Un universo gravitacional: La fuerza que gobierna el cosmos, de la materia oscura a los agujeros negros
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A pesar de la diversidad de esos fenómenos, todos ellos comparten una misma protagonista, un ingrediente que contribuye de forma decisiva a moldear el cosmos tal y como lo conocemos. Nos referimos a la fuerza de gravedad.
Esa es la pista que se sigue en este libro, el hilo de Ariadna del que tiraremos para, con la ayuda de algunos de los principales investigadores de la actualidad, acercarnos a los fenómenos más fascinantes del cosmos y desvelar sus secretos. En cada uno de sus capítulos se dan cita el Big Bang, la materia oscura, los agujeros negros o las ondas gravitacionales, para entre todos ellos ofrecernos una fotografía actualizada de lo que sabemos hoy en día sobre el universo.
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Un universo gravitacional - Mónica G. Salomone
aproveche.
Introducción:
Con las manos en el teclado
Imagine estar observando una estrella gigante sabiendo que esta tiene los días contados para morir como supernova.
Si lee usted habitualmente libros de divulgación, sabrá que una de las metáforas más comunes es la que equipara las estrellas a seres vivos, aunque unos seres vivos con la secuencia un poco alterada: las estrellas nacen, crecen, se mantienen en la mediana edad un tiempo corto o largo en función de su masa, después mueren y, por último, se reproducen. Las estrellas con mucha masa, las gigantes, son las que más rápido completan el ciclo —se podría decir que viven intensa pero brevemente—, y la culpa es de la gravedad: en un determinado momento de la «vida» de las estrellas muy masivas, la fuerza gravitacional que genera su propia masa las hace implosionar, en un proceso que acaba en una brillante supernova. Bien, pues imagínese que llevan años espiando a una estrella cuya gravedad está a punto de provocar ese magnífico fenómeno cósmico. La estrella puede colapsar en cualquier momento, pero claro, en astrofísica, «cualquier momento» puede ser cualquier milenio. En otras palabras, usted sabe que es muy improbable que la estrella explote justo ante los detectores de su telescopio y, sin embargo, sigue observando.
Y, contra todo pronóstico, ¡ocurre!
Después de frotarse los ojos y dar unos cuantos saltos ante la pantalla del ordenador —o del objetivo del telescopio, porque aún hay astrónomos aficionados que descubren supernovas—, usted alerta de su hallazgo a la comunidad astronómica internacional para que otros muchos telescopios apunten al astro. Y, desde luego, para compartir la emoción con sus iguales en todo el planeta.
Sería, sin duda, exagerado afirmar que nosotros, los autores de este libro, hemos sentido el mismo tipo de emoción que un observador que ve con sus propios ojos cómo estalla la supernova que ha esperado durante años. Pero algo de eso hay.
Cuando planteamos el tema de esta obra pensamos en capturar instantáneas que reflejaran el estado actual de la investigación en cuanto a algunos de los mayores interrogantes vigentes en la actualidad, no solo en astronomía, sino en la ciencia en sentido amplio. Queríamos contar, a través de escenas escogidas, si se está progresando o no en la tarea de dar respuesta a las preguntas eternas de la humanidad. Y no estamos siendo grandilocuentes: hablamos de cuestiones tan trascendentes como de qué está hecho el universo o cuál es la naturaleza del espacio-tiempo.
Pero ¿cómo escoger las escenas adecuadas? ¿De qué parte del «cuerpo» de la investigación astrofísica de hoy debíamos extraer las «catas» para que sirvieran de muestra representativa, para que transmitieran una idea real de lo que están descubriendo los investigadores en estos momentos?
Decidimos usar como guía la fuerza de la gravedad. Así, sin más: la gravedad. Sucede que, de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza, esta es quizás la que manejamos más conscientemente en nuestra experiencia vital. Ya de bebés aprendemos a calibrar nuestro movimiento en función de la gravedad. Durante toda la vida jugamos con ella, nos protegemos de ella, la vencemos para llegar más rápido de un sitio a otro. Amoldamos nuestra existencia a su intensidad y a sus reglas. Pero a la vez, la gravedad, por familiar y «nuestra» que parezca, es también la fuerza que dibuja las órbitas de los astros; la que a lo largo de más de 13 000 millones de años ha ido definiendo la arquitectura del universo; la que determina la forma e incluso el movimiento del mismísimo espacio-tiempo, hasta el extremo de llegar a agujerearlo y hacerlo vibrar.
La idea de que una fuerza tan cotidiana como la gravedad tenga al mismo tiempo el poder de construir cúmulos y supercúmulos de galaxias, de dar lugar a fenómenos tan exóticos como los agujeros negros, nos pareció muy poderosa. Algo que los humanos sí sentimos de modo muy palpable resulta estar jugando un papel clave en fenómenos y procesos que quedan mucho más allá de lo que podemos percibir, intuir y, probablemente, imaginar.
Así pues, la gravedad es el denominador común, el hilo con el que enhebramos nuestros episodios.
Hay un tercer elemento que también consideramos a la hora de seleccionar el contenido de estas páginas: el factor cosquilleo, la sensación de que algo va a pasar pronto. Las historias que vertebran este libro hacen referencia a algunas de las áreas más «calientes» de la astrofísica actual, y muestran que cada vez se estrecha más el cerco en torno a algunas de esas preguntas que tocan los pilares del conocimiento humano. Desde múltiples frentes —la observación astrofísica, la física de partículas, la física teórica—, los científicos y las científicas están embarcándose ahora en proyectos y experimentos que demandan un grado de precisión inimaginable hace pocos años. La posibilidad de que sus resultados acaben cambiando de modo drástico nuestra visión del cosmos es muy real.
Con todos estos criterios —valor científico del problema, gravedad como protagonista, «temperatura» del área—, seleccionamos nuestras escenas narrativas y empezamos a trabajar. Y entonces… estalló la supernova. La escritura de la primera edición de este libro coincidió con el anuncio de uno de los logros más ansiados de la física moderna: la primera detección directa de ondas gravitacionales. Nosotros, como el hipotético observador del principio —supongamos que es una observadora, quizás Jocelyn Bell, la joven descubridora de los púlsares—, también reaccionamos contactando con quienes protagonizaron los hallazgos. Contagiados de su emoción, el impulso de contar sus descubrimientos en tiempo real nos surgió de manera espontánea.
Eso fue en 2016. Y podemos asegurar que el tiempo no ha pasado en balde. Las sorpresas han ido a más, las regalías científicas no dejan de llegar. LIGO ha seguido funcionando como sensor de los temblores del espacio-tiempo, abriendo para los humanos un nuevo sentido con que observar el universo. Ha detectado ya numerosas colisiones de agujeros negros, e incluso de estrellas de neutrones. La astronomía de ondas gravitacionales nos está desvelando un aspecto de la realidad tan distinto de lo cotidiano que imaginarlo exige una mente flexible y creativa.
Y hay que reconocer que la astrofísica clásica, la que caza fotones —radiación electromagnética, o sea, luz—, no se ha quedado atrás en cuanto a sorpresas. En un esfuerzo planetario, auténticamente global, decenas de telescopios trabajando de manera coordinada han logrado obtener la primera imagen de un agujero negro. Parece un contrasentido, puesto que cabría pensar que un objeto que se traga la luz es, por definición, imposible de fotografiar. Pero sí, con ingenio y tesón ha sido posible burlar ese pequeño detalle.
Cada capítulo del libro cuenta una historia, con su planteamiento, su nudo y su… Bueno, no siempre hay desenlace. Hablamos de investigación, y la investigación es un trabajo en curso; las respuestas siempre generan nuevas preguntas, así que se hace camino al andar y, a veces, parece que el objetivo definido al inicio del viaje se desdibuja. Lo que nunca falta —garantizado— es emoción, curiosidad y perseverancia en la búsqueda.
Empezamos, por supuesto, hablando de la gravedad, de cómo Aristóteles se equivocó con ella y de por qué aún hoy muchos de nosotros seguimos anclados en el erróneo pensamiento aristotélico, a pesar de que hemos tenido veinticuatro siglos para enmendarnos, además de la inestimable ayuda de Galileo, Newton y Einstein. En el segundo capítulo contamos una cacería, la de la llamada materia oscura; una cacería o más bien una carrera, en la que compiten miles de investigadores de todo el mundo y que ahora entra en fase de esprint. Seguimos, en el tercer capítulo, con agujeros negros: esos objetos que nacieron para la física primero sobre el papel, como resultados matemáticos, de padres que los consideraron demasiado extraños para ser reales; hoy se estima que hay miles de ellos solo en nuestra galaxia.
La siguiente escena supone otra vuelta de tuerca en cuanto a lo de superar a la ficción. Los temblores en el espacio-tiempo detectados por LIGO fueron provocados por la fusión de dos agujeros negros, un suceso acaecido a más de mil millones de años luz de distancia y que en una fracción de segundo liberó cincuenta veces más energía que la que emiten todas las estrellas del universo observable.
Los últimos capítulos miran al futuro. En uno hablamos de qué nos depara la astronomía de ondas gravitacionales cuando sea posible detectarlas desde el espacio, con misiones espaciales tremendamente complejas: satélites volando en formación pero separados un millón de kilómetros entre sí, y a la vez conectados con un haz láser. También contamos cómo compiten unos cuantos telescopios dispuestos por todo el planeta por detectar las ondas gravitacionales que muy probablemente se generaron instantes después de que empezara la expansión del universo.
Para el final hemos dejado los aspectos más especulativos, fantasiosos y evocadores de la investigación en el «universo gravitacional»: ¿permite un espacio-tiempo que se curva y se agujerea los viajes en el tiempo?
En todas estas escenas de la investigación astrofísica de vanguardia hemos contado con las voces de los auténticos protagonistas, los científicos. Cada capítulo contiene una historia principal construida en su mayor parte por Mónica, con la ayuda de entrevistas a investigadores e investigadoras de primera fila internacional. La mayor parte de los recuadros que apuntalan la historia central son obra de Ángel. Ambos os deseamos una feliz lectura.
Gravedad
Empecemos con una afirmación arriesgada: la ignorancia es maravillosa. Pero ¡calma!, enseguida acotamos: es maravillosa… mientras deje espacio suficiente para hacerse preguntas. Hace unos años uno de nosotros —Mónica— formó parte del equipo de guionistas de un vídeo cuyo objetivo era explicar conceptos básicos de astronomía, en concreto, el principio según el cual cuando se observa cualquier cuerpo celeste se está retrocediendo al pasado. Ya saben: la luz que llega de ese objeto necesita un tiempo para viajar hasta la Tierra, un tiempo que varía, lógicamente, en función de la distancia que debe recorrer. Si la galaxia vecina Andrómeda está a 2,5 millones de años luz de distancia, nosotros la veremos siempre «como era» hace 2,5 millones de años. «Nada» hay en el universo capaz de viajar más rápido que la luz; bien podría ocurrir en Andrómeda ahora mismo el mayor cataclismo cósmico, que nosotros no nos enteraríamos. Solo la vida inteligente que (acaso) quedase en la Tierra dentro de 2,5 millones de años tendría noticias de esta hipotética catástrofe andromediana. El hecho es que los guionistas pensamos en usar como ejemplo nuestro propio Sol, que está a unos ocho minutos luz de distancia. Y entonces alguien del equipo tuvo una idea: si de repente se apagara el Sol, tardaríamos nada menos que ocho minutos en enterarnos. Ocho minutos «extra», ocho minutos en que la vida sigue como si tal cosa, sin saber que todo se ha terminado. ¡Qué buen arranque para un corto! Pero ¡alto ahí! —dijo alguien, interrumpiendo el momento de ensoñación del resto—: ¿estamos hablando de que se «apaga» el Sol o de que «desaparece» el Sol? Porque… no es lo mismo.
No, ciertamente no es lo mismo.
Fotografía de Albert Einstein sobreimpresionado sobre un firmamento estrelladoAlbert Einstein y su teoría de la relatividad cambiaron nuestra concepción de la gravedad.
La tormenta de ideas derivó entonces hacia lo que ocurriría si el Sol de repente dejara de existir —un caos en el sistema solar más propio de una superproducción de Hollywood que de un modesto vídeo divulgativo— y, más importante aún, hacia la pregunta de cuánto tardaría en notarse el efecto en la Tierra. ¿Tardarían también ocho minutos en percibirse los efectos de la «desaparición» del Sol? La ignorancia nos regaló a todos no solo ese rato de lluvia de hipótesis, sino también la curiosidad de buscar la respuesta.
Que resultó ser enormemente reveladora.
Mucho antes que nosotros, también Albert Einstein —ni más ni menos—, se había hecho esa misma pregunta. Y se dio cuenta de que lo que debía ser la respuesta correcta, según su recién enunciada teoría de la relatividad especial, no encajaba en absoluto con la respuesta que daba la teoría que llevaba más de dos siglos funcionando con casi total perfección, la ley de la gravitación universal de Newton. Nuestra ingenua pregunta sobre los efectos de la desaparición del Sol había sido el hilo del que Einstein