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Tess de D'Urberville
Tess de D'Urberville
Tess de D'Urberville
Libro electrónico584 páginas9 horas

Tess de D'Urberville

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"Su original había dejado espiritualmente a reconocer el cuerpo delante de él como la de ella - lo que le permite a la deriva, como un cadáver de la corriente, en una dirección disociado de su testamento en vida.""Tess de d'Urberville" fue la penúltima obra de Thomas Hardy, uno de los autores más reconocidos de la literatura victoriana inglesa. Inicialmente, la novela fue publicada en tomos y en su versión censurada por el diario ilustrado "The Graphic" durante 1891. No fue hasta el año siguiente que la novela fue publicada en un solo tomo y sin censura. "Tess de d'Urberville" cuenta la historia de Tess, la descendiente de una familia aristocrática empobrecida del sur de Inglaterra. Tess se ve atrapada física y psicológicamente en una Inglaterra rural llena de restricciones morales y contradicciones. Finalmente, decide rebelarse contra todo aquello que se le ha sido impuesto y vivir guiada por su independencia, sentido del bien y la búsqueda de la felicidad. Aunque actualmente está considerada como una de las obras más importantes de la literatura inglesa de la época, "Tess de d'Urberville" fue duramente criticada en su época debido al inusual trato de la sexualidad en referencia a la tradición victoriana. El libro explora la doble moralidad de la sociedad de la época, regida por unas normas de género estrictas que acabarán exponiendo a nuestra protagonista a un destino fatal."Tess de d'Urberville" ha sido adaptada en numerosas ocasiones para teatro, ópera, cine y televisión. Una de las adaptaciones con más éxito fue la versión cinematográfica a cargo de Roman Polanski estrenada en 1979 y con Nastassja Kinski en el papel de Tess. "Tess de d'Urberville" también ha aparecido en nombrada en el éxito cinematográfico "Cincuenta sombras de Grey", así como en la serie de televisión "Downtown Abbey".-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento21 abr 2021
ISBN9788726672312
Autor

Thomas Hardy

Thomas Hardy (1840–1928) gave up a career in architecture to devote himself to writing. He is now regarded as one of the greatest novelists in English literature. His best-remembered works, all set in the fictional county of Wessex, are Jude the Obscure, Tess of the D’Urbervilles, The Mayor of Casterbridge, The Return of the Native, and Far from the Madding Crowd. 

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    Tess de D'Urberville - Thomas Hardy

    Saga

    Tess de D'Urberville

    Original title: Tess of the d'Urbervilles

    Original language: English

    Copyright © 1891, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726672312

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    PRIMERA FASE LA DONCELLA.

    I

    Cierto anochecer de fines de mayo, un hombre de edad mediana que venía de Shaston caminaba con rumbo a su casa situada en el pueblo de Marlott, en el vecino valle de Blackmore o Blackmoor. Tenía el hombre unas piernas bastante flacas y con propensión a torcerse, al echar el paso, un poco hacia la izquierda. De cuando en cuando inclinaba vivamente la cabeza, como si se afirmara en alguna opinión, aunque no iba pensando en nada. Colgaba de su brazo una cesta vacía, de las que se emplean para llevar huevos, y se cubría la cabeza con un sombrero con un punto muy desgastado en el borde, donde al quitárselo rozaba con el pulgar. A mitad de su trayecto hubo de encontrarse con un cura viejo que iba caballero en una yegua gris, tarareando una de esas tonadillas que sirven para aliviar el tedio del camino.

    —Buenas noches tenga usted —dijo el hombre de la cesta.

    —Buenas se las dé Dios, sir John —le respondió el cura.

    El viandante siguió su camino, pero luego que hubo andado unos pasos, se volvió y dijo:

    —Oiga usted, señor, y usted dispense, pero el último día de mercado nos encontramos también en este mismo sitio y a esta misma hora, y recuerdo que yo le dije a usted: «Buenas noches», y que usted me contestó: «Dios se las dé a usted muy buenas, sir John», lo mismito que ahora.

    —Es verdad —repuso el párroco.

    —Y lo mismo nos pasó la otra vez anterior..., hará cosa de un mes. —Sí; puede que tenga usted razón.

    —Bueno, y ¿quiere usted decirme a qué viene eso de llamarme a mí siempre sir John, cuando yo no soy más que John Durbeyfield «el marchante» y gracias?

    El cura espoleó su montura hasta acercarla unos pasos al campesino.

    —¡Cosas que se le ocurren a uno! —exclamó, y tras vacilar unos instantes, añadió, cambiando de tono—: El haberte llamado de ese modo obedece a un descubrimiento que hice recientemente mientras andaba a la caza de linajes para la nueva historia del condado. Yo soy el padre Tringham, el anticuario del callejón de Stagfoot. Bueno, pues ¿no sabe usted, señor Durbeyfield, que es usted el representante directo de la antigua y caballeresca familia de los d’Urberville, que descienden del señor Pagan d’Urberville, el famoso caballero que vino de Normandía con Guillermo el Conquistador, según consta en el Rollo de la Battle Abbey?

    —¡Pues es la primera vez que lo oigo, sir!

    —Tenlo por seguro, hombre. Y si no, a ver: levanta un poco la barbilla para que pueda yo apreciar mejor el perfil de tu cara. Sí; la misma nariz y la misma barbilla... un poco caídos, de los d’Urberville. Tu ascendiente fue uno de los doce caballeros que acompañaron a lord de Estremavilla de Normandía en la conquista de Glamorganshire. Ramas de su familia poseyeron feudos en esta parte de Inglaterra; sus nombres figuran en los censos del tiempo del rey Esteban. En la época del rey Juan vivió uno de ellos, hombre riquísimo, que cedió unas tierras a los Caballeros Hospitalarios. Y en tiempos de Eduardo II, uno de tus antepasados, de nombre Brian, fue llamado a Westminster para formar parte del Gran Consejo. En los días de Oliver Cromwell vinisteis algo a menos, pero no gran cosa, pues en el reinado de Carlos II fuisteis agraciados con el título de Caballeros de la Regia Encina por vuestra lealtad. Ya lo ves, en tu familia ha habido muchas generaciones de sir Johns, y de ser hereditaria la Caballería como lo es el título de baronet, según ocurría de hecho antiguamente, que se transmitía de padres a hijos, tú serías ahora sir John.

    —¿De veras?

    —En resumen —concluyó el cura dándose un fustazo en la pierna con ademán de convencido—, que apenas habrá en toda Inglaterra otra familia de tan noble y rancio abolengo como la tuya...

    —Pero ¿estoy despierto o soñando? —exclamó Durbeyfield—. ¡Y yo que llevo tantos años dando tumbos por los caminos de acá para allá como si fuera el más pobretón de la parroquia!... Y diga usted, señor pastor, ¿hace mucho que puso usted en claro todo eso?

    El pastor le explicó que, según sus noticias, el linaje de los Durbeyfield había ido insensiblemente cayendo en olvido, sin que apenas se tuviese ya de él noticia. Él había dado comienzo a sus investigaciones el año anterior, allá por la primavera, en que, con motivo de hallarse investigando la historia de la familia de los d’Urberville, hubo de tropezarse con el nombre de Durbeyfield en su carro, y picada su curiosidad, se puso a hacer averiguaciones acerca del abuelo y el padre de John, hasta no quedarle por fin duda alguna sobre este punto.

    —A lo primero pensé no molestarte con estos datos tan inútiles —dijo—, sólo que a veces los impulsos son más poderosos que nuestras determinaciones. Y hube de decirme que acaso tú supieras algo sobre el particular y quisieras decírmelo.

    —¡Bueno! Sí, es verdad que yo he oído decir más de una vez que mi familia había estado en mejor posición antes de venir a afincarse en Blackmoor. Sólo que nunca hice de ello mucha cuenta, pensando que todo se reduciría a que antes habíamos tenido dos caballos, en vez de uno que tenemos ahora. Cierto que todavía anda por casa una cuchara de plata vieja y un sello antiguo, grabado; pero de eso a pensar que entre esos nobles d’Urberville y yo mediara el menor parentesco... Aunque también oí decir alguna vez que mi bisabuelo tenía sus secretos y que nunca quería contar nada tocante al origen de nuestra familia. Y dígame usted, señor pastor, ¿se puede saber dónde tenemos nuestro centro? ¿Dónde vivimos los d’Urberville?

    —No vivís en ninguna parte, hijo. Os habéis extinguido..., es decir, como familia del condado.

    —¡Qué lástima!

    —Pues así es... Es decir, os habéis extinguido en la línea masculina, que a eso es a lo que llaman extinguirse las falaces crónicas de familia... Descender, venir a menos...

    —¿Y dónde yacen nuestros muertos?

    —En Kingsbere-sub-Greenhill descansan hileras y más hileras de ascendientes tuyos, en nichos, bajo doseles de mármol de Purbeck.

    —Pero ¿dónde están los palacios y fincas de nuestra familia? —No os queda ya ninguno.

    —¡Cómo! ¿Ni tierras?

    —Nada, hijo mío; y eso que antaño los tuvisteis en abundancia. Porque tu familia tenía numerosas ramas. En este condado poseíais una casa en Kingsbere, otra en Sherton, otra en Millpond, otra en Lullstead y otra en Wellbridge.

    —¿Y no podremos volver a entrar en posesión de lo nuestro?

    —¡Oh!... ¡Vaya usted a saber!

    —Pero ¿usted qué me aconseja que haga, visto todo eso? —preguntó Durbeyfield después de una pausa.

    —¡Yo! Nada, como no sea que medites pensando en «cómo caen los poderosos». Todo lo que te he contado no pasa de ser un episodio de cierto interés para el historiador y genealogista local. Entre los aldeanos de esta comarca hay varias familias casi de la misma distinción. ¡Conque buenas noches!

    —¡Espere usted, señor pastor! Tenga la bondad de venir a tomarse un cuarto de cerveza conmigo para celebrar ese descubrimiento... ¡Si viera usted qué cerveza tan buena tienen en La Gota Pura!... Aunque, claro, no tan buena como la de Rolliver...

    —Hombre, te lo agradezco, pero esta vez no puede ser. Ya hemos hablado y tú ya has bebido bastante por hoy...

    Y terminando así, prosiguió el cura su camino, no sin que le asaltaran ciertas dudas sobre si habría obrado cuerdamente al comunicar a Durbeyfield aquella curiosa muestra de tradiciones. Cuando se fue, Durbeyfield dio unos cuantos pasos, profundamente abstraído, y al cabo se dejó caer en la herbosa cuneta del camino sentándose al lado de su cesta. A los pocos minutos vio venir a lo lejos a un muchacho que llevaba su misma dirección. Al divisarle alzó la mano, y el mozo apretó el paso y se le acercó.

    —Mira, muchacho, coge esta cesta, que vas a hacerme un recado.

    El chico, fino como un huso, frunció el entrecejo.

    —Oiga, John Durbeyfield, ¿se puede saber quién es usted para que me tome por recadero suyo y me llame «muchacho»? ¿No sabe usted mi nombre? Seguro que lo sabe tan bien como yo el suyo.

    —¡El mío! ¡Ése es el secreto; ése es el secreto! Ahora, anda y obedéceme... Aunque, después de todo, no tengo por qué ocultarte que el secreto se reduce a que yo vengo de raza noble... Acabo de enterarme esta misma tarde...

    Y en tanto formulaba la declaración, Durbeyfield, que estaba sentado, se tendió cómodamente a lo largo de la cuneta, entre las margaritas.

    El muchacho, de pie ante Durbeyfield, le contemplaba de arriba abajo.

    —Sir John d’Urberville... Ése soy yo —prosiguió el lugareño—. Es decir, ése sería yo si los caballeros fuesen como los baronets... Está escrito en la historia todo lo mío. ¿No has oído hablar nunca, muchacho, de un sitio que llaman Kingsbere-sub-Greenhill?

    —Sí, estuve allá en la feria de Greenhill.

    —Bien, pues bajo la iglesia de esa ciudad están...

    —No es ciudad, el sitio que digo, sino un sitio pequeño, como tuerto y cerrando el ojo.

    —Bueno, no te fijes en el sitio y atiende a lo que te digo. Bajo la iglesia de esa parroquia yacen mis antepasados a centenares... con sus cotas de malla y pedrería, metidos en grandes féretros de plomo, que pesan la mar de toneladas. No hay nadie en todo el condado de South-Wessex que tenga en su familia unos esqueletos más nobles e ilustres que los míos...

    —¿De veras?

    —Ahora coge esta cesta y vete con ella a Marlott a la posada de La Gota Pura y di que me manden enseguidita un caballo y un coche para que me lleven a casa. Y que pongan en el fondo del coche una botella de ron y me lo apunten en la cuenta. Luego llevas la cesta a mi casa y se la das a mi mujer y le dices que se deje de lavar ropa porque no le hará falta y que espere, que allá voy, que tengo que darle noticias.

    Como el muchacho permaneciese en actitud perpleja, se llevó Durbeyfield la mano al bolsillo y sacando uno de los crónicamente pocos chelines que poseía:

    —Toma, para ti.

    Esto hizo que el muchacho apreciara de modo muy distinto la situación.

    —Bueno, sir John. Muchas gracias, sir John. ¿Quiere usted algo más, sir John?

    —Sí, hombre; di en casa que quiero que me pongan para cenar... cordero frito, si lo encuentran; y si no, morcilla..., y si tampoco dan con ella..., embuchado...

    —Está muy bien, sir John.

    Cogió el muchacho la cesta, y al emprender la caminata se oyeron las notas de una banda de música por la parte del pueblo.

    —¡Qué es eso! —exclamó Durbeyfield—. ¿Será por mí?

    —Son las mujeres en su grupo de paseo, sir John. Y entre ellas está su hija.

    —¡Ah, sí, es verdad! Se me había olvidado pensando en cosas grandes. Bueno, pues ve allá a Marlott; encarga el coche, que puede que me dé una vueltecita para ver el grupo.

    Partió el muchacho, y quedó Durbeyfield esperando el coche, tumbado sobre la hierba y entre las margaritas, al sol del atardecer. Transcurrió largo rato sin que pasara un alma, y las débiles notas de la banda eran los únicos sonidos humanos que se dejaban oír en el ámbito de las montañas azules.

    II

    El pueblo de Marlott está en medio de las ondulaciones del noreste del hermoso valle de Blakemore o Blackmoor, según dijimos antes, región apartada y recogida, no hollada aún en su mayor parte por turistas ni pintores paisajistas, a pesar de encontrarse a unas cuatro horas de Londres.

    Como mejor se ve el valle es contemplándolo desde lo alto de las montañas que lo circundan, salvo en la temporada seca del verano. Una excursión sin guía por sus vericuetos puede resultar desagradable cuando hace mal tiempo.

    Esta feraz y escondida campiña, donde las tierras no toman nunca tonos pardos ni son nunca secas las primaveras, la cierra al sur el prominente acantilado calizo que comprende las alturas de Hambledon Hill, Bulbarrow, Nettle-combe-Tout, Dogbury, High Stoy y Bubb Down. El viajero procedente de la costa que, después de caminar penosamente hacia el norte una treintena de kilómetros, por dunas calcáreas y tierras de cereales, alcanza de pronto el filo de uno de aquellos escarpados, se sorprende y se deleita al contemplar, tendida a sus pies cual un mapa, una comarca absolutamente distinta de las que acaba de cruzar. A sus espaldas se abren los montes, brilla el sol sobre campos tan amplios que el panorama adquiere un carácter de infinitud; son blancos los caminos, bajos y encharcados los setos e incolora la atmósfera. Aquí, en cambio, en el valle, parece ajustado todo a una escala más pequeña y delicada; son meras parcelas, tan reducidas que, desde lo alto, los árboles de los linderos semejan una red de hilos verde oscuro, tendida sobre el verde más pálido de la hierba.

    La atmósfera es aquí abajo lánguida y tan cargada de azul celeste que lo que llaman los pintores distancia media participa también de ese tono de color, mientras que el horizonte lejano se tiñe del más profundo color índigo. Las tierras de labranza son pocas y reducidas, y con ligeras excepciones, la perspectiva consiste en una amplia y rica masa de verdor y arbolado, tapizando colinas minúsculas y leves alturas en el ámbito de otras mayores. Así es el valle de Blackmoor.

    El interés histórico del distrito no le va en zaga al topográfico. Fue conocido en tiempos remotos el valle con el nombre de bosque del Ciervo Blanco, por una curiosa leyenda del reinado de Enrique III, según la cual, cierto Thomas de la Lynd había sido castigado con crecida multa por haber dado muerte a un hermoso ciervo blanco que el rey había perseguido y perdonado. Por aquel tiempo, y casi puede decirse que hasta no hace mucho, estaba la región muy poblada de árboles. Todavía hoy se hallan vestigios de su primitiva condición en los añosos encinares y los irregulares setos de madera que aún subsisten en sus vertientes, y en los árboles de hueco tronco que dan sombra a muchos de sus prados.

    Los bosques han desaparecido, mas todavía conservan sus habitantes algunas de las antiguas costumbres de sus sombras, aunque muchas de ellas desfiguradas ya o transformadas. La danza de mayo, por ejemplo, afectaba aquella tarde la forma del grupo de jolgorio o de paseo, como le llamaban.

    Era un acontecimiento interesante para la gente joven de Marlott, aunque los propios actores de la ceremonia no llegaban a percibir todo su atractivo. Lo menos singular de ella era aquella costumbre de celebrar la llegada de mayo con paseos en procesión y bailes, resaltando más el hecho de componerse la banda de celebrantes de sólo mujeres. En los grupos masculinos, aunque iban también disminuyendo, eran las tales fiestas menos raras; pero la natural timidez del sexo débil, así como la actitud sarcástica de los parientes varones, les habían quitado a los pocos grupos femeninos que quedaban el entusiasmo por seguir la costumbre. El de Marlott puede decirse que sólo vivía por mantener las «Cerealia» locales. Llevaba existiendo centenares de años, si no como grupo benéfico, sí como una especie de hermandad votiva, y así continuaba la tradición.

    Todas las mujeres de la banda vestían trajes blancos —alegre reminiscencia del tiempo del viejo estilo cuando las palabras alegría y mayo eran sinónimos, antes de que la preocupación por el futuro hubiera reducido las emociones a un monótono término medio. Consistía la primera manifestación en una marcha procesional de dos en dos en torno a la parroquia. Lo ideal y lo real chocaban ligeramente cuando el sol iluminaba sus figuras sobre el fondo de los verdes vallados y de las fachadas de casas tapizadas de follaje; pues, aunque todas vestían de blanco, no había dos blancos iguales; las vestiduras de algunas frisaban en el blanco nítido, mostraban las de otras una palidez azulina, y algunas, las de las señoras de edad más avanzada (que posiblemente llevaban varios años dobladas), ostentaban un matiz cadavérico, tirando a un estilo georgiano.

    Además de la distinción de la túnica blanca, mozas y mujeres hechas llevaban en la diestra una varita de sauce, mondada, y en la mano izquierda un ramo de flores blancas. La preparación de la primera y selección de las segundas quedaba encomendada a cada una.

    Iban en la procesión algunas pocas mujeres de edad mediana, y hasta entradas en años, con cabellos de plata y arrugados semblantes, estropeados por el tiempo y las dificultades, que resaltaban de modo casi grotesco y verdaderamente patético en esa animada situación. En una perspectiva verdadera, quizá, había más que decir y que ver en cada una de esas experimentadas mujeres, a quien los años acercaban a tener que decir «No tengo placer en ellos», que en sus compañeras juveniles. Pero pasemos de éstas de más edad a favor de aquellas bajo cuyo corpiño latía la vida, animada y cálida.

    Las jóvenes estaban en mayoría, y sus cabecitas de abundantes cabelleras reflejaban al sol de la tarde los tonos todos del oro, el negro y el castaño. Unas tenían bellos ojos; otras, bonita nariz, boca y cuerpo preciosos; pocas, si no ninguna, reunían todos los encantos. Muchas dejaban entender su confusión ante el público que las contemplaba, en la dificultad de acomodar los labios, en la incapacidad de equilibrar la cabeza y en evitar el exceso de conciencia de sí mismas, mostrando que eran verdaderas chicas de campo, desacostumbradas a muchos ojos.

    Y así como a todas las calentaba por fuera el sol, todas tenían también un ensueño, un afecto, un capricho, o, por lo menos, alguna esperanza remota y distante que, aunque quizá extinguiéndose en nada, les llenaba de sol por dentro el alma. Y ésa era la razón de que pareciesen muy animadas y, muchas de ellas, muy contentas.

    Dieron la vuelta a la posada de La Gota Pura y rodeaban ya el camino alto para cruzar los prados, cuando una dijo:

    —Pero ¡bendito sea el Señor!, ¿qué veo? Oye, Tess Durbeyfield, ¿no es tu padre el que viene en aquel coche?

    Al oír esta exclamación volvió la cabeza una linda moza, quizá no más que las otras, sino que su grácil boca de peonía y sus grandes ojos inocentes añadían elocuencia y brillo a sus colores y su forma. Llevaba prendida en el pelo una cinta roja, siendo la única de ese grupo de blanco que podía ufanarse de lucir tan llamativo adorno. Al mirar en torno la muchacha, vio venir a su padre en un coche perteneciente a La Gota Pura, guiado por una mujerona de castaña y rizada cabellera, con las mangas de la blusa subidas hasta el codo. Era la animosa criada del establecimiento, que hacía de todo, incluso de lacayo y cochero a veces. Durbeyfield, muy repantigado y entornados los ojos a lo gran señor, se alisaba el pelo, cantando en lento recitativo:

    —Tengo una gran sepultura de familia en Kingsbere... y nobles antepasados que duermen en féretros de plomo.

    Sonrieron las chicas del grupo, menos Tess, cuyo rostro se llenó de rubor al ver a su padre ridiculizado así.

    —Eso será que está cansado —se apresuró a decir— y habrá querido que lo lleven a casa, porque nuestro caballo tiene que descansar hoy.

    —¡Qué simple eres, Tess! —le dijeron sus compañeras—. Lo que le pasa es que ha empinado el codo. ¡Ja, ja!

    —¡Mucho cuidado, eh! Porque si pensáis divertiros a costa suya, ahora mismo me voy —exclamó Tess, y el rubor de sus mejillas se le difundió por todo el semblante hasta el cuello. Luego se le humedecieron los ojos y bajó la mirada al suelo. Callaron las otras, al comprender que la habían hecho sufrir, y se restableció el orden. El orgullo le impidió a Tess volver la cara para ver si su padre tenía algo que decirle, y continuó su marcha con las otras hasta el cercado donde iban a bailar en la hierba. No bien hubieron llegado a aquel sitio, recobró la joven su serenidad, dio a su vecina un golpecito con la varita y siguió su charla, como de costumbre.

    Tess Durbeyfield era en aquel instante de su vida un mero recipiente de emoción, intacto por la experiencia. A pesar de la escuela del pueblo, dominaba en su habla el dialecto característico de aquella región, que tiende a terminar con la sílaba ur, si bien resulta tan armonioso como cualquier otro lenguaje. La encarnada boca, fruncida hacia arriba por la costumbre de pronunciar esa sílaba, apenas había adquirido todavía su forma definitiva, y el labio inferior empujaba un poco hacia arriba al otro, al cerrarse ambos después de una palabra.

    Aún mostraban su cara y aspecto rasgos de su niñez. Al caminar hoy, a pesar de su exuberante belleza de mujer, podían verse los doce años en sus mejillas, los nueve chispeando en sus ojos, y a veces hasta los cinco revoloteando sobre las curvas de su boca.

    Pocos, sin embargo, lo sabían, y pocos lo tenían en cuenta. Algunos forasteros que al pasar la miraban casualmente se sentían al punto fascinados por su lozanía, y se quedaban con deseos de volver a verla, aunque para la mayoría de las gentes no pasaba de ser una linda y pintoresca aldeana.

    La carroza triunfal de Durbeyfield se perdió a lo lejos con su palafrén femenino, y habiendo entrado la banda en el terreno destinado a ello, dio comienzo el baile. A lo primero, como no había mozos en la concurrencia, bailaron unas con otras las muchachas, pero llegada la hora en que acaba el trabajo, empezaron a acudir a la danza en busca de pareja algunos jóvenes del lugar, amén de unos cuantos ociosos y transeúntes, pareciendo dispuestos a negociar una pareja.

    Entre los circunstantes había tres muchachos de clase superior; llevaban los tres sendas mochilas, sujetas con correas a la espalda, y gruesos garrotes en las manos. Su parecido y sus edades, correlativas, delataban lo que realmente eran, es decir, hermanos. Llevaba el mayor corbata blanca, chaleco cerrado y el sombrero de finas alas que usan los ministros del culto; el segundo parecía un estudiante corriente todavía sin graduar. En cuanto al tercero y más joven, apenas bastaba a caracterizarle su aspecto, mostrando en sus ojos y en su modo de vestir un abandono y desgaire como de quien aún no ha encontrado su vocación. Parecía un estudiante en probaturas sin mucho empeño y de él se podía predecir cualquier cosa.

    Los tres hermanos dijeron a conocidos casuales que pasaban sus vacaciones de Pascua de excursión por el valle de Blackmoor, con rumbo al suroeste desde Shaston. Se recostaron en la puerta del baile junto a la carretera, y trataron de indagar qué significaba el baile y los trajes blancos de las muchachas. Los dos mayores, una vez satisfecha su curiosidad, se dispusieron a reanudar su camino; pero el espectáculo de aquellas mozas bailando sin pareja del sexo contrario llamó vivamente la atención del tercero y le movió a acercarse. Se quitó la mochila, la dejó con el bastón sobre la cerca y abrió el portón.

    —¿Adónde vas, Ángel? —preguntó el mayor.

    —Pues a dar unas vueltas con estas muchachas. Venid también vosotros...; unos minutos nada más, y enseguida nos vamos.

    —¡No, no, tonterías! —dijo el primero—. ¡Bailar así en público con unas lugareñas!... ¡Supón que alguien nos viera!

    —Vámonos, que nos va a coger la noche camino de Stourcastle y no tenemos sitio más cercano donde pernoctar. Además, recuerda que tenemos que leer otro capítulo del Contraataque al agnosticismo antes de volver; para eso me he tomado la molestia de traer el libro.

    —Bueno, dentro de cinco minutos os alcanzaré. Te doy mi palabra de honor, Félix.

    Le dejaron a regañadientes los dos mayores y siguieron camino adelante, llevándose la mochila de su hermano para que les alcanzara mejor. El pequeño entró en el cercado.

    —Es una lástima que bailen ustedes solas —dijo galantemente a las dos o tres muchachas que tenía más cerca, no bien se hizo una pausa en el baile—. ¿Dónde están vuestras parejas, chicas?

    —Es que los mozos no han terminado todavía el trabajo —respondió una de las más decididas—, pero no tardarán en venir. Ahora que, mientras tanto, si usted quiere bailar con nosotras...

    —Ya lo creo que quiero... ¡Sino que yo solo para tantas!...

    —Más vale uno que ninguno. Es muy triste encararse y patear con una de su propio género. De manera que... ¡escoja usted!

    —¡Mujer, no seas tan descarada! —dijo una más tímida.

    Invitado el joven de esa suerte, echó una mirada al grupo, intentando en vano distinguir entre tantas muchachas, y todas nuevas para él, por lo que hubo de elegir casi a la primera que se le vino a la mano, y que no fue, por cierto, con gran desencanto por su parte, la que con tanto desparpajo le hablara. Tampoco fue Tess Durbeyfield, pues ni su linaje, ni los esqueletos de sus antepasados, ni los vestigios monumentales de los d’Urberville quisieron ayudar a Tess en aquel trance de su vida para proporcionarle una pareja de baile superior al común de los lugareños. Dicho sea esto por la sangre normanda no ayudada por el lucro Victoriano.

    Cualquiera que fuere el nombre de la moza que hubo de eclipsarla no ha llegado a noticia nuestra, aunque sí nos consta que todas las demás le envidiaron la suerte de ser la primera en disfrutar aquella tarde de una pareja masculina. Y tal fue la fuerza del ejemplo que los mozos del lugar, que no se habían dado prisa en acudir al baile mientras no hubo intrusos, llegaron rápidamente ahora, de suerte que a poco ya todas tuvieron pareja, y hasta la más fea del grupo se vio relevada en su papel de hacer veces de hombre.

    Sonó en esto el reloj de la iglesia, y el estudiante dijo de repente que tenía que partir para reunirse con sus hermanos. Al salir del baile posó su mirada un momento en Tess Durbeyfield, cuyos grandes ojazos en aquel instante, para decir la verdad, tenían el más suave aire de reproche por no haberse dignado bailar con ella. Él también lamentó no haberla observado, por su timidez, y pensando en eso se marchó del prado.

    Como se había retrasado mucho, echó a correr camino abajo, cruzó la hondonada y remontó la inmediata colina. Allí, sin haber alcanzado a sus hermanos, se detuvo a respirar y volvió atrás la vista. Vio a lo lejos las blancas figuras de las muchachas en el verde cercado, girando en torbellino, como cuando él se hallaba entre ellas. Y pensó que todas se habrían olvidado ya de él por completo.

    Todas sí, excepto quizá una. Separada del corro estaba una blanca silueta junto al vallado. Por el lugar en que se hallaba, él reconoció en ella aquella linda moza con quien no había bailado. Y aunque se trataba de una nadería, se sintió responsable de haberla herido en su amor propio con su descuido y lo lamentó profundamente, así como el ignorar hasta su nombre. Sentía que se había conducido como un necio con una muchacha tan expresiva, tan modesta, tan suave, tan delicada con aquella ligera túnica blanca.

    Pero como el daño era ya irreparable se volvió el joven y emprendió rápida marcha. Y poco a poco se le fue borrando de la mente aquella impresión.

    III

    Tampoco Tess Durbeyfield olvidó tan fácilmente el mudo incidente. Y con ser muchas las parejas que se le ofrecían, no tuvo ánimos para bailar largo rato, permaneciendo ensimismada y melancólica hasta perderse de vista en la colina el forastero, no reparando siquiera en los mozos que la requerían y que tan distintos eran en traza y modales al joven que acababa de desaparecer. Hasta que los rayos del sol absorbieron la figura del joven que se alejaba ascendiendo la colina, no se liberó Tess de su tristeza ni dio respuesta afirmativa al mozo que la instaba a participar en el baile. Luego se estuvo con sus compañeras hasta que se hizo noche, llegando a tomar parte otra vez con cierto interés en la danza; que, sencilla todavía de corazón, gustaba del baile por el baile mismo, sin adivinar, al ver «los suaves tormentos, amargas dulzuras, gratos dolores y gustosa tristeza» de las otras muchachas, ya cortejadas y conquistadas, de lo que ella era capaz en ese terreno. Las peleas y trifulcas que armaban los mozos disputándosela para bailar la divertían... y nada más; y cuando se ponían muy tercos, les volvía la espalda.

    De buena gana se hubiera estado allí más tiempo; pero de pronto hubo de recordar el incidente de la rara aparición y extraño aspecto de su padre, e inquieta, pensando qué habría sido de él, se separó preocupada de los danzantes y se encaminó al extremo del pueblo, donde estaba la casa de sus padres.

    Unos pasos antes de llegar oyó otros sonidos muy distintos de los del baile y que le eran muy conocidos...

    Era una serie de rítmicos traqueteos que venían del interior de la casa, delatando el violento balanceo de una cuna sobre el suelo de piedra, a cuyo compás iba el canto de una voz femenina que entonaba con mucho vigor una tonadilla titulada La vaca pía:

    La vi tendida en el verde, a lo lejos.

    Ven, amor, y te diré dónde.

    A un mismo tiempo paraban por un momento el mecido de la cuna y la canción, y una exclamación del tono más agudo sustituía a la melodía.

    —¡Dios te bendiga esos ojos tan hermosos, y esos carrillos de cera, y esa boquita tan graciosa, y esos muslines de manteca, y todo tu resalado cuerpecito!

    Luego se reanudaban el canto y el mecido y la mujer volvía a entonar como antes la canción de La vaca pía.

    Así estaban las cosas cuando abrió Tess la puerta y se quedó parada en el umbral contemplando la escena con expresión de amargura inefable. Qué diferencia había entre aquella alegría del campo que acababa de dejar —trajes blancos, ramos de flores, varitas de sauce, giros de danzas sobre el verde, el destello de dulce simpatía por el forastero— y la melancolía de aquel espectáculo débilmente alumbrado por una sola vela. Aparte del desgarrón del contraste, heló a la joven un escalofrío de íntimo reproche por no haber vuelto más pronto a ayudar a su madre en aquellos quehaceres domésticos en vez de estarse tan entretenida fuera de casa.

    Ahí seguía su madre, cual Tess la dejara, entre el grupo de niños, inclinada sobre la artesa del lavado, tarea que, según costumbre, aplazara hasta el final de la semana. De aquella artesa había salido el día anterior —y Tess lo recordó con una punzada de remordimiento— el vestido blanco que llevaba puesto, un poco teñido ahora de verde en los bajos por el roce con la hierba húmeda, aquel vestido que su madre se había afanado en lavar y planchar esmeradamente con sus propias manos.

    Como de costumbre, la señora Durbeyfield, apoyando un solo pie junto a la artesa, ocupaba el otro en la tarea de mecer al pequeño. Las ballestas de la cuna estaban ya tan gastadas por el mucho uso, que casi habían perdido la curva, de suerte que cada balanceo era más bien una sacudida, que zarandeaba al niño de un extremo a otro como lanzadera de telar, cuando la señora Durbeyfield, enardecida por su canto, pisaba la ballesta con todos los bríos que le restaban tras laborar junto a la tina todo el día.

    Tris, tras, tris, tras, gemía la cuna; se alargaba la llama de la vela y empezaba a temblequear; el agua goteaba por los codos de la matrona, y la canción seguía galopando hacia el fin de la estrofa, cuando la señora de Durbeyfield saludó con los ojos a su hija. Aun cargada de joven familia, Joan Durbeyfield amaba con pasión el canto. No llegaba al valle de Blackmoor canción alguna procedente del lejano mundo exterior que en una semana no la aprendiese la madre de Tess.

    Aún fulguraba levemente en las facciones de la mujer algo de la frescura y el encanto de su juventud, adivinándose fácilmente que la belleza de que podía ufanarse Tess se la debía a su madre, no siendo, por tanto, de origen ni histórico ni caballeresco.

    —Deje usted, madre, yo meceré al niño —le dijo Tess a su madre dulcemente—; si no quiere usted mejor que me ponga el vestido viejo y la ayude a aclarar. Yo creí que ya habría acabado hace mucho.

    No llevaba a mal la madre de Tess que ésta dejara tanto tiempo a su cargo las faenas domésticas, y rara vez la reconvenía por ello, pues no solía echarla mucho de menos, a causa del procedimiento que instintivamente seguía para alivio de sus quehaceres y que consistía en irlos aplazando. Pero aquella noche parecía aún más contenta que de costumbre, mostrando en la mirada una distracción, una preocupación, una exaltación que la muchacha no podía entender.

    —Celebro que hayas venido —le dijo su madre, luego que acabó de modular la última nota—, porque tengo que ir a buscar a tu padre, pero hay algo más: antes quiero contarte lo que ha sucedido. Te vas a asombrar cuando lo sepas.

    La señora de Durbeyfield solía expresarse en dialecto; su hija, que había aprobado el sexto grado en la escuela nacional con una maestra educada en Londres, hablaba dos lenguas, el dialecto en su casa, más o menos, y el inglés fuera de ella y cuando trataba con personas de importancia.

    —¿Desde que estoy fuera? —preguntó Tess.

    —¡Sí!

    —¿Tiene algo que ver con eso el que padre se paseara esta tarde en coche? Hubiera querido que me tragase la tierra del bochorno que he pasado.

    —¡Ya lo creo que tiene que ver! ¡Cómo que ahora resulta que venimos de una de las familias más nobles del condado (de antes del tiempo de Oliver Grumble), con monumentos y nichos y escudos, y Dios sabe cuántas cosas más! ¡Con decirte que en tiempos de san Carlos fuimos caballeros de la Encina Real y que nuestro verdadero apellido es d’Urberville!... ¿No se te alegra el alma, hija mía? Por eso ha venido tu padre en coche, y no porque haya bebido, como la gente se imaginó.

    —¡Cuánto me alegro de que así sea! ¿Nos servirá para algo, madre?

    —¡Cómo no! Se piensa que cosas grandes pueden venir de eso. No hay duda de que un montón de gente de nuestro rango vendrá en coche en cuanto se sepa. Tu padre se enteró al venir de Shaston, y me lo ha contado todo de pe a pa.

    —¿Y dónde está ahora padre? —preguntó Tess.

    Su madre, a modo de respuesta, dijo algo que no venía a cuento.

    —A primera hora de la tarde fue a Shaston a ver al médico. Según parece, tiene algo más que debilidad, pues el médico le ha dicho que tiene una cosa — no sabía cuál— hinchada cerca del corazón. Una cosa así —y al decir esto Joan Durbeyfield hizo una curva con el desollado pulgar y el índice formando una ce, señalando con el otro índice la curva—. «Por ahora», le ha dicho el médico a tu padre, «tiene usted el corazón cerrado por este lado; pero el otro todavía está abierto. En cuanto se cierre así —y la señora Durbeyfield juntó sus dedos hasta formar un círculo completo— ya puede usted despedirse de este mundo, Durbeyfield... Ahora bien, lo mismo puede ocurrir dentro de diez años que de diez meses o diez días».

    Tess miró alarmada a su madre. ¿Cómo era posible que su padre se fuera tan pronto al otro mundo, cuando acababan de lloverle del cielo tan inesperadas grandezas?

    —¿Pero dónde está padre? —preguntó de nuevo.

    Su madre le dirigió una suplicante mirada.

    —No vayas a enfadarte —le dijo—. El pobre está tan trastornado con las noticias que le dio el pastor, que hará cosa de media hora se fue a casa de Rolliver. Tiene que hacer acopio de fuerzas para el viaje que esta madrugada ha de emprender con esa carga de panales que tiene que entregar para mañana sin falta, tenga o no esa familia.

    —¡Acopio de fuerzas! —exclamó Tess con ímpetu, mientras las lágrimas anegaban sus ojos—. ¡Oh Dios mío, en una taberna! ¡Y usted, madre, tan conforme!

    Su protesta pareció difundirse por la estancia toda, comunicando un aire acobardado al moblaje, a la luz, a los niños que por allí andaban jugando, e incluso al rostro de su madre.

    —No —dijo ésta conmovida—, no estoy conforme. Precisamente te estaba esperando para que tuvieras cuidado de la casa mientras yo iba a buscarle.

    —Iré yo.

    —No, no, Tess. Ya sabes que si tú fueras sería inútil.

    No insistió Tess, comprendiendo el sentido de la objeción maternal. Ya colgaba de una silla el abrigo de la señora Durbeyfield, que ésta había puesto allí para tenerlo más a la mano.

    —Guarda entretanto el Libro de la fortuna —añadió Joan, secándose aprisa las manos y poniéndose el abrigo.

    El Libro de la fortuna era un grueso y viejo volumen que había en una mesa allí cerca, y que tan desgastado estaba por el uso que ya tenía comidas las márgenes. Lo cogió Tess, y su madre salió.

    Aquel ir a la caza de su marido en la taberna era uno de los goces que le quedaban a la señora de Durbeyfield en medio de las suciedades y confusiones que le ocasionaba la crianza de sus hijos. Descubrirle en Rolliver, sentarse a su lado una o dos horas y olvidar todo pensamiento y cuidado por los hijos, la hacía feliz. Una suerte de halo luminoso, de resplandor de ocaso abrillantaba su vida entonces. Sus trabajos y molestias, todas sus desabridas realidades cobraban una como impalpabilidad metafísica, pasando a ser meros fenómenos mentales para una serena contemplación, dejando de ser opresiones torturadoras del cuerpo y el alma. Los pequeños, cuando no los veía inmediatamente, le parecían a la pobre mujer pertenencias gratas y deseables; los incidentes de la vida cotidiana, mirados desde allí, no carecían de atractivo y aliciente. Sentía Joan algo de lo que había sentido los años de su noviazgo, cuando solían sentarse en aquel mismo lugar, y ella cerraba los ojos a los defectos de su carácter y sólo le veía en su aspecto ideal de enamorado.

    Tess, sola en la casa con los pequeños, fue primero a guardar el libro en el pajar, metiéndolo en el bálago de la cubierta. Obedeciendo a curiosa superstición, se empeñaba la madre en que el mugriento volumen no pasase las noches en la casa, siendo preciso ir por él al pajar cuando había que consultarlo. Entre la madre con sus supersticiones, su primitiva instrucción, su dialecto y sus baladas aprendidas de oído, y la hija con sus enseñanzas de plan nacional y conocimiento grado medio bajo un código infinitamente revisado, mediaba un abismo de doscientos años, según el común entender. Cuando estaban juntas, se yuxtaponían la época jacobina y la victoriana.

    Al volver por el huerto, pensaba Tess qué sería lo que su madre habría tenido que consultar en el libro aquel día, suponiendo, naturalmente, que tendría relación con el descubrimiento inesperado de su rancio abolengo. No podía adivinar que el objeto de la consulta había sido ella misma. Pero la joven, dando enseguida de mano a ese pensamiento, se puso a recoger y remojar, para plancharla luego, la ropa blanca que se había secado durante el día, ayudada en esta labor por su hermanito Abraham, de nueve años, y su hermana Eliza-Louisa-Liza-Lu, —como la llamaban todos—, de doce y medio. Los más pequeños estaban ya en la cama. Tess le llevaba más de cuatro años al que le seguía, pues entre los dos había habido otros tantos que murieron casi recién nacidos; y la diferencia de edades le daba a la joven aire de madrecita suplente con respecto a sus hermanos. Después de Abraham habían venido al mundo dos niñas, Hope y Modesty. Luego seguía uno de tres años, y, por fin, el más pequeño, que acababa de cumplir su primer año.

    Toda aquella gente menuda eran los pasajeros de la nave Durbeyfield, y sus placeres, necesidades, salud y hasta su vida pendían, naturalmente, de los dos adultos del hogar. Si las cabezas de la casa Durbeyfield optaban por navegar hacia dificultades, desastres, hambre, enfermedad, degradación y muerte, ahí estaba esa media docena de pequeños cautivos en la bodega, obligados a navegar con ellos; seis criaturas inermes a quienes nadie había preguntado si deseaban vivir de algún modo, y menos en tan duras condiciones como implicaba ser de la desamparada casa de Durbeyfield. Hay quien se pregunta cómo puede hablar del «Sagrado designio de la naturaleza» ese poeta cuya filosofía se juzga hoy tan profunda y veraz como puro y airoso es, en verdad, su verso.

    Pasaba el tiempo y ni el padre ni la madre aparecían. Tess se asomó a la puerta y mentalmente recorrió las callejuelas de Marlott. El pueblo estaba ya cerrando los ojos. Desaparecían de todas partes las luces. Tess se imaginaba en el interior de las casas a los que extendían la mano con el apagador.

    Que su madre hubiera ido a buscar al padre significaba simplemente mandar a otro. Y Tess pensó que un hombre de salud tan quebrantada, que en las primeras horas de la madrugada tenía que salir de viaje, no debía estarse hasta tan tarde en la taberna, festejando su rancio abolengo.

    —Abraham —dijo al hermanito—, ponte el sombrero, no te dará miedo, ¿verdad? ..., y llégate a la taberna de Rolliver a ver qué ha sido de padre y de madre.

    Saltó el niño prontamente de su asiento, abrió la puerta y se perdió en la sombra. Pero transcurrió otra media hora, y ni el padre, ni la madre, ni el niño volvían. Abraham, como sus padres, parecía haber sido víctima también del encanto de la taberna.

    —Tendré que ir yo —dijo Tess.

    Y después de acostar a Liza-Lu y dejarlos encerrados a todos, emprendió su camino por la oscura y tortuosa callejuela, nada hecha para avanzar deprisa, pues databa de un tiempo en que un centímetro de tierra no tenía valor y los horarios de una sola manecilla bastaban para dividir el día.

    IV

    La taberna de Rolliver, única cervecería que había por aquella parte del destartalado villorrio, sólo podía ufanarse de tener licencia para despachar para llevar a casa, y, como nadie podía legalmente beber allí dentro, el espacio público de que disponía para los parroquianos se reducía a una tabla de quince centímetros de ancho por dos metros de largo, unida por alambres a la estacada de un raquítico jardín, formando una ménsula. Allí ponían sus copas los sedientos forasteros cuando se detenían en el camino, arrojando los restos al suelo, a usanza polinesia, y echando siempre de menos un asiento para descansar en el interior.

    Ése era el deseo de los forasteros. Pero había también parroquianos de la localidad que sentían el mismo antojo, y ya se sabe que querer es poder.

    En un amplio dormitorio del piso alto, cuya ventana cubría una espesa cortina hecha con un gran chai de lana ya inservible de la señora de Rolliver, se hallaban reunidas aquella noche cerca de una docena de personas que allí habían ido en busca de la ración de felicidad que despachaba la taberna. Todos eran vecinos de aquel barrio de Marlott y clientela fiel de aquel local. La Gota Pura, a fuer de taberna plenamente autorizada, era el establecimiento más abastecido y cómodo, pero a causa de la distancia no iban allá los moradores de este barrio; aparte de que había otra razón más poderosa para ellos, y era que, según las opiniones más autorizadas, era mejor beber con Rolliver en el rincón de lo alto de su casa que con otro propietario en una casa amplia.

    Un menguado lecho de cuatro postes que había en la habitación brindaba asiento a varias personas que se acomodaban en sus tres costados; otros dos hombres se habían encaramado en una cómoda, otro descansaba en el tallado arcón de roble, dos en el lavabo, otro en un taburete, y todos parecían muy contentos y cómodos. Estaban a aquella hora en tal estado de interior bienestar que el alma se les salía por los poros, difundiendo sus personalidades por el aposento. En aquel instante, la habitación y su moblaje asumían mayor lujo y dignidad; el chai que colgaba de la ventana se convertía en un rico tapiz; los tiradores de los cajones de la cómoda brillaban como ascuas de oro, y los tallados postes de la cama parecían alardear de cierto parentesco con los magníficos pilares del templo de Salomón.

    La señora Durbeyfield, que había hecho el trayecto aprisa después de separarse de Tess, entró por la puerta principal, atravesó el cuarto de abajo que estaba a oscuras y abrió la puerta de la escalera, como quien conoce a fondo los secretos de los cerrojos. La escalera tuvo que subirla más despacio, a causa de la oscuridad, y al llegar al último peldaño, las miradas todas convergieron en su rostro, bañado por la claridad del interior.

    —... Y como se trata de unos amigos particulares, los invité

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