Montpensier, biografía de una obsesión
Por José Carlos y García
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La historiografía biográfica hispana siempre ha mirado de soslayo al duque de Montpensier, en cuya bibliografía ha primado hasta ahora su perfil negativo y su papel de conspirador contra su cuñada Isabel II. Sin embargo, sin la figura de Antonio de Orleans, una persona comprometida con su tiempo y adelantado a su época en muchos aspectos, no pueden entenderse ni el desarrollo del devenir político de la etapa isabelina, ni la historia pequeña y grande de la casa de Borbón de España en los dos últimos siglos, ni los hechos políticos más notables de la segunda mitad del turbulento siglo XIX español. En esta biografía se nos presenta la personalidad del duque de Montpensier sin estridencias y, sobre todo, lejos de los tópicos maniqueos del duque naranjero, del ambicioso intrigante sin escrúpulos, o del hacedor de una fortuna por un mero deseo de lucro personal. Con un lenguaje sencillo, rico y directo, con pasión pero sin miopía, y con las fuentes en el centro del relato (los documentos de archivo, las cartas, la literatura, y la propia prensa de la época), hemos buceado con profundidad en las circunstancias que rodearon el asesinato del general Prim (aquí muy bien desveladas), en el duelo con el infante Enrique de Borbón o en el protagonismo del duque tanto en la revolución del 68 como en el proceso de la Restauración. También el conflicto diplomático surgido por los llamados “matrimonios españoles”. Y no se olvida de la influencia de las importantes redes de parentesco en la vida de Montpensier, la fundamental influencia sobre su persona y sobre su psicología del complejo proceso revolucionario francés con su rosario de exilios y privaciones para los Orleans.
Todo es tratado aquí con minuciosidad y rigor, y nos acerca, más allá de su obsesión por el poder, a la personalidad de un hombre ilustrado, que comulgaba con el espíritu industrioso y abiertamente liberal de la Casa de Orleans, mecenas, amante de las artes y muy preocupado por las corrientes modernizadoras en el marco de un siglo XIX seducido por la idea del progreso a través de la regeneración política, de los principios beatíficos de la burguesía y del desarrollo de la industria, del arte y de la ciencia.
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Montpensier, biografía de una obsesión - José Carlos
Bock.
Agradecimientos
Muchas son las deudas de gratitud contraídas durante los dos años que, salvo algunas interrupciones, he dedicado a la elaboración de este libro. En primer lugar, he de manifestar mi reconocimiento a doña Beatriz de Orleans-Borbón, descendiente directa del duque de Montpensier, por su alabanza a la imparcialidad que encontró en el manuscrito de esta obra en el que, además, me confesó haber descubierto al Antonio de Orleans formado en su entendimiento.
Son muy de agradecer las atenciones recibidas en los archivos repetidamente consultados (Histórico Nacional, General de Palacio y General Militar de Segovia), así como en la Biblioteca Nacional y la Hemeroteca Municipal de Madrid. Quede aquí constancia de reconocimiento a sus competentes y amables funcionarios. Al igual que a Daniela Schiavina, bibliotecaria conservadora de la Biblioteca d’Arte e di Storia San Giorgio in Poggiale, y a los escritores Giancarlo Roversi y Guido Moretti, por la documentación gráfica aportada y por sus valiosísimas informaciones sobre la historia del ducado boloñés de Galliera.
A José Antonio López Fernández, Francisco Pérez García y María José Gómez Santiago he de agradecerles el aporte de la visión de tres lectores de Historia no especialistas. A los profesores Pilar Valverde Arias y José María Hermoso Rivero les agradezco sus críticas benevolentes y sus parabienes.
Especial es el reconocimiento que debo a Ricardo Mateos y Sáinz de Medrano por su amistad, sus impagables puntualizaciones y por tanta generosidad expresada en el Prólogo de este libro.
Y, por último, conste mi agradecimiento a David González Romero, cuya profesionalidad y esfuerzo han sido fundamentales para afrontar la edición de este mi primer proyecto editorial en Almuzara.
Prólogo
Probablemente nadie más cualificado que mi buen amigo José Carlos García Rodríguez, un sanluqueño de pro cuyos primeros y brumosos recuerdos están vinculados a la imagen señera del infante don Alfonso de Orleans, para escribir esta biografía del duque de Montpensier que fue abuelo de ese infante y personaje singularísimo de la historia de España, cuya inequívoca impronta se deja percibir aquí y allá en ese importante eje Sevilla-Sanlúcar tan caro a aquel príncipe francés de vocación netamente española que fue Antonio de Orleans, duque de Montpensier e hijo menor del rey Luis Felipe de los Franceses. Porque José Carlos ha sabido captar la rica personalidad de don Antonio de Orleans, y la ha sabido plasmar sin estridencias, sin parti pris, y sobre todo lejos de los tópicos maniqueos del duque naranjero, el ambicioso intrigante sin escrúpulos o el hacedor de una fortuna por un mero deseo de lucro personal.
José Carlos García Rodríguez ha sabido devolver al personaje su propia grandeza, y lo ha hecho desde la debida distancia, sin afectos ni prejuicios, y buscando la esencia de este príncipe francés que dejó su corazón en España sin por ello perder un ápice de ese europeísmo de las grandes figuras de las dinastías del siglo xix. Porque Montpensier no solamente puso a Sanlúcar en el mapa de Europa (hasta la reina Victoria de Inglaterra conocía de la existencia de tan pequeño enclave au bout du monde), sino que también contribuyó a dar brillo y realce a la ciudad de Sevilla, trajo consigo las reminiscencias de un arte arabizante hijo de su pasión por la cultura del norte de África, fue ejemplo de gestión de sus innumerables bienes entre la laxa aristocracia española, y tuvo una idea de España que fue más allá de sus propios intereses, así como la inteligencia de forjarse una imagen regia exenta de los atavismos y las pacatas limitaciones de la realeza de su tiempo. En suma un príncipe muy completo con una dimensión política propia, aquí muy bien trabajada, que representa ese aburguesamiento de la clase regia en el siglo xix, y cuya vida aspiró al progreso, la industria, el mecenazgo propio de los grandes príncipes, y la modernización de la atrasada España de la época isabelina.
He aquí pues un libro hermoso de título rotundo, «biografía de una obsesión», que viene a llenar una imperdonable laguna en la historiografía biográfica hispana, que durante un siglo y medio siempre ha mirado de soslayo a este duque de Montpensier sin el cual, sin embargo, no pueden entenderse ni la historia de la ciudad de Sevilla, ni la de ese triángulo Sanlúcar-Rota-Chipiona de la costa gaditana, ni tan siquiera el desarrollo del devenir político del reinado de Isabel II, por no mencionar la historia pequeña y grande de la casa de Borbón de España en los dos últimos siglos. Una obra de lenguaje sencillo, rico y directo, trabajada con pasión pero sin miopía, sin apegos incómodos, y con las fuentes en el centro del relato: los documentos de archivo, las cartas, la literatura, y la propia prensa de la época, todo ello sobre el telón de fondo del amplio conocimiento del propio autor a quien ni se le escapa la necesidad de bucear con profundidad en las circunstancias que rodearon el asesinato del general Prim (aquí muy bien desveladas), ni tampoco la influencia de las importantes redes de parentesco en la vida de Montpensier, ni la fundamental influencia sobre su persona y sobre su psicología del complejo proceso revolucionario francés con su rosario de exilios y privaciones para los Orleans, o el espíritu industrioso y abiertamente liberal de la casa de Orleans en el marco de un siglo xix seducido por la idea del progreso a través de la regeneración política, de los principios beatíficos de la burguesía, del desarrollo de la industria, el arte y de la ciencia, y de los valores de la familia.
Una obra que viene a sumarse a la ya larga trayectoria histórico literaria de José Carlos, que ya retrató con respeto a ese difícil personaje que fue el infante don Luis Fernando de Orleans, nieto de este duque francés hecho a las tierras andaluzas, y que en el pasado ha explorado con acierto y con buen tino a numerosos personajes de la pequeña historia sanluqueña como un Pedro Badanelli que ya forma parte de la historia de Argentina, artistas como Francisco Pacheco o Turina, y ha desgranado interesantes estudios sobre la Semana Trágica de Barcelona o el famoso asunto del Straperlo. Bienvenido por tanto este libro que rescata y reubica a Antonio de Orleans en el lugar que le corresponde en nuestra historia, pues los ecos de su singular personalidad también se asoman en los genes de Felipe VI que en su sangre aúna a ese par de personajes irrepetibles que dieron forma al siglo xix español: la reina Isabel II y Antonio de Orleans.
Ricardo Mateos y Sáinz de Medrano
I. Madrid, 4 de febrero de 1890
El invierno de 1890 sería recordado en Madrid más que por su crudeza por los estragos que la epidemia de gripe había causado entre la población. El número de afectados por el trancazo fue tan elevado que el consejo de administración del Monte de Piedad acordó devolver gratuitamente todas las mantas de cama empeñadas por los madrileños. Cuando el mal remitió al finalizar el mes de enero, la corte empezó a recuperar el pulso y a normalizar su ritmo de vida.
El martes 4 de febrero había transcurrido muy templado, con una temperatura inapropiada para la fecha. El Teatro Real, escenario donde la aristocracia y la burguesía ennoblecida por la Restauración se recrean autocomplacidas y satisfechas, luce de forma extraordinaria en la noche de este día. La reciente y celebrada iluminación eléctrica debida al proyecto de José Casas Barbosa realza el magnífico aspecto del regio coliseo. En la sala, rebosante de un público selecto, y en los palcos, donde se maquinó hasta la saciedad contra la corona en etapas no muy lejanas, hay gran expectación. En la función de esta noche, la número 62 de abono, se espera con impaciencia la llegada de la familia real que ha resuelto reanudar su asistencia a la temporada de ópera después de la enfermedad de Alfonso XIII que tanto ha inquietado a los españoles desde las Navidades.
Un sentimiento general de pesadumbre y de cariñosa adhesión se expandió por todo el país al trascender la noticia, sigilada en principio, sobre el estado de salud del rey niño. La preocupación había llegado a tal punto que el Gobierno consideró indispensable constituirse en Consejo permanente por lo que pudiese ocurrir. Y hasta hubo algún corresponsal de prensa —«todas las madres lloran la desgracia de la reina regente», pudo leerse en el diario suizo La Liberté—, que telegrafió a su redacción dando por moribundo al joven monarca. Afortunadamente, la situación no había sido tan apurada ni mucho menos. Por lo que después pudo saberse fue un falso diagnóstico de meningitis lo que había provocado la alarma. Sin embargo, no faltaron ni solemnes tedeums ni misas de acción de gracias por el restablecimiento de la salud del pequeño rey que había padecido los efectos de la gripe como una gran parte de los madrileños.
A las ocho y media, cuando está a punto de alzarse el telón, hace su entrada en el Real doña María Cristina de Habsburgo. La reina regente llega acompañada por doña Isabel II y por la infanta Isabel, la popular Chata. Las tres, reconocidas melómanas, se disponen a disfrutar de La sonnambula, la obra de Vincenzo Bellini considerada como una de las cumbres del bel canto romántico italiano al que el público madrileño es tan aficionado. Apenas entran en el antepalco regio y cuando empiezan a despojarse de sus abrigos suena el teléfono que comunica con Palacio de donde acaban de llegar. Acude al aparato la infanta Isabel, preguntando qué ocurre. El funcionario de la casa real que ha hecho la llamada contesta:
—Necesito hablar con el mayordomo mayor de su majestad el señor duque de Medina Sidonia.
La infanta, alarmada y temiendo que el rey hubiese vuelto a sentirse enfermo, replica con viveza:
—Lo que ocurre, dígamelo usted a mí.
El empleado de Palacio, obediente, da cuenta a la Chata de un telegrama recibido de Sanlúcar de Barrameda que anuncia el fallecimiento de Antonio de Orleans, duque de Montpensier. El funcionario añade que la infanta Luisa Fernanda, esposa del duque, ha expresado su deseo de que se avise a su hijo el infante Antonio para que acuda a su lado.
La infanta Isabel comenta la noticia de la inesperada muerte de Montpensier con las dos reinas y con la alta servidumbre que les rodea. De forma inmediata abandonan el Teatro Real para dirigirse en sus carruajes al hotel de la cercana calle de Ferraz a donde hace escasas fechas han trasladado su domicilio el infante Antonio y su esposa la infanta Eulalia de Borbón, la hija menor de Isabel II. La improvisada visita a una hora tan poco habitual sorprende a Eulalia. La reina Isabel procura tranquilizar a su hija y con la precaución que su avanzado estado de gestación reclamaba, le participa el fallecimiento de su suegro. Visiblemente impresionada, la infanta recibe el consuelo de su hermana Isabel y de María Cristina quienes conocen el profundo y sincero afecto que Eulalia profesaba a Montpensier. Al encontrarse el marido de Eulalia ausente como tiene por costumbre, se ordena a la servidumbre que trate de encontrarlo por los teatros de Madrid. Localizado en un palco del Teatro Circo Price donde asiste a la representación de la zarzuela Los diamantes de la corona, el infante Antonio, informado del repentino fallecimiento de su padre, regresa presuroso al domicilio familiar.
Práxedes Mateo Sagasta, quien ha conocido la noticia de la muerte de Montpensier por un telegrama enviado por el gobernador civil de Cádiz, también acude al hotelito de los Orleans-Borbón para expresar el pésame del Gobierno a los infantes. En un aparte, el presidente del Consejo de Ministros expone a María Cristina su opinión acerca del funeral que debe hacerse al duque fallecido. Ambos acuerdan que le serán tributados los honores de capitán general muerto con mando en plaza y así se informa al ministro de la Guerra para que tome las medidas oportunas. Con el conocimiento de esta primera decisión oficial el infante Antonio parte para Sanlúcar en un tren especial que sale de la estación de Mediodía a la una de la madrugada. En la mañana del siguiente día, Sagasta y la reina regente dispondrán que el cadáver de Montpensier sea trasladado a Madrid para ser inhumado en El Escorial como corresponde a su dignidad de Infante de España.
Tres días más tarde el féretro con el cadáver del duque de Montpensier será confiado a la comunidad agustina del real monasterio. En el Panteón de Infantes, junto a las sepulturas de sus hijas Amalia y Cristina descansarán los restos de aquel hombre a cuya desmedida ambición de reinar, que nunca pudo ver satisfecha, había dedicado su vida y su inmensa fortuna.
II. Montpensier, el benjamín de Luis Felipe de Orleans
En 1814, tras la caída y confinamiento de Napoleón en la isla de Elba, Luis XVIII pudo asegurarse la corona de Francia gracias al apoyo de la coalición de las potencias europeas y a la ayuda interna ofrecida por el astuto e incombustible Talleyrand, el hombre del que se decía que había logrado engañar a veinte reyes. Con el nuevo soberano se verificaba el complicado tránsito que habría de conducir la política francesa desde el despotismo militar del Imperio al reinado de un antiguo linaje cuya cadena había sido interrumpida por el segur de la guillotina. La dinastía borbónica se restauraba con un rey que tenía plena conciencia del acontecer francés durante los últimos veinticinco años y que había declarado que quería ser monarca de un solo pueblo en el que estuviesen fundidos los partidarios de la Francia de los lises y los seguidores de la escarapela tricolor. Luis se avino a conceder la Carta Otorgada de 1814 por la que se reconocían algunos de los puntos originales contenidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano del período revolucionario y un cuerpo legislativo compuesto por dos cámaras, una electiva, la Cámara de los Diputados, con escaso poder, y otra, la llamada Cámara de los Pares, en parte hereditaria y en parte nominativa. Con ambas cámaras limitando el poder real, la monarquía restaurada se alejaba de su antiguo absolutismo para acercarse a los modos constitucionales. «Alargamos nuestra mano a derecha e izquierda y decimos como César: el que no está contra mí, está conmigo
», había manifestado aquel rey moderado, prudente y de buenas intenciones de quien se dijo que no llegó a ser coronado en su subida al trono porque su delicada salud no le habría permitido soportar la pesada ceremonia.
Cuando finaliza la primavera de 1824 las continuas indisposiciones y la progresiva merma de facultades de Luis XVIII, devastado por la diabetes que padece desde su juventud y devorado por la gangrena, hacen presagiar el cercano final del monarca que languidece tras los muros de Las Tullerías. En el Palais-Royal, a no mucha distancia de la residencia del rey, habita Luis Felipe, duque de Orleans, hijo mayor de Luis Felipe José de Orleans, el Felipe Igualdad que llegaría a votar en la Convención a favor de la muerte de su primo Luis XVI, hermano de Luis XVIII. La madre de Luis Felipe era Luisa María Adelaida de Borbón, conocida como Mademoiselle de Ivoy y Mademoiselle de Penthièvre durante su soltería y por Viuda Igualdad a partir de la ejecución de su marido quien también caería víctima de la guillotina durante el Terror. Luisa María Adelaida había sido el partido más acaudalado de Francia cuando a la muerte de su hermano Luis Alejandro, príncipe de Lamballe, hereda la enorme fortuna de su abuelo, el conde de Toulouse, un bastardo legitimado de Luis XIV.
El Palais-Royal donde viven los Orleans fue un encargo del cardenal Richelieu al arquitecto Jacques Lemercier. Su construcción se inició en 1624 sobre el solar que había acogido al Hôtel de Rambouillet, el brillante salón literario de preponderancia femenina que fuera cuna del preciosismo, donde la marquesa Catherine de Vivonne, recostada en un lecho, recibía a las mentes más brillantes de la época. El encargo de Richelieu, compuesto por un palacio, jardines, galerías y un teatro, resultó ser un soberbio conjunto que su constructor dejaría como legado a la corona francesa. Tras la muerte de Luis XIII el palacio acogió sucesivamente a la reina madre Ana de Austria, al joven Luis XIV y al cardenal Mazarino. Es en esta última época cuando la antigua residencia de Richelieu en cuyo teatro se empezaba a representar las obras de Molière pasa a llamarse Palais-Royal y termina en manos de los duques de Orleans.
Así como el heredero del trono de Francia era llamado el Delfín, al segundo de los hijos del rey se le otorgaba el ducado de Orleans que siempre se significó por sus permanentes diferencias y frecuentes enfrentamientos con sus parientes de la rama mayor de la familia. La casa de Orleans se había iniciado con Felipe, el segundo de los hijos de Luis XIII y de Ana de Austria, conocido en la corte francesa por Monsieur, el tratamiento de uso tradicional para el hermano inmediatamente próximo al soberano reinante que era entonces Luis XIV. De su tío Gastón, un fracasado conspirador contra Richelieu y Mazarino, heredó Felipe en 1660 el título de duque de Orleans y un patrimonio que le convirtió en uno de los hombres más ricos de Francia. Aparte de su condición de duque de Orleans que le representó durante toda su vida, Felipe ostentó otras muchas dignidades, entre ellas las de duque de Chartres, duque de Valois, duque de Nemours, duque de Montpensier y príncipe de Joinville; todo un completo catálogo de títulos a repartir entre su descendencia. Libertino, homosexual y de extravagantes costumbres, el primer Orleans fue un maestro del ceremonial y la etiqueta a quien su hermano el Rey Sol siempre había mantenido alejado de las decisiones políticas en aplicación de una elemental medida precautoria.
El primer acercamiento familiar de los Orleans con la casa real española —que no el único, como veremos—, tiene lugar en el año 1679, cuando María Luisa, hija de Monsieur, contrae matrimonio con Carlos II el Hechizado, el último monarca de la casa de Austria. Por cierto, cuando en noviembre de 1700 se produce la muerte del rey español sin descendencia, el duque de Orleans pretendió hacer valer sus derechos al trono hispánico. Monsieur, primo y suegro del monarca fallecido, se consideraba más legitimado que Felipe de Anjou, el nieto de su hermano al que Carlos II había dejado la corona en su testamento y quien reinaría en España con el nombre de Felipe V; aunque la pretensión del Orleans acabaría con su propia muerte acaecida tan sólo unos meses más tarde.
No terminaron con la desaparición del duque las amenazas que hubo de soportar Felipe V de sus parientes Orleans. Aprovechando la devastadora y sangrienta guerra de Sucesión que se libra en España y en buena parte de Europa, el hijo de Monsieur, también de nombre Felipe, organizó toda una conjura cuyo fin era hacerse con el trono de su sobrino. Este Felipe de Orleans que destacó por su gran afición a la música y por su talento artístico, amén de por su bravura militar y también por su vida disoluta y libertina, dirigiría los destinos de la corte francesa desde el Palais-Royal cuando a la muerte de Luis XIV consiguió que el parlamento le nombrara único regente con plenos poderes hasta la mayoría de edad de Luis XV.
Con una de las hijas del Regente se produce un nuevo contacto familiar entre los Orleans y la casa real española, ahora borbónica. Luisa Isabel de Orleans, una princesa maleducada y, acaso, desequilibrada, a quien gustaba atiborrarse de comida, ventosear y eructar en público y pasear desnuda en presencia de sus servidores, llega a España cuando aún no ha cumplido los trece años. De la descarada Luisa Isabel diría su abuela paterna Isabel Carlota del Palatinado:
No puede decirse de Mademoiselle de Montpensier que sea fea; tiene los ojos bonitos, la piel blanca y fina, la nariz bien hecha aunque un poco delgada, la boca muy pequeña. Pero de todas, es la niña más desagradable que he conocido en mi vida.
El destino de la joven hija del segundo duque de Orleans es desposarse con Luis de Borbón, primogénito y sucesor de Felipe V, quien fallecería de viruelas a los diecisiete años después de un brevísimo reinado de apenas siete meses. La malcriada princesa de Orleans, viuda y sin descendencia, volvería a Francia por orden de la intrigante Isabel de Farnesio, la segunda esposa de su suegro. Tras permanecer durante dos años en un convento, Luisa Isabel residió el resto de su vida en el parisino Palacio de Luxemburgo hasta su fallecimiento en 1742.
Con la Revolución, el Palais-Royal de los Orleans es un foco de intrigas políticas e inquietudes sociales donde las nuevas ideas se enfrentan abiertamente al Ancien Régime. El biznieto del Regente, Luis Felipe José, después de consumar la ruptura con la rama principal de su familia se echa en brazos de los revolucionarios ante quienes abomina de su linaje. El Orleans acrecienta su popularidad cuando abre al pueblo de París los jardines de su residencia, embellecida con nuevas galerías y un cerramiento mediante columnatas, unas obras encargadas por el duque al arquitecto neoclásico Víctor Louis. Luis Felipe José también ha abierto en el conjunto del Palais-Royal algunas pequeñas tiendas y un café muy frecuentado en el que Camille Desmoulins, subido a una de sus mesas, animó a la multitud el 12 de julio de 1789 para que se manifestara en contra de la corona. Fue aquel un llamamiento popular que serviría como ensayo para la toma de la Bastilla dos días después. A petición del duque de Orleans, la commune de París adopta el acuerdo por el que «Luis Felipe José y su posteridad llevarán desde ahora el nombre de familia Igualdad». Y llegado el momento, el Orleans renegado no dudará en que la ejecución de su primo Luis XVI —la mort, fue el veredicto del duque contra su propia sangre—, cuente con la aprobación de su voto.
El primogénito y heredero de Felipe Igualdad, Luis Felipe, nace en París el 6 de octubre de 1773. Su educación, planificada por su padre, corrió a cargo de la escritora Stéphanie Félicité Ducrest de Saint-Aubin, una partidaria de la Revolución más conocida por Madame de Genlis cuyas teorías pedagógicas establecidas en varios libros de su autoría anticipaban métodos modernos de enseñanza. Famosas fueron las clases de historia de Stéphanie, ayudadas con diapositivas, y de ciencias naturales, en las que sus alumnos aprendían recorriendo el campo en compañía de un botánico que les iba describiendo los paisajes.
Madame de Genlis, separada del coronel de granaderos Charles-Alexis Brûlart de Genlis, había entrado en el Palais-Royal como institutriz de Adelaida y Francisca, las hijas gemelas del duque de Orleans. Con posterioridad se haría también responsable de la educación de los hijos varones —Luis Felipe, Antonio Felipe y Luis Carlos—, encaminando la formación intelectual de sus pupilos con una gran energía y celo y de acuerdo con las nuevas corrientes que soplaban en la Francia prerrevolucionaria. Muchos años después, Madame de Genlis recordaría a su alumno Luis Felipe:
¡Cuántas veces, después de sus desgracias me he felicitado a mí misma por la educación que le di! ¡Cuántas me he dado el parabién de haberle hecho aprender desde niño las principales lenguas modernas, de haberle acostumbrado a servirse a sí mismo, a despreciar toda especie de molicie, a dormir habitualmente en un tablado de madera cubierto con una estera, a no temer al sol, a la lluvia, ni al frío, a endurecerse en la fatiga por medio de ejercicios violentos y continuados andando comúnmente cuatro o cinco leguas diarias con suelas de plomo en los zapatos, y en fin, de haberle dado instrucción y haberle imprimido el gusto de los viajes!¹
Con semejante educación, Luis Felipe podía estar seguro de que aunque perdiese todo lo que debía a la fortuna y a la casualidad de nacimiento le quedarían siempre bastantes medios para afrontar las desventuras. Para escándalo de su madre Luisa María Adelaida —al fin y al cabo una Borbón que no logra entender el programa educativo que su marido ha diseñado para sus hijos—, la vida del joven Orleans transcurre en un ambiente jacobino en el que se lanzan duros ataques a la monarquía y se urden tramas para acabar con el vigente estado de cosas. «El padre había renegado de su sangre y tomado el apellido Igualdad; siguió el hijo las huellas y firmaba Luis Felipe Igualdad, Príncipe francés por su desgracia y jacobino hasta las uñas.»²
Antes de que se deterioraran las relaciones del duque de Orleans con el rey, su hijo Luis Felipe había sido nombrado coronel propietario del regimiento de infantería de Chartres a la edad de doce años, iniciando una carrera militar que se desarrollaría con brillantez en las guerras de la Francia revolucionaria contra las potencias legitimistas de Europa. A los diecinueve años, Luis Felipe había ascendido a teniente general y participado en la controvertida batalla de Valmy cuyo resultado favorable para las armas francesas dirigidas por Charles François Dumouriez y François Christophe Kellermann, decidió el triunfo final de la Revolución y la proclamación de la Primera República el 21 de septiembre de 1792. Luis Felipe, quien era conocido en los medios militares como general Igualdad, tuvo una destacada actuación en esta decisiva batalla en la que estuvo al mando de la artillería francesa.
El joven Orleans, unido a la conjura organizada por Dumouriez contra la república recién instaurada, ha de huir a campo austríaco cuando se descubre la trama. Los revolucionarios, bajo el pretexto de la conspiración en la que ha participado Luis Felipe, confiscan la fortuna de los Orleans, encarcelan a la familia y acusan de traición a Felipe Igualdad que es guillotinado el 6 de noviembre de 1793. Luis Felipe, nuevo duque de Orleans tras la ejecución de su padre, inicia su exilio en Suiza donde durante un tiempo y bajo nombre supuesto imparte clases de matemáticas para poder subsistir. Después, el hijo de Felipe Igualdad viaja por Dinamarca, Suecia, Noruega, Alemania… procurando esconder siempre su verdadera identidad.
«Hace falta un rey en Francia. Los Borbones se han hecho imposibles. Sólo queda el duque de Orleans», escribe Dumouriez al general Athanase de Charette. La creciente popularidad del nuevo duque de Orleans es recibida en Francia como una amenaza para el Gobierno que ha sucedido al reinado del Terror. El Directorio, temeroso, ofrece a Luis Felipe la libertad de sus dos hermanos —Antonio Felipe, duque de Montpensier, y Luis Carlos, conde de Beaujolais—, quienes permanecían detenidos en Marsella. A cambio, el duque de Orleans debe comprometerse a marchar a tierras americanas. Aceptada la propuesta, Luis Felipe embarca el 24 de septiembre de 1796 en el puerto de Hamburgo con destino a Estados Unidos. En América permanecerá el duque de Orleans junto a sus hermanos durante tres años, hasta el golpe de estado de Napoleón de noviembre de 1799. Luis Felipe, considerándose eximido de su compromiso tras la desaparición del Directorio, embarca en Nueva York con destino a Londres. Una vez en Inglaterra el duque de Orleans inicia un acercamiento a los Borbones exiliados y ofrece sus servicios a los ejércitos europeos que luchaban contra la Francia bonapartista. Pero ni Luis XVIII, considerado el legítimo heredero de su hermano Luis XVI, ni las potencias que luchan contra Napoleón quieren tratar con el hijo del regicida de quien también se iba conociendo su desmesurada ambición.
En 1809 Luis Felipe de Orleans contrae matrimonio con la princesa napolitana María Amelia de Borbón, nieta de Carlos III de España. Los padres de la novia, Fernando I, rey de las Dos Sicilias, y la archiduquesa María Carolina de Austria, le habían procurado a su hija una educación esmerada que desarrolló en María Amelia una honorabilidad y un virtuosismo que siempre le fueron reconocidos en su círculo familiar. Además de su nativa lengua italiana María Amelia hablaba y escribía con corrección el francés, el español y el alemán. En latín había leído a los clásicos y poseía un espíritu y unas cualidades artísticas que la princesa napolitana manifestaba con largueza en la pintura y en la música. Como escritora, María Amelia nos dejó con su Diario un precioso documento en veinticuatro volúmenes que recoge sus vivencias de juventud y madurez. En sus cuatro cuadernos de Recuerdos la princesa recopila una vasta correspondencia y nos describe muchos de los acontecimientos políticos que le tocó vivir.
Cuando en 1808 Luis Felipe de Orleans conoce a María Amelia, la princesa de las Dos Sicilias cuenta ya con 26 años; aunque el primogénito de Felipe Igualdad, con sus 35 años, tampoco es un jovencito. El Orleans, exiliado y con su patrimonio confiscado en Francia, no tiene mucho que ofrecer. Además, la madre de Amelia, la archiduquesa María Carolina, la hermana más querida de María Antonieta de Francia, no puede olvidar la connivencia del padre del pretendiente de su hija con los verdugos de su hermana y de su cuñado.
El primer encuentro de Luis Felipe con su futura suegra tiene lugar en Palermo el 22 de junio de 1808. El propio duque de Orleans cuenta los pormenores de aquella entrevista:
Al presentarme ante ella me cogió de la mano y me condujo en silencio a su apartamento. Junto a una ventana me tomó la cabeza entre sus manos y en silencio me miró largo rato. «Yo debería detestaros —dijo finalmente—, porque nos habéis combatido y no siento simpatía por vos. Venís a pedirme la mano de mi hija y yo no me opondré; pero me debéis contar con toda franqueza vuestra participación en la Revolución. Os perdonaré todo a condición de que me digáis lo que os pido.» Hice mi confesión entera y poco tiempo después me casé con mi esposa.
El rey Fernando, reticente al matrimonio de su hija con Luis Felipe daría finalmente su consentimiento, celebrándose la boda en Palermo el 25 de noviembre de 1809. Con la angélica figura de María Amelia parecía que la virtud, por fin, tenía acomodo en la familia Orleans.
Diez fueron los hijos habidos en el matrimonio de Luis Felipe y María Amelia. El primogénito, de nombre Fernando como su abuelo napolitano, nació en la capital siciliana en 1810 y recibió el título de duque de Chartres. También en Palermo, en 1812 y 1813, respectivamente, nacen Luisa María y María Cristina, ésta, de soltera, Mademoiselle de Valois, una princesa dotada de un gran talento artístico que expresó en la escultura y el dibujo. En estos primeros años de matrimonio del duque de Orleans las noticias parecían indicar que la estrella de Napoleón empezaba a declinar de forma imparable. En España, liberada de la invasión francesa, recupera el trono Fernando VII. Del mismo tono son las nuevas procedentes de Rusia donde el desastre napoleónico es total. Finalmente, los aliados europeos ocupan el suelo francés y Bonaparte, tras abdicar el 6 de abril de 1814, es deportado a la isla de Elba.
Tras la caída de Napoleón, Luis Felipe regresa a París después de más de veinte años de ausencia. Cuando el duque de Orleans llega a la capital francesa la monarquía ya ha sido repuesta. Olvidados su pasado jacobino y las afinidades republicanas de otros tiempos, Luis Felipe manifiesta su compromiso de lealtad a la dinastía borbónica que representa Luis XVIII. «Jamás ceñiré la corona mientras el derecho de un nacimiento y el orden de sucesión no la coloquen en mi cabeza», había escrito el duque de Orleans a su suegra. Pero estas declaraciones de lealtad y de ardiente defensa de los derechos hereditarios eran vanas expresiones de quien había hecho de la intriga y la conspiración las señas que parecían identificar el título que ostentaba. «Ya no es cosa que hoy pueda dudarse, y nosotros hemos adquirido la prueba de que estaba metido con los hermanos Lallemand y Drouet de Eren en la conspiración de Le Fere en 1815, y con el mismo Drouet y Didier en las de Lyon y Grenoble en 1816», escribe Louis-Gabriel Michaud, biógrafo de Luis Felipe.
Una vez que el monarca le restituye a Luis Felipe las propiedades que los revolucionarios habían secuestrado a los Orleans, el duque toma posesión del Palais-Royal donde se instala con su familia después de recoger en Palermo a su esposa, en avanzado estado de gestación, y a sus hijos. El 25 de octubre de 1814 nace el primer hijo de Luis Felipe en tierra francesa. Con todo el ceremonial de la antigua corte, el cuarto vástago de los Orleans —Luis, duque de Nemours—, es bautizado en la capilla del palacio real de Las Tullerías, siendo apadrinado por el propio Luis XVIII.
Con el espectacular retorno de Napoleón en marzo de 1815 y la huida del rey francés a Gante, Luis Felipe creyó llegado el momento de poder satisfacer su ambición. El duque sabía que la movilización de toda Europa haría imposible que el gran corso pudiera mantenerse en el poder por mucho tiempo y trata de situarse para sucederle a su caída. Pero los acontecimientos se desarrollan de una forma más rápida de la imaginada por Luis Felipe, desbaratando todas sus maquinaciones. Con la definitiva derrota de Bonaparte en Waterloo se frustraban, de momento, las pretensiones del hijo de Felipe Igualdad.
Cuando Luis XVIII regresa a París tras aquel postrer y fugaz Gobierno napoleónico de «los cien días», el duque de Orleans es desterrado a Inglaterra desde donde volvería a proclamar su fidelidad al rey, al tiempo que se implicaba en cuantas conspiraciones, tramas y conjuras tenían como fin el destronamiento del soberano cuya legitimidad juraba acatar y a quien debía la devolución de los títulos y propiedades que le fueron confiscados a su padre. Pero a pesar de este doble juego y de tantas maniobras traicioneras, el magnánimo Luis XVIII permite a Luis Felipe su regreso a Francia. El matrimonio Orleans vuelve a instalarse con sus hijos en el Palais-Royal donde nacerá Francisca, fallecida a los dos años en 1818. A Francisca seguirá la ambiciosa Clementina, una de las princesas más inteligentes de su tiempo, nacida en Neuilly en 1817. El séptimo hijo de los Orleans, Francisco, príncipe de Joinville (Neuilly, 1818), poco apegado a la etiqueta y a la vida de la corte se dedicaría a su vocación marinera. A Francisco siguió el malogrado duque de Penthièvre, Carlos, nacido en el Palais-Royal en 1820 y fallecido a los ocho años de edad. Enrique, duque de Aumale, noveno de los hijos de Luis Felipe y María Amelia, nacido en Neuilly en 1822, fue heredero en su infancia de la colosal fortuna de los Condé-Borbón y se distinguiría por ser un valeroso militar e historiador ilustre.
En el mes de julio de 1824 el matrimonio Orleans aguarda el nacimiento del que sería el último de sus hijos. Como tiene por costumbre, la familia se encuentra desde la primavera en Neuilly-sur-Seine, a las afueras de París, donde Luis Felipe es propietario de una finca de 200 hectáreas con un palacio que había sido habitado con anterioridad por Talleyrand y por Murat. Ante el progresivo deterioro del estado de salud de Luis XVIII que parece anunciar la inminencia de su fallecimiento, el duque de Orleans ha considerado oportuno permanecer cerca de la corte y no viajar con su familia al castillo que los Orleans poseen en Eu, una localidad de la Alta Normandía situada junto al mar y a orillas del río Bresle.
El esperado hijo de Luis Felipe y María Amelia nace en Neuilly el 31 de julio. Es un varón al que llaman Antonio por su tío Antonio Felipe de Orleans, muerto en 1807 durante el exilio familiar en Inglaterra. Al igual que su tío, por el que Luis Felipe siempre sintió un especial cariño, el recién nacido recibe el título de duque de Montpensier, una dignidad vinculada desde antiguo a la casa de Borbón.
El ducado de Montpensier, título de cortesía que recibe el pequeño Antonio, hace referencia a la localidad del mismo nombre situada en el departamento de Puy-de-Dôme, en la histórica región de Auvernia, cuyo señorío estuvo en manos de diversas casas nobiliarias como las de Thiern, Beaujeau o Drieux, pasando finalmente a la casa de Ventadour que lo vendió en el siglo XIV al duque de Berry. Los hijos de Berry, Carlos y Juan, convierten el señorío en condado que hereda María de Berry, hermana de los anteriores, aportándolo a su matrimonio con Juan I, duque de Borbón. El condado permanecerá en manos de los descendientes de Juan y María hasta el condestable Carlos de Borbón-Montpensier, nombrado duque de Borbón por su matrimonio en 1505 con su prima Susana de Borbón. Confiscado por el rey Francisco I, el condado sería restaurado posteriormente para Luisa de Borbón, hermana del condestable y viuda del príncipe de La Roche-sur-Yon, y para su hijo Luis.
En el año 1539 el condado de Montpensier es elevado a ducado e incluido entre los Pares de Francia. María de Borbón, hija y heredera de Enrique, duque de Montpensier, se casó en 1626 con Gastón, duque de Orleans, hermano de Luis XIII, aportando el ducado. Su hija Ana, conocida como la Gran Mademoiselle heredó el título que, al morir sin descendencia, pasaría a su primo Monsieur. Desde entonces el título permanece en la casa de los Orleans. Con anterioridad al hermano de Luis Felipe la titularidad del ducado la había ostentado su padre Felipe Igualdad.
El 9 de septiembre de 1824, justo una semana antes de fallecer Luis XVIII, se celebra el bautizo del pequeño Montpensier. Los padrinos de Antonio María Felipe Luis de Orleans Borbón-Dos Sicilias Borbón-Penthievre y Habsburgo-Lorena son Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, el de los Cien mil hijos de San Luis, y su esposa María Teresa Carlota de Borbón, la hija de Luis XVI y María Antonieta que logró sobrevivir milagrosamente al vendaval revolucionario que acabó con su familia.
III. Infancia y juventud del duque de Montpensier
A Luis XVIII, fallecido sin descendencia el 16 de septiembre de 1824, le sucede su hermano Carlos,