La lógica del daño
Por Luz Vitolo
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Luz Vítolo, con mirada aguda y no exenta de crudeza, explora temas tan delicados como la sexualidad en la preadolescencia, el suicidio, la enfermedad y las secuelas de un accidente.
Estos relatos, como un golpe seco que nos corta la respiración, nos obligan a reconocernos como seres vulnerables frente al inevitable dolor de estar vivos.
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Comentarios para La lógica del daño
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La facilidad que tiene de llevarte dentro del relato con cada detalle es increíble. Me emocionó, me hizo enojar y me hizo revolver las tripas. Increíble
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La lógica del daño - Luz Vitolo
lectura
Si pedaleás rápido, muy rápido, se te levanta el vestido. Tratás de ser cuidadosa, pero te gusta la velocidad. Te olvidás de que existen los frenos; agarrás todas las lomas de burro. Saltás un poco en tu asiento. El viento descubre tu secreto: te olvidaste la ropa interior. Porque hace calor y corre el aire. Estás despierta y es la hora de la siesta. Andás sola: ahora te dejan. Todos duermen y sonás la campanita. La sonás porque querés, no porque la necesites. Frenás, hay un semáforo. No pasa nadie, te mandás. Cambia la luz, con el pie derecho empujás el pedal. El lento movimiento se independiza. Y ahí vas vos.
Comenzás dando la vuelta a la manzana, una, dos, tres vueltas a la manzana. Vigilás las acciones del barrio. Espiás los interiores por las ventanas, sabés que no todos duermen. Como observás, buscás ser observada. Y lo sos. No lo sabés, pero te gusta. Sentís sus ojos detrás de las persianas cerradas. Imaginás ojos deseantes; no temés lo que creés ajeno. El sentido de autopreservación no te hace falta, sos joven y te cuidan. Es verano y hace calor. Son las vacaciones, en un mes empezás el secundario. Tus padres trabajan y tu hermana no está. Sos libre de pasear. Empezás con una vuelta, la multiplicás, extendés el radio. Te metés en una avenida, parece vacía, pero no lo está; parece segura, no lo es. Un colectivo pasa cerca, te asustás, doblás por una más tranquila. Encarás para la subida, te da curiosidad saber si te cansarás. Te cansás.
No tenés plata, pero el kiosco está abierto. Es el único negocio que está abierto. Es el único negocio que nunca viste cerrado. Hasta ahora, nunca fuiste sola. Te dio sed. No tenés plata encima, no tenés plata en tu casa. No sabés ahorrar. Pasás por la puerta del comercio, vas y venís por la vereda. Mirás al que atiende a través del vidrio. Lo conocés y él te conoce, pero no te mira; él nunca te mira. Al menos no a vos. No sabe tu nombre, no se olvida el de tu hermana. Frenás la bici y te bajás. No trajiste candado. Plata, candado y bombacha. Tampoco trajiste bombacha. Como el candado, ignorabas que la ibas a necesitar. Porque los vientos de verano hacen flamear los vestidos y hoy, el día de mayor calor, te dejaste la prudencia. Te descubre una ráfaga y él justo te mira. No conoce tu nombre, pero ahora conoce tu secreto. Todavía no lo sabés, pero lo va a mirar de cerca. Todavía no lo sabés, pero él nunca se lo va a olvidar. No lo podés ni imaginar, porque recién se están mirando y no sabe cómo te llamás. La vergüenza te acomoda el vestido. Te animás a alzar la pera. Tu presión está baja, la sangre se agazapó en tus cachetes. Te das vuelta, dudás. Por una milésima de segundo, dudás. Llegás a agarrar la bici, pero no te subís. La volvés a apoyar. Entrás al kiosco mirándote los pies. No ves que hay gente. Te saludan y sos maleducada. Tu timidez es grosera. Paseás tu antojo por el exhibidor, buscás algo dulce. Paseás tu deseo por el local, paseás tus ganas. Tenés opciones y las contemplás. El devaneo de tu querer estimula tu saliva. Tu saliva y la de los otros. El cliente sale, ni lo mirás. Descartás el chocolate. Están debajo de un cartón y, de cualquier manera, hace demasiado calor. Te decidís por los chupetines. En tu decisión también hay duda. Te preguntás qué te va a hacer feliz. ¿Los baby doll o el chupetoncito? Hay uno que te tiñe la boca, hay otro con chicle adentro. Elegís el ring pop porque es rojo.
Elegís el ring pop aunque no lo podés pagar. Todo es caro para vos. Tu solero no tiene bolsillos y, de haberlos tenido, no los podrías haber llenado. Sabiendo el precio, lo preguntás. Fingís sorpresa e indignación. Fingís tristeza, aunque un poco tenés. Decís que no llegás. Con cara de bebita escuchás la pregunta.
¿Por cuánto no llegás? Se te cayó la plata en alguna parte del camino, mentís. Amagás a llorar. Le decís que tu papá te va a matar. Escuchás atentamente. El kiosquero te contesta que tu papá seguramente es un hombre lógico, que veinte pesos no es una fortuna. Bajás la cabeza, querés ese ring pop. Nunca habías querido tanto algo.
Te fía. A pesar de que sabés que no podrás cancelar la deuda, prometés pagar. Con destreza abrís el envoltorio, ponés el diamante de azúcar en tu dedo y lo mostrás. Chupás esa roca hasta que tu lengua parece ensangrentada. La sacás de su recinto y la exhibís. Él te mira. Seguís chupando, hacés ruido. Deseás extraer el brillo del diamante, pulís los cantos y te olvidás de respirar. Agitada, mirás al kiosquero. Te sonríe y te pregunta si sos la hermana de Mónica. Mentís, distanciás el parentesco. Mónica es tu prima. Vos te llamás Anita, todos te dicen Anita. El kiosquero repite tu nombre, lo separa en sílabas y lo vuelve a decir. Ya no se lo va a olvidar. Tenés un nombre grave, y con gravedad es pronunciado. Anita reemplazará a Mónica en la memoria del kiosquero. Lo grave siempre prevalece, es un tema de vibraciones.
Sabés que él se llama Adrián y que siempre está en el kiosco.Sabés que Mónica escribe su nombre en el cuaderno. Ella tampoco tiene plata, pero siempre tiene sugus. Cuando el ring pop mengua, lo mordés con fuerza y lo rompés en mil cristales. Te asusta el ruido de tu propia explosión y te babeás. No sos la única. Te limpiás torpemente con el antebrazo y recorrés el lugar ponderando tus opciones. Te acercás a la heladera de las gaseosas y la abrís. El aire frío te refresca. Te quedás ahí dentro absorbiendo el fresco. Te quejás del calor. Contás que en tu casa no tienen aire, solo un ventilador. Nadie te pide que cierres la heladera que abriste, así que seguís ahí. Te das vuelta. Tocás todas las botellas de vidrio, como si pudieras elegir. Le preguntás a Adrián si te fía una gaseosa. Te recuerda que ya le debés plata. Le pedís por favor. Adrián te indica que le lleves dos, que él también quiere una. Caminás hacia él y tratás de alcanzárselas por encima del mostrador. Te dice que no llega, que des la vuelta. Das la vuelta y ahora sí las agarra. Las detapa y deja caer las chapitas al piso. Las tapitas rebotan y las mirás. Adrián te alcanza la botellita, pero cuando extendés tu mano para agarrarla, la retrae. Te reís y te acercás un poco más. En vez de dártela, te la apoya tres segundos en el cachete. Está fría y te da cosquillas. Como tus cosquillas le gustan, la apoya de lleno en tu pecho. El frío se irradia por tu cuerpo. Te gusta, pero más te gusta cómo te mira Adrián. Finalmente, te deja agarrarla y te dice que te la invita. No entendés. Que es gratis, te repite. La aceptás, el chupetín te dio mucha sed. Entra un chico que quiere bombuchas. Adrián le dice que no tiene. El chico se va y Adrián se acerca a la puerta, la cierra y da vuelta el cartel. El kiosco está cerrado para el mundo, pero abierto para vos.
El verano levanta su furia y la temperatura comienza a subir. Vos tomás tu coca casi de un trago. Respirás solo cuando no soportás más el picor de las burbujas en tu garganta. Hacés el ruido de la propaganda. Adrián te besa. Sentís su lengua tratar de abrirse paso. Como no puede, se aleja. Toma distancia y te mira. Eructás, fuerte. Te mira con desconcierto. Vos te reís. Caminás por el kiosco y te parás delante del ventilador. Los pelos se despegan con dificultad de tu cuello y se estiran detrás de tu cabeza. Te das vuelta y Adrián camina hacia vos. Lo mirás fijamente y apoyás tus labios en los suyos. Esta vez vos forzás tu lengua sobre la de él. La metés hasta el fondo, buscás un tope. Adrián te aleja, así no se hace. Parece que te va a enseñar, pero no tiene esa paciencia. Te corre el pelo y enreda su mano en él. Lo tira hacia atrás. Te tira. Te muerde el labio inferior.
Te duele. Soltás un quejido. Te muerde más fuerte. No te gusta. Buscás alejarte un poco, pero te está agarrando la cola. Querés separarte del todo, sentís la presión. Ahora te chupa el cuello, mirás la puerta del local. Te da miedo y querés irte. Pensás que no podés. No podés. Leés los carteles en busca de algo que pueda salvarte. Te fiaron y ojalá hubieras elegido otro chupetín. No gritás, no es tanto tu miedo. Igual te querés ir. Pensás eso mientras Adrián te amasa. Sus dedos te clavan más que el asiento de la bici. Cuando termina de tocarte por encima del vestido, se arrodilla y hunde su cara en tu cuerpo. Te huele y se roba tu perfume. Adrián investiga con sus dedos tu entrepierna. Ya sabe que no tenés bombacha. Tu descuido le gusta. Te lo dice. Mientras te recorre, pensás en un día de verano, como hoy, en el que sí dormiste la siesta. Ayer