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¿Hacia un nuevo federalismo?
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¿Hacia un nuevo federalismo?
Libro electrónico470 páginas6 horas

¿Hacia un nuevo federalismo?

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¿Puede el federalismo dar cabida a la demanda más apremiante de la ciudadanía de hacer sentir su voz mediante el voto y dentro del marco de la ley? ¿Puede un nuevo federalismo generar mejores servicios públicos, empleos y abatir los niveles de pobreza y desigualdad causados por la globalización? Son éstas las interrogantes que llevaron a historiadores, politólogos y economistas a concebir un libro que analizara desde distintas perspectivas a cuatro países: México, Brasil, Canadá y Estados Unidos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2016
ISBN9786071641120
¿Hacia un nuevo federalismo?

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    ¿Hacia un nuevo federalismo? - Alicia Hernández Chávez

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

    FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS

    Serie Américas

    Coordinada por

    ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

    ¿Hacia un nuevo federalismo?

    ¿HACIA UN NUEVO FEDERALISMO?

    ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

    coordinadora

    EL COLEGIO DE MÉXICO

    FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS

    FONDO  DE  CULTURA  ECONÓMICA

    Primera edición, 1996

       Primera reimpresión, 1997

    Primera edición electrónica, 2016

    D. R. © 1996, Fideicomiso Historia de las Américas

    D. R. © 1996, El Colegio de México

    Camino al Ajusco, 20; 10740 Ciudad de México

    D. R. © 1995, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    [email protected]

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4112-0 (ePub-FCE)

    ISBN 978-607-462-974-3 (ePub-ColMex)

    Hecho en México - Made in Mexico

    PRESENTACIÓN

    El Fideicomiso Historia de las Américas nace de la idea y la convicción de que la mayor comprensión de nuestra historia nos permitirá pensarnos como una unidad plural de americanos, al mismo tiempo unidos y diferenciados. La obsesión por definir y caracterizar las identidades nacionales nos ha hecho olvidar que la realidad es más vasta, que supera nuestras fronteras, en cuanto ésta se inserta en procesos que engloban al mundo americano, primero, y a Occidente, después.

    Recuperar la originalidad del mundo americano y su contribución a la historia universal es objetivo que con optimismo intelectual trataremos de desarrollar a través de esta serie que lleva precisamente el título de Historia de las Américas, valiéndonos de la preciosa colaboración de los estudiosos de nuestro país y en general del propio continente.

    El Colegio de México promueve y encabeza este proyecto que fue acogido por el gobierno federal. Al estímulo de éste se suma el entusiasmo del Fondo de Cultura Económica para la difusión de estas series de Ensayos y Estudios que entregamos al público.

    ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

    Presidenta

    Fideicomiso Historia de las Américas

    INTRODUCCIÓN

    La idea de un libro que explorara el nacimiento y las formas que adopta el federalismo en el Continente Americano surgió del interés que suscitó la publicación, en 1993, de Federalismos latinomericanos. México, Brasil, Argentina, coordinado por Marcello Carmagnani. El tema era pionero y ha resultado ser de gran actualidad. En distintos contextos y países latinoamericanos se nota un renovado interés por el federalismo, fruto de la nueva situación política latinoamericana que vincula el proceso de democratización con esta forma de gobierno.

    Estos elementos contribuyeron a que nos preguntáramos si el atribuir al federalismo —forma de gobierno de larga tradición— un nuevo valor político y social era una tendencia exclusivamente latinoamericana, o si se trataba de una problemática que involucraba al conjunto del Continente Americano e incluso a Europa. Los interrogantes y sus posibles conexiones nos llevaron al problema siguiente: ¿hasta qué punto podíamos hablar de un repunte del federalismo como fenómeno general en todo el Continente Americano? La otra duda era ¿qué tan similares habían sido las formas federalistas latinoamericanas a las de los Estados Unidos de América y Canadá? y ¿cuáles eran los retos que en el presente enfrentaba esta particular forma de gobierno en los distintos países? El proyecto era ambicioso. Llevarlo a cabo en su totalidad hubiera representado un tiempo de realización demasiado extenso y el empeño de recursos sustanciosos. Por ello, tomamos la decisión de escoger dos países latinoamericanos —México y Brasil— y comparar sus experiencias con las de los Estados Unidos y Canadá. No obstante esta delimitación espacial, el proyecto era aún vasto, pues para abordar el problema que consideramos básico, es decir, ¿cómo y por qué crece el interés por el federalismo?, debíamos abordar el problema desde una perspectiva acorde con las competencias específicas de distintas ciencias sociales.

    El análisis que presentamos en este volumen es al mismo tiempo comparativo e interdisciplinario, porque consideramos que el federalismo no se comprende si no se analiza en su dimensión histórica, en correlación con el sistema político y en su vertiente fiscal, o sea en la asignación de recursos. Una problemática tan compleja requirió de esfuerzos de historiadores, politólogos, economistas, sociólogos y juristas, sin violentar la competencia propia de cada disciplina.

    ¿Por qué y de dónde nace un renovado interés por el federalismo? Sin duda, el fin de la bipolaridad este-oeste abrió nuevos horizontes al sistema internacional. Con la caída del muro de Berlín se pensó que el horizonte político se tornaría más flexible y permeable, lo que permitiría que los países avanzaran hacia formas inéditas de organización. Al mismo tiempo surgieron nuevos problemas y desafíos —específicamente en el orden interno de los países—, que aumentan con el tiempo y que de no dárseles respuesta pueden llegar a amenazar la unidad política y la colaboración ciudadana. A nuestro entender, el fin de la bipolaridad aceleró la crisis de representación política ya existente, pues ahora parecieran no existir más límites a los derechos que reclaman los ciudadanos. La consecuencia por el momento es que los sistemas de partidos, las instituciones, las regulaciones económicas, el modelo de crecimiento económico, la forma misma de oferta de bienes públicos y la organización propia del Estado se encuentran en debate.

    En este volumen procuraremos examinar hasta qué punto estas manifestaciones políticas y económicas pueden dar vida a un nuevo federalismo que permita redefinir su matriz igualitaria, de tal suerte que la libertad de acción de la ciudadanía se exprese también en una nueva organización de los recursos fiscales, y de que nazca un nuevo orden que permita la convivencia civil corresponsable y cooperativa.

    Retomamos el gran tema del federalismo para indagar, asimismo, has ta qué punto un nuevo orden puede construirse sin aventuras políticas, sin saltos en el vacío y sin retroceder a esquemas que ya probaron su ineficiencia, revalorando las tradiciones históricas federalistas de nuestros países que las décadas del imperio estatista no pudieron anular.

    La estructura del libro refleja estos interrogantes de fondo. En la primera parte se debaten los principales problemas relativos a la posibilidad de llegar al siglo XXI con un nuevo federalismo. En efecto, nos preguntamos por el trasfondo histórico del federalismo de los países americanos para saber qué tanto valoran positivamente la experiencia federalista los actores políticos, aun en países que han conocido el fenómeno de retracción por efecto del populismo estatista. Buscamos comprender las eventuales fallas en su funcionamiento para así recuperar de la historia sugerencias y experiencias, con la mira a una redefinición del principio federal.

    Más compleja es la labor que realizan en la segunda parte de este volumen nuestros colegas politólogos, quienes arrojan nueva luz en torno a las tendencias que hoy se vislumbran en relación con la posible reformulación política e institucional del federalismo en los diferentes países americanos. Comparando diversas experiencias nos conoceremos mejor; y al aprender de las experiencias de otros, confiamos en contribuir a la mayor comprensión del delicado momento político que vivimos en cada una de nuestras realidades nacionales.

    Es este espíritu el que anima la tercera parte de este libro. Nuestros colegas economistas exponen los proyectos y programas relativos al replanteamiento del federalismo fiscal en los países americanos. Este importante problema pone en evidencia formas de aproximación y de comprensión acerca de la redistribución de los recursos fiscales, aparentemente idénticas, pero en realidad distintas, pues no es lo mismo hablar de descentralización que de federalismo fiscal.

    No consideramos que el federalismo se reduzca a una simple cuestión política, sino que es un problema multidimensional. Por ello, este volumen se desarrolló bajo el signo de la interdisciplinariedad y de la comparación de las experiencias nacionales. Confiamos en que esta conjunción sea valorada como una provocación intelectual y como un estímulo para replantear la problemática del federalismo.

    Hay, sin embargo, un hilo conductor a lo largo de todo el volumen. Este hilo conductor es el gran tema de si el nuevo federalismo puede dar cabida a la demanda más sentida de la ciudadanía, en especial de la latinoamericana, de hacer sentir su voz y su fuerza mediante el voto, por conducto de sus instituciones y dentro del marco de la ley, y si esta demanda es capaz de extenderse hasta generar una reorientación de los servicios públicos que garantice el abatimiento de los niveles de pobreza y desigualdad causados por la globalización económica. En última instancia, ¿hasta qué punto el nuevo federalismo puede correlacionar en términos nuevos la libertad y la igualdad? Para la preparación de este volumen, fue de gran importancia el coloquio que sobre el tema se realizó en la ciudad de México los días 27 y 28 de junio de 1994, organizado por el Fideicomiso Historia de las Américas de El Colegio de México.

    ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

    PRIMERA PARTE

    EL TRASFONDO HISTÓRICO

    LAS TENSIONES INTERNAS

    DEL FEDERALISMO MEXICANO

    ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ**

    El federalismo mexicano forma parte intrínseca de la historia del país a partir de la Constitución de 1824. A lo largo de más de 150 años ha vivido transformaciones y deformaciones, resultado de la relación entre las dimensiones institucional, social, política y cultural. De allí la dificultad para caracterizarlo sin la comprensión adecuada de su proceso histórico y del modo en que interactúan sus dimensiones constitutivas.¹ En efecto, no es posible sostener que el federalismo se circunscriba a la definición constitucional de una forma de gobierno sin considerar su estrecha vinculación con la libertad política de los ciudadanos así como con el complejo balance del poder económico y social nacional.

    Justamente porque toda forma de gobierno —sea unitaria o federal— se funda en la decisión de los individuos y de las comunidades del país, ésta se materializa en un determinado orden constitucional y en una manera particular de llevar a la práctica la política. En este sentido siempre están presentes las tendencias federalista y centralista. Al ponerse en acción la primera, inevitablemente se topa con la segunda, y viceversa. Subestimar la oposición entre federalismo y centralismo es desconocer que cualquier forma de gobierno se legitima en las decisiones de una mayoría de individuos que optan por una u otra forma de convivencia colectiva, sin que por ello desaparezca la tendencia minoritaria.

    La oposición entre federalismo y centralismo se expresa en la experiencia histórica mexicana, así como en otras experiencias federales, desdoblada entre opuestos: libertad o poder, federalización o centralización. En el primer caso, libertad o poder nos remite a la dimensión política y cultural, e incluso étnica, que se desenvuelve en el espacio mexicano y que reconocemos en la relación entre gobernantes y gobernados. El segundo, federalización o centralización, nos remite a la dimensión económica y social, que se relaciona sobre todo con la oferta de servicios públicos a la ciudadanía, instrucción, salud, comunicaciones, etcétera.

    La oposición entre libertad y poder es la que se manifiesta tempranamente al irse conformando la organización republicana; esta oposición se funda en la propensión natural de los individuos, en este caso los ciudadanos, a preservar su libertad política, que sienten amenazada por la creciente acción que despliega el Estado. Un ejemplo de las postrimerías del periodo porfiriano fue el nombramiento de jefes políticos como autoridad intermedia entre gobierno general y municipal. En cambio, la oposición federalismo-centralismo la encontramos más tarde como resultado de las transformaciones económicas nacionales e internacionales. En este caso, el proceso de formación de un mercado nacional así como la internacionalización de la economía serán los factores que impactarán el cambiante y complejo equilibrio entre los grupos sociales y grupos de interés. El nuevo contexto internacional de los años setenta y ochenta del siglo pasado requiere de centros organizativos o coordinadores capaces de gestionar empresas económicas de mayor complejidad productiva, financiera y comercial. A nivel de gobierno constantemente surge la alternativa, de carácter no sólo técnico sino político, en torno a la gestión de un servicio público —salud, energía, comunicaciones— que puede recaer en el gobierno general o un ente intraestatal, en el gobierno de cada estado o incluso en los municipios.

    LIBERTAD VERSUS PODER

    Los argumentos que se esgrimen al elaborar las constituciones de 1824, de 1857 y de 1917 coinciden al sostener que México opta por el federalismo con base en la diversidad de espacios presentes en el país. Se hace referencia constante a la pluralidad de situaciones geográficas y sociales, así como a la diversidad de usos y costumbres en las diferentes regiones del país. Se insiste en un hecho de capital importancia especialmente en 1824 y 1857: que de no respetarse la libertad y soberanía de las regiones se corría el riesgo de que éstas optaran por segregarse de la Unión de Estados Mexicanos, como ocurrió en el caso de Guatemala en 1820, y de que el espacio geohistórico mexicano acabara por desagregarse. Por ello, ambas constituciones dejaban amplia libertad a las regiones y abierta la posibilidad para que un municipio se sumara a una entidad colindante o que a partir de una región pudieran nacer dos o más entidades. En efecto, así fue como el gran estado de México de 1824 se dividió en el transcurso del siglo XIX en cuatro estados: Hidalgo, México, Morelos y Guerrero. El noveno cantón del estado de Jalisco se convierte en el estado soberano de Nayarit en 1917 e incluso, ya entrado nuestro siglo, el proceso de redefinición del espacio geohistórico continúa al obtener los territorios federales de Baja California y Quintana Roo el status de estado. Actualmente la ciudadanía del Distrito Federal demanda formas de representación política, como elección de sus gobernantes, que pudieran conducir a la creación de un estado más de la Unión.²

    El que el espacio geohistórico mexicano no cobre su forma definitiva en las primeras décadas de su historia como país independiente a nuestro juicio tiene que ver con su matriz colonial, caracterizada por un gobierno indirecto en las distintas áreas y en las cuales, a diferencia de las realidades europeas, el absolutismo encontró una férrea resistencia entre las élites novohispanas, como también por parte de las diferentes comunidades indígenas y mestizas que reivindicaban una mayor autonomía local.³ En cambio, el absolutismo penetró en la Europa continental de manera más eficaz y se creó así una mayor uniformidad jurídico-administrativa que en las colonias del imperio.

    La pluralidad de espacios políticos heredada del régimen colonial es así el elemento a partir del cual se organiza la libertad local. En particular, ésta se desenvuelve en torno a una institución de origen colonial, el cabildo, espacio abierto al ejercicio de la libertad municipal indio-española.⁴ A diferencia de la libertad comunitaria de iguales, propia del federalismo estadunidense, la libertad mexicana se arraiga y afianza en el ámbito municipal. El municipio fue y es hasta el día de hoy una de las constantes del federalismo mexicano y constituye la barrera a todo intento por dar vida a una forma estatal centralista. La libertad municipal mexicana, al contrario de la estadunidense, se distingue por el carácter corporativo de su sociedad, que se expresa como una libertad jerarquizada según el rango de los vecinos-ciudadanos. Son ellos los que construyen un orden político a lo largo de todo el siglo XIX, que es reflejo de un status social manifestado mediante un sistema electoral de tipo indirecto. Los vecinos-ciudadanos de pueblos y villas, a su vez, se identifican entre sí por medio de un cuerpo de electores que organizan la gestión del territorio mediante un gobierno municipal, ápice o convergencia de una compleja red de relaciones. Son los municipios los que, como nudos de la red social de una región, conforman el tejido social y político de lo que hoy conocemos como estados. El municipio, al optar por pertenecer a una u otra entidad, da nuevo contenido al concepto colonial de patria, según el cual la entidad federativa es sinónimo de pertenencia, de identidad.⁵

    La primera definición del federalismo mexicano que encontramos en la Constitución federal de 1824 es la de una confederación de patrias donde los ciudadanos de las diferentes municipalidades retienen sus derechos a condición de servir a su municipio y a su estado defendiéndolo de los peligros externos aun mediante el uso de las armas.⁶ En México asistimos entonces a un fenómeno diferente al de Europa, donde la centralización absolutista condujo a una primera y temprana definición de los derechos civiles, previa incluso a la de los derechos políticos.⁷ En cambio, en México es a partir de los derechos políticos municipales que se construyen y definen los derechos civiles, los cuales tuvieron al inicio una connotación municipal y, en consecuencia, fueron extremadamente diferenciados. En virtud de que las constituciones de 1824 y 1857 fundan una unión de estados soberanos, establecen que corresponde a cada entidad reglamentar su gobierno interno. Así, aun a fines del siglo XIX el derecho municipal continúa sustentándose en leyes y ordenanzas coloniales, así como en decretos específicos a las circunstancias de los territorios que se aplicaban como mejor pareciera, sin que por ello pueda asegurarse que todos se rigieran por una misma ley, nos relata un compilador de leyes municipales en 1890.⁸

    En la primera mitad del siglo XIX, la libertad municipal en México es la que da la imagen de un país desarticulado. La gran proliferación y diversidad de espacios políticos, consecuencia de la libertad municipal, explica por qué la opción federal se enfrentó desde las primeras décadas de vida republicana con la alternativa centralista. Como consecuencia de la proliferación del municipio libre en la fase del primer federalismo mexicano, éste se caracteriza más bien por ser un confederalismo en el cual el poder federal no tiene ni siquiera la fuerza para imponer una dirección política eficaz al país. La debilidad del confederalismo mexicano, notoria en la permanente inestabilidad del poder federal, está en la raíz de la opción unitaria de la década de 1830, que buscó, sin lograrlo, centralizar el poder en nombre de una mejor gobernabilidad. Precisamente porque la libertad se afianzó en los municipios, el experimento centralista trató de disminuir su número, de limitar su competencia política y administrativa y de controlarlos a través de autoridades nombradas por el Ministerio del Interior.

    El régimen centralista provoca el repunte del federalismo en las décadas de 1840 y 1850, y con la Constitución federal de 1857 se redefine el pacto confederal en términos propiamente federales. La novedad es doble: la Constitución reformada atribuye a la esfera federal la defensa de las garantías ciudadanas y define con mayor precisión su esfera de acción mediante la justicia federal, al establecer un nuevo equilibrio entre el poder legislativo y el ejecutivo. La idea de fondo era buscar una mayor colaboración entre federación y estados, y que, sin demérito de la libertad del individuo, fuera el poder federal el garante exclusivo de los derechos ciudadanos. El Congreso debería servir de contrapeso del poder ejecutivo y vigilarlo a fin de que este último no invadiera la soberanía de los estados. Finalmente, la Constitución de 1857 definió con mayor nitidez la esfera de acción de la federación, preservando las competencias específicas de los estados. En suma, se acotaron y definieron las competencias de los poderes de la Unión y se perfeccionó el sistema de los llamados pesos y contrapesos.

    Sin embargo, no debe pensarse que con el nuevo pacto federal se obtuvo lo que el primer federalismo no había logrado; es decir, aplicar lo que Elazar caracteriza como una matriz federal que define la política como un conjunto integrado de palestras políticas conectadas entre sí por instituciones comunes y por vínculos de comunicación compartidos de suerte que se diera una distribución de poderes que funcionaran sobre una base de igualdad. Obsérvese que precisamente porque la matriz federal es en esencia igualitaria y no jerárquica su construcción depende en primer término de la voluntad de los ciudadanos de convivir políticamente. En efecto, en México los ciudadanos de la segunda mitad del siglo XIX se resistieron a que la acción del gobierno invadiera sus soberanías estatales. Debido al roce constante entre ambos con motivo del ejercicio de sus competencias constitucionales se dificultaron los posibles vínculos entre federación y estados. El resultado fue una matriz federal desequilibrada. Por ello, el poder federal trató de asegurar la gobernabilidad del país recurriendo a instancias informales e incluso a prácticas no institucionales. De esta manera, el federalismo adoptó un carácter coercitivo e impuso mayores controles a los estados. En resumen, en la oposición libertadpoder predomina el último, el gobierno federal, y se fortalece la tendencia centralista dentro del federalismo.

    En esta segunda forma que adopta el federalismo mexicano, observamos que la vida municipal pareciera replegarse sobre sí misma; se reviven viejas formas corporativas o comunalistas como mecanismo de autodefensa que se niega a ceder mayores prerrogativas.¹⁰ A su vez, se nota la oposición de parte de los poderes estatales a establecer una efectiva esfera de colaboración con la federación. Por lo tanto, la raquítica voluntad de colaborar ocurre tanto entre el gobierno central y los gobiernos de los estados como entre gobiernos municipales y el gobierno de su respectiva entidad. El movimiento es doble o triple; el gobierno del estado ejerce un mayor control y poder arbitrario sobre los municipios, para resarcirse de lo que la federación les restaba mediante su creciente fuerza; los municipios por su parte se niegan a ceder, incluso de manera violenta, lo que consideran perteneciente a su esfera de gobierno. Baste un ejemplo: en 1892 el gobierno federal suprimió la alcabala, que constituía la fuente principal de ingresos de los estados, y de inmediato el gobierno de cada entidad afectó las finanzas de los municipios bajo su jurisdicción.¹¹

    La pregunta obligada es: ¿por qué se bloquea esa voluntad de colaborar de unas instancias con otras? Hemos definido las primeras décadas de vida republicana como confederales, en donde las libertades políticas se desarrollan asentándose sobre los derechos civiles. En consecuencia, los derechos políticos municipales, que son los que tuvieron un notable desarrollo, conformaron los derechos civiles. Debido al carácter municipal de estos derechos, su evolución tuvo una fuerte connotación territorial, y justamente por esto fueron muy diferenciados, lo que hacía casi imposible la aplicación de normas de gobierno general que no entraran de inmediato en conflicto con los usos y costumbres de cada territorio. En suma, la escasa voluntad de colaboración entre los gobiernos federal, estatal y municipal que sucede hacia fines del siglo pasado posiblemente obedezca a un fuerte desequilibrio entre derechos políticos y derechos civiles, al avanzar con mayor celeridad los primeros y quedar los segundos regidos fundamentalmente por un derecho antiguo y en buena medida consuetudinario. Es decir, cuando se promulga y se hace efectivo en la década de 1880 un derecho civil moderno, como el mercantil o el minero, y se aplican las leyes de desamortización con mayor firmeza, se topan con un abigarramiento de formas de propiedad y de posesión de compleja solución.¹² La falta de cooperación entre los niveles de gobierno derivó no sólo de lo tardío de la legislación nacional civil, mercantil y electoral que diera parámetros de certeza jurídica a todos los habitantes en cualquier punto del territorio nacional, sino también del hecho de que la acción del gobierno no se vio acompañada de un reforzamiento de las instituciones de justicia que acotaran la arbitrariedad y protegieran el derecho de los individuos. Tampoco observamos que conforme el gobierno central exigiera mayores contribuciones y que los gobiernos de los estados se vieran obligados a ceder en bien del conjunto del país tierras o bienes baldíos u ociosos, la entidad y sus pobladores hubieran recibido en compensación mayores servicios, como carreteras, escuelas, hospitales.¹³ Menos aún encontramos que a mayor participación de municipios y estados en el presupuesto general de la federación hubieran sido resarcidos con una mayor representación política; por el contrario, se restó libertad política a los municipios, y a partir de 1892 se enquistó en los gobiernos de los estados una clase política al amparo de la reelección indefinida, que caracterizó al Porfiriato, excluyendo a otros actores políticos.

    Posiblemente, el hecho de que no se hubiera pasado del sufragio indirecto al directo, es decir, una cabeza un voto, limitó la posibilidad de romper las jerarquías ciudadanas y transformar las libertades territoriales en una libertad a secas.¹⁴

    Se comprende así que las resistencias a un federalismo colaborativo no obedecen única o principalmente a fuerzas externas, sino también a las que prevalecen en el interior de las instituciones federales y de los grupos sociales que las apoyan. No obstante los enormes desequilibrios y la creciente concentración de atribuciones por el Estado porfiriano, no tuvo éxito la opción centralista. Tomemos algunos argumentos. A partir de 1890, ante el avance estatista, los municipios retoman la bandera de su libertad política, a la cual suman una nueva demanda: la de libertad electoral y de voto directo, con lo cual exigen que los vínculos de comunicación dentro de la matriz federal no se definan más a partir del poder federal, sino a partir de la representación política elegida directamente por los ciudadanos a nivel municipal, estatal y federal.

    Sufragio efectivo, voto directo, libertad municipal y soberanía estatal están presentes en la Revolución mexicana. Su fuerte contenido federalista acaba por plasmarse en la nueva Constitución de 1917, desahuciando la hipótesis de una república unitaria, formulada por algunos constituyentes.¹⁵ Lo que prevalece en los debates y en el ánimo de la sociedad es la idea de un país plural que se niega a abandonar sus diversas realidades culturales y sociales en aras de la uniformidad política y administrativa. El rico legado ideológico y una arraigada tradición política enriquecen y fortalecen el pacto federal; el artículo 115 garantiza la autonomía política y financiera del municipio —esfera de representación más cercana a la sociedad— y el voto directo afianza la libertad política del ciudadano en los distintos órdenes de gobierno. Más aún, se refuerza el vínculo entre los gobiernos federal y estatal debido a que la federación garantizaba los derechos sociales, en tanto que la aplicación de éstos era responsabilidad de los estados. La Constitución federal de 1917 reconocía la obligación del reparto de tierras [artículo 27], contenía una legislación laboral de fuerte contenido social [artículo 123] y estipulaba la impartición y obligatoriedad de la educación [artículo 3]. Sin duda fue mediante la colaboración entre entidades y gobierno federal en torno al trabajo y los derechos sociales como se estrechó la relación entre dichos niveles de gobierno y de éstos con la sociedad.

    El federalismo de la segunda década de este siglo es la clara expresión de una sociedad deseosa de dar vida a un nuevo proyecto de colaboración que replantea la matriz federal en términos equitativos y sujetos a una burocracia central. La voluntad por dar cabida a la pluralidad cultural, étnica, social y política confiere un fuerte contenido social al concepto de libertad política. El poder judicial de la federación se concibe como máxima autoridad garante de los derechos políticos y sociales, y el Congreso federal, compuesto de dos cámaras, se pensó como control del poder ejecutivo y como aval de la soberanía de los estados. El principio de una ciudadanía universal masculina con derecho a voto directo, organizada bajo una forma de gobierno de fuerte contenido federalista, fue lo que en última instancia dio forma y sustancia a la libertad electoral que se manifestó en 1912 y a las demandas de los ciudadanos que se levantaron en armas en el periodo 1913-1917.¹⁶

    Bajo el vigoroso impulso del movimiento social, el federalismo resultó revitalizado, y consecuentemente la soberanía estatal; también se renovó la composición de la representación en el Congreso de la Unión, en donde nuevos representantes más comprometidos con sus entidades federativas, dieron nuevo vigor a la relación entre los estados y la federación. Todo parecía propicio para que prosperara un México plural y democrático, mas no sucedió tal cosa. ¿Por qué? Las respuestas no satisfacen, sólo algunos hechos nos brindan posibles explicaciones. En primer lugar, en el nivel estatal los jefes revolucionarios, convertidos en gobernadores, aún más poderosos en virtud de su poder militar informal, impidieron que se recompusieran las instituciones estatales, específicamente las legislaturas y el poder judicial.¹⁷ Las demandas ciudadanas, en lugar de ser encauzadas de manera institucional, se encontraron sujetas al voluntarismo político del gobernador y de quienes lo apoyaban. La restitución de derechos ciudadanos y la recomposición de los poderes de la Unión, motivos esenciales de la Revolución, fueron obstaculizados por grupos informales de poder, lo que condujo a un nuevo desnivel entre municipios y estados, amenazando incluso la aplicación de los derechos sociales, que acabaron por ser dádivas a clientelas políticas y no derechos. El resultado fue la imposibilidad de dar vida a un federalismo cooperativo entre federación y estados explícito en la Constitución de 1917. A lo largo de las décadas de 1920 a 1960 la libertad fue supeditada de nuevo a la gobernabilidad. El poder federal, y en especial el poder ejecutivo, se convirtió en el agente capaz de satisfacer las demandas sociales y garantizar los derechos civiles de toda la población. En la tarea de difundir la igualdad y proteger a la nación, la Presidencia asumió un sesgo de poder superior a los otros poderes constitucionales, devaluando de hecho a los poderes legislativo y judicial. El ejecutivo federal y jefe del partido oficial, de carácter nacional, sofocó la soberanía de los estados, intervino en la designación de sus gobernadores y minó la autonomía municipal. El burocratismo abrió las puertas a la penetración del corporativismo, que difundió una forma de pensar y actuar decididamente antifederal. Gracias a la organización sectorial, el gobierno federal pudo intervenir en áreas en las cuales constitucionalmente no estaba autorizado. En forma gradual, vemos

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