Felipe Ángeles y los destinos de la Revolución mexicana
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Felipe Ángeles y los destinos de la Revolución mexicana - Odile Guilpain Peuliard
ODILE GUILPAIN PEULIARD estudió lengua y letras españolas e hispanoamericanas en Francia. Entre 1978 y 1990 radicó en México y se dedicó a estudiar los hechos que marcaron la historia de este país, en especial aquellos que se desarrollaron a principios del siglo XX. Regresó a Francia, donde trabajó como profesora y bibliotecaria, y continuó sus investigaciones sobre la Revolución mexicana. En 2008 volvió a México y residió poco más de una década en su capital; durante esta última estancia se desempeñó como traductora y siguió trabajando en sus proyectos de investigación.
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
FELIPE ÁNGELES Y LOS DESTINOS
DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
ODILE GUILPAIN PEULIARD
Felipe Ángeles
y los destinos de la
Revolución mexicana
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1991
Segunda edición, 2020
[Primera edición electrónica, 2020]
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Fotografías anónimas: Felipe Ángeles y su Estado Mayor desfilan
por el Zócalo a su entrada a la ciudad de México, 6 de diciembre de 1914.
© (INV. 6010) SINAFO, Secretaría de Cultura, INAH
El General Felipe Ángeles, Ca. 1914-1915
© (INV. 5087) SINAFO, Secretaría de Cultura, INAH
D. R. © 1991, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: [email protected]
Tel.: 55-5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-6958-2 (ePub)
ISBN 978-607-16-6911-7 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
SUMARIO
Felipe Ángeles camina hacia la muerte
Reconocimientos
Introducción
Prólogo
Primera parte
POLÉMICAS Y OPINIONES ENCONTRADAS EN TORNO AL GENERAL FELIPE ÁNGELES
I. La campaña del sur
II. Febrero de 1913
III. Ángeles con Carranza
IV. La salida revolucionaria, con Villa
V. Exilio y regreso
Conclusión de la primera parte
Segunda parte
LOS IDEALES Y EL DESTINO
Introducción
VI. Los orígenes y la formación castrense
VII. Vocación filosófica y política de un autodidacta
VIII. Una formación política personal y ligada a la acción
IX. La conciencia de Villa, expresión de la conciencia del pueblo
X. El pensamiento político de Ángeles a través de su actuación revolucionaria y de sus textos
XI. La resolución última
Conclusión de la segunda parte
Cronología
Textos de Felipe Ángeles
Bibliografía
Índice
FELIPE ÁNGELES
CAMINA HACIA LA MUERTE
E nell’ascoltare quelle voci, mentre più non sapevo cosa pensare, mi accade di poter rivedere in faccia il condannato, che a tratti la folla davanti a me nascondeva. E vidi il viso di chi guarda qualcosa che non è di questa terra, come talora vidi sulle statue dei santi rapiti in visione. E compresi che, pazzo o veggente che fosse, egli lucidamente voleva morire perche credeva che morendo avrebbe vinto il suo nemico, qualsiasi esso fosse. E compresi che il suo esempio ne avrebbe portati a morte altri. E solo rimassi sbigottito da tanta fermezza perche ancora oggi non so se in costoro prevalga un amore orgoglioso per la verità in cui credono, che li porta alla morte, o un orgoglioso desiderio di morte, che li porta a testimoniare la loro verità, qualsiasi essa sia. E ne sono travolto di ammirazione e timore.
UMBERTO ECO, Il nome della rossa
Y al escuchar aquellos gritos, mientras no sabía ya qué pensar, me sucedió que pude volver a ver la cara del condenado, que cada tanto la multitud ante mí ocultaba. Y vi el rostro de quien contempla algo que no es de esta tierra, como lo he visto a veces en las estatuas de los santos en rapto visionario. Y comprendí que, fuese santo o vidente, lúcidamente él quería morir porque creía que muriendo habría derrotado a su enemigo, cualquiera fuera éste. Y comprendí que su ejemplo habría llevado a otros a la muerte. Y sólo quedé pasmado ante tanta firmeza porque todavía hoy no sé si en éstos prevalezca un amor orgulloso por la verdad en la cual creen, que los lleva a la muerte, o un orgulloso deseo de muerte, que los lleva a testimoniar su verdad, cualquiera ésta sea, y me siento inundado de admiración y temor.
UMBERTO ECO, El nombre de la rosa
El general victorioso pasa largo tiempo en su tienda haciendo muchos cálculos antes de la batalla.
SUN TZU, El arte de la guerra
Mi muerte hará más bien a la causa democrática que todas las gestiones de mi vida. La sangre de los mártires fecundiza las buenas causas
, escribía el general Felipe Ángeles en noviembre de 1919, en el cuaderno de apuntes de un periodista de Parral que lo entrevistó cuando lo conducían prisionero para ser juzgado por un Consejo de Guerra en Chihuahua. Sabía que la sentencia de muerte iba a ser, como se confirmó el 25 de noviembre de 1919, el destino final de ese viaje.*
Se había preparado largamente para ese destino, viviendo en cada momento de su vida la sentencia clásica: hora cierta, hora ignota
. Así construyó, con delectación de artista
—como escribiría de sí mismo, casi medio siglo después, esa alma gemela del general Ángeles, el Che Guevara—, los últimos días de su vida, las 40 horas que duró el proceso, la ejecución al salir el sol. Quiso dejar esa imagen a la historia, a sus amigos, a su familia. Calculó y llevó adelante cuidadosamente su última batalla. Quiso explicar con su muerte el sentido total de su vida. Pero al mismo tiempo, como todo aquel que se ve arrastrado a un combate desesperado y sin salida, trató de ganar tiempo y prolongar la lucha por si el azar, ese ingrediente supremo de la guerra, le abría entretanto una esperanza: horas y horas habló en su proceso sobre las cosas del cielo y de la tierra. El azar no intervino y la sentencia, decidida en México por Venustiano Carranza, fue dictada por el Consejo de Guerra en Chihuahua y cumplida horas después, al amanecer del 26 de noviembre. El general no había logrado salvar su vida, sólo había salvado su muerte.
En esas horas se condensó una larga historia militar, la de un hombre que al morir venía de doblar el cabo de los 50 años de edad. Esa historia puede dividirse en cuatro grandes periodos: cadete y oficial de carrera bajo Porfirio Díaz; alto oficial del ejército junto a Francisco I. Madero; general de la División del Norte junto a Francisco Villa; exilio y regreso. Militar, Felipe Ángeles era también hombre de ideas. Como en todos los de su formación, esas ideas se fueron plasmando y decantando entre los libros y la práctica.
Ángeles era coetáneo de Francisco I. Madero. Ambos nacieron en los albores del porfiriato y crecieron a la par del régimen: Madero en el seno de la moderna burguesía agraria del norte, Ángeles en la clase media pobre de provincia. Su padre, el coronel Felipe Ángeles, había combatido contra la invasión de Estados Unidos y contra la intervención francesa hasta la restauración de la República. El hijo heredó el nombre y la vocación paternos, y se educó en el Colegio Militar de Chapultepec. Habiendo seguido recorridos paralelos por clases sociales diferentes, Madero y Ángeles llegaron a su edad adulta bajo el amparo y en la seguridad de las sólidas instituciones porfirianas. Felipe Ángeles lo dirá de sí mismo, con sutil y melancólica ironía que el exilio acentuó, en una carta del 10 de abril de 1917, dirigida a José María Maytorena:
Perdóneme mis brusquedades, inherentes a mi naturaleza de sólo semicivilizado. Usted conoce mi teoría acerca de quienes llegan a ser civilizados, y sabe bien que yo soy civilizado sólo a través de una generación, gracias a la excelencia de nuestras instituciones democráticas, que me sacaron del stock
indígena y me elevaron con el aliento de las escuelas.
Formó su disciplina en el Colegio Militar. A ella debe su carácter, con esa peculiar adhesión de pertenencia y lealtad totales que los militares tienen hacia su ejército, los jesuitas hacia su orden y los bolcheviques hacia su partido, miembros todos de comunidades combatientes de estricta obediencia, a las cuales se deben y fuera de las cuales no conciben su existencia como individuos. Aun separados, aun exiliados, presos, náufragos o solitarios, ese sentido de pertenencia a una idea encarnada en una milicia no los abandona jamás.
En el caso de Ángeles, esas ideas eran inseparables de una ética del deber ser y, por lo tanto, de una dosis de fatalismo sobre su propio destino, tal vez acentuado por la herencia familiar. La carrera de las armas, tan cercana al hado y a la suerte, parece propicia para este tipo de caracteres, cuya línea de conducta en los momentos decisivos puede sintetizarse en la frase Fais ce que tu dois, advienne que pourra (Haz lo que debes, pase lo que pase
), que en esos instantes los protege de la vacilación o el extravío, aunque a veces parezca conducirlos a desastres personales, mientras para nada sirve en la pequeña política de los cínicos o de los pragmáticos.
De acuerdo con su cultura y sus ideales de fines del siglo XIX, Ángeles creía en el progreso y en la ciencia. Pero en esas comunidades jerárquicas unidas por una idea moral y una disciplina militar no sólo existe el ideal; también, como en toda jerarquía, florece la intriga. Ángeles parecía mal armado para esta actividad humana, con esa peculiar altivez de los hombres que se sienten seguros de su superioridad moral e intelectual y se niegan al pequeño juego de las envidias. Aquella rectitud de carácter es la causante de que estas personalidades militares sean particularmente aptas para las batallas y particularmente ineptas para las intrigas. Su mundo es el campo abierto, no las cortes, aun las republicanas. Este hombre es capaz de dirigir un golpe directo y despiadado contra un enemigo al cual, en buena ley de guerra, ha atraído a una trampa con engaños. Es inhábil o incapaz para la intriga, que nada tiene que ver con la astucia de guerra, sino que significa, siempre, defraudar o traicionar una u otra confianza que los demás, o alguien, puso en uno.
La personalidad de Ángeles corresponde a la de uno de los diferentes tipos de oficiales —no el más común, por cierto— del ejército mexicano de esos años. Tiene una formación militar clásica, atada a un sentido del honor y de la palabra empeñada, cuyos últimos ejemplares aparecen todavía en la guerra mundial de 1914. Le repugnan la represión interna y la guerra contrainsurgente, que otros generales del ejército porfiriano (Victoriano Huerta principalmente) llevarán sin cuartel y sin piedad contra mayas y yaquis. Combatirá a los zapatistas según aquellas normas y no según éstas. Se opone al fusilamiento de prisioneros, práctica habitual en todos los ejércitos de la Revolución, carrancistas o villistas, legalizada por Venustiano Carranza, mediante la arbitraria reimplantación de la Ley Juárez de 1862.
Su juicio sobre Porfirio Díaz reconoce aquella deuda. En uno de los artículos que escribió durante su exilio en Nueva York, Díaz, Madero y Carranza
, el general escribe:
Díaz fue un soldado glorioso: luchó por la independencia y aún más, por la soberanía de su patria. Fue un administrador inteligente, pero aprovechó su prestigio de caudillo y las armas de su ejército para poner su voluntad sobre la del pueblo: no respetó nuestras instituciones democráticas, no obedeció la ley, usurpó funciones, fue dictador.
La mayor aspiración de Felipe Ángeles era llegar a ser director del Colegio Militar, y realizó este deseo con Madero. Después, la Revolución lo lanzó a probar sus conocimientos y sus dotes en la guerra, y tuvo el premio con que sueñan, sin alcanzarlo, tantos militares en su vida: dirigir y ganar batallas según las reglas del arte de la guerra.
Victoriano Huerta, también descollante general del mismo ejército, encarna un tipo opuesto: el oficial que va ganando sus galones entre la tropa y asciende en la guerra interna contra los campesinos y los indios, en una represión en donde todo se vale. Lo mismo que a Ángeles, aunque por razones opuestas, el ejército reconoce su aptitud y lo respeta.
En el drama de la Ciudadela, ese ejército sufre una herida que le resultará mortal, aunque en los primeros momentos parezca alzarse como el árbitro victorioso de la situación. Con su renuncia, Porfirio Díaz había salvado la continuidad jurídica del Estado y heredado a Madero el Ejército Federal (con la natural aquiescencia del caudillo de la Revolución de 1910, quien no se proponía destruir el Estado porfiriano, sino democratizar su régimen político).
La traición de la Ciudadela provoca, aunque ello no se perciba, una escisión en ese ejército. Victoriano Huerta continúa y lleva al triunfo desde el interior del gobierno maderista el pronunciamiento iniciado desde afuera por su antiguo jefe y protector, el general Bernardo Reyes. Pero la otra cabeza prestigiosa del ejército, Felipe Ángeles, se mantiene leal al presidente aun cuando no tenga mando independiente de tropas y deba subordinarse a su jefe inmediato superior, Victoriano Huerta. Es por ello que termina encarcelado junto con Madero y Pino Suárez, y después es enviado al exilio. Matarlo no parecía indispensable: no tenía cargo electivo ni aparecía como depositario de ninguna legitimidad política. En cambio, asesinarlo habría significado una ofensa que el Ejército Federal todavía no estaba dispuesto a tolerarle a Huerta.
Pero el encarcelamiento y el destierro de Ángeles consumaron una escisión en la oficialidad del ejército mexicano —así estuviera encarnada por un solo hombre—, escisión cuyas consecuencias tendrían un gran alcance. De estas cosas mostró saber el general Augusto Pinochet cuando, 60 años después, tal vez ignorando la historia de México, pero conociendo ciertamente mucho de la psicología y la lealtad de los oficiales, mandó asesinar en el exilio a la otra cabeza del ejército chileno, el general Prats, leal al presidente Salvador Allende y a las instituciones republicanas.
¿Por qué Felipe Ángeles no se sublevó ante la evidente insensatez —en realidad, felonía— de las órdenes de Huerta en la farsa del ataque contra la Ciudadela? Sólo puede haber una respuesta: por disciplina militar, por no dividir al ejército. De acuerdo con la mentalidad que Ángeles tenía entonces, la sublevación era algo inconcebible, tanto como podía serlo el hecho de que un general del ejército mexicano estuviera faltando a su palabra y manchando su honor en la forma en que lo estaban haciendo los dos protagonistas de esa farsa, Félix Díaz por un lado y Victoriano Huerta por el otro. Sólo en un caso habría llegado a romper esa disciplina: por una orden del superior de Huerta, el presidente constitucional Francisco I. Madero; es decir, por una disciplina superior. Pero el presidente confió, o tuvo que confiar, en el general Huerta, y esa orden nunca llegó.
Ángeles se subordinó, fue hecho prisionero y vio cómo llevaban a la muerte al presidente y al vicepresidente, quienes habían cometido, entre otros, el funesto error político de renunciar a sus cargos para salvar sus vidas, que al renunciar perdían. (A don Pancho lo truenan
, había dicho Ángeles, con certero juicio de quien sabe de estas cosas, al embajador cubano Manuel Márquez Sterling cuando éste lo visitó en su cautiverio.) Su ejército había traicionado al presidente y a su deber, su compromiso de obediencia estaba roto: en esas horas cruciales, Ángeles atravesó una crisis de conciencia que transformó su pensamiento y de hecho, abrió el siguiente periodo de su vida. Lo recuerda en el manifiesto del 5 de febrero de 1919, en donde explica el sentido de la lucha que acaba de reiniciar en México: Vine del pueblo y era yo exclusivamente un soldado. La ignominia de febrero de 1913 me hizo ciudadano y me arrojé a la Revolución en calidad de devoto de nuestras instituciones democráticas
.
El soldado se convirtió en político sin perder su calidad de militar. Así, en octubre de 1913, de regreso de Europa, se sumó al Ejército Constitucionalista, en Nogales, Sonora. No pudo allí encontrar su lugar, ya que se enfrentó a la oposición de los jefes militares de origen civil, surgidos de la Revolución —para quienes resultaba intolerable un oficial de carrera— y fue rechazado por la red de intrigas políticas que se tejían alrededor de Carranza y en las cuales éste asentaba en buena medida su ascendiente y su poder como primer jefe. Martín Luis Guzmán ha dibujado su perfil inolvidable en esa hora solitaria. Por otra parte, Felipe Ángeles era un maderista y no tardó en comprender la distancia entre las ideas de las cuales se sentía legítimo heredero y los proyectos políticos del primer jefe. Como otros seguidores del presidente asesinado, se hizo o fue hecho a un lado en las alturas del carrancismo. Aún había algo más que lo separaba de don Venus: éste, en lo que tal vez haya sido el gesto más radical de su trayectoria política, había proclamado, el 19 de febrero de 1913, que el Ejército Federal sería disuelto al triunfo de la Revolución; Ángeles, por su parte, al sumarse al constitucionalismo, quiso lanzar un llamado a sus ex compañeros de armas y alumnos para que abandonaran el huertismo como oficiales federales. No era lo mismo, y el primer jefe no aceptó la propuesta. Los caminos se iban dividiendo.
Felipe Ángeles se incorpora a la División del Norte a principios de 1914, a instancias de Villa y por deseo propio. Entonces se produce una de las más extraordinarias conjunciones militares y políticas de la Revolución: la capacidad de organización, de convocatoria campesina y popular y de iniciativa militar de Francisco Villa, y el oficio depurado de quien se revelaría como uno de los grandes jefes militares de la historia mexicana, el general Ángeles.
No es éste el lugar apropiado para recordar cómo se combinaron ambos caracteres, pero sí para insistir en algo que se ha querido utilizar para minimizar a Pancho Villa, cuando, por el contrario, lo enaltece: la capacidad profesional de Ángeles —aceptada por el jefe militar campesino, quien supo dar su lugar, sin perder el propio, al oficial de carrera— fue importante en Torreón y decisiva en Zacatecas, las dos grandes batallas que decidieron el destino militar de la Revolución. Ángeles era uno de los pocos intelectuales a quienes Villa respetaba, porque era también hombre de acción y conductor de guerra.
Por extraño que parezca, puede decirse que, en Zacatecas, la suerte de las armas se decidió entre dos ejércitos dirigidos por oficiales de carrera del Ejército Federal. Eso no quita su insustituible lugar a Francisco Villa como caudillo militar y jefe de la División del Norte, pero ayuda a comprender la forma clásica de la batalla y el fracaso huertista.
La escisión del Ejército Federal en sus cumbres, consumada con el exilio de Ángeles y su posterior incorporación a la Revolución, se presenta con toda su fuerza definitoria en Zacatecas. Los que organizan el saber militar en ambos bandos y resuelven el desarrollo y el desenlace de la batalla son jefes de alto rango formados en la escuela de guerra porfiriana. Vistas así las cosas, quienes durante mucho tiempo llamaron exfederal
a Ángeles para combatirlo políticamente en realidad le estaban haciendo un reconocimiento profesional. No se puede hacer la verdadera historia militar de México —historia sin la cual no hay ejército con raíces propias— sin comprender esta escisión y el papel singular que en ella tuvo la figura del general Felipe Ángeles para conservar dentro de la Revolución algunas de las legítimas tradiciones de la escuela de guerra de la cual provenía.
Años después, escribiendo desde Estados Unidos, Ángeles subraya la importancia de su propia intervención en la preparación y el desarrollo de la batalla de Zacatecas. Es muy probable que no exagere. Su explicación de la dinámica de la ruptura con Carranza (cuando éste primero prohibió a Villa marchar sobre Zacatecas y después aceptó su renuncia y pidió a los generales de la División del Norte que lo sustituyeran) coincide con el contenido y el estilo de los telegramas que se intercambiaron en esa ocasión. Esta clara verosimilitud es confirmada desde el bando opuesto por el general Juan Barragán en su Historia del Ejército Constitucionalista.
El punto de vista del general Ángeles valora en cada ocasión ese elemento intangible, pero imprescindible, de la capacidad de combate de un ejército: su fuerza moral. El ojo experimentado sabe que el ejército enemigo está derrotado cuando, aun apareciendo externamente sólido y capaz, se le ha quebrado esa fuerza. Esa quiebra es lo que, ante los primeros embates subsiguientes, provoca el efecto de derrumbe instantáneo que los envuelve en los últimos y repentinos momentos, cuando todavía parecen seguir teniendo fuertes recursos materiales para continuar el combate.
Después de Torreón, Ángeles aprecia una profunda fractura en la moral de las tropas y la oficialidad huertistas. Por eso con Villa decide no dar respiro al