todos aquellos galones de los que presumía le anclaran al mundo de los vivos y no hubiera muerte que se atreviera a venir a buscarlo, por miedo a encontrarlo dispuesto a plantar batalla.
—¿Cuántos? —preguntó el abuelo bajo un enorme bigote al más puro estilo sureño.
Temía la pregunta, pero la sabía inevitable.
—Tres —respondió Nicholas, consciente de que se refería al número de campanadas de más que su abuelo había tenido que dar con su viejo timbre de hotel.
—Exacto, soldado —respondió el viejo, sacando del lado derecho del sillón la vara de cuero de limpiar el caño de los fusiles.
El chico extendió la palma de la mano y recibió estoico los tres golpes de su abuelo, que hacían fino equilibrismo entre la educación de la conducta y el sadismo más puro e innato.
—Y ahora, limpia la sábana de tu abuela y deja de hacer el imbécil. Que las sábanas estén en el desván no significa que puedas usarlas a tu antojo. Y encima sin pedir permiso. Parece mentira que seas mi nieto —escupió casi sin respirar y se alejó hacia el rincón para volver a poner en marcha el viejo tocadiscos, dando rienda suelta a un puñado de voces masculinas que —sabiamente, según pensaba Nicholas— decidieron demostrar su virilidad frente a un micrófono y no desde el interior de una trinchera.
El niño aguantó varios segundos hasta comprobar que su abuelo se había olvidado de él, y echó a correr para recoger la sábana. Nada más salir de la casa creyó percibir el olor de los excrementos de los elefantes, los barquillos de azúcar y el sudor de los trapecistas.
4
Redobló un tambor imaginario y un cañón de luz hizo desaparecer el resto del planeta en la oscuridad más absoluta. Una fuerte ráfaga de aire había tumbado la sábana y amenazaba con lanzar por los aires a un forzudo que no existía y a los invisibles leones de las jaulas. Avanzó despacio hasta el cesto, mientras que el público se levantaba de sus asientos dentro de su hipotálamo.
—¿Christina? —la llamó despacio, casi susurrando, con los labios a varios centímetros del mimbre.
Dudó durante un segundo, en el que su pulso tembló como el niño que todavía era, y contuvo el aliento antes de tocar la cesta.
—¡Tachán! —gritó a las nubes, levantándola de golpe.
Al comprobar que no había nada debajo, que Christina no estaba allí, tuvo que obligarse a que su corazón continuara latiendo. El público, expectante y contenido, saltó de sus asientos entre aplausos y ovaciones. La banda, en algún lugar de su memoria, empezó a tocar con energía a ritmo de bombo y platillo.
Entonces, perdió el conocimiento. Quizá por la emoción. Quizá por la alegría. Quizá por ambas cosas.
Su último pensamiento, antes de perderse en la masa gris de su cerebro, fue que Christina debería aparecer por sorpresa entre bambalinas, con un brillante traje de lentejuelas. Pero al mirar a su alrededor, descubrió horrorizado que ya no había circo, sino el austero patio de militares de su casa en Alabama.
No había payasos.
No había domadores.
No había trapecios.
Y, lo peor de todo. No había Christina.
5
La niña oyó el «ding» de la campana desde el interior oscuro del cesto y enseguida adivinó que se avecinaban problemas disfrazados de algún tipo de golpes. Como siempre pasaba en estos casos.
Nicholas provenía de una familia de profundo calado militar: sus dos hermanos llegarían a ser soldados; su padre era sargento; su abuelo, comandante; su bisabuelo, general; y así hasta que el árbol genealógico se difuminaba entre los emigrantes irlandeses procedentes del Viejo Mundo. Gente estricta, dura, irascible. Sin ganas de ser felices, o al menos eso es lo que parecía.
Christina a veces dudaba de que ellos fueran su familia de verdad, por lo pacífico de él y lo bélico de sus parientes, pero nunca se había atrevido a planteárselo a su amigo. La chica, pese a su corta edad, había aprendido —con sangre entra— que los hogares guardan preguntas entre sus paredes que son como demonios que jamás deben ser invocados. Nicholas, a sus ocho años, ya acumulaba todas las bondades que el resto de la familia no había sabido acopiar durante el paso del tiempo, como si su burbuja de inocencia siguiera intacta ante el devenir de la vida, y Christina no podía creer que su amigo perteneciese a aquella familia de uniformes verdes; Nicholas debía de formar parte de un mundo circense, con domadores, trapecistas, payasos y animales que hicieran de cualquier defecto una virtud y que lograran hacer reír y entretener a un público desocupado y sumido en una gran depresión económica después del lacerante crack del 29, aunque ella casi no entendía aquellos asuntos del mundo adulto. Lo único que sabía era que Nicholas no merecía aquella familia. En absoluto. Tampoco es que la familia de Nicholas distara mucho de la suya propia, aunque en ese momento no quería pensar en ello.
Christina alzó el cesto y vio la sábana caer hecha un revoltijo en el césped reseco por el sol. Asustada, se escabulló hasta la ventana más próxima de la casa. El sol aún convertía el cristal en espejo, de modo que la chica tuvo que hacer mampara con las palmas de las manos para poder ver en el interior. Dentro, vio cómo el comandante Campbell levantaba al aire la vara de los fusiles y cómo Nicholas apretaba los ojos mientras recibía un azote doloroso en sus manos extendidas. Christina se apartó de la ventana y vaciló un instante, para luego volver a asomarse y, con esa empatía que solo tienen los niños, sentir como suyo cada golpe recibido por su amigo, deseando que fuera así para compartir el castigo.
No era la primera vez que presenciaba una situación como aquella, de hecho había sido testigo de muchas hostilidades injustas y con resultados dolorosos hacia su amigo, y la niña pensó que ningún miembro de aquella familia habría aprobado el cursillo de cómo querer al prójimo sin partirle la crisma durante el proceso.
Finalmente, tras el tercer golpe del abuelo Campbell, Christina echó a correr hacia su casa. Con esa coherencia innata que tienen algunos niños, la chica sabía que su amigo necesitaría un poco de tiempo a solas para recomponer su orgullo. Esperaría un poco, y entonces volvería a brindarle a Nicholas todo su apoyo, una pizca de ánimo y probablemente un abrazo. Tendría que fingir que nada de eso había sucedido. Pero para volver a verle tendría que esperar. Unas horas, un par de días. Ahora mismo, no le quedaba nada más por hacer en aquel patio de una casa residencial de Alabama.
6
Christina vivía cuatro puertas más arriba de una calle paralela. No le llevó más de un minuto llegar al final, torcer a la derecha y distinguir el camino pavimentado de entrada de su casa. Allí mismo se encontraba la señora Summer, madre de Christina, arrastrando dos grandes maletas, con el motor del coche encendido y la puerta delantera abierta de par en par. Su padre le gritaba desde el umbral de la entrada. Estaba exageradamente gordo, sin afeitar, con la calva brillando por el sudor y roja por la tensión, con unos calzoncillos largos blancos y una camiseta interior que antes también había sido blanca pero que ahora era amarillenta. Con las venas de la frente luchando por aguantar la tensión arterial, profería a su mujer tales insultos y barbaridades que provocarían que, inevitablemente y durante toda su vida, Christina tuviera un difuso concepto del amor y la vida en pareja.
La mujer, a duras penas cargando una de las maletas en la parte de atrás del coche, mascullaba insultos hacia su marido, los cuales se alternaban con sollozos irreprimibles.
Christina apretó el paso y se acercó a su madre.
—Mamá... —balbuceó.
—Nos marchamos, cariño —dijo mientras se sorbía los mocos de la nariz.
La niña la miró a los ojos y se percató de la hinchazón que tenía en la mejilla derecha. Sangraba también por la comisura de la boca. No obstante, lo que su madre acababa de decirle la mataba un poquito, más que todas esas heridas, a las cuales, de todas formas, ya estaba acostumbrada. No era la primera vez que las veía. Incluso ella misma había lucido alguna con orgullo. Y rencor. Mucho rencor.
«Nos marchamos, cariño», acababa de decir su madre.
Christina se preguntó si era cierto, si se iban de verdad. Si iba a tener que abandonar el colegio, si se iba a tener que despedir de sus amigas. Si el mundo, tal y como hasta ahora lo conocía, iba de veras a desaparecer.
Las cuestiones dónde y cuándo se le agolparon en la boca.
—¿Ahora?
—Ahora mismo —respondió su madre.
—Pero... —protestó Christina, aunque se quedó sin palabras ante el llanto de su madre.
El padre continuaba lanzando exabruptos desde la entrada. Les vociferaba que no volvieran, que eran unas guarras, que eran el demonio. Que las detestaba, que las odiaba. Aunque todo aquello era recíproco.
Christina notó que le temblaba todo el cuerpo. Tenía miedo. Sentía que el sudor le goteaba de las axilas en una cantidad inusitada, como solía pasarle cuando entraba en fases de auténtico pánico. Notaba que le flaqueaban las piernas. No sabía con certeza si se sentía más afligida por la situación extrema que estaba presenciando o por la asimilación paulatina e inexorable de que se marchaban de la ciudad y que jamás volvería a ver a Nicholas. Y ni siquiera había podido despedirse de él.
—No, mamá...
—¡Sube al coche, Chris!
—Pero...
—¡He dicho que subas!
Christina vaciló. Dio unos pasos en dirección a la casa, alzó la cabeza y, viendo la cara iracunda de su padre, desechó la idea de inmediato. Quedarse con él no era una opción, no entraba dentro de las alternativas. Sería su perdición. No estaba preparada para quedarse sola con el monstruo. La resignación copó todos los poros de su piel y agachó la cabeza, semblante oscurecido.
Rodeó el coche y subió al asiento de copiloto.
Su madre terminó de introducir la segunda maleta en la parte de atrás y se puso frente al volante. Metió la primera marcha y los neumáticos chirriaron en el asfalto.
Christina miró por la ventanilla del vehículo y, a medida que las casas de la zona residencial pasaban a mayor velocidad, las lágrimas empezaron a asomarse en sus ojos. No las reprimió. Le apetecía llorar. No pensaba que pudiera hacer otra cosa.
El padre de Christina ahogó sus gritos en el umbral de su casa al caer en la cuenta de que su esposa acababa de llevarse el Chevy que le había dejado prácticamente sin ahorros y en la ruina, y volvió a ponerse a gritar