El diosero
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Conocimiento profundo de la cultura indígena mexicana en el siglo XX
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El diosero - Francisco Rojas González
Mexico
La tona
Crisanta descendía por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el río, de aquel río bronco al que tributaban los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondonada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecillas de la capilla, patinadas de fervores y lamosas de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos de la cruz de hierro.
Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus pies —garras a ratos, pezuñas por momentos— resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las planadas del senderillo… Los muslos de la hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez… La marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha deteníase por instantes a tomar alientos; mas luego, sin levantar la cara, reanudaba el camino con ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.
Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al impulso, vacilaron. Crisanta alzó por primera vez la cabeza e hizo vagar sus ojos en la extensión. En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus labios temblaron y las aletas de su nariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada entonces por un instinto, mejor que impulsada por un pensamiento. El río estaba cerca, a no más de veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el mecapal anudado a su frente y con apremios depositó en el suelo el fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas:
la abuela,
la madre,
la hermana,
la amiga,
la enemiga,
remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajosa, para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas. Entonces se esforzó al lancetazo del dolor. Respiró profunda, irregularmente, tal si todas las dolencias hubiéransele anidado en la garganta. Después hizo de sus manos, de aquellas manos duras, agrietadas y rugosas de fatigas, utensilios de consuelo, cuando las pasó por el excesivo vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos escurrían lágrimas que brotaban de las escleróticas congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta la entrepierna ardorosa, tumefacta y de ahí los separó por inútiles… Luego los encajó en la tierra con fiereza y así los mantuvo, pujando rabia y desesperación… De pronto la sed se hizo otra tortura… y allá fue, arrastrándose como coyota, hasta llegar al río: tendióse sobre la arena, intentó beber, pero la náusea se opuso cuantas veces quiso pasar un trago; entonces mugió su desesperación y rodó en la arena entre convulsiones. Así la halló Simón, su marido.
Cuando el mozo llegó hasta su Crisanta, ella lo recibió con palabras duras en lengua zoque; pero Simón se había hecho sordo. Con delicadeza la levantó en brazos para conducirla a su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la falda de la loma. El hombrecito depositó en el petate la carga trémula de dos vidas y fue en busca de Altagracia, la comadrona vieja que moría de hambre en aquel pueblo en donde las mujeres se las arreglaban solas, a orillas del río, sin más ayuda que sus manos, su esfuerzo y sus gemidos.
Altagracia vino al jacal seguida de Simón. La vieja encendió un manojo de ocote que dejó arder sobre una olla; en seguida, con ademanes complicados y posturas misteriosas, se arrodilló sobre la tierra apisonada, rezó un credo al revés, empezando por el amén
para concluir en el ...padre, Dios en creo
; fórmula, según ella, linda
para sacar de apuros a la más comprometida. Después siguió practicando algunos tocamientos sobre la barriga deforme.
—No te apures, Simón, luego la arreglamos. Esto pasa siempre con las primerizas… ¡Hum, las veces que me ha tocado batallar con ellas…! —dijo.
—Obre Dios —contestó el muchacho mientras echaba a la fogata una raja resinosa.
—¿Hace mucho que te empezaron los dolores, hija?
Y Crisanta tuvo por respuesta sólo un rezongo.
—Vamos a ver, muchacha —siguió Altagracia—: dobla tus piernas… Así, flojas. Resuella hondo, puja, puja fuerte cada vez que te venga el dolor… Más fuerte, más… ¡Grita, hija…!
Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron hilachos, rugió hasta enronquecer y sangró sus puños a mordidas.
—Vamos, ayúdame muchachita —suplicó la vieja en los momentos en que pasaba rudamente sus manos sobre la barriga relajada, pero terca en conservar la carga…
Y los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su habilidad, toda su experiencia, todas sus mañas en los frotamientos que empezaban en las mamas rotundas, para acabar en la pelvis abultada y lampiña.
Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rincón de la choza; entre sus piernas un trozo de madera destinado a ser cabo de azadón. El chirrido de la lima que aguzaba un extremo del mango distraía el enervamiento, robaba un poco la ansiedad del muchacho.
—Anda, madrecita, grita por vida tuya… Puja, encorajínate… Dime chiches de perra; pero date prisa… Pare, haragana. Pare hembra o macho, pero pronto… ¡Cristo de Esquipulas!
La joven no hacía esfuerzo ya; el dolor se había apuntado un triunfo.
Simón trataba ahora de insertar a golpes el mango dentro del arillo del azadón; de su boca entreabierta salían sonidos roncos.
Altagracia sudorosa y desgreñada, con las manos tiesas abiertas en abanico, se volvió hacia el muchacho, quien había logrado, por fin, introducir el astil en la argolla de la azada; el trabajo había alejado un poco su pensamiento del sitio en que se escenificaba el drama.
—Todo es de balde, Simón, viene de nalgas —dijo la vieja a gritos, mientras se limpiaba la frente con el dorso de su diestra.
Y Simón, como si volviese del sueño, como si hubiera sido sustraído por las destempladas palabras de una región luminosa y apacible:
—¿De nalgas? Bueno… ¿y’hora qué?
La vieja no contestó; su vista vagaba por el techo del jacal.
—De ahí —dijo de pronto—, de ahí, de la viga madre cuelga la coyunda para hacer con ella el columpio… Pero pronto, muévete —ordenó Altagracia.
—No, eso no —gimió él.
—Anda, vamos a hacer la última lucha… Cuelga la coyunda y ayúdame a amarrar a la muchacha por los sobacos.
Simón trepó sin chistar por los amarres de los muros pajizos e hizo pasar la cinta de jarcia sobre el morillo horizontal que sostenía la techumbre.
—Jala fuerte… fuerte, con ganas. ¡Hum, no pareces hombre…! Jala, demonio.
A poco Crisanta era un títere que pateaba y se retorcía pendiente de la coyunda.
Altagracia empujó el cuerpo de la muchacha… Ahora más que pelele, era una péndola de tragedia, un pezón de delirio...
Pero Crisanta ya no hacía nada por ella, había caído en un desmayo convulsivo.
—Corre, Simón —dijo Altagracia con acento alarmado—, ve a la tienda y compra un peso de chile seco; hay que ponerlo en las brasas para que el humo la haga toser. Ella ya no puede, se está pasando… Mientras tú vas y vienes, yo sigo mi lucha con la ayuda de Dios y de María Santísima… Le voy a trincar la cintura con mi rebozo, a ver si así sale… ¡Corre por vida tuya!
Simón ya no escuchó las últimas palabras de la vieja; había salido en carrera para cumplir el encargo.
En el camino tropezó con Trinidad Pérez, su amigo el peón de la carretera inconclusa que pasaba a corta distancia de Tapijulapa.
—Aguárdate, hombre, saluda siquiera —gritó Trinidad Pérez.
—Aquélla está pariendo desde antes de que el sol se metiera y es hora que todavía no puede —informó el otro sin detenerse.
Trinidad Pérez se emparejó con Simón, los dos corrían.
—Le está ayudando doña Altagracia… Por luchas no ha quedado.
—¿Quieres un consejo, Simón?
—Viene…
—Vete al campamento de los ingenieros de la carretera. Allí está un doctor que es muy buena gente, llámalo.
—¿Y con qué le pago?
—Si le dices lo pobres que somos, él entenderá… Anda, déjate de Altagracia.
Simón ya no reflexionó más y en lugar de torcer hacia la tienda, tomó por el atajo que más pronto lo llevaría al campamento. La luna, muy alta, decía que la media noche estaba cercana.
Frente al médico, un viejo amable y bromista, Simón el indio zoque no tuvo necesidad de hablar mucho y, por ello, tampoco poner en evidencia su mal español.
—¿Por qué se les ocurrirá a las