El arte de pagar las deudas sin gastar ni un céntimo
Por Honoré de Balzac
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Honoré de Balzac
Honoré de Balzac (geb. 20. Mai 1799 in Tours; gest. 18. August 1850 in Paris) war ein französischer Schriftsteller. In den Literaturgeschichten wird er, obwohl er eigentlich zur Generation der Romantiker zählt, mit dem 17 Jahre älteren Stendhal und dem 22 Jahre jüngeren Flaubert als Dreigestirn der großen Realisten gesehen. Sein Hauptwerk ist der rund 88 Titel umfassende, aber unvollendete Romanzyklus La Comédie humaine (dt.: Die menschliche Komödie), dessen Romane und Erzählungen ein Gesamtbild der Gesellschaft im Frankreich seiner Zeit zu zeichnen versuchen.
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El arte de pagar las deudas sin gastar ni un céntimo - Honoré de Balzac
CÉNTIMO
EL ARTE DE PAGAR LAS DEUDAS SIN GASTAR NI UN CÉNTIMO
NOTAS BIOGRÁFICAS SOBRE MI TÍO
La persona realmente peculiar con la cual me dispongo a entretener al lector por algunos instantes, es decir, mi tío, era uno de esos individuos distinguidos por la naturaleza, para quienes el destino provoca auténticos milagros.
Desde la más temprana edad, supo sobreponerse a esos poderosos prejuicios que dominan a la sociedad, y que, vistos de manera filosófica, no son sino debilidades morales, pues supo vivir con la calidad de un hombre que tiene cincuenta mil libras de renta, a pesar de no tener un solo céntimo de ingreso legal.
Después de haber disfrutado de todos los goces que un hombre puede desear durante sesenta años, vivió un fin digno de él, al dar su último suspiro en el restaurante de un conocido suyo, quien había tenido no pocas ocasiones de admirar sus brillantes cualidades y la fuerza de su genio.
Mi tío nació el 1 de abril de 1761 en Saint-Germain-en-Laye. No voy a hablar de los primeros años de su vida, que pasaron pacíficamente, como los de todos los niños mimados por sus madres. Hacía tiempo ya que mi abuela estaba deseando una prueba de cariño conyugal por parte de mi abuelo, mas tuvo que esperar diez años antes de obtenerlo, y mi tío fue el primer fruto (mi padre no nacería hasta diez años más tarde). Mi abuelo, deslumbrado de igual manera que su esposa por el cariño hacia su hijo, no sabía reconocer ninguna de las pasiones que algún día brotarían en el corazón de «su tesoro», y a pesar de que era un hombre de ingenio, no supo darle a su educación la dirección adecuada.
Nueve meses de cada año no estaba en casa, pues tenía que pasarlos con su regimiento de la Royal-Cravate, del que llegó a ser mayor; por lo tanto no pudo vigilar a su hijo, y confió en la sabiduría de su mujer. Pero el tesoro de mi abuela, dotado de todos los talentos necesarios para que algún día se hable bien de él, tenía también todos aquellos pequeños defectos necesarios para que se diga de él todo lo contrario.
Se le habían dado profesores a los que no prestaba la menor atención. Bailaba con su profesor de latín, le lanzaba petardos al profesor de baile, ponía pedazos de vela en los bolsillos de su profesor de dibujo, y tapones en la flauta de su maestro de música. Durante los cortos viajes que hacía mi abuelo a Saint-Germain, mi tío tomaba su daga y la colocaba en el lugar de la parrilla, después de haber puesto su sombrero de pluma en el lugar del asado, o le arrancaba los pelos al gato, o le pintaba un bigote al canario con tinta. A mi abuela todo eso le parecía encantador. Mi abuelo tampoco podía reprimir la
risa; trataba estas travesuras como pequeñeces y decía que el tiempo lo mejoraría todo. El tiempo vino, pero mi tío no mejoró. Finalmente se hizo tan extenuante que ya nadie en la casa lo soportaba y por lo tanto, se tomó la decisión de alejar al «tesorito». Tenía entonces mi tío diez años. Ingresó en el Collége Louis-le-Grand en París, en donde hizo progresos obvios durante los primeros cuatro años, y utilizó a fondo los talentos de los que lo había dotado la naturaleza. Aunque no fuera el mejor traduciendo latín, si lo era en los juegos de pelota; se peleaba regularmente dos veces al día, lograba que lo pusieran a pan seco cinco veces por semana, recibía veinticinco latigazos al final de cada mes, y a finales de año, llegaba a casa con dos premios y media docena de gratificaciones, lo que era un orgullo para Abuela.
En el mes de abril de 1777, mi abuelo se encontraba en Saint-Germain y vino a París con el propósito de buscar a su hijo, para que pasara una parte de las vacaciones con él en el regimiento. Llega lleno de alegría al Collége, pues era para él una fiesta el ver a su hijo. Pregunta por él. La cara del director del colegio se pone más y más larga, su fisonomía se oscurece, balbucea…, finalmente mi abuelo se entera de que su querido hijo ha desaparecido, y al mismo tiempo que él, la hija de la lavandera, y que no se sabía nada de su paradero. Mi tío acababa de cumplir dieciséis años.
Mi abuelo se guardó mucho de contar esta fuga a su esposa. Fue a ver al jefe de policía, M. de Sartines, quien le dijo que volviera esa misma noche. En este tiempo mi tío fue finalmente encontrado con su lavanderita en una habitación amueblada de la Rue Fromenteau. Su padre lo hizo volver a Saint
—Germain, por cierto sin hacerle reproches, y se decidió a partir de ese momento que había progresado lo suficiente en sus estudios, y que ya no necesitaba volver al Collége. Debía terminar su educación en la casa paterna.
Los estudios que ahora comenzó mi tío eran agradables. Cada mañana jugaba a «la paume» o al billar, por la noche iba al baile. Hacía una cantidad de relaciones que luego presentaba a su madre para dejarles beber el mejor vino de su padre, agotaba caballos hasta la muerte, destrozaba carros que se tenía la bondad de prestarle, y contraía deudas con todo el mundo.
En la buena temporada del año le gustaba ir al campo, le disparaba a los perros o de vez en cuando a los guardabosques, después de haber dejado embarazadas a sus mujeres, mataba todas las piezas de caza, y pedía prestado dinero a todos los propietarios de la zona. En invierno tenía un duelo a la semana y era arrestado cada mes.
Fue en este tiempo que mi abuelo decidió dejarlo viajar, para «tranquilizar su cerebro», el cual, como solía decir, no necesitaba más que reflexionar. Pues bien, los viajes se prestan a la reflexión y así fue enviado mi tío a los Baños de Bagnéres, que eran en esos tiempos un lugar de rendez-vous de los más
distinguidos del mundo.
Ahí se convirtió en el organizador de todas las fiestas, en el alma de todos los placeres. Aquellos que entonces (en el año 1784) se encontraban ahí podrán todavía acordarse de la extraña sala de teatro que mi tío erigió, en el lapso de dos horas, en Lourdes, ciudad por la cual pasaba una tropa de comediantes de la provincia en su camino hacia la capital. Estos comediantes querían ganarse unas monedas al ofrecerle a los humildes campesinos dos o tres representaciones. Como no existía otra sala para el espectáculo, a mi tío le llamó la atención el depósito de un sillero, quien dio permiso para usarlo, con