Andalucía
Por José María y Pemán
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Nos describe la llegada de los fenicios en busca del esplendor metálico y tarteso de Huelva mientras glosa una Salve rociera. Nos conduce hasta una moraga en las playas malagueñas al poco de haber salido de Cádiz y darnos un chapuzón alrededor del tempo de Melkart. Nos empapamos en la Jaén plateada tras haber surcado la historia cordobesa bajo el ensoñamiento de su pasado. Canta el misterio de los desiertos dorados de Almería y la dulzura blanca de su capital, y se embelesa ante la historia grande y hermosa de Sevilla y los grandes pueblos de su provincia. Incluso tiempo da para realizar alguna escapada a las costas marroquíes y a la cercana, en kilómetros y espíritu, Tetuán. Luego nos espera Granada, donde las palabras se hacen cortas y las descripciones gigantes, cuando Pemán canta a su belleza renacentista y andalusí.
Así es este viaje por Andalucía, universal en el tiempo y el espacio. Un paseo inolvidable por sus urbes y sus sierras, por sus costas y sus campiñas y, por supuesto, por los nombres ilustres que la amaron, como el propio Manuel Machado, cuyo poema a Andalucía, a caballo entre el piropo y el verso, nos sirve de prólogo al girar la cerradura que nos conduce a cada ciudad.
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Andalucía - José María
978-84-16392-93-3
Nota del editor
José María Pemán profesa desde la primera hasta la última página de su obra Andalucía, amor y admiración por su tierra.
Este recorrido nos presenta los más atractivos rincones de las ocho provincias andaluzas y nos adentra en su historia y costumbres con una facilidad que sólo es posible si nace de la sinceridad y el profundo conocimiento de su origen e idiosincrasia. De esta manera, Pemán nos habla de la llegada de los Fenicios buscando el esplendor metálico y tarteso de Huelva mientras nos relata una Salve rociera. O nos lleva de su mano hasta una moraga en las playas malagueñas al poco de haber salido de Cádiz y darnos un chapuzón alrededor del tempo de Melkart. Nos empapamos en la Jaén plateada tras haber surcado la historia cordobesa donde el ensoñamiento con su pasado adorna las palabras de Pemán con azahares y flores de jara. Incluso tiempo da para realizar alguna escapada a tierras vecinas como son las costas marroquíes y la cercana, en kilómetros y espíritu, Tetuán. Luego nos espera Granada, donde las palabras se hacen cortas y las descripciones gigantes cuando Pemán canta a su belleza renacentista y andalusí. Así es este viaje por Andalucía, universal en el tiempo y el espacio. Un paseo inolvidable por sus urbes y sus sierras, por sus costas y sus campiñas y, por supuesto, por los nombres ilustres que tanto la amaron como el propio Manuel Machado, cuyo famoso poema sobre Andalucía, a caballo entre el piropo y el verso, nos sirve de prólogo al girar la cerradura que nos conduce a cada ciudad.
Agradezco con profundidad a la Editorial Almuzara, a Manuel Pimentel y Antonio Cuesta la ilusión y el tesón ante la reedición de la presente obra además de su profundo cariño y admiración hacia la figura de Pemán, un ímpetu que me hizo lanzarme a esta obra con un sentimiento de expectación y respeto inusitado. El motivo es obvio. Agarrar la mano de tu abuelo, ser polizón en su automóvil y cruzar Andalucía desde la descubridora Huelva hasta la marinera Almería redescubriendo de su pluma una tierra única e inigualable.
Además de un privilegio, ha sido un reencuentro indescriptible. Aquí encontramos al Pemán sabio, al poeta oceánico, el dramaturgo eterno, el de Tartessos, el cronista de su tierra y de su tiempo, el autor de la Antígona e innumerables clásicos, el que puso a Andalucía nombre y apellidos con su Séneca, el creyente sincero, el devoto incansable, el trovador de las tradiciones y el folclore, el alquimista de las flores del bien, el hombre que amaba la vida familiar y sencilla, el buscador de leyendas y el origen de las cosas, nuestras cosas… todo esto y mucho más nos aguarda en un viaje único e incomparable por la Andalucía de Pemán.
Juan Ramos Pemán
Introducción
Mi sobrino Juan de la Cruz Ramos Pemán me solicitó que escribiera unas líneas a modo de introducción para la reedición del libro Andalucía que se editó por primera vez en el año 1958.
Es encomiable la labor realizada por el periodista Juan de la Cruz que ha sabido trasladar a los tiempos actuales el encargo que le hizo Don Manuel Pimentel para que de nuevo saliera a la luz pública el libro sobre Andalucía escrito por Pemán.
Quiero advertir al lector que el que escribe esta introducción es José María Pemán Domecq el menor de los nueve hijos que tuvo José María Pemán Pemartín y que el hecho de llamarse como él no significa que haya heredado ni la vocación ni la cultura literaria de mi padre. Simplemente soy un empresario y tío cariñoso que cumple con la petición que me ha hecho mi sobrino y es por lo que me atrevo con humildad a escribir estas líneas.
Mi padre aceptó el encargo con cierto temor porque sabía que él como intelectual, escritor y poeta estaba lejos de los tecnicismos, materiales y medidas que suelen reflejarse en cualquier guía de viajes.
Por tanto su libro Andalucía es una guía muy sui géneris en la que el autor, dejándose llevar por su gran cultura y visión poética de la vida, lo que narra no es más que un canto a Andalucía muy pormenorizado en cuanto a las influencias de las múltiples civilizaciones que se asentaron en ella y por tanto, sus múltiples monumentos, su variada y rica arquitectura, sus especiales costumbres y toda la idiosincrasia de lo andaluz.
No deja, por tanto, de ser una guía práctica pero escrita con una visión muy subjetiva, en la que él se traza unos itinerarios y va explicando el origen de las costumbres, el paisaje y la arquitectura que se va encontrando a cada paso.
Es inevitable que muchos rincones de esta enorme y diversa región se hayan perdido en el tintero, pues para describir todos los rincones interesantes que componen nuestra tierra harían falta, al menos, cien volúmenes como este.
Yo personalmente he tenido el privilegio de acompañar a mi padre en multitud de viajes y muchos de ellos por Andalucía. Solía viajar en automóvil y era una delicia acompañarle pues me iba explicando, debido a su gran erudición y sabiduría, el porqué de los nombres de los pueblos, de los monumentos, el origen de las costumbres, etc.
Todos los viajes resultaban muy interesantes y por destacar alguno resaltaré los que realizamos a Granada para asistir a los festivales de verano. Es un recuerdo que guardo con gran nostalgia y emoción. La estancia en el Parador de San Francisco para luego visitar con él la Alhambra en donde me explicaba hasta el último detalle, el Generalife, el Palacio de Carlos V, la Catedral…
Y las visitas a Sevilla, a Écija, Málaga, Córdoba, Huelva, Jaén, Almería… en fin, le acompañaba siempre cuando daba conferencias, estrenos de teatro y discursos.
El lector no puede tener esta experiencia que yo tuve pero estoy seguro que se lo podrá imaginar perfectamente al leer este detallado y espléndido libro de Andalucía.
José María Pemán Domecq
PALABRAS PRELIMINARES
Cuando se solicitó de mí que escribiera una Guía de Andalucía, mi primer impulso fue el de rehuir la tarea y casi protestar del encargo. Me la pedían para una colección en la que el volumen que yo escribiera habría de emparejarse, en tamaño, con los dedicados a una sola ciudad —Madrid y Barcelona—; o a unas islas —Mallorca, Menorca, Ibiza—; o a unos kilómetros de litoral —Costa Brava, o a una región —País Vasco— tan notablemente menor de espacio con relación a la que se me encargaba que sólo el término municipal de Jerez tiene la extensión misma de la provincia de Álava. Una paridad de holgura hubiera exigido para la región más grande de España —con Granada, Sevilla, Córdoba, dentro: «¡casi ná!», que diría un paisano— diez o doce volúmenes parejos a las otras guías de la colección. En uno solo forzosamente habrían de quedar desatendidos trozos enteros de la tierra, desequilibrada la inclusión de unos u otros según resultaran o no atrapados al paso de los itinerarios, y, sobre todo, esquematizado y atropellado todo, si «todo» había de meterse, como equipaje de bailarina en baulillo de pobre, dentro del volumen consentido.
Se me tranquilizó —o se me sobornó—, para decidirme a aceptar el encargo, asegurando que lo que se quería era más que una exhaustiva catalogación, una entrañable y personal visión de mi tierra y región andaluza. A eso me atengo. El libro que ofrezco tiene más bien mi tamaño que el tamaño de Andalucía. He prescindido del baúl hondo, donde de todos modos no cabría el equipaje de la tierra, y ofrezco mi «maletín de mano»: la Bética de mis prendas personales. Necesariamente he tenido que ser en esta Guía de Andalucía un poco arbitrario. Primera arbitrariedad ha sido la organización del itinerario que arranca de Sevilla en homenaje a la cabeza indiscutible de la Bética. Desde Sevilla, radicalmente, recorreremos Córdoba y Huelva, con itinerarios dobles, de ida y vuelta, que nos muestren con la mayor amplitud posible sus provincias, y seguiremos después hasta Cádiz. Desde aquí la costa nos brinda una ruta inexcusable sobre el Estrecho hasta el Mediterráneo —Málaga y Almería—, ruta que he seguido, con una escapada al interior para la visita a Granada. Después, desde Almería, por Guadix, nos despediremos de Andalucía visitando Jaén, ya en la frontera manchega.
Segunda arbitrariedad ha sido la de tener que destacar cosas y sitios un poco según la preferencia personal o la exigencia de los itinerarios. Pido perdón al lector si, a veces, como un electricista de teatro que se hubiera chiflado un poco, he dirigido el faro de luz a tal rincón de la escena, desairando un tanto al solista o a la «estrella» cartelera y convenida. No es culpa mía. Andalucía es como una anchísima vitrina, coleccionista de paisajes: se parece a Tierra Santa en Almería; a Suiza en Granada; a Puerto Rico en Cádiz. Esto en anchura, que en profundidad, hospitalaria y abierta como ha sido para visitas e invasiones, conserva la más rica geología histórica de la Península. Ya expliqué, en mi preámbulo de «La eternamente vencedora», cómo Andalucía, llana y abierta, se dejó penetrar por muchos pueblos a los que luego derrotó espiritualmente con gracia de femineidad, quedando, por lo tanto, en ella una superposición de estratos estilísticos rebeldes a las generalizaciones abstractas y a las temerarias definiciones. Andalucía es como una enorme e ilustre familia cuyos segundos apellidos, a fuerza de enlaces y trasiegos de sangres, han variado infinitamente. Séneca o Lucano son, por refranero el uno y por gongorino el otro, típicos cordobeses aun con apellido de romanos. Como son andaluces los poetas de segundo apellido arábigo estudiados por García Gómez. Como la Alhambra o el Alcázar de Sevilla son suficientemente distintos de los monumentos de Bagdad o Damasco pura que su primer apellido andaluz —granadino o sevillano— prevalezca sobre el segundo árabe. Como en Jerez encuentra uno en los caballos el tipo andaluz, con apellidos anglo-árabes; como en el corazón bético hay por Luisiana y la Carolina vetas de pelo rubio y ascendencia germánica; como en Málaga o el campo de Gibraltar no es escándalo ni llamarse Periquito Gordón ni llamarse Míster William Pérez. Esta zarabanda de apellidos me recuerda un poco la de aquella revuelta familia cuya anarquía patronímica disculpaba el hermano mayor señalando el bello retrato materno: «¡La vieja… que fue un poco traviesa!» Un poco traviesa fue la vieja Bética. Abrió muchas puertas; recibió muchas visitas; se cogió de muchos brazos galantes… No se puede ser un «genealogista» exigente de tan frondosa familia, como no se puede ser un viajero exhaustivo de esa tan ancha peana de España.
Pero esto se complica si consideramos además que Andalucía es, por esencia, insolidaria, individualista y localista. Se pelean fácilmente entre si los barrios vecinos, las cofradías y aun las Patronas. Cuando compiten los equipos de fútbol de dos pueblos contiguos tiene, a veces, que desplazarse más guardia civil que si hubiera una huelga panadera.
Ya comprenderá el lector lo peligroso que es hablar de una región en la que cada habitante querría inconfesadamente que se hablara de él. Y cuán necesario me es colocar a la cabeza de mi trabajo la ordinaria cautela de las gacetillas de sociedad: «…y otros muchos que sentimos no poder anotar por falta de espacio».
Terminado el capítulo de disculpas, dos palabras de gratitudes. La primera para mi amigo y excelente escritor Antonio Gutiérrez Martín, verdadero colaborador de este libro: no sólo incansable hormiga del acarreo de materiales, sino también cantora cigarra de su literaria ordenación. La segunda para la memoria de Manolo Machado, que escribió aquel poemita inigualado en el que fue disparando sobre cada una de las siete capitales andaluzas un adjetivo certero y que a mí me ha servido de tónica para entrar en su recorrido y descripción. Para descomprometerme desde el primer instante con toda seria obligación enumerativa, entro en mi viaje llevando en la mano ese breve atlas poético de Machado. Que nadie me haga, pues, reclamaciones a nombre de las exactitudes del «Baedeker» o de las soseras de la «Michelin».
J. M. P.
¡Y SEVILLA!
Así termina la breve guía poética de Andalucía de Manolo Machado que nos va a servir, un poco, de orientación para nuestros pasos y viajes. Las demás capitales españolas van todas adheridas a su adjetivo: Almería es «dorada»; «plateada» Jaén; «romana y mora, Córdoba callada»… Pero Sevilla, al final del poemita, se grita así, sola y libre, desnuda de todo adjetivo. Esto puede interpretarse de todas las maneras. O porque se cree que Sevilla no puede ser alcanzada por ningún adjetivo, o porque todos le cuadran bien y no sería posible aplicárselos en el poema sin convertir el poema en letanía. Probablemente cualquiera de estas dos razones animaron a Machado a dejar, al fin de sus versos, esa «Sevilla», piropeándose a sí misma en la sola música de sus tres claras sílabas famosas y turísticas. Viene a ser la misma solución de aquel célebre piropeador sevillano que cuando pasaba una mujer definitivamente superior, se limitaba a decir: «¡Vaya!…» Ya era mucho decir aquel no decir, pues era como garantizar que la que pasaba superaba a toda su imaginación y su repertorio. Machado, que ha piropeado a todas las capitales béticas, al pasar Sevilla ha dicho: ¡Vaya!
Esto tiene sus maravillas y sus peligros. Sevilla, a fuerza de no caber en ningún adjetivo o piropo, está siempre a pique de caber en todas las disquisiciones: incluso en todas las pedanterías. Hay toda una literatura de problema y misterio en torno de Sevilla. Los libros más canónicos y famosos en la exégesis sevillana adoptan títulos poco comprometedores, como pidiendo un ancho crédito de indeterminación en sus comentarios. Divagando por la ciudad de la Gracia, se llama el de José María Izquierdo. El embrujo de Sevilla, se titula el de Carlos Reyles. Rendirse a un «embrujo» o «divagar» es otro modo también de no arriesgar un adjetivo concreto para Sevilla.
Lo malo es que esto lo sabe también Sevilla y juega con su «problemática» como con un espejuelo para cazar visitantes. A Sevilla, por esa posición suya típica y tópica, la escogemos nosotros como centro y punto de partida de nuestros itinerarios. Pero en seguida empieza el problema. Para colocarnos en Sevilla, como corazón de nuestros caminos, hemos de entrar en ella. Pero, ¿por dónde se entra a Sevilla… o por dónde «se le entra»? A Sevilla se puede llegar por tierra, mar y aire. Y el juego de Sevilla puede ya empezar con esto. Como es embrujo, como es divagación, como no acaba de tener adjetivo, a lo mejor se divierte en hacernos llegar por cada ruta a una Sevilla distinta.
Por tierra, puede entrarse en Sevilla viniendo de Córdoba. Entonces Sevilla se nos aparece ancha, luminosa y popular. Hay mucha gente en la calle a la sombra de los naranjos. Sevilla es un pueblo grande… Pero no bien hemos aventurado esta generalización, ya se está riendo, a nuestras espaldas, la propia Sevilla, saliendo al encuentro de la carretera de Cádiz, vestida de gran ciudad. Lo primero: el Paseo de la Palmera, con su asfalto presuntuoso y centelleante, con su anchura enfática. El Paseo de la Palmera en un día de agosto nos parece una callecita del barrio de Santa Cruz que se ha hinchado con el sol. Esa hinchazón es, un poco, resto de la retórica urbanística de la Exposición Hispano-Americana de 1929, que ha dejado su sello en toda aquella zona. Las exposiciones universales dejan siempre estas herencias de asimilación difícil en las poblaciones. Juegan éstas a ser «todo el mundo» durante unos meses y luego se quedan, como los diplomáticos, luchando con todos los acentos y todas las gramáticas. Sevilla, por su enorme poder de tipismo, es de las ciudades que mejor peleó, de estilo a estilo, con su propia exposición.
Bien: ciudad moderna, progresiva, aunque defendiendo heroicamente su estilo. Ya hemos arriesgado otra generalización de Sevilla. Y ya se está, otra vez, riendo de nosotros, la burlona. Ahora las risas suenan hacia Triana. ¿Dónde queda el tópico de la «Sevilla moderna y progresiva»? Hemos rozado la «Itálica famosa», de Rodrigo Caro; Santi Ponce, que toma el nombre de un Senador Romano; Triana, que quiere decir «Trajana», en memoria del Emperador. Hemos entrado en una ciudad arqueológica y romanizada, digna de parangonarse con Tarragona o Mérida. La campiña misma, con sus colinas modernas, espolvoreadas de olivos, evoca la Roma agrícola donde los Fabios toman su apellido, que primero fue monte, de las cosechas de habas que lograban en sus cortijos, como los Léntulos de las excelentes lentejas de sus huertos.
Y esto no es más que el jugueteo de Sevilla, millonaria de adjetivos y posibilidades, en las puertas de sus vías terrestres. Cuando nos aventuremos en el corazón de la ciudad nos aguardan más burlas y desorientaciones. El orientalismo romántico en el Alcázar; el señorío tieso en no pocos palacios; el ovillo de judería, en Santa Cruz. Decididamente Sevilla no quiere ceder a nadie. Ya la hemos visto parecerse a Córdoba, a Barcelona o a Mérida. Luego se salpicará con gotas de Granada o de Toledo… Decididamente Sevilla nos está toreando un poco. Lo mejor será tratar de «sorprenderla». Por las vías terrestres y consagradas, Sevilla está ya prevenida y nos desconcierta. Abusa de toda la posibilidad de adjetivos inéditos que dejó a su disposición Machado al no atreverse a aventurar ninguno.
¿Sorprender a Sevilla? ¿Por el aire? Sí: algo se consigue. Sevilla aparece recostada en la curva metálica del río, ancha, desparramada… Pero el aire es un tremendo vaporizador de tipismo e intimidades; un cruel nivelador de paisaje y fisonomía. Sevilla para no ser, desde el aire, «una ciudad más», tiene que disparar al avión la saeta inconfundible de su Giralda: la torre alta y delgada, a la que se le ve perfectamente que está persuadida de estar colocada en el centro del mundo.
Sí; ya es algo. Hemos sorprendido un poco a Sevilla. La hemos tenido debajo de nosotros, sujetándola, como a una ninfa derribada entre olivares, sus adjetivos y sus fantasías. Pero no nos basta. Queremos sorprenderla todavía más. Acaso hay un camino más recóndito para entrarle a Sevilla de puntillas, sin ruido… Os lo diré al oído. He escogido definitivamente mi camino. Vamos a entrarle a Sevilla por el mar. Porque Sevilla además de triguera, aceitunera, expositora universal, mora y romana y no sé cuántas cosas más, es puerto de mar. Para esto no estabas tú preparado, ¿verdad, lector?
POR EL GUADALQUIVIR
El que tenga prisa no debe escoger esta vía marítimo-fluvial. Pero, en fin, el que tenga prisa no debe ir a Sevilla.
La navegación fluvial, en la que consienten como a desgana las orillas idílicas y verdes, es silenciosa, casi conspiratoria y taimada. Pasamos junto a la isla Mayor, ilustre de marismas y toradas. Si es de noche y es verano, desde una hamaca, en cubierta, llegaremos a oír los ruiseñores, y veremos las luces de Coria y San Juan de Aznalfarache, que, entre huertos y olivos, juegan a ser estrellas. Decididamente vamos a «sorprender» a Sevilla. Todo va volviéndose íntimo, nostálgico, poético. Pero entre sacos y cajones, abriendo rendijas de poesía en los bloques mercantiles, al fin, sorprendemos a Sevilla. Vamos navegando por delante de la quinta de Don Juan Tenorio; de la huerta donde la condesa de Gelves besó en la frente al divino Herrera; de los paisajes de la Niña de Plata y la Estrella de Sevilla, de Lope de Vega. Hemos acertado con nuestra vía de acceso. Hemos sorprendido, dormida en su «siglo de oro», a la mejor Sevilla.
DETALLES EXACTOS
A caballo sobre el Guadalquivir —como «a caballo» sobre definiciones y adjetivos— hemos encontrado, al fin, la Sevilla que buscamos. Todo esto tan vario y exacto, Sevilla lo coloniza y lo mete en copla y risa. Sevilla acaba teniendo siempre «su» cardenal, «su» general, o el infante de la sangre francesa de los Orleans o los Montpensier. Todo lo mete en son Sevilla, como ha metido en verso típico al Parque de María Luisa: jardines afrancesados que Forestier construyó y que tomaron su denominación de una infanta que seguramente estrujaba, con fonético galicismo, las erres. Todo lo hace suyo Sevilla. Se puede llegar a ella con toda la hosquedad que se quiera. Al poco tiempo los «tacos» del General; las distracciones del Decano; los chistes del Magistrado, en Labradores; los sermones cuaresmales del Cardenal, estarán plenamente encajados en la vida total y armoniosa de Sevilla.
Venimos a ser prudentes, pero no hoscos ni reservones, venimos a «dejarnos coger» como en los tentaderos. Apenas desembarcados, la ligera decepción de unas avenidas modernas y trepidantes nos es rápidamente desquitada por la aparición tentadora del triángulo Catedral-Alcázar-Archivo de Indias… ¿Entramos ya? Un momento todavía. Venimos duramente armados de prudencias, y todavía para no entregarnos al primer encuentro —¡y qué encuentro este: Catedral, Archivo y Alcázar!— nos empeñamos en un último esfuerzo de síntesis. Abrimos el mapa de la ciudad.
CASAS CONSISTORIALES
El que hayamos escogido como centro topográfico para nuestro itinerario sevillano la plaza de San Fernando, no quiere decir que estética ni emocionalmente la consideremos cogollo de la ciudad. Son las pequeñas ciudades castellanas las que están pensadas en torno a los soportales de una plaza central y canónica. Las ciudades andaluzas tienen menos organización urbana y suelen ser interrumpidas por plazas y plazuelas múltiples y anárquicas. En el centro se levanta el monumento al Santo Rey, de un gótico un poco forzado y espectacular: con un sello de zorrillesco romanticismo… Y, sin embargo, como en Sevilla no es posible tanto espacio sin que la maravilla aparezca, en su parte oriental la plaza está cerrada por uno de los más bellos edificios del Renacimiento español: las Casas Capitulares (1527 a 1534).
Pasemos. En los tímpanos del vestíbulo, decorado por las filigranas góticas, ya casi platerescas, de Riaño, se lee la juiciosa inscripción: «entra, pues, sin temor tú que pides cosas justas…» Pero uno no pide más justicia que la del libre curioseo. Momentos después, traspasada la bella puerta ojival, entramos en las espléndidas Salas Capitulares, desde cuya bóveda, treinta y seis reyes barbados, en alto relieve, nos contemplan. Probablemente, si ya se ha improvisado en guía cualquier ujier o dependiente de la Casa, o incluso cualquier sevillano particular, os hará advertir que los treinta y seis cetros, coronas y empuñaduras de espadas tienen labrado diferente. El guía es también parte de Sevilla como el propio monumento que enseña. Sus ponderaciones forman parte de la autointerpretación popular de la ciudad. Sus ensaladas cronológicas e históricas revelan la olímpica y rebujada utilización que hace el sevillano de sus muchos siglos. Por eso, aunque esto parezca digresión, no creo que me aparte de mi tema y deber. También en la realidad viva hay en Sevilla momentos en que es tal la imaginación del «cicerone», que acaba absorbiéndoos, como si, invertidos los términos, el cuadro o la imagen estuvieran enseñando al guía.
El cual, pidiendo previamente una venia especial que os valorará como personalísimo favor, interrumpirá el pendoleo del secretario particular del Alcalde, para haceros admirar la bóveda plana y las ocho columnas de su despacho, labradas por Benvenuto Tortillo; el imponente artesano de la Sala Capitular vieja; el pendón de la Ciudad: y esas vitrinas de ejecutorias y privilegios que en España, perjudicándose unos a otros, engendran monotonía y empachan de abolengo.
Hay que salir por la puerta del Este a la Plaza Nueva, y en ella quedarse asombrado ante la fachada posterior del edificio. Hay momentos, cuando la plaza está vacía y las piedras bañadas de luna, que uno aguza el oído persuadido de que aquel enjambre de seres, hojas, frutas y flores, tiene que zumbar de alguna manera.
SEMANA SANTA EN LA PLAZA NUEVA
La ley de aquella fachada —orden en el desorden— anticipa, un poco, la mejor fórmula de entendimiento de las cofradías sevillanas que durante la Semana Santa hacen, ante ella, su desfile oficial.
Delante de esa fachada, en efecto, se colocan los palcos desde los que las autoridades, las viejas familias sevillanas y los «turistas» que alcanzan tan alta cotización, presencian el paso de las procesiones. Todo está organizado para que, en el espacio de unas horas, cada tarde y cada noche crucen la plaza, con rigurosa continuidad, las cofradías correspondientes al día. Este desfile para uso de forasteros, turistas, novios y ministros en visita, es necesariamente un poco forzado y espectacular. En la plaza ancha y profusamente iluminada las cofradías pierden la gracia recoleta de las esquinas y las madrugadas.