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El Muladar
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Libro electrónico390 páginas5 horas

El Muladar

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Una enigmática joven aparece de repente en un modesto pueblo turolense, donde un acontecimiento imprevisto modificará el destino de su viaje. El muladar es la historia de un tesoro cuyo enigma regresa del pasado y cambia irremediablemente la tranquila vida de un cohesionado grupo de amigos. Pero es también una sincera evocación a las delicadas relaciones humanas y a todos los sentimientos y secretos que se esconden en cada uno de nosotros. El amor, la alegría, el perdón, la rabia, el dolor y la culpa se citan con nuestros personajes, de la misma forma y manera en la que siempre lo han hecho con cada ser humano, en cada rincón del mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 dic 2020
ISBN9788418235498
Autor

Ángela Puntes

Ángela Puntes nace en Zaragoza en 1967. Desde pequeña se interesa por las letras. Su faceta literaria surge ya por entonces a través de poemas y pequeños relatos. Una vez acabados sus estudios medios en Secretariado Internacional de Dirección, comienza a trabajar en la empresa familiar perteneciente al sector químico, donde continúa en la actualidad. En 2001 decide publicar su primer libro, Sin tiempo para el desencanto. Un poemario surgido unos años atrás de la más dolorosa de las pérdidas y del resurgir de la esperanza más sincera. En la actualidad, vive en la ciudad que la vio nacer. Casada y con una hija, ama a su familia y a la literatura.José Ignacio Villacampa, zaragozano, nació un frío día de invierno de 1967. Se licencia en Derecho y cursa un MBA en ICADE. En la actualidad, sigue viviendo en Zaragoza y trabaja en el departamento de Banca Privada de una importante entidad financiera. Casado y padre de tres hijos, esta novela constituye su primera incursión en el mundo de la creación literaria. Ávido lector de novela histórica, desde pequeño también se interesó por la música y por el cine, en el mismo grado. Más allá de la satisfacción que proporciona el hecho de dar vida a unos personajes juntando palabras, la verdadera emoción ha venido de disfrutar el camino andado a lo largo de esta aventura creativa. Un camino que quiere seguir recorriendo.

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    El Muladar - Ángela Puntes

    El Muladar

    Ángela Puntes

    José Ignacio Villacampa

    El Muladar

    Ángela Puntes, José Ignacio Villacampa

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Ángela Puntes, José Ignacio Villacampa, 2020

    Fotografía cubierta: Ángela Puntes

    Diseño: Marta Alegre

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418385162

    ISBN eBook: 9788418235498

    Muladar:

    «2. Adm. Sitio especialmente diseñado y regulado por las

    leyes para depositar cadáveres y despojos de piezas para

    alimentación de aves necrófagas y como alternativa a su

    obligatorio tratamiento técnico sanitario de incineración o

    destrucción bioquímica. También se denomina muradal».

    Dpej.rae

    Índice

    Capítulo 1: La tormenta 13

    Capítulo 2: La forastera 29

    I: Tsárskoye Seló : (cerca de Leningrado, actual San Petersburgo): : 21 de septiembre de 1941 43

    Capítulo 3: El molino de aceite 47

    Capítulo 4: El cabrio 59

    II: Tsárskoye Seló: (cerca de Leningrado, actual San Petersburgo): : 25 de septiembre de 1941 79

    Capítulo 5: La huésped 83

    Capítulo 6: Las miradas cruzadas 105

    Königsberg - Prusia Oriental (actual Kaliningrado) 30 de julio de 1944 129

    Capítulo 7: Vladimir Tarakanov 133

    Capítulo 8: La confesión más íntima 149

    IV: Budapest - Hungría: : 17 de octubre de 1944 159

    Capítulo 9: Un silencio atronador 167

    Capítulo 10: Un viento del este 185

    Capítulo 11: La propia naturaleza 199

    V: Despacho del mayor Schneider: Berlín - Alemania 23 de octubre de 1944 211

    Capítulo 12: La fotografía 217

    Capítulo 13: Padre e hijo 231

    Capítulo 14: Atando cabos 239

    VI: Estación de ferrocarriles de Berlín - Alemania 10 de noviembre de 1944 251

    Capítulo 15: Bella Rosa 255

    Capítulo 16: El dron 267

    Capítulo 17: El corrupto 275

    VII: Estación de ferrocarriles: Lyon - Francia 12 de noviembre de 1944 291

    Capítulo 18: Del amor y de la culpa 295

    Capítulo 19: La cueva del buitre 305

    Capítulo 20: El secreto 323

    VIII: Estación de Canfranc - España 14 de noviembre

    de 1944 333

    Capítulo 21: Las entrañas del diablo 339

    IX: Despacho de Klaus Müller, agregado comercial de la embajada de la confederación helvética Berlín - Alemania 24 de octubre de 1944 379

    X: Estación de ferrocarriles: Berlín - Alemania 10 de noviembre de 1944 385

    Capítulo 1

    La tormenta

    Vega movió levemente el dedo índice de su mano izquierda. De todas las partes de su atlético cuerpo, esta era la única que respondía realmente a sus órdenes. Esa fuerte y repentina impresión activó instintivamente la parte más racional de su cerebro, con el urgente propósito de mantener a raya la sensación de pánico que le sobrevino. Cuando por fin consiguió abrir ambos ojos, su pelo oscuro, largo y húmedo, cubría la mayor parte de su rostro, impidiéndole siquiera entrever un poco lo que tenía delante.

    Su cabeza estaba girada hacia la derecha y cerca de sus fosas nasales había algo sanguinolento y húmedo que apestaba. El fuerte hedor que emanaba de todo aquello le provocó unas enormes náuseas, que consiguió contener a duras penas para no ahogarse en su propio vómito. La respiración de la muchacha era lenta, débil e inaudible como si pendiera de un hilo invisible y frágil.

    Fue en ese preciso instante, mientras le faltaban las fuerzas para controlar las arcadas que se sucedían incontroladamente, cuando Vega se dio cuenta de que el resto de su cuerpo estaba muy mal herido. Apenas podía moverlo un ápice.

    Esa era la cuestión, «¿dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué lugar era ese?». La muchacha se hallaba en una extraña postura, como si la hubiesen lanzado al aire y dormida hubiese caído a plomo sin ningún instinto de amortiguación. Desde el cielo, a vista de pájaro, parecía una vieja muñeca soterrada entre despojos.

    Vega dejó escapar las lágrimas de dolor que le sobrevinieron al moverse. Tras varios e infructuosos intentos la muchacha volvió a quedarse quieta, mientras todos sus sentidos trataban de obtener la mayor información posible de un modo absolutamente instintivo.

    Todo era un caos. Por ejemplo, le era imposible comprender de dónde procedía el intenso olor a ozono y tierra húmeda, que extrañamente se mezclaba con su perfume favorito Coco Mademoiselle. Tras una respiración claramente superficial, luchó por no perder los nervios, contener el dolor generalizado y avivar los oídos al máximo.

    Desde donde se encontraba, probablemente un lugar a medio camino entre la intemperie y el resguardo, se escuchaba el amenazante sonido de los truenos. Entremedio de la densa oscuridad que la envolvía Vega podía entrever el magnífico reflejo del rayo que los precedía.

    La joven comenzó a contar mentalmente los segundos que pasaban desde que veía la luz en el horizonte hasta que se escuchaba el atronador sonido posterior, y el resultado lo dividió por tres.

    Vega permaneció quieta y con los ojos cerrados mientras calculaba la distancia de la tormenta, nueve kilómetros.

    Cuando Vega era una niña de no más de cinco o seis años, había padecido brontofobia. La mayoría de los niños habrían superado esa fobia sin más, pero ella que tenía una naturaleza avispada y una personalidad excesivamente curiosa, se había interesado en años posteriores por las tormentas para entender los fenómenos meteorológicos que tanto la habían atemorizado durante su niñez. Pero este solo había sido uno de los muchos indicios de su fuerte personalidad y de la enorme capacidad para aprender todo tipo de cosas que secuestrasen su atención. Cuando la pizpireta niña se enfocaba en un asunto, no lo soltaba hasta estar segura de que lo dominaba suficientemente.

    Atlética y vivaz, su inteligencia e innata curiosidad por todo lo que la rodeaba convivían con su enorme energía. En consecuencia, cuando llegó a la adolescencia, si no estaba investigando algún asunto considerado de adultos, estaba probando cualquier actividad de riesgo que le proporcionase un buen subidón de adrenalina.

    La pequeña Vega había demostrado poseer también un don de gentes muy superior a su edad cronológica, además de un gran potencial para integrarse en los grupos más heterogéneos que uno pudiese imaginar.

    Sin embargo, pese a poseer todas esas cualidades sociales, lo que más le gustaba a la Vega adolescente era ir a su bola y desaparecer en su propio mundo cuando menos lo esperabas.

    Todo en ella había sido siempre intenso y dual, algo que a menudo dificultaba el apego. Tanto es así, que su crianza no había resultado nada fácil para su madre, que en aquellos años y por estrictos motivos de trabajo, a duras penas podía hacerse cargo de ella.

    La peculiar personalidad de su hermosa hija única a menudo complicaba la rutina escolar de cada día.

    Vega aprendía enseguida y sin dificultad cualquier idioma que se propusiese, y le gustaba jugar a mezclarlos. El ruso con el español era su pasatiempo favorito. Cuando se enfadaba con sus compañeros, podía elegir entre una gran cantidad de adjetivos descalificativos, y estos permanecían pasmados sin saber si debían o no enojarse.

    La joven solía aburrirse en clase muy a menudo, y esto no solo se reflejaba en su falta de interés, sino también en sus resultados académicos, que tras un corto periodo de tiempo de iniciado el curso escolar, siempre caían en picado en cuanto la novedad del principio del nuevo año había pasado.

    Consiguió, no obstante, establecerse por su cuenta en cuanto cumplió la mayoría de edad, y no tardó en buscarse la vida lejos de su pequeño círculo familiar.

    Se licenció en Ingeniería Aplicada a Nuevas Tecnologías, mientras cursaba a su vez el grado de Física en la universidad de su ciudad natal. Durante aquellos felices años universitarios, Vega obtuvo distintos logros deportivos que la llevaron a conquistar espacios que muchos considerarían departamentos estancos masculinos, razón por la cual Vega sentía una atracción incluso mayor, y se esforzaba con más ahínco.

    El triatlón había sido su especialidad durante el último año universitario, reportándole más de una medalla de oro, que nunca se molestaba en recoger.

    Cuando Vega salió de la Facultad de Ingeniería, muchas empresas de desarrollo tecnológico y agencias de todo tipo dependientes del Estado la tenían en su punto de mira. Pero ella se iba a tomar su tiempo, antes de decidirse por alguna opción. Así que poco pudieron hacer para conquistar con promesas a la joven licenciada.

    Ahora, hoy, en este justo momento, Vega se encontraba más sola que nunca en medio de no se sabe qué parte del mundo, ni por qué motivo. La mezcla de sudor y temblores incontrolados que no cesaban desde hacía un rato largo comenzó a ocasionarle una angustiosa falta de respiración.

    Vega se quedó de nuevo inconsciente, allí, en un lugar en medio de la nada, envuelta por una noche atravesada de norte a sur por una fuerte y espectacular tormenta, que ahora sí, se alejaba despiadada hacia el norte.

    Exactamente en ese húmedo lugar de no se sabe dónde se encontraba ella, una mujer joven, una mujer fuerte, luchando de nuevo por su vida.

    ***

    ¡Ki kirikiiii! El gallo Serrano de la familia Gómez está como cada mañana subido a la valla de madera que divide el interior del viejo corral. Se toma su tiempo de cacareo, para que quede claro quién es el dueño de ese pequeño territorio amurallado. Cuando termina su exhibición, extiende sus rojizas y delicadas alas y da un salto hacia el comedero.

    Rosa está ya trajinando en la cocina cuando el gallo Kiriko se extrema más de lo habitual con su canto esa húmeda mañana. La mujer se ha puesto un mandil limpio comprado en su última visita a Ikea y va por la casa de un lado a otro, faenando a buen ritmo. Su pelo castaño claro va recogido en una trenza y, aunque es mujer de campo, no deja de aplicarse cada día crema hidratante sobre el rostro, brillo en sus sensuales labios y varias vaporizaciones de un suave perfume floral. Rosa le hace un claro guiño al paso del tiempo y por su aspecto se diría que lo engaña. Puede que su trabajo diario no requiera de ese acicalamiento, pero ella ya era muy femenina antes de casarse con Sebastián y no quiere olvidarlo.

    Cuando el reloj de pared dé las siete y media en casa de los Gómez, su marido volverá de atender a las reses, y para entonces, a Rosa le gusta tener el desayuno caliente y los labios suaves para darle los buenos días.

    En ocasiones intercambiaban los roles, y es su marido el que se queda en la casa realizando los quehaceres propios del hogar y ella la que sale a dar de comer a los animales y se ocupa de otras tareas, tales como la venta de los recursos que genera la granja. Si lo hacen así no es porque lleven exactamente lo que se podría considerar unas tareas rotatorias, sino porque la granja es exigente y ella quiere estar preparada para lo peor.

    Rosa siempre ha sido así de precavida. Por pura iniciativa o por mera naturaleza, lo cierto es que ni ella misma sabría la razón.

    Hoy, apenas empezada la primavera, era uno de esos días en los que los cónyuges se rotan y ella se ocupa de los animales.

    A pesar de ello, cuando Rosa ha escuchado a Kiriko por primera vez y se ha incorporado, Sebastián la ha vuelto a tumbar en la cama, con cierta e inusual brusquedad y sin darle muchas explicaciones le ha dicho:

    —¡Quédate!, voy yo.

    A Rosa le ha extrañado el modo poco amable con que lo ha dicho, «no es propio de él», piensa.

    Sebastián es un hombre tranquilo, alto para la zona, enjuto, pero de complexión atlética, a quien le gusta su granja, la caza y montar en bicicleta. Y todo por ese estricto orden.

    Suena a locos que después de jornadas agotadoras con los animales y trabajando en sus campos, siga teniendo ganas de hacer más ejercicio, pero él es así de persistente.

    Cada domingo después de adecentar a los animales, Sebastián coge su bicicleta y se marcha durante unas horas a lugares nunca prefijados. Y eso es exactamente lo que parece que hizo ayer. Dichos paseos sin rumbo fijo le permiten escaparse sin explicación previa por hermosos parajes, o simplemente evadirse.

    Pero hoy es lunes. Por eso, cuando Rosa mira a través de los cristales empañados de la cocina y lo ve venir en bici, le resulta extraño.

    Ese pensamiento es fugaz, tanto como los besos que le da Sebastián cada mañana desde hace un tiempo. Así son las cosas en la familia Gómez. Ella, una romántica empedernida que por casualidad nació en ese pueblo aragonés del Matarraña, tan alejado de la mano de Dios; y él, un solitario confeso que parece haber caído cuando nació en el lugar más adecuado para él.

    Rosa suspira al recordarlo y cuando escucha el golpe seco de la puerta principal al cerrarse, pone a calentar en el microondas la leche que se beberá Sebastián. Toda la estancia huele a huevos revueltos y pan caliente cuando Sebastián accede a la cocina.

    En el plato pequeño hay una tostada de pan de hogaza untada con mantequilla y mermelada junto a una pieza de fruta. En el plato grande los huevos se disputan el espacio con un generoso trozo de morcilla de la zona. La morcilla tiene un aspecto extraordinario; tierna y jugosa, bien podría comerse acompañada de unas buenas migas en el restaurante del Hotel del Molino que regentan los argentinos.

    En fin, en esos pensamientos culinarios estaba Rosa cuando su marido se sienta a la mesa sin apenas decir una palabra.

    —Buenos días, ¿no hay longaniza? —pregunta sin más.

    —Se terminó ayer. Pero la morcilla está muy sabrosa —responde Rosa buscando el beso que no llega.

    Sebastián hace un gesto de insatisfacción, pero no dice nada. Rosa se sienta a la derecha de su marido y trata de entablar una conversación lo más trivial posible, sin demasiado éxito.

    Al otro lado de la ventana de la cocina los animales parecen nerviosos, aunque la tormenta hace ya un rato que se fue.

    El agua que ha dejado a su paso ha sido buena para el campo; hacía mucha falta en esta zona de escasas precipitaciones. Este invierno ha sido excepcionalmente duro y seco, por eso la tierra parece querer tragársela con ansia, con la misma que hoy siente Rosa al observar a su marido mientras desayuna. Teme hacerle la pregunta, pero debe saberlo, tiene que saberlo…

    ***

    Vega seguía exactamente en el mismo lugar cuando despertó de nuevo. Lo cierto es que pensaba que no sería así. Que todo habría sido en realidad un puñetero mal sueño. Lamentablemente, el intenso frío que estaba sintiendo, el hambre que tenía y el abrumador dolor que le atravesaba el tórax no dejaban lugar a dudas. Era real y su situación era confusa.

    Sabía cómo se llamaba, eso podía recordarlo, pero no sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí.

    La muchacha intentó darse la vuelta con todas las fuerzas de las que fue capaz y esta vez sí pudo mover algo más que un dedo, pero no consiguió colocarse boca arriba. Aunque no se dio por vencida.

    La ausencia de lluvia en ese momento y que hubiera algo de luz le había proporcionado tranquilidad suficiente para volver a intentarlo. No era todavía capaz de saber siquiera qué llevaba puesto. Probablemente, ese detalle le diese alguna pista, pero no podía verlo, ¿por qué no podía?

    De repente, una frase le vino a la cabeza sin venir a cuento; «La fauna está hambrienta».

    «La fauna está hambrienta», se repitió como tratando de encontrarle algún sentido. Tenía la frase metida en su cabeza, eso empezaba a estar claro, pero no tenía la voz que la pronunciaba.

    Vega no podía ni presentirlo, tumbada bocabajo como estaba, pero el día se había quedado completamente despejado de nubarrones y un sol imponente hacía un rato que había empezado a salir por el horizonte. Las primeras aves volaban ya sobre los tórridos campos y los trigos, sedientos hace unos días, podrían ahora amarillear por el exceso de agua.

    Vega comenzó a escuchar ruidos a los que antes no había prestado atención, como cánticos de pájaros que no podía identificar, grillos e incluso un lejano sonido a campana de iglesia.

    Eso es, ahora sí recordaba un detalle, nimio, pero era algo; información, al fin y al cabo.

    Antes de perder el conocimiento por segunda vez algo la había rozado en la cara; al principio pensó que se trataba de su pelo, aunque le recordó más al roce de una pluma o algo similar. Entonces, en su mano izquierda sintió una punzada, un tremendo picotazo.

    Después escuchó la voz cabreada de un hombre, un hombre joven o tal vez de mediana edad:

    La fauna está hambrienta.

    Eso había dicho y luego un ruido de algo pesado golpeando sobre, quizá, un charco. Pero nada más…

    La voz se alejó de allí.

    ***

    Rosa seguía en la cocina con Sebastián cuando escuchó unos pasos secos y rápidos que provenían del exterior de la vivienda y después el timbre bronco. Antes de abrir la enorme puerta de roble tallada con sobrios cuarterones y que custodiaba la vivienda desde hacía más de cien años, la mujer ya se había percatado de que eran varias las personas que los visitaban. «Demasiado temprano», se dijo.

    —¿Quién será? ¿Esperas a alguien? —pronunció extrañada en voz alta mirando a su marido mientras se dirigía a la entrada de la casa.

    Sebastián dejó de comer, pero no se movió, ni contestó.

    Rosa era una mujer templada hasta en las ocasiones más difíciles, y se consideraba todavía joven. Conservaba una cara aniñada que ofrecía confianza inmediata a su interlocutor y que contrastaba con unos ojos enormemente verdes y rasgados que casi intimidaban. Sus cejas pobladas definían una mirada a menudo dulce, pero siempre penetrante. En general, sus facciones parecían relajadas, aunque las arrugas tempranas que aparecían ya en el entrecejo y en la frente delataban un trampantojo.

    Sebastián y Rosa llevaban casados veinte años y no tenían hijos. Al principio del matrimonio todo había sido fácil. A Rosa no le costó mucho adaptarse a la vida en la granja. Su amor hacia Sebas, como a ella le gustaba llamarle, era simplemente así de verdadero. Suficiente para aguantar los sacrificios de los madrugones diarios, las contadas vacaciones y los problemas derivados de los cambios acontecidos en el mundo y en España, y que tanto empezaban a influir sobre su medio de subsistencia.

    Rosa reflexionaba mucho últimamente; sobre cómo Europa marcaba los ritmos de su propia vida, sobre la inacción de España que no estaba sabiendo caminar sin perder su único norte y probablemente parte de su identidad, agrícolamente hablando… Pero ella solo era una mujer de pueblo con poco que hacer al respecto, así que procuraba alejar toda incertidumbre que no pudiese controlar.

    Casi siempre escapaba de los augurios del mundo y conseguía centrarse en los problemas de la granja.

    Su marido, Sebastián, se había empeñado, pese a todos los indicios, en continuar con la crianza de la oveja ojinegra y ahora el consumo de carne había caído definitivamente en picado.

    El cambio climático había creado a su alrededor una suerte de pseudosectas a las que un buen grupo de jóvenes, y no tan jóvenes, se estaban apuntando como si de un virus se tratase. Cientos de años de costumbres bien arraigadas estaban desapareciendo a velocidad de vértigo en muchos lugares de la zona. Rosa no se cuestionaba las bondades del desarrollo habido y de la necesidad de hacer cambios para proteger el planeta, pero a la vez, la vida rural nunca se había visto tan amenazada como ahora por algunos de los que en teoría querían salvar el planeta. Se apreciaba en la evolución del campo y se podía constatar en la red.

    Una horda de internautas de ciudad, por ejemplo, predicaba a teclado en grito cómo había que tratar a los animales, llegando hasta el más incomprensible de los extremos. En ocasiones, eran tan intransigentes esas nuevas creencias que a Rosa le parecía que pronto se extendería con la misma intensidad y fin la idea de no traer hijos al mundo, con el superior pretexto de que iban a sufrir y a morir tarde o temprano.

    Por eso a la calmada Rosa le había empezado a molestar la presencia de aquellos forasteros de postureo que no se aproximaban a la vida en el campo con auténtico respeto y humildad.

    Le deprimía el hecho de que, aunque no todos, sí algunos de ellos escapaban los fines de semana a lugares remotos como ese, no para disfrutar, no para aprender a respetar, sino para decirles a los lugareños de toda la vida cómo tenían que criar a su perro o cómo y con qué debían plantar sus huertos. Algunos, incluso los increpaban a distancia, ocultos tras el anonimato de las redes sociales, por el solo hecho de criar animales para el consumo humano.

    Ella se sentía parte inseparable del campo y por eso ensalzaba sus virtudes, siempre que podía, en la red, porque pensaba que todo en internet conformaba un extraño ruido silencioso que influía a menudo para mal en más aspectos de los que debería, y, a veces, sentía la necesidad de contrarrestar ese ruido.

    Rosa no podía dejar de sentir cierta tristeza. Era como si le hubiesen regalado al mundo una poderosa pero incontrolable herramienta para la libertad, con el resultado contrario; convirtiendo el mundo en la tiranía de los activistas virtuales.

    Así de extrañas eran las cosas hoy en día y, en consecuencia, Rosa, que siempre había sido cordial con todo el mundo, estaba desarrollando cierta prevención hacia los forasteros.

    Por eso, aquella llamada tan temprana en un lunes de buena mañana no le trajo ningún buen augurio, y, lejos de alegrarle, la incomodó enormemente.

    Todo parecía fuera de lugar y esto era otra cosa más.

    —¡Buenos días! —saludó la pareja de guardiaciviles.

    —Sentimos molestarla tan temprano —añadieron, a modo de frase aprendida por obligación.

    ***

    Sobre la tierra mojada y labrada con ahínco, el paisaje se hacía inmenso en su extrema soledad. Un número indeterminado de viejas masadas de piedra rojinegra como espolvoreadas por un territorio baldío aparecían hoy más rojas que nunca, tan limpias que apenas si se distinguían en el horizonte. Abandonadas, solas y silenciadas en sus historias. Como muchos de los habitantes actuales de estas tierras. Pero como ellos, altivas, fuertes, resistiendo al tiempo y a los infinitos cambios del mundo.

    Los antiguos caminos de la comarca todavía las entrelazan y parecen abrir una fuerte puerta a la esperanza. Como si el hecho de tener ese viejo camino que las comunique entre ellas fuese a devolverles algo de vida. Pero estamos en el siglo XXI y eso no ocurrirá; solo una masada de casi un centenar que se extienden por la comarca permanece habitada y mantiene todavía su digno esplendor.

    Un grupo enorme de piedras en construcción arquetípica dan forma a un conjunto de estancias que en su día servían fielmente al destino para el que fueron construidas. Pero ahora, parte de esa hermosa construcción ha sido adaptada a otros usos mucho menos grandiosos. Todo el entorno sobre el que se levanta la antigua construcción es hermoso y sobrecogedor. Campos de viejos olivos con enormes troncos que nadie cultiva se mezclan con campos de almendros recién plantados y cerezos no tan viejos. Entre ellos, la mala hierba crece sin permiso, tal y como lo ha hecho a lo largo de cientos de años.

    No muy lejos de allí, un tímido arroyo circunvala los terrenos y mediante una tajadera, Sebastián dirige y controla el agua que regará sus campos.

    El conjunto arquitectónico que forma su propiedad se bate en duelo cada día con los tiempos modernos que la amenazan. Pero los tomillos y los romeros que la rodean, las rosas que crecen y trepan sobre el muro exterior de la vivienda principal y esa parra enorme de voluptuosa y dulce uva, que nace cada año, solo para el regocijo personal de Sebastián y Rosa, no entienden de ecologistas, animalistas o turistas. Toda esa vegetación hermosea la construcción a su manera desde hace décadas, y así lo seguirá haciendo mientras la dejen, para el orgullo de sus habitantes.

    El lugar es tan bucólico como dolorosamente solitario la mayor parte del tiempo. Por eso apenas puede decirse que el reciente muladar que se oculta entre las vaguadas que conforman los distintos terrenos fértiles que rodean el pueblo sea una fea nota discordante.

    Por eso también, el BMW cabrio de elegante azul metalizado que se encuentra a solo unos cuantos metros de ese muladar, aparcado tras una vieja y casi derruida masada, no puede calificarse tampoco de nota discordante, puesto que apenas si puede ser visto por el ojo indiscreto de un caminante extraviado.

    A lo lejos, un grupo de buitres leonados vuelan decididos en dirección al muladar. Su velocidad de crucero parece relajada, pero podría ser un efecto óptico, pues apenas aletean al aprovechar las corrientes de aire que se forman a gran altura. Sus enormes alas pueden ser avistadas a gran distancia, por eso se sabe que no tardarán mucho en llegar a su destino. Su pico ganchudo devorará sin dificultad la carroña del muladar y la sangre de esta probablemente manche con descaro su inmaculado cuello blanco. No importa, parte de la rutina de estas rapaces es dedicar varias horas al día a su acicalamiento. Están ahí, son aterradoras y hermosas, han llegado al comedero y todavía sin descender están realizando grandes círculos aéreos sobre un área muy concreta. Continúan así durante un rato como si se tratase de una incompresible ceremonia antes de la bacanal.

    Entre la variopinta carroña algo se mueve en el muladar. Desde esa altura aún no puede distinguirse de qué se trata. Por eso las rapaces descienden con contenida precaución. Se están acercando, algunas están ya próximas y hambrientas, pero algo no es como esperaban…

    Capítulo 2

    La forastera

    Rosa ofreció pasar a los dos guardias civiles dentro de la vivienda y estos accedieron de buen grado. No los conocía personalmente, pero sí que recordaba sus caras de haber coincidido en alguna ocasión en el colmado del pueblo y también en el bar.

    —Verá, Sra. Gómez, desde la dirección del Hotel del Molino nos han notificado que una de sus huéspedes lleva dos días sin aparecer. No ha dormido en su habitación y tiene su maleta sin deshacer. No hay ninguna noticia de ella desde su llegada.

    Era el de más edad el que se dirigía a Rosa. Con rango de sargento y aspecto de burócrata, trasladaba en su discurso la molestia que la generaba el haberse visto movilizado por una circunstancia tan trivial. La miraba fijamente a los ojos y al no detectar ningún atisbo de reacción por su parte, siguió con su explicación y lo hizo con el mismo tono cansino.

    —Su nombre es Vega Olcese. Se trata de una mujer de unos treinta y cinco años, morena, de melena larga y lisa. Mide alrededor de 1,65 metros y es de complexión delgada. Estamos preguntando por los alrededores por si han podido verla o han detectado algo que nos proporcione alguna ayuda.

    —Lo siento agente —se disculpó Rosa, de forma lacónica—. Aquí vivimos un poco apartados. Le aseguro que no ha ocurrido nada ni hemos visto a nadie que coincida con esa descripción —se excusó de nuevo, con un leve gesto de impotencia, como si quisiera proporcionar más ayuda de la que aportaba.

    Con la misma formalidad y educación con la que llegaron, se marcharon, no sin antes recordarle que llamase al cuartel si detectaba algo reseñable.

    Rosa regresó a la cocina y le contó a Sebastián su conversación con los dos agentes. Al comprobar este último que se trataba de la Guardia Civil prefirió no salir. Su relación con el sargento, por lo visto, no era la mejor, y parecía ser que el sentimiento era recíproco. Rosa transmitió a su esposo la noticia con gran agitación. Respiraba de forma acelerada por los nervios. No todos los días desaparecía alguien en la comarca. Aunque no la conociesen, le inquietaba. La noticia supuso una ráfaga de aire fresco que venía a zarandear su monótona vida y que, de alguna forma, ponía una pincelada de color en el plúmbeo lienzo de su existencia.

    Sebastián, por el contrario, sin levantar la cabeza del plato, se limitó a sentenciar de forma despectiva.

    —¡Turistas! Las sacas de la ciudad y se pierden…

    Esta era una de las cosas que Rosa detestaba de su marido. Esa indiferencia que mostraba cuando ella se interesaba por algo. A veces dudaba de qué es lo que había visto en ese hombre. Lo amaba. Sí, es cierto. Le amaba desde que tenía uso de razón, pero cuando trataba de analizar el porqué, no hallaba una respuesta convincente.

    Será la costumbre, la comodidad, la inercia, la ausencia de curiosidad en su vida por no haber buscado algo distinto… ¡Quién sabe! El caso es que le amaba y no sabía por qué.

    ***

    Los círculos aéreos que trazaban los buitres se iban estrechando a medida que estos iban descendiendo. El fuerte olor que desprendían los despojos que se amontonaban en el muladar los atraía, cada vez con más avidez, hasta el punto de ignorar que había un cuerpo que

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