El silencio del estanque
Por Sofía Olguín
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Gestas es un ladrón. Ocupa junto a otros malhechores el ruinoso templo de Beerseba, junto a murciélagos, ratas y demás alimañas. Una noche de luna llena, en el burdel del viejo Mursil, Gestas conoce a Dimas, el muchacho más bello del mundo. Pero algo no anda bien con Dimas: en su interior algo está roto y solo las manos de un mago podrán sanarlo.
Cuento que retoma el relato bíblico de Gestas y Dimas.
Sofía Olguín
Sofía nació en Buenos Aires el 8 de agosto de 1989. Durante su adolescencia, comenzó a escribir novelas y cuentos y a publicarlos en Internet. A los veinte años publicó en España su novela Menfis. En el año 2012 fundó Bajo el arcoíris, una editorial que hace libros infantiles de diversidad sexual y los pone en descarga gratuita. Es Editora graduada por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente sigue escribiendo, editando y publicando. Es fan del metal gótico, los gatos y los sahumerios.
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El silencio del estanque
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El silencio del estanque
© 2018, Sofía Olguín
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Era una húmeda noche de verano, una noche que olía a vino de dátiles. Una noche en la que me había deslizado por las calles hasta la morada del viejo Mursil, a su pequeña jaula de aves exóticas traídas de los rincones más pintorescos del mundo. El viejo tenía muy buen gusto. En los estanques de su burdel se bañaban los donceles más exquisitos de toda la ciudad y entre sus sábanas de lino egipcio calado se podían conocer los placeres que solo ofrecían aquellos dioses transfigurados de hombres, si la blasfemia se me permite. Allí se podía blasfemar hasta quedar saciado. Allí, los muchachos podían abanicarte con plumas de pavo real mientras contemplabas la tierna curva de sus muslos; podían cantar con sus delicadas voces un himno que habría hecho palidecer de envidia a los ruiseñores del rey; podían hacer que el placer se estirara como las cuerdas de un arpa… así, hasta que tu cuerpo cayera nuevamente en un sopor balsámico y letal, dulce y venenoso a la vez.
En una noche como aquella, sí, ¿cómo olvidarlo?, conocí al hermoso Dimas. Desde lo alto del muro lo vi, como veía a todas aquellas bellezas que danzaban bajo la luna de Beerseba. Desde lo alto del muro, cuidando de que el viejo Mursil no me advirtiera, me sorprendí de que nadie solicitara los servicios de aquella extraña y silenciosa flor que descansaba junto al estanque de peces dorados. Los muchachos de Mursil me vieron, pero mi presencia les divertía. Se sentían halagados al ser espiados por un hombre que no podía pagar por ellos, se sentían superiores al girar sobre sus talones, haciendo que sus túnicas de seda remontaran vuelo sobre sus rodillas. Mi túnica estaba vieja, raída y sucia. Pero yo