WASB
Por Oscar Álvarez
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Oscar Álvarez
De ascendencia gallega, Oscar Alvarez nace en Carabanchel en mayo de 1968. Junto a su familia pronto se traslada a vivir y enredar a Barcelona. Tras licenciarse en Económicas, trabaja en mercados financieros de diversos países, hasta que en 2008 crea su propia empresa de gestión de fondos de inversión.
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WASB - Oscar Álvarez
Prólogo
Estimados colegas;
Hay asuntos que un ciudadano medio no debería conocer jamás.
En esta época moderna que nos ha tocado vivir, el elector al uso: varón, blanco y mayor de edad, debe poder elegir a sus gobernantes cada cuatro o cinco años. Estos, a poder ser, deberían pertenecer a solo dos formaciones políticas; una con un componente socialdemócrata y otra con características más propicias al negocio y a la economía. Parecido a lo que tenemos en Estados Unidos, Reino Unido y unos pocos países europeos más.
Esto es así, porque dichas dos formaciones políticas siempre estarán controladas por nosotros: el capital. Los diversos ciclos de vida en una democracia deben permitir al elector la ensoñación del libre albedrío, al pretender, votando, influir en el futuro del país.
Nada más lejos de la realidad, dilectos amigos. En todas las épocas ha existido y existirá un grupo formado por los mejores: nosotros, la élite industrial y financiera, al mando de la producción global y el reparto de la riqueza.
Así es y así debe permanecer.
No obstante, los peligros que acechan a nuestra misión son ingentes, y vistos los vaivenes políticos y económicos globales, nos planteamos ir un paso más allá, con la fundación de un Consorcio que, a través de una mano invisible, como la ya mencionada hace casi dos siglos por el maestro Adam Smith, corrija de manera astuta y tajante las desviaciones que, por decoro, o simple estética, no convenga realizar por los poderes ejecutivos de los Estados.
Hoy nos reunimos en Nueva York ocho firmes representantes del poder fáctico mundial, de áreas tan diversas como la industria, las finanzas, la energía y el consumo, para crear, en los próximos meses, el Consorcio transnacional que permita consolidar nuestro dominio económico y defenderlo de lo voluble, veleidoso y desconocido, que tengan a bien traernos este siglo y los venideros.
Firmantes de la Carta Fundacional:
En el Hotel Astor, Times Square, N. Y., en la mañana del 15 de octubre de 1910
Capítulo 1
Alvin Goh
El primer latigazo acabó con mi infancia.
Rápido, doloroso, bestial.
Lo esperaba inclinado, con los pantalones bajados, atado a una especie de potro de madera. Me laceró la cadera y nalga izquierda. También parte del muslo. Un grito quiso escaparse de mi interior, creo que no lo logró. Sí lo hicieron las lágrimas. Y el absoluto desconcierto.
Nunca lo pude haber imaginado.
En los meses posteriores al incidente del tren, el inspector Heng cumplió con lo prometido a mi padre y mi identidad no fue divulgada por los medios. Se publicó que la policía local había logrado desenmascarar a los tres delincuentes gracias a la ayuda de los usuarios de la línea verde al identificar a los sospechosos ante la policía. No se focalizó sobre nadie en particular. Sin embargo, mi vida cambió. Mis compañeros de viaje diario, a pesar de felicitarme y guardar mi anonimato ante posibles curiosos, manifestaron cierta distancia conmigo. Ya no era ese niño curioso, divertido y siempre atento. Me había convertido en alguien que sabía demasiado. Sobre todos ellos. Y, al parecer, el conocimiento es la antesala del sufrimiento. El ignorante suele vivir más feliz, debió decir alguien, y si no es así, lo digo yo. Debido a la gran impresión que causé en el cuerpo de policía de Singapur, a través del inspector Heng y su subordinado, el sargento Deepesh, pasé a ser la mascota oficial del Departamento de Policía. Varias tardes a la semana, al acabar las clases, acudía a la Comisaría Central en Beach Road. Deepesh me mostró cómo funcionaban procesos que hasta entonces solo conocía por la serie de Policías de Nueva York, que cada jueves solíamos ver en casa: ruedas de identificación de sospechosos, escuchas telefónicas, inmigración ilegal, falsificación de billetes. Todo muy instructivo.
En el colegio había conseguido establecer un régimen de perfil bajo muy conveniente. Mis resultados eran buenos, sin ser brillantes en exceso. En algunas asignaturas, chino, matemáticas e historia, aquellas que más me gustaban, lograba sin ningún esfuerzo las mejores calificaciones. En otras asignaturas, mi desinterés era evidente, lo cual me permitía tener una media más discreta, pero de notable alto. Mi padre no había tenido que volver al colegio a hablar con nadie. Existía un pacto tácito: si yo cumplía las exigencias del guion y mostraba la aptitud y actitud que correspondían a las simientes que pueden esperarse de los grandes líderes del mañana, como había pedido miss Chin a mi padre unos años antes, el colegio me dejaba en paz. Todo ese año, y el siguiente, hasta que cumplí los dieciséis, transcurrieron de manera plácida. También me dio por dar el estirón. Dejé de ser una mascota. Y conocí a Suni.
El segundo latigazo me destrozó la cordura.
Pude girar un poco la cabeza. La impresión no pudo ser más desoladora. La marca de este segundo latigazo formaba una desconcertante línea paralela con el surco del primero. Mientras que este ya sangraba, menos profusamente de lo esperable, la segunda marca era una perfecta línea gris sobre mi cadera, nalga y muslo, que no tardó en imitar a la primera y lloró sangre. Entendí en ese momento, y no en otro, como un rayo atravesando mi aturdida conciencia, la frase de Buda, que mi amigo, el sargento Deepesh me había repetido tanto las semanas anteriores: «El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional». Al tiempo, no pude dejar de pensar estupideces sobre la relatividad del dolor. ¿Qué duele más, una serie de tres latigazos o una buena lapidación?
Suni. Ella lo cambió todo. Seguía acompañando a mi padre en el viaje matutino, aunque ya no de manera diaria, pues los martes y jueves entraba a las ocho de la mañana y no me daba tiempo de hacer el recorrido completo. No obstante, el resto de los días sí le acompañaba. Mi relación con los pasajeros, que con tiempo se había vuelto más fría, no me incomodaba. Era respetuosa. Y el respeto es condición necesaria para el desarrollo de la convivencia. En esa época ya no los abordaba. No buscaba información explícita. Mi área de trabajo se basaba en la mera observación de los grupos. Cómo interrelacionaba la gente, cómo se situaban por grupos en las diversas zonas del tren. Quién reaccionaba a qué, y cómo lo hacía. La presencia de un borracho, un ataque de tos, el llanto de un niño, el desmayo de una anciana. Cualquier anomalía provocaba cambios en la forma de actuar de la gente en función de su clase social, su raza, su escala laboral. En función de quiénes somos y de dónde venimos, tenemos una serie de pautas de conducta adquiridas por defecto, no buscadas. Reaccionamos a los estímulos externos en función de ellas. La observación de miles de individuos todos esos años en diferentes tesituras me permitían elaborar patrones de conducta. El tren era mi inmenso y dinámico laboratorio de pruebas.
La primera vez que vi a Suni en la estación de Boon Lay me quedé estupefacto. Eran las 6:59 de una mañana de septiembre. Yo estaba hablando con mi padre, en el primer vagón, antes de iniciar el viaje de vuelta a Pasir Ris. Ella entró en el segundo y pudo sentarse. Eligió el B16. Mi padre siguió hablando, pero ya no escuché lo que decía. Por su apariencia, entendí que era una estudiante de primer curso de alguna facultad. De alguna especialidad de ciencias o tecnología. Era guapísima, casi con toda seguridad coreana. Media melena negro azabache, piel finísima, ojos inteligentes. Sus labios dibujaban una sonrisa enigmática. De mi altura, o quizás un poco más, llevaba un polo blanco y una falta azul, corta. ¿Muy corta?
Aquello se movía. Me había quedado parado como un idiota y había perdido el sentido del tiempo. Habíamos pasado ya dos paradas y el tren comenzaba a llenarse. Por primera vez en ocho años me sentía prisionero en el tren. Todo ese día y el resto de mes estuve observándola, estudiándola. Ni que decir tiene que mandé a paseo toda mi teoría de elaboración de patrones. Solo tenía ojos para ella. Mis habituales conocidos seguían saludándome, y entre algunos comentarios suyos y mi proverbial labor de espionaje logré obtener algún dato sólido. Se llamada Suni Park. Natural de Corea, estudiaba, becada, Ingeniería Eléctrica en la NUS. También sabía que cada día tomaba el MRT en Boon Lay a las 7 a. m. y bajaba en la estación de Dover y a veces en Buona Vista, desde donde seguía su camino hasta la universidad. Por tanto, tenía entre veintidós y veinticuatro minutos para realizar un approach en condiciones.
Pero nunca pude. Por muy penoso que parezca y, a pesar de que jugaba de local, en mi terreno, no podía ni mirarla cuando pasaba junto a ella, sospechaba que nuestras miradas podían cruzarse. Tantas pautas, patrones, teorías sobre el comportamiento del ser humano y, en el fondo, no podía doblegar ni al mío. Ella era toda una universitaria, bellísima. Yo aún un estudiante de último curso. Muy listo para algunas materias, lego en las otras. En todas las otras.
El último día laborable de diciembre, cuando Suni, al ir a bajar en Dover, junto a un grupo de jóvenes que, con seguridad, acudían a alguna de las múltiples facultades que la NUS tiene en la zona, giró levemente el cuello, inclinó unos pocos grados la cabeza y, antes de salir del vagón, susurró un «Hasta pronto, Alvin».
El tercer latigazo me hizo perder el mundo de vista.
Un médico, o quizá un simple enfermero, comprobó mis heridas, estableció que seguía en este mundo y ordenó a dos funcionarios que me acompañaran a la enfermería. Allí, me hicieron estirar en una camilla y tras unos breves cuidados diagnosticaron que podía volver a mi celda. No a la que llevaba un mes compartiendo con tres menores más en el penal de Changi, sino a una individual, en la que estaría bajo observación un día entero. Con el alba, sería devuelto a la celda compartida para completar mi condena: seis meses de arresto junto a una pena de tres latigazos con la caña por el delito de colaboración necesaria en el tráfico de estupefacientes.
Lloré toda la noche. Buda se equivocaba: el sufrimiento no es opcional.
Capítulo 2
Simon Heng
El día siempre mejoraba a partir de las ocho de la mañana. Tras las instrucciones del inspector jefe de la División Central, Simon escapaba con el pequeño equipo que dirigía al puesto que el viejo Koh Leong regentaba al lado de la comisaría de Beach Road. En silencio, el grupo degustaba su desayuno. Cada día repetían menú: taza de Kopi-O Peng, el café local, con leche condensada al fondo y dos o tres cubitos de hielo, acompañado de un par de tostadas con kaya —una deliciosa mermelada de coco—.
No añoraban la antigua comisaría de Eu Tong Sen de la que se habían mudado hacía justo dos años, el 1 de julio del 94. La nueva comisaría se asentaba sobre un edificio histórico, en un barrio con una gran oferta de gastronomía que unos tipos como ellos no iban a dejar escapar. Al fin y al cabo, el deporte nacional no era ni el fútbol, ni el cricket, ni ninguna costumbre bárbara importada. Ellos preferían invertir su ocio en degustar las infinitas variedades que ofrecían los hawkers locales, pensaba Simon, en el momento que se le acercó el maestro cafetero.
—¿Cómo se presenta el día, Simon?
—Bien, señor Leong, bien. Este año no sé qué sucede, pero hay más turistas que nunca. Ayer, durante la final de la Eurocopa que se juega en Alemania, y a pesar de la diferencia horaria, tuvimos jaleo en la zona de bares de Clarke Quay. Al parecer, los alemanes ganaron la final, y por algún motivo que desconozco, a una pandilla de locos turistas teutones les dio por emborracharse, destrozarlo todo y pegarse entre ellos. En fin, que hoy, a las cuatro de la mañana tuvimos que ir de urgencia, y mis muchachos aquí presentes y yo apaciguamos unos ánimos más bien revueltos.
—Malditos ingleses, siempre jodiendo, Simon, siempre jodiendo.
—Alemanes, señor Leong, más grandes y brutos, si eso es posible.
—Sí, Simon, sí, malditos británicos…
Si bien era un hecho que el viejo Koh Leong era el mejor elaborador de Kopi de la ciudad, nunca se mencionó nada acerca de su salud mental. Por otra parte, tanto a sus muchachos, Deepesh y Chen, como a él mismo, no les importaba demasiado tener un poco de acción las aburridas noches que les tocaba guardia. Estaban terminando sus desayunos, cuando la radio de Chen los sobresaltó: «Atención todas las unidades. Disparos en un banco en Raffles Place. Tres sospechosos. Han atracado el United Overseas Bank, han disparado a un agente y han huido a la carrera. Creemos que se han refugiado en el metro. Rogamos se desplacen a los trenes que salen de Raffles para proceder a identificar a los sospechosos».
Sorprendidos, se miraron los tres. La parada de Bugis estaba a solo un par de minutos corriendo. Y Raffles Place, a dos paradas de distancia. Estaba claro: salieron en estampida hacia Bugis.
—Rápido, Deepesh, contacta con la central. Diles que vamos a parar el primer tren que pillemos de la Verde en dirección este. Tal vez esos cabrones lo hayan tomado. Que otros agentes inspeccionen la Verde en dirección oeste, y también la línea roja, al norte en Dobby Ghaut o al sur en Marina Bay —gritó Simon como pudo mientras volaban hacia la estación de Bugis.
Apenas medio minuto le bastó para sorprenderse de lo fuera de forma que estaba, más todavía tras esos dos jabatos. Las tostadas de kaya se agolpaban en la garganta, amenazando con volver a salir. Al alcanzar las escaleras mecánicas se lanzaron hacia abajo, no sin pensar que la operación era complicada. En el caso de que acertaran con el tren correcto, ¿Cómo iban a identificar a los tres sospechosos? Simon tenía claro que se habrían desprendido ya del dinero y las armas, pues al entrar en la parada de Raffles podrían haber entregado las bolsas con ambas a algún cómplice con total impunidad. Por otra parte, el subterráneo de Raffles era el mayor de Singapur: multitud de centros comerciales, puestos de comida y mercadillos. Perfecto para esconderse. Aunque algo le decía que ellos debían haber huido, sin nada que los incriminase.
No podían permanecer tan cerca de su zona cero.
Saltaron los tornos de entrada, con las placas a la vista. Al instante se les unió un contingente formado por dos agentes de seguridad y el personal de taquillas, a quien dieron orden de cerrar todos los accesos a la estación. Una vez en el andén, sacaron a gritos a todos los usuarios que esperaban el tren, que viendo el bullicio producido obedecieron sin pestañear.
En medio minuto, el tren anunció su llegada. Simon se dirigió raudo al conductor que ocupaba la cabina delantera de color naranja. «Qué color más feo —pensó—. ¿Por qué no habrán pintado todos los vagones iguales?». El conductor ya había recibido comunicación por radio con la orden de no abrir las puertas de los pasajeros una vez hubiera detenido el tren.
Para su sorpresa, los recibió tranquilo y un punto socarrón:
—Conductor Azim Goh, con licencia gubernamental en orden HG-6069, para servirles a ustedes en lo que precisen y en lo que mi humilde tren les pueda ofrecer.
—Inspector Simon Heng, de la Comisaría Central. Supongo que ya se lo habrán explicado. Se ha cometido un atraco, con disparos incluidos en el UOB de Raffles y los atracadores han huido. Existe la probabilidad, que estimo en un veinticinco por ciento, de que los atracadores se hayan escondido entre sus pasajeros. Otras patrullas como la mía inspeccionan tres trenes más. ¿Alguna idea o comentario que nos pueda ayudar antes de proceder a la identificación del pasaje?
—Estimado inspector, si acciono la apertura de puertas, las cuatro del lado del andén de cada vagón se abrirán. Por tanto, tendrán que vigilar veinticuatro puertas y el caos en el andén puede ser mayúsculo. Yo le recomiendo que abramos solo una puerta del primer vagón. De esa manera se creará un embudo por el que irá saliendo la totalidad del pasaje, pudiendo proceder usted a la identificación de los pasajeros. No obstante, el proceso será largo, pues estimo que, en la actualidad, los pasajeros del tren, al ser hora punta, se acercarán al millar.
—Su información es muy valiosa. Muchísimas gracias.
—No hay de qué, inspector. Pero si me permite una última sugerencia, creo que mi hijo le podría brindar una mejor ayuda que la mía.
—Perdón, ¿cómo dice? ¿Su hijo viaja con usted?
—Sí, inspector, desde hace seis años me acompaña a diario, desde Pasir Ris a Boon Lay, ida y vuelta. Si hay alguien que de verdad puede ayudarle es él, Alvin. Conoce a todo el mundo, y si no los conoce, los analiza y descubre si mienten. Si usted quiere saber todo, sobre todos los que aquí dentro hay, Alvin es su hombre… bueno, su niño.
En cinco minutos, Alvin se encontraba con el inspector inspeccionando a los pasajeros a medida que iban saliendo por la única puerta abierta del tren. Simon no podía dejar de observar al chico. Su apariencia era curiosa. Con catorce años, era bastante canijo. De cabello negro, su rostro se mostraba despierto, con unos ojos vivos, escrutadores. Sus rasgos y color de piel mostraban cierta ascendencia japonesa, y era evidente que esta no venía de su padre. Lo más impactante era su aplomo y su seguridad. Cómo un investigador experimentado que ejecutara este tipo de interrogatorio masivo cada día mostraba un mando en plaza formidable. Y ello lo hacía dentro de su uniforme escolar azul y gris, del PRP School, que Simon identificó con cierta nostalgia; también había sido su colegio en la infancia.
Improvisaron una mesa y dos sillas, en las que se sentaron Simon y el chico. Delante, Deepesh iba seleccionando, una a una, en la puerta del vagón, a las personas que iban a ser escrutadas. Detrás, Chen, con el arma reglamentaria a la vista, permanecía vigilante, por si había problemas, junto a los dos guardias de seguridad. Al cabo de pocos minutos, y para la tranquilidad de los presentes, nuevas unidades policiales habían llegado, pero, aun así, no se modificó ni una coma del plan de identificación que Alvin Goh ejecutaba.
En sus más de veinte años de servicio en la Policía de Singapur, ni en los ocho en el Ejército, había contemplado Simon semejante despliegue de eficiencia. Cada persona, al salir del vagón, era obligada a decir su nombre