José Ortíz Echagüe: En el recuerdo de su hijo
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Pero sus pasiones principales fueron su familia y la fotografía (la revista American Photography lo consideró uno de los tres mejores fotógrafos del mundo). Es ahora su hijo César quien reúne sus recuerdos, completando así las numerosas páginas que ya se han escrito sobre este reconocido artista y empresario español.
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Vista previa del libro
José Ortíz Echagüe - César Ortíz-Echagüe
CÉSAR ORTIZ-ECHAGÜE
José Ortiz Echagüe
En el recuerdo de su hijo
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2020 by CÉSAR ORTIZ-ECHAGÜE
© 2020 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
El autor y la editorial agradecen al Museo de la Universidad de Navarra y a los archivos de Airbus y Seat la cesión de fotografías incluidas en este libro. La mayor parte de ellas permanecen bajo derechos de autor y no pueden ser usadas o difundidas sin la aprobación de sus propietarios.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5301-3
ISBN (versión digital): 978-84-321-5302-0
Foto de cubierta: José Ortiz Echagüe en su estudio, retocando una fotografía.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRESENTACIÓN
1. Primeros años (1927-1936)
CHAMARTÍN DE LA ROSA
FAMILIA Y FE
EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID
TÍOS Y PRIMOS
REVISTAS, LIBROS Y PELÍCULAS
GLOBOS Y AVIONES
LOS SAFARIS FOTOGRÁFICOS
VACACIONES
LOS ABUELOS PATERNOS
LA PLAYA DE ONDARRETA
BIARRITZ Y TÍO FERNANDO
2. La guerra civil (1936–1939)
EL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL EN SAN SEBASTIÁN
EN ZONA NACIONAL
VIAJE HACIA EL SUR
PUERTO REAL
CÁDIZ
EL COMBATE DE ARGEL
TIEMPOS DUROS
EL HUNDIMIENTO DEL BALEARES
LA ENFERMEDAD DE NUESTRO HERMANO EDUARDO
LA FAMILIA GOIZUETA
DESPEDIDA DE CÁDIZ
SEVILLA
LA FASE FINAL DE LA GUERRA
3. Años de juventud (1939–1945)
PREPARANDO EL REGRESO A MADRID
GRANADA Y EL ESCORIAL
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
DE NUEVO EN CHAMARTÍN
EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID
HAMBRE Y POBREZA EN ESPAÑA
LA FINCA DE ARJONILLA EN JAÉN
ROBOS NOCTURNOS
CASA EN EXPANSIÓN
VICTORIAS BÉLICAS ALEMANAS
NUEVOS LIBROS DE FOTOGRAFÍAS
EL TERCER LIBRO: ESPAÑA MÍSTICA
EL DRAMA
DEL LATÍN Y UN GRAN PROFESOR
AÑOS INTENSOS
NAVARRA
PRINCESA 77
LA PREPARACIÓN PARA EL INGRESO EN LA ESCUELA DE ARQUITECTURA
UNA GRAVE ENFERMEDAD
VUELTA A LOS ESTUDIOS
TOMÁS ERICE
MI PRIMER ENCUENTRO CON SAN JOSEMARÍA
IGNACIO ECHEVERRÍA
SE CIERRA EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID
EL OPUS DEI
URBASA
DE NUEVO BURGUETE
MI PRIMERA CONVERSACIÓN CON SAN JOSEMARÍA
LA DECISIÓN
4. Miembro del Opus Dei y arquitecto (1945–1952)
MIS PRIMEROS PASOS EN LA OBRA
EL AISLAMIENTO POLÍTICO DE ESPAÑA
UN CURSO ESPECIALMENTE INTENSO
MOLINOVIEJO
1946-47. UN CURSO DECISIVO
CONTRASTES
VERANO DE 1947
EN LA ESCUELA SUPERIOR DE ARQUITECTURA
LOS PRIMEROS PROYECTOS EN LA ESCUELA
EL CAMPAMENTO MILITAR DE LA GRANJA
EL FINAL DE LAS OBRAS DE MOLINOVIEJO
MI MARCHA DE CASA DE MIS PADRES
MI NUEVA CASA
ROMA
EL PENSIONATO Y VILLA TEVERE
FINAL DE CURSO
SEGUNDO VERANO EN EL CAMPAMENTO DE LA GRANJA
MUDANZA FAMILIAR
GAZTELUETA
EL CENTRO DE VILLANUEVA
ALEMANIA
LONDRES
FIN DE CARRERA
5. Abriéndome camino (1952–1959)
LA PUESTA EN MARCHA DE LA SEAT
EL PRIMER ENCARGO ARQUITECTÓNICO
LAS BODAS DE PLATA DE LA OBRA
MI PRIMERA OBRA
DE NUEVO, FAMILIA...
LOS COMEDORES PARA EL PERSONAL DE LA SEAT
TURÍN Y ROMA
DE NUEVO CASA
MÁS RECUERDOS DE MI PADRE
FAMILIA
EL PREMIO REYNOLDS
NUESTRO VIAJE A LOS ESTADOS UNIDOS
DE NUEVO SEAT Y CASA
UN CAMBIO INESPERADO
6. Más cerca de san Josemaría (1959–1967)
TAJAMAR
DE NUEVO EN ALEMANIA
MI AMIGO SOCIALISTA
TORRECIUDAD
DE NUEVO TEMAS FAMILIARES
LA COMPRA DE LA MÁQUINA PARA HACER EL PAPEL FRESSON
DE NUEVO SEAT Y CASA
MI PADRE DESCUBRE A JESUCRISTO
DE NUEVO, NUESTRO ESTUDIO DE ARQUITECTURA
EL CIERRE DE NUESTRO ESTUDIO
7. Entre Madrid y Roma (1967-1980)
ROMA, ENERO 1969
CON MI PADRE EN BARCELONA
EL LEGADO FOTOGRÁFICO DE MI PADRE
ACADÉMICO DE BELLAS ARTES DE BAVIERA
CON MI FAMILIA EN TORRECIUDAD
LA MARCHA AL CIELO DE SAN JOSEMARÍA
MI MARCHA A VIVIR A ROMA
SOLAVIEYA Y LAREDO
8. Los últimos años de vida de mis padres(1975-1980)
SU VIDA RELIGIOSA
SU VIDA FAMILIAR
SU ESTADO DE SALUD
SUS ÚLTIMAS ACTIVIDADES FOTOGRÁFICAS
OTROS TEMAS VARIADOS: CASA, SEAT, AMIGOS...
PALABRAS FINALES
ARCHIVO FOTOGRÁFICO DE JOSÉ ORTIZ ECHAGÜE
ARCHIVO FOTOGRÁFICO
AUTOR
PRESENTACIÓN
POCO DESPUÉS DE MI REGRESO A ESPAÑA tras cuarenta años de ausencia (nueve en Roma y treinta y uno en Alemania), vino a verme a Madrid un conocido periodista y escritor de Bilbao, Luis María Sala. Ya me había anunciado telefónicamente que deseaba conocer mis recuerdos sobre un hermano de mi padre, Fernando Ortiz Echagüe.
En nuestra conversación me explicó enseguida el motivo: había escrito un libro sobre Indalecio Prieto, que llegó a ser jefe del socialismo español, y durante la fase de investigación supo que, cuando Prieto y otros importantes políticos republicanos se encontraban exiliados en París en 1931, recibieron la noticia de la renuncia a trono del rey Alfonso XIII. Se había proclamado la segunda república, el monarca decidió abandonar España. De inmediato, como era de esperar, Prieto y los demás tomaron billetes para regresar triunfalmente a Madrid.
Fernando, el hermano menor de mi padre, que era periodista y residía también en París como corresponsal para toda Europa del diario La Nación de Buenos Aires, se enteró de ese viaje y consiguió una plaza en el mismo tren. De ese modo, hizo todo el recorrido con ellos y pudo enviar a su periódico una información de primera mano sobre sus conversaciones con esos políticos.
A Luis María Sala le admiró la rápida reacción de ese periodista y buscó información sobre su vida. Supo entonces que era hermano de mi padre, del que había oído hablar mucho en su familia, ya que él y su abuelo, Antonio González, director de La Gaceta del Norte de Bilbao, habían hecho juntos, en los años 40 y por encargo del prior de la Cartuja de Miraflores, un bello libro con fotografías de mi padre y textos de González. Lo llamaron Estampas Cartujanas.
Le conté mis recuerdos y supe que, unos meses más tarde, Luis María había viajado a Argentina y había conseguido allí que los archivos de La Nación le proporcionaran abundantes textos publicados por mi tío. De entre ellos, Luis María eligió en primer lugar las crónicas sobre la República y sobre la guerra civil española, que mi tío había enviado a su periódico en los años 30, y las publicó en un libro con ese mismo título. El libro alcanzó una amplia difusión en su ámbito.
A partir de entonces, Luis María siguió interesándose por la historia de mi familia y me preguntó si existía alguna biografía de mi padre que pudiera comprar y leer. Además de tener noticia de la colaboración de mi padre con su abuelo, sabía que, como empresario, había fundado y dirigido dos empresas de considerable entidad (CASA y SEAT) y sabía también que, como fotógrafo, mi padre era considerado como el más importante en España y uno de los mejores del mundo.
Por eso le extrañó mucho cuando le dije que se había publicado mucho sobre mi padre, pero en ediciones institucionales, en libros editados para regalar, de difusión limitada[1].
Existe también una tesis doctoral sobre mi padre, muy bien documentada, realizada por el que más tarde sería profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, José Antonio Vidal-Quadras, pero de la que solo existen las copias mecanografiadas exigidas para el doctorado.
Le comenté a Sala que, por mi parte, durante mi estancia en Alemania había ido escribiendo unas memorias de mi vida, y que había tenido la gran suerte de convivir con dos personas de una gran talla humana y espiritual. Una es el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá, y la otra, mi padre. El texto alcanzaba hasta el fallecimiento de Escrivá en 1975, pero luego las prolongué hasta el año de la muerte de mi padre, cinco años más tarde. Esas memorias superan las 600 páginas y no las escribí con intención de publicarlas, sino como material para archivo.
En algunos de mis viajes a España, al comentar esas memorias con mis hermanos, mostraron gran interés en conocerlas. Me decidí entonces a hacer una versión bastante más breve y fácil de leer, de 300 páginas, donde sobre todo conservaba lo escrito sobre mi padre.
Sala se interesó, y se lo envié a comienzos del verano de 2019. En octubre recibí un mail suyo: había leído el texto con gran interés, y consideraba que sería muy conveniente estudiar su publicación. A la vista de su experiencia, acordamos que él se ocuparía de buscar la editorial más adecuada.
Así, Sala se puso en contacto con Ediciones Rialp, que ha publicado numerosas biografías, y esta mostró interés. Tras el proceso de edición, presento ahora con gran alegría estas memorias. No pretenden ser una biografía de mi padre, sino una serie de recuerdos de mi vida durante una etapa fundamental de la historia de España y del mundo, recuerdos en los que mi padre ocupa un lugar importante. Como ya he dicho, el texto original lo escribí en Alemania, donde disponía de poco material documental. En consecuencia puede haber algunos errores en los datos, aunque, desde que estoy en España, he procurado someterlos a revisión.
No me extrañaría que a los lectores que hayan comprado este libro con el deseo de conocer mejor la vida y la personalidad de esta gran figura de la industria y del arte en la España del siglo XX, que fue mi padre, les resulte difícil entender por qué aparecen tantas páginas, en las que cuento recuerdos de mi vida, sin apenas referirme a la de mi padre.
Podría haber suprimido muchas de esas páginas, pero no lo hecho por la seguridad que tengo de que también contribuyen a conocer mejor a mi padre. Me atrevo a decir que después de mi madre, fui yo la persona con la que estuvo más compenetrado, a causa de los muchos intereses artísticos, profesionales y familiares que compartíamos los dos.
Como yo —de palabra o por carta— le tenía muy al tanto de mi vida, de mis planes y de lo que me iba sucediendo, pude comprobar lo mucho que le interesaba todo lo mío, que pasaba a ocupar inmediatamente una buena parte de sus pensamientos, de sus alegrías y de sus preocupaciones. Por eso estoy seguro de que conocer mi vida es una gran ayuda para conocer la de mi padre.
Mucho me alegraría que la publicación de estos recuerdos animaran a alguno de los grandes biógrafos que hay en España a escribir una biografía documentada de mi padre. Los tres libros ya publicados y la tesis de Vidal-Quadras son ya fuentes de gran valor.
Quiero expresar mi agradecimiento a Luis María Sala por su impulso inicial, y a Santiago Herraiz como director de Rialp por el trabajo que él y su equipo han realizado para lograr una edición que considero muy lograda.
Si hubiera que señalar un punto de inflexión en la carrera artística de mi padre, elegiría sin duda la gran exposición fotográfica que, bajo el título Spectacular Spain, hizo en 1960 el Metropolitan Museum de Nueva York, uno de los más prestigiosos del mundo. Se cumplen ahora 60 años de ese evento, y en el ámbito industrial, 70 de la fundación de la SEAT.
Como mis recuerdos comienzan en el año 1931, me parece necesario añadir una somera relación de lo que fue la vida de mi padre hasta esa fecha.
BREVE RESEÑA BIOGRÁFICA DE JOSÉ ORTIZ ECHAGÜE
Mi padre, José Ortiz Echagüe, había nacido en 1886 en Guadalajara, pues allí estaba destinado su padre, oficial del ejército, como profesor de la Academia Militar de Ingenieros. Su madre procedía de una familia de abolengo, y tuvieron siete hijos: dos mujeres —Encarna y Carmen, a quien llamaban Pispa— y cinco varones: Joaquín, Antonio, Mariano (que falleció antes de que yo naciera), mi padre y Fernando. Mi padre hubiera deseado ser pintor, siguiendo los pasos de su hermano Antonio, tres años mayor que él y que había marchado a París, pero mi abuelo se negó, alegando que «con una calamidad tenían ya bastante en la familia».
Su tío Francisco, por entonces agregado militar en la Embajada de España en París, le regaló una cámara Kodak muy elemental, con la que empezó a hacer sus primeras fotografías a los doce años. Poco a poco fue descubriendo que, también a través de ese medio, podía dar cauce a sus sentimientos artísticos.
A los dieciséis años mi padre ingresó en la Escuela de Ingenieros militares de Guadalajara. Fue enviado en 1909 a combatir en la guerra de África, donde, además de participar en combates de tierra, hizo sus primeras fotografías desde globos de observación y realizó también fotos muy bellas de Marruecos y de sus gentes. Dos años más tarde pasó a formar parte del primer grupo de cinco militares con experiencia en vuelos en globo, que se formarían como pilotos de aviación. Recibió ese mismo año el título con el número 3.
Al año siguiente pasó unos días en San Sebastián, donde residían sus padres, y conoció allí a Carmen Rubio, mi madre. Ella había nacido en 1884 en Vera, Almería, pues su padre, el ingeniero de minas César Rubio Muñoz, dirigía allí una explotación de minas de plata.
Mi padre quiso casarse pronto con ella, pero su sueldo militar no era elevado. A través de su hermano Fernando, periodista en La Nación de Buenos Aires logró un puesto bien remunerado como ingeniero en el Ayuntamiento de Buenos Aires. Solicitó entonces la baja temporal en el ejército y marchó a Buenos Aires en ese mismo año 1912. Allí hizo buena amistad con la estrella de la aviación argentina, Jorge Newberry, que le facilitó volar en el Aeroclub. No había pasado un año cuando le llegó la noticia de que había de nuevo guerra en Marruecos. Sus compañeros aviadores estaban en Tetuán, combatiendo, y algunos habían sido heridos. Mi padre se sintió como un desertor.
En esa situación, tuvo la alegría de ser llamado por el Conde de Artal, que vivía en Argentina, que quería regalar tres aviones del último modelo al ejército español en Marruecos. Le propuso a mi padre que fuera a Francia a comprarlos y se ocupase de su transporte a Tetuán.
Mi padre marchó a París, acompañado de Newberry, y allí compró tres aviones Morane Saunier
que tenía ya encargados el piloto argentino. Dos los envió por ferrocarril, pero decidió volar de París a Madrid con el tercero. Hasta entonces, ese vuelo solo había sido realizado por Vedrines, un piloto francés, en unos ocho días. El cielo de Francia estaba cubierto y solo era posible volar con visibilidad. Aun así, se decidió a despegar, volando sobre las nubes, con la intención de aterrizar cerca de Burdeos, donde sabía que pasaba unos días el rey Alfonso XIII. Antes de llegar se le incendió el avión y tuvo que saltar. Solo sobrevivió el motor y algunos elementos metálicos.
Ese accidente tuvo una influencia decisiva en su vida. Tras reponerse de sus fracturas de huesos en un hospital francés, marchó a Tetuán con los restos del avión —prácticamente solo el motor— y allí, con la ayuda de unos buenos carpinteros catalanes, pudo reconstruirlo y volver a volar con él. Se puede decir que ese fue el comienzo de la industria aeronáutica española.
En 1915 regresó al aeródromo de Cuatro Vientos con los tres aviones citados. Había estallado la primera guerra mundial y el ejército español no podía comprar nuevos aviones en el extranjero. Aprovechando esa ocasión, mi padre logró un contrato del Arma Aérea para construir cuarenta aviones, copiando los tres comprados en Francia y un modelo original español. Los realizó en los Talleres Carde y Escoriaza
de Zaragoza.
Al terminar la guerra mundial, resultaba mucho más económico adquirir los aviones fabricados por los países beligerantes, y quedó interrumpida esa primera etapa de la industria aeronáutica española. Pero mi padre no perdió la esperanza de reanudarla más adelante.
Poco después contrajo matrimonio con mi madre, en 1916. De ese matrimonio nacieron ocho hijos: Mariano, José (Pepito), Carmen, (César, que falleció con pocos años), yo, Teresa, Fernando y Eduardo.
En 1917 fundó unos talleres en el Cerro de la Plata, en Madrid, dedicados a fabricar repuestos para la aeronáutica española. Allí, con su propio ejemplo y enseñándoles él mismo el funcionamiento de las máquinas, fue formando a los maestros que más tarde constituirían la base más sólida de sus realizaciones industriales. En esos mismos años se habían fabricado en Francia los primeros aviones totalmente metálicos, los Breguet XIX, y en Italia, con licencia alemana (Alemania no tenía autorización para construirlos), los hidroaviones Dornier.
En 1923, tras conseguir ayuda financiera, fundó una empresa para fabricar esos dos modelos, y la llamó Construcciones Aeronáuticas S. A. (CASA), con factorías en Getafe y en Cádiz. Una de las personas que más le apoyó fue un conocido industrial, José Tartiere, conde de Santa Bárbara de Lugones, que fue nombrado presidente. Mi padre ocupó el cargo de Consejero ejecutivo. Ya en ese mismo año CASA firmó con Aeronáutica Militar un contrato para fabricar 26 aviones Breguet, ampliado en 1926 con 77 unidades más.
Teniendo en cuenta el escaso desarrollo que tenía en esos años la industria española, un empresario español, al enterarse de que CASA se comprometía a construir la totalidad de esos aviones —los más sofisticados en su época— y a entregarlos en plazo, calificó la maniobra de atrevido disparate
. Pero CASA cumplió sus compromisos, y a partir de entonces tuvo —con lógicos altos y bajos— un crecimiento continuo.
Cuando se formó el gran consorcio europeo AIRBUS, incluyeron a CASA como uno de los cuatro pilares de la gran compañía aeronáutica.
[1] El empresario fotógrafo, Carmen Erro, publicado por EADS (hoy Airbus); CASA. Los 75 primeros años", José María Román, publicado por CASA; La fotografía de José Ortiz Echagüe, Asunción Domeño, publicado por el Gobierno de Navarra.
1.
Primeros años (1927-1936)
CHAMARTÍN DE LA ROSA
No es extraño que, siendo arquitecto, me resulte posible dibujar de memoria los planos de la casa en que nací en enero de 1927 y que fue derribada ya hace muchos años. La debió construir mi padre, José Ortiz Echagüe, en 1924. En el Madrid de entonces eran escasas las viviendas unifamiliares con jardín propio. Había algunas urbanizaciones de ese tipo, como la llamada Ciudad Lineal. Otra, cercana a nuestra casa, era la que llevaba el nombre de Colonia del Carmen, de dimensiones mucho más reducidas. Estaba situada en el término municipal de Chamartín de la Rosa, entonces independiente de la capital, emplazado a unos 5 kilómetros del límite Norte del Madrid de entonces, que terminaba en lo que hoy son los Nuevos Ministerios.
Alrededor de esa colonia había todavía campos de trigo y olivares. Allí compraron algunas familias —creo que eran cinco— terrenos para construir sus casas. Una de ellas era la nuestra, que colindaba con otra, construida por una hermana de mi padre, la tía Encarnita, casada con un rico venezolano llamado Rafael Luna, de mucha más edad que ella.
No conozco bien —aunque supongo alguna de ellas— las razones que pudo tener mi padre para decidirse a dejar el piso en un lugar bien céntrico de Madrid y construir una casa en un terreno que, en aquel entonces, resultaba bastante alejado y que no contaba con más comunicación con la ciudad —donde vivía todo el resto de la numerosa familia— que la de un tranvía, la línea 7, que llegaba hasta los llamados Altos del Hipódromo (un hipódromo que ya entonces no existía), un poco más allá de donde se construyeron luego los Nuevos Ministerios.
Debió ser hacia el año 1923 cuando mi padre empezó a pensar en construir una casa unifamiliar en las afueras de Madrid. No recuerdo haberle oído nunca contar los motivos que tuvo para esta decisión, poco corriente en aquellos tiempos. Pienso que uno pudo ser el crecimiento de la familia y el sano deseo de que esta fuera todavía más numerosa. Para eso necesitaba una vivienda amplia y, mejor, con jardín, para que los hijos tuvieran una expansión, tan difícil en el centro de Madrid. Otro motivo pudo ser el interés de mi padre por la arquitectura, intensificado por su conocimiento, cada vez más amplio, de la arquitectura popular española, como consecuencia de su afición fotográfica.
Recuerdo que, cuando hablaba conmigo de arquitectura popular, mostraba especial preferencia por la de los caseríos vascos, que conocía muy bien por sus estancias en San Sebastián, donde vivían sus padres y sus hermanas. Esto fue sin duda el motivo de que decidiese que la casa que iba a construir se inspirase en esos caseríos. No sé si intervino un arquitecto —tanto en nuestra casa como en la colindante de tía Encarna, que se debió construir simultáneamente y en el mismo estilo— pero, aunque lo hubiera, estoy seguro de que mi padre influyó decisivamente en el proyecto y en muchos detalles de la realización.
Un posible —y muy probable— motivo pudo ser también el deseo de disponer, en su nueva casa, del espacio suficiente para un buen laboratorio fotográfico, ya que su actividad en ese campo iba siendo cada vez mayor, participando con sus obras en un gran número de exposiciones internacionales.
La casa, que tan bien recuerdo, tenía tres plantas. Atravesando el jardín, se llegaba a la entrada principal, situada en el centro de la fachada, que daba paso a un zaguán, desde el que se podía pasar, por la primera puerta a la izquierda, al despacho de mi padre y, por la primera de la derecha, a una suite para huéspedes, en la que se alojaban con cierta frecuencia sus hermanas Encarna y Pispa. Por el centro se pasaba a un vestíbulo distribuidor, que daba acceso, a la izquierda, a un salón; por el frente, a un comedor-cuarto de estar, de amplias dimensiones; y, por la derecha, a la zona de servicio y a la escalera que llevaba a la primera planta.
No deja de ser curioso que, hasta que se reformó la casa al terminar la guerra civil, en ese vestíbulo estaba colocada la caldera de carbón que proporcionaba el calor a la calefacción central. Esa disposición producía en invierno, nada más entrar en la casa, una agradable sensación, pero tenía algunos inconvenientes que hacían sufrir a mi madre. Por un lado, las paredes de la caldera, que no estaban aisladas, alcanzaban elevadas temperaturas, con la consecuencia de que los hijos, al pasar corriendo por ese vestíbulo, tropezásemos alguna vez con la caldera y sufriéramos quemaduras. Yo mismo conservo todavía en una mano una pequeña cicatriz de uno de esos accidentes.
Otro inconveniente era que, para trasportar hasta la caldera el carbón desde un sótano contiguo, donde estaba almacenado, había que cruzar parte del vestíbulo, siendo prácticamente inevitable que se desprendiera polvo y manchase el suelo de cerámica, obligando a limpiarlo muy frecuentemente.
El solar de la casa formaba esquina con una calle que antes de la guerra se llamaba de Antonio Maura (ahora Antonio Suárez) y con otra sin nombre, que terminaba en los sembrados circundantes y daba acceso a las otras cinco casas unifamiliares que formaban esa pequeña colonia.
A la planta primera se llegaba por una escalera de un solo tramo, a la que se podía acceder desde el vestíbulo de entrada o desde el comedor, y que desembocaba en otro vestíbulo distribuidor que daba paso a nuestro cuarto de jugar y a los dormitorios. La planta primera tenía menor superficie que la baja, dando lugar a una gran terraza en la fachada principal.
Otro tramo de escalera accedía a una tercera planta, bajo el gran tejado y ya algo abuhardillada, donde había habitaciones para el servicio y donde mi padre instaló su laboratorio. El resto eran buhardillas, lugar preferido para muchos de nuestros juegos, sobre todo de los llamados al escondite
.
Durante la guerra civil la casa quedó arrasada en su interior y mi padre aprovechó las obras de restauración para hacer algunas mejoras y ampliaciones. La peligrosa caldera de calefacción fue bajada al sótano, con gran alegría de mi madre. Se cubrió la terraza y de ahí salieron más dormitorios, pues, aunque mis dos hermanos mayores habían muerto durante la guerra, los demás habíamos crecido y deseábamos tener habitación individual.
En la planta primera, el cuarto de jugar ocupaba una buena parte de esa fachada y, en invierno, resultaba muy agradable y soleado. Teníamos pocos juguetes, pero ese cuarto era para nosotros un mundo en el que dábamos rienda suelta a nuestra imaginación. La mesa, colocada con las patas hacia arriba, se transformaba en un barco, con el que afrontábamos tenebrosas tempestades. Mi hermano Pepito, aun siendo cuatro años mayor que mi hermana Carmen y siete más que yo, jugaba mucho con nosotros. Era un entusiasta de las leyendas del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda y nos hacía revivir esas historias con cascos de cartón pintados con purpurina, y con disfraces que le transformaban a él en el rey, a mí en su más fiel caballero y a mis hermanas en elegantes damas de la corte.
Debía tener yo seis o siete años cuando tuve una experiencia, en relación con los juguetes, que nunca olvidaré, y de la que aprendí mucho. Los príncipes de Hohenlohe tenían una casa palacio cerca de El Escorial. Creo que se llamaba El Cagigal. Como mi padre era ya muy conocido como fotógrafo, le invitaron a visitar el palacio y a hacer algunas fotografías. Acompañando a mis padres creo que fui yo con mis dos hermanas. La casa nos causó gran impresión. Saludamos a los príncipes, con los que se quedaron nuestros padres, y nosotros tres fuimos conducidos al cuarto de jugar de los hijos, que eran muy numerosos.
¡Qué contraste con nuestro cuarto! Además de ser mucho mayor, estaba lleno de juguetes espléndidos, con los que nosotros no hubiéramos podido soñar: tiovivos, columpios, casas de muñecas, etc. Estábamos deslumbrados e inmediatamente quisimos lanzarnos a disfrutar de ellos. Intento inútil. Los siete u ocho hijos de los príncipes, que debían estar hartos de tantos juguetes, se lanzaron sobre nosotros y lo único que les interesaba era luchar a brazo partido. Recuerdo aquella tarde como un continuo esfuerzo frustrado por alcanzar esos deseados juguetes. Después, en el camino de vuelta, llegué a la conclusión de que disfrutábamos nosotros mucho más en nuestra casa de Chamartín, con apenas juguetes y con mucha fantasía.
Nuestro hermano mayor, Mariano, aunque solo era tres años mayor que Pepito, ya no jugaba con nosotros. En la época de mis primeros recuerdos —1931— ya tenía 15 años y le gustaba ir a Madrid a reunirse con primas y amigas de su misma edad. Pero recuerdo que me trataba con mucho cariño. Tenía una gran afición al mar y soñaba con llegar a ser oficial de la marina. Leía mucho sobre el tema y, a veces, me llevaba a su cuarto y me contaba con detalle las principales batallas navales de la primera guerra mundial, que yo escuchaba embelesado.
Cuando llegaba el buen tiempo —y en Madrid llegaba pronto— cambiábamos, durante el día, el cuarto de jugar por el jardín. En la esquina de la calle principal y de la lateral había un portón por el que podía entrar el coche y dar toda la vuelta al ruedo. A los lados de esa calle había plantado mi padre árboles, concretamente plátanos y, en el centro, había una pequeña fuente con surtidor, rodeada de cipreses, como añorando los jardines de Granada. Pero toda esa vegetación era motivo de sufrimiento para mi padre, por la escasez de agua que entonces había en Chamartín, que solo permitía un riego muy somero, de forma que aquellos árboles nunca alcanzaban el desarrollo deseado, e incluso eran bastantes los que se secaban. El sufrimiento de mi padre aumentaba cuando marchábamos de veraneo a San Sebastián y la tarea del riego quedaba bajo la responsabilidad del guarda.
En efecto, en otra esquina del jardín existía un edificio de una planta, en el que se alojaba el garaje y una pequeña vivienda para un matrimonio: los guardas. La guardesa se llamaba Inés; del nombre de su marido no me acuerdo. En aquellos años nunca me pregunté, y después no he sabido nunca bien, cuál era su función. Quizás, al estar nuestra casa en una zona aislada y sin los servicios de vigilancia nocturnos —los famosos serenos— que había en la ciudad, pensó mi padre que era conveniente que, ya a la entrada del jardín, hubiese, sobre todo por la noche, una cierta vigilancia. Es posible que Inés ayudase algo en las labores de la casa, pero no consigo hacerme idea de cuál pudiera ser la ocupación del guardés, salvo regar los árboles y las plantas, sobre todo durante el verano.
En el garaje se guardaba durante la noche el gran coche americano —el más antiguo que recuerdo un Auburn, que luego fue sustituido por un Chevrolet— en el que mi padre se desplazaba dos veces al día a la factoría de Construcciones Aeronáuticas S. A. (CASA) en Getafe, donde era director. Uno de los muchos recuerdos estupendos que tengo de mi padre es que, salvo raras excepciones, a pesar de la distancia y de las malas carreteras, venía siempre al mediodía desde Getafe a comer con toda la familia. Nosotros íbamos al mediodía a comer a nuestras casas, aunque en algunos había también clases por la tarde. Por eso, al mediodía estábamos todos en familia y nos daba gran alegría que nuestro padre almorzara con nosotros.
Aunque a mi padre, como buen piloto, le gustaba conducir, tenía un conductor —un chofer, como se llamaba entonces— a su servicio. El de aquellos años antes de la guerra se llamaba el Sr. Rovira y le teníamos todos un gran afecto. Le considerábamos de la familia. Vivía cerca, en la Colonia del Carmen, lo que le permitía llegar a nuestra casa por la mañana, muy temprano. Esto era especialmente importante en los días fríos del invierno, pues, en aquel entonces, la operación de poner en marcha el motor era una verdadera odisea, que a veces necesitaba más de media hora. El Sr. Rovira era fuerte y manejaba la manivela para el arranque con energía, pero aun así tenía a veces que calentar el motor con un mechero bunsen para que se animase. Como, junto con nuestro padre, nos llevaba en el coche a Madrid para dejarnos en los colegios, muchas mañanas esa esforzada operación la desarrollaba rodeado de todos nosotros, que admirábamos su energía y su pericia.
FAMILIA Y FE
El ambiente en mi familia era muy laical. No recuerdo haber oído nunca que en nuestra familia —tampoco entre nuestros antepasados, ni en el círculo de nuestras amistades— hubiera sacerdotes o religiosos. No recuerdo tampoco que jamás entrase en nuestra casa un sacerdote o un religioso, por los que, por otra parte, sentíamos respeto e incluso veneración. La primera vez que ví de cerca a un obispo fue con ocasión de mi confirmación, ya con 17 años.
Sobrenaturalmente recibí la fe católica en el bautismo, pero el principal instrumento humano que Dios utilizó para trasmitírmela fue mi madre, que tenía una fe profunda, pero que no se manifestaba en numerosas prácticas de piedad. Un ejemplo es que, aunque yo nací en 1927, la primera vez que escuché el rezo del rosario fue en 1938 y no en nuestra familia, sino en la de una familia amiga. Tampoco se bendecía la mesa en nuestra casa, aunque sí teníamos la costumbre de besar el pan si caía al suelo, recordando sin duda el pan nuestro de cada día del Padrenuestro y las necesidades de los pobres.
Vivíamos en Chamartín y no teníamos apenas relación con la parroquia —no sé si era la única, pero sí la más próxima— donde yo había recibido el bautismo, dedicada a San Miguel. Era una iglesia de reciente construcción. Al cabo de muchos años tuve que solicitar un certificado de bautismo y me extrañó que hubieran pasado varias semanas desde mi nacimiento hasta recibir ese sacramento. Al comentárselo a mi madre, me explicó que, cuando yo nací, en un frío 13 de enero, la citada iglesia no tenía todavía ventanas. Estaba previsto que me llamara César, igual que mi abuelo materno, que quería a toda costa ser mi padrino. Como las ventanas estaban a punto de llegar, y la ya avanzada edad de mi abuelo no aconsejaba exponerle a tan bajas temperaturas, se decidió esperar hasta que la iglesia quedase protegida del cierzo madrileño.
En nuestra familia era costumbre asistir juntos a misa los domingos. Pero no sentíamos ninguna especial atracción por la iglesia de la parroquia, decorada muy elementalmente y con dudoso gusto. Nos gustaba mucho más trasladarnos —éramos, a partir de 1935, siete hermanos— en el gran coche americano conducido por mi padre, al centro de Madrid, para asistir a alguna misa tardía (la famosa misa de una
) en algunas de las iglesias céntricas, de mucho mayor valor artístico. Nos gustaba especialmente la iglesia de San Jerónimo el Real. Esto daba, además, ocasión para dar un paseo bien agradable por el parque del Retiro o por la Castellana e, incluso, para hacer una visita en el Museo del Prado —entonces muy tranquilo— o pasar a ver a algunos de nuestros numerosos parientes que vivían en Madrid.
No recuerdo haber recibido clases de catecismo en la parroquia, ni, por supuesto, se me pasó nunca por la cabeza ofrecerme como monaguillo. El catecismo —un pequeño catecismo del padre Ripalda— lo debí aprender de labios de mi madre.
Por lo que se refiere a mi padre, no recuerdo que me hablara nunca, durante mi infancia, de temas religiosos. Él procedía de una familia de militares y había seguido también esa carrera, como ingeniero militar. El ejército español procedía, sobre todo, de las fuerzas isabelinas que habían luchado contra los carlistas, y en ellas se respiraba un ambiente más bien liberal en el terreno religioso. Mi padre dejó nuestra formación religiosa en manos de mi madre y también, en parte, en las de su hermana Carmen —para nosotros tía Pispa—, soltera toda su vida, a la que queríamos mucho y que, aunque vivía en San Sebastián con nuestros abuelos paternos, pasaba temporadas en nuestra casa de Chamartín y nos contaba historias interesantísimas, entre las que había bastantes con contenido religioso. Recuerdo que me impresionaban especialmente las que se referían a los primeros cristianos.
Pero, sin embargo, estoy seguro de que, de una manera indirecta, pero muy eficaz, mi padre ejerció sobre mí una gran influencia, con consecuencias también para mi fe. Trataré de explicarlo. Mi padre era un gran artista, que, al no lograr ir a París a estudiar pintura como su hermano Antonio, encontró en la fotografía el cauce para desarrollar sus sentimientos artísticos. Estos se unían a un gran amor a su patria, de la que pensaba, como otros muchos de la generación del 98, que había quedado muy abandonada a causa de los sueños imperiales. Acababa de despertar de esos sueños con las derrotas de Cuba y Filipinas.
En el caso de mi padre, ese amor se extendía a las tradiciones españolas más auténticas, que encontraba en sus pueblos, en sus gentes, en sus costumbres, en sus trajes populares y en las muchas manifestaciones de su arte. Al mismo tiempo, presentía que, al desarrollarse España social y económicamente, como él deseaba, muchas de esas costumbres, de esos trajes, de esos pueblos pintorescos, pero, en buena parte, misérrimos, irían desapareciendo. Se propuso entonces retenerlos con su cámara antes de que eso sucediera. Por eso, recorrió con perseverancia hasta los últimos rincones de la península con sus grandes cámaras a cuestas, muchas veces acompañado de toda la familia.
Como es lógico, un objetivo frecuente de sus fotografías eran las grandes iglesias que dominaban los pueblos y que contenían cuadros e imágenes bellísimas, a menudo cubiertas por el polvo. Los hijos le preguntábamos por el significado de esos cuadros y de esas imágenes y él, quizás sin buscarlo, pero haciendo uso de lo mucho que había leído, fue realizando una gran catequesis