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Las musas de Darwin
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Libro electrónico497 páginas8 horas

Las musas de Darwin

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José Sarukhán ofrece en esta obra una descripción de los personajes e ideas que influyeron en la creación de los postulados descritos en Sobre el origen de las especies, a través de un relato novelado de episodios clave en la vida de Darwin y de algunos de sus contemporáneos, como Lamarck, Charles Lyell, Robert Malthus y John Gould. Asimismo, el autor explica concisamente algunos conceptos fundamentales de la teoría de la selección natural y su evolución a la vista de los conocimientos actuales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jul 2017
ISBN9786071651563
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    Las musas de Darwin - José Sarukhán

    remordimiento.

    PRIMERA PARTE

    LAS MUSAS

    I. Antecedentes

    EL PROGRESO DE LA CIENCIA

    La percepción que las personas tienen de la ciencia es, con frecuencia, intrigante y curiosa. Por lo general, las diversas sociedades de cada país tienen grados diferentes de cultura científica que tienden a estar relacionados con el grado de avance científico del país correspondiente, aunque no siempre es el caso.

    Comúnmente consideramos a una persona, cuya actividad profesional se ubica fuera de la ciencia, como científicamente culta si conoce al menos un campo del conocimiento científico (como podría ser la física), dentro del cual tiene idea de la existencia de una teoría (por ejemplo la de la relatividad) y sabe quién fue su autor (en este caso, Albert Einstein); su grado de cultura científica sería tanto mayor cuanto pudiera describir aspectos de la teoría.

    No obstante, sería muy raro que esta persona, a la cual hemos calificado como poseedora de un determinado nivel de cultura científica, tuviera conocimiento del proceso mental por el cual Einstein llegó a concebir esa idea, al mismo tiempo tan concreta y tan compleja, como es la teoría de la relatividad. Este proceso es particularmente importante: refleja no sólo los múltiples caminos que las ideas científicas toman en la mente de una determinada persona, sino también la forma en que el pensamiento de sus colegas —no únicamente en el área estricta de su disciplina, sino a veces también en áreas periféricas— influye, moldea, ayuda a reinterpretar datos y conceptos conocidos y, finalmente, inspira el acto creativo de la innovación científica. Este acto creativo puede estar representado por una nueva teoría que aclara numerosos fenómenos que antes no tenían una explicación satisfactoria bajo una teoría global, o bien por un nuevo concepto o un nuevo paradigma.

    FIGURA I.1. Alfred Nobel (1833-1896). Químico sueco.

    En mi opinión, el proceso de cómo se llega a una idea revolucionaria e innovadora en la ciencia con frecuencia ilustra en forma más interesante la naturaleza de la investigación científica que la nueva idea misma.

    Para muchos, la ciencia está constituida por la acumulación de descubrimientos o de ideas y conceptos, ya que ésta es la manera en que, a través de diversos medios, recibe la información de su desarrollo. Aun en los reconocimientos científicos más importantes, como el Premio Nobel, hay un énfasis en sólo una parte de la creación científica: la de los aspectos utilitarios (figura I.1). La imagen de la ciencia como una simple acumulación de hechos y datos es distorsionada e incompleta, ya que hace caso omiso de la forma en que se originan los conceptos y las ideas, o se mejoran los ya existentes, lo cual es básico para la generación de los productos terminados de la ciencia. El entendimiento del mundo que nos rodea se logra mejor mediante grandes avances conceptuales que por la simple acumulación de hechos y datos.

    Einstein, como cualquier otro científico, no habría podido elaborar la teoría de la relatividad si hubiera estado aislado del pensamiento de sus colegas físicos, tanto sus contemporáneos como los que le precedieron. Los elementos que empleó para desarrollar la teoría general de la relatividad se originaron en el conocimiento de sus colegas, gran parte del cual tenía varios años de haberse producido.

    Las ideas y los conceptos que constituyen el cuerpo medular del conocimiento científico de la humanidad se desarrollan poco a poco, en un lento proceso de comparación, de selección de la información disponible, de evaluación de datos e ideas y, finalmente, de su incorporación a dicho cuerpo de conocimientos. Sin embargo, en muchas ocasiones el progreso en la ciencia ocurre por medio de abruptos y dramáticos cambios. Cambios que pueden iluminar de golpe el escenario de la fenomenología natural, o bien romper el equilibrio del conocimiento de la humanidad, estableciendo un continuo proceso de construcción, crisis, demolición y reconstrucción de las ideas en una nueva síntesis, a partir de la cual se renueva el proceso.

    Lo anterior define el avance de la ciencia en un principio como un proceso poco predecible, un tanto aleatorio; pero el avance sigue y tiende a volverse menos impredecible y aleatorio en la medida en que se entienden mejor los fenómenos de la naturaleza y se intuye más el derrotero que el conocimiento puede seguir.

    Es indudable que la evolución de las ideas puede, en ocasiones, recorrer caminos equivocados y llegar a callejones sin salida, y que la diversificación de las ideas tiene periodos de crisis, de gran actividad y de estabilización. Por ello, la historia del pensamiento científico está caracterizada por un desarrollo discontinuo, no solamente en orientación, sino también en intensidad.

    Las síntesis innovadoras en la ciencia tienen origen en la conjunción de ideas que previamente aparecen inconexas. Esta síntesis es generadora de grandes cambios en la historia de la ciencia cuando dos disciplinas que se habían desarrollado independientemente confluyen y generan un nuevo orden, dando unidad a lo que parecía ser improbable. Sin embargo, este proceso de hibridación, ya sea entre ideas aisladas o entre disciplinas diferentes, no es sencillo, pues produce una interferencia mutua y un intercambio de características cuyo resultado es una transformación entre los dos componentes.

    La reinterpretación de las ideas existentes y del conocimiento previo ha desempeñado un papel central en el desarrollo de la ciencia. Esto no implica que la adquisición de información y datos nuevos tenga importancia secundaria, ya que el valor de la experimentación y la observación empírica es capital. Sin embargo, la colección de datos y hechos fuera de una matriz selectiva de pensamiento, es decir de una teoría, sí puede resultar irrelevante. Thomas H. Huxley, de quien haré referencia con mayor detalle más adelante, comentaba que aquellos que en la ciencia insisten en no ir más allá de los hechos rara vez llegan a ellos, y que la ciencia está hecha de hipótesis que, aunque después han sido comprobadas, tenían muy poco fundamento en el momento de su proposición. El físico sir William Lawrence Bragg, ganador del Premio Nobel por descubrir estructuras cristalinas mediante la utilización de rayos X, sugiere que la esencia del quehacer científico reside no tanto en el descubrimiento de nuevos hechos, sino en encontrar formas nuevas y originales de interpretarlos. Baste recordar que Copérnico revolucionó la manera de pensar de la humanidad acerca del movimiento planetario antes de la invención del telescopio, el instrumento que más ha ayudado a los astrónomos a lograr nuevos hallazgos acerca del universo en que vivimos. Los hechos en que se basó para explicar el movimiento de los planetas eran conocidos por todos, y sin embargo nadie los había interpretado como lo hizo Copérnico.

    La información, los datos y las cifras representan las pequeñas piezas necesarias para construir un mosaico; sin embargo, la manera de combinar y colocar las piezas es lo que logra los diseños con significado y lo que crea las nuevas formas.

    Existen en la estructura de la ciencia fuerzas internas que la sostienen pero que en ocasiones actúan como poderosas barreras contra el avance del conocimiento. Estas fuerzas constituyen lo que podríamos llamar el establecimiento científico, esto es, organizaciones tales como los centros de investigación, las sociedades científicas, los mecanismos de difusión del conocimiento original, entre los que se encuentran las revistas científicas, etc. Pero al igual que toda organización humana, adolecen de males como los intereses de grupo o de individuos. Sin embargo, en estricto honor a la verdad, aunque tales estructuras hayan bloqueado algunas ideas innovadoras, al final de cuentas la verdad termina por imponerse a los intentos para preservar el statu quo en una disciplina. No obstante, estos brotes de conservadurismo dejan víctimas, en ocasiones en forma dramática. Un ejemplo tristemente célebre es el de Ignaz Philipp Semmelweis, joven médico húngaro que trabajaba en la primera clínica obstétrica en Viena alrededor de 1845. En ese tiempo no era raro que las madres contrajeran una infección —frecuentemente mortal— inmediatamente después del parto. La mortalidad por fiebre puerperal, que es el nombre de esa enfermedad, podía alcanzar hasta 16% de los casos de parto. Semmelweis se interesó especialmente en estudiar las causas de esa infección y la razón de por qué su incidencia era muchísimo mayor entre las mujeres que daban a luz en hospitales que en aquellas que lo hacían en sus hogares o que, prefiriendo no ir a las clínicas por el peligro, parían en la calle. Como consecuencia de la muerte de un muy buen amigo suyo que era patólogo y que contrajo la infección al analizar el cadáver de una mujer que había fallecido de fiebre puerperal, Semmelweis llegó a la conclusión de que el portador de la infección era el personal que atendía a las parturientas, en especial los estudiantes de medicina y sus profesores, ya que las atendían después de practicar autopsias —como parte de su adiestramiento— y de realizar operaciones en cuerpos infectados. De inmediato, Semmelweis organizó un experimento para probar su hipótesis, para lo cual ordenó que en un ala de la clínica todos los estudiantes se lavaran concienzudamente las manos con agua, jabón e hipoclorito de calcio; en la otra ala, atendida normalmente por parteras que no tenían contacto con otros enfermos y donde las muertes por fiebre puerperal eran menos que en la sección atendida por los estudiantes, las parteras no se lavarían las manos como aquéllos.

    Los resultados fueron contundentes. La mortalidad en el ala donde los estudiantes tenían que lavarse las manos al salir de las salas de operaciones y de autopsias antes de atender a las madres parturientas cayó muy por debajo de la registrada en el ala que había servido como testigo del experimento. La aplicación de esta sencilla regla de higiene redujo la mortalidad en las mujeres parturientas a menos de 1%. Sin embargo, el jefe de la clínica, Johann Klein, reaccionó prohibiendo la práctica, porque se salía de la ortodoxia impuesta por la costumbre médica de la época, y destituyó a Semmelweis, arruinándole su reputación a tal grado que ni en su país logró que se impusieran las prácticas de asepsia que había recomendado para reducir el riesgo de fiebre puerperal. La frustración de Semmelweis ante las miles de muertes que nunca debieron haber ocurrido fue de tal magnitud que acabó sus días recluido en un hospital para enfermos mentales, donde murió ignorado en su tiempo a pesar del avance que había logrado, pero conocido en nuestros días como un mártir de la ciencia. Desgraciadamente son muchos los casos de aquellos que, a lo largo de la historia, han sufrido una suerte similar y que son desconocidos, ya que sus circunstancias no fueron tan notables como la de Semmelweis.

    Ningún dato, ningún experimento, proveen a su autor o a otros científicos de verdades y certezas absolutas. Por lo general, cada dato y cada resultado de un experimento pueden ser interpretados en más de una forma. La ciencia no busca certezas absolutas, sino que acepta grados de probabilidad en la interpretación correcta de un fenómeno. Algunos cambios en la ciencia ocurren solamente por la acumulación del peso de las pruebas; en otros casos la fusión de dos o más teorías, de apariencia original contrapuesta, provee el mecanismo para su avance y para la generación de nuevos conceptos. Cabe aclarar que los conceptos no son elementos exclusivos de la ciencia, pues constituyen parte esencial de cualquier acto de la creatividad humana; el arte, la filosofía y la historia, por ejemplo, requieren para producir innovaciones y progreso, el desarrollo y la mejoría de conceptos que les son propios.

    Los conceptos desempeñan un papel muy importante en las ciencias biológicas, ya que los biólogos expresan usualmente sus generalizaciones en forma de conceptos más que de leyes. Por lo tanto, el progreso de la biología depende en gran medida del desarrollo de dichos conceptos o principios. ¿Cómo influyen los conceptos de un campo del conocimiento en quienes se adentran en él y cómo las personas afectan a su vez dichos conceptos? ¿Cómo incide el ambiente social y cultural en un campo del conocimiento y en quienes se esfuerzan en avanzar las fronteras de dicho campo? No creo que haya respuesta sencilla a estas interrogantes. Lo cierto es que existen corrientes opcionales, a manera de movimientos pendulares, que determinan que los factores sociales y culturales en ocasiones dominen sobre un campo del conocimiento y que, en otras, un nuevo conocimiento en un campo vital de la ciencia influya determinantemente en dichos factores.

    EL ESCENARIO INTELECTUAL EN LA TEOLOGÍA Y EN LA BIOLOGÍA PREDARWINIANAS

    La raíz de las concepciones filosóficas y científicas acerca de la vida sobre la Tierra —su origen, su organización, la estabilidad de las formas vivientes, etc.— se ubica en los inicios del registro histórico de la humanidad. Así, encontramos los conceptos de Aristóteles sobre los modelos ideales a los que se conformaban todos los organismos y de los cuales cada individuo era una variante más o menos accidental. Está también el pensamiento de Anaximandro, quien difundía en el siglo V a.C. la idea de que el ancestro del hombre pudiera haber sido un animal acuático y que la Tierra y sus habitantes descendían del mismo material original. O bien la teoría de Empédocles, un siglo después, sobre el origen de los seres vivos, en la que propone la existencia de un universo o reservorio de partes de los organismos (miembros, órganos, etc.) con los que se producirían innumerables combinaciones; las combinaciones afortunadas, es decir, aquellas que producirían plantas o animales reconocibles como normales, serían las que permanecerían, mientras que las combinaciones erróneas, que darían organismos monstruosos o quimeras, desaparecerían.

    FIGURA I.2. Aristóteles (384-322 a.C.). Filósofo griego.

    Aristóteles (figura I.2), Anaximandro y Empédocles no son los únicos pensadores que, de alguna forma, se refirieron a aspectos del posible origen de las especies, de su significado y de su estabilidad o posibilidad de cambio. En la historia de la cultura hay abundantes referencias al respecto. Sin embargo, ninguna de ellas en lo individual o en conjunto forma lo que podría distinguirse como un cuerpo coherente de ideas o hipótesis. Consideradas dentro del dilatado lapso en que fueron propuestas, estas ideas constituyen más bien la expresión de la inquietud intelectual de la humanidad acerca del origen de la vida, del significado de la presencia del hombre sobre la Tierra. No creo que alguna de estas ideas realmente pueda considerarse en sí misma como un antecedente serio en el que Darwin se hubiera basado para iniciar la conformación de sus propias ideas.

    FIGURA I.3. James Ussher (1580-1656). Arzobispo irlandés.

    El creacionismo, es decir, la corriente de pensamiento religioso que sostiene que el universo, en el que se incluye nuestro planeta y los seres que lo habitamos, fue creado por un acto especial divino, representó por siglos la única explicación válida y aceptada para la civilización judeocristiana acerca de la vida en la Tierra. Otras religiones también se basan en actos de creación divina para explicar el origen de la vida.

    El Génesis era, y es aún para mucha gente, el relato oficial del origen de la Tierra, de la vida en ella y de la presencia del hombre. Por mucho tiempo se creyó que nuestro planeta era solamente cinco días más viejo que la presencia del hombre en él. Sin embargo, como esto resultaba cada vez más difícil de aceptar por los fieles o de sostener por la Iglesia, en el siglo XVII James Ussher, un arzobispo irlandés (figura I.3), usó un curioso método para calcular que la Tierra en realidad había sido creada en el año 4004 a.C. Algunos escolásticos, aun más curiosos y entusiastas por refinar la precisión bíblica, proponían que el día exacto de la creación había sido el 23 de octubre del mencionado año. Muchas biblias modernas llevan aún impresa la fecha calculada por Ussher al margen del párrafo respectivo del Génesis.

    La idea que las sociedades europeas tenían acerca de la Tierra era, además de que era relativamente joven, que permanecía inmutable desde su creación, excepto por las modificaciones generadas en su superficie por el diluvio universal.

    Respecto a los seres vivos, la idea generalizada y aceptada era que los animales y plantas que vemos ahora eran los mismos que aparecieron sobre la faz de la Tierra el día de la creación en el año 4004 a.C. y que fueron bautizados por Adán y más tarde rescatados en parejas por Noé en su gran arca para salvarlos del diluvio. Sin embargo, los constantes hallazgos de organismos fosilizados diferentes de cualquiera de los seres vivos conocidos empezaron a despertar inquietudes; había que encontrar alguna explicación a ellos. Se ofrecieron varias respuestas: una fue que probablemente habrían ocurrido varios diluvios y que algunos organismos desaparecían como castigo y lección divinos para que la humanidad se comportara dignamente. La otra era que el Creador había decorado piedras con figuras de diversos animales, aunque la finalidad de tal ejercicio artístico rupestre no tenía una explicación clara.

    En el ámbito laico, otras ideas se iban desarrollando, pero siempre en acomodo a las restricciones impuestas por el pensamiento religioso. Así surgió el deísmo, corriente de pensamiento impulsada por la Iglesia y dominante por mucho tiempo que sostenía un vínculo racional de Dios con todas las criaturas, vínculo susceptible de comprensión por la razón humana. El deísmo proponía también una visión optimista de la naturaleza en la que la armonía total entre los seres era el principio regulador, así como una concepción antropocéntrica según la cual todo lo creado por Dios era útil y por lo tanto era ofrecido para beneficio del hombre.

    El progresionismo, otra corriente con más elementos laicos, proponía la existencia de una cadena de los seres en que cada eslabón era el resultado de un acto especial de creación divina. Esta corriente de pensamiento, muy extendida durante el siglo XVIII y parte del XIX, fue sostenida por naturalistas y científicos de la talla de Lamarck y de Louis Agassiz, director del Museo de Zoología Comparada (Museum of Comparative Zoology) de la Universidad de Harvard y vigoroso opositor de la idea de la evolución por medio de la selección natural de Darwin (figura I.4).

    FIGURA I.4. Louis Agassiz (1807-1873). Zoólogo suizo.

    El pensamiento teológico dominó todas las actividades intelectuales, incluidas desde luego y especialmente las de naturaleza científica, durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Existen numerosos y connotados ejemplos de esta influencia en los campos de la astronomía, la medicina y otros. Por ello, Darwin no solamente tuvo que luchar en su fuero interno con el conflicto provocado por esta influencia y retrasar la publicación de su obra sobre el origen de las especies, sino que implícitamente le dio a la creación especial un rango científico en su libro de El origen al contrastarla con la evolución.

    Durante los siglos XVI y XVII se inició un profundo proceso de cambio en la concepción del hombre acerca de la naturaleza y de su lugar en ella. La revelación bíblica empezó a dejar de ocupar el lugar de autoridad exclusiva en la explicación de los fenómenos naturales; numerosos descubrimientos, en diversos campos del conocimiento, propiciaban el cuestionamiento de las narraciones bíblicas como explicaciones únicas e indiscutidas de las características y los hechos observados en la naturaleza. Las ideas de Laplace, Kant y otros científicos y filósofos acerca de la naturaleza del tiempo y del cosmos desafiaron las explicaciones bíblicas y comenzaron a aceptarse cada vez más ampliamente entre los círculos intelectuales. Varios hechos, tales como el encuentro de los naturalistas con las nuevas y muy diversas floras y faunas descubiertas en los viajes de exploración de los países colonialistas por tierras exóticas y desconocidas; los descubrimientos de nuevos depósitos de fósiles en diferentes estratos geológicos y la evidencia inescapable de la extinción histórica de muchos organismos, y los avances en el estudio de la morfología de los organismos, entre otros, constituyeron un claro desafío a las interpretaciones dogmáticas de la idea que la humanidad tenía de sí misma y de la naturaleza que la rodeaba.

    Al término del siglo XVIII, el interés creciente de los naturalistas por conocer la enorme diversidad de la naturaleza que se abría ante sus ojos había acumulado una serie de interrogantes que exigían explicación. Ejemplos de interrogantes para las cuales no había respuesta convincente en el esquema conceptual del momento eran, entre otras, el origen de la diversidad biológica y la razón de su ordenamiento en lo que parecía ser un sistema natural; la explicación de las exquisitas adaptaciones de los organismos a las condiciones de su ambiente físico y, en muchos casos, a los otros organismos con los que estaban relacionados; las causas de las aparentes extinciones masivas de organismos; la relación entre especies muy parecidas pero que constituían entidades diferentes, y las razones que explicaban la existencia de órganos vestigiales.

    De igual forma, hacia fines del siglo XVIII, las pruebas acumuladas por las observaciones naturalistas produjeron la aparición simultánea de ideas evolucionistas en personas como Johann Wolfgang von Goethe en Alemania, Geoffroy Saint-Hilaire en Francia y el abuelo de Charles Darwin, Erasmus, en Inglaterra (figura I.5).

    FIGURA I.5. Erasmus Darwin (1731-1802). Médico inglés, abuelo de Charles Darwin.

    El creacionismo era cada vez menos satisfactorio como fuente de explicación de las interrogantes anteriores. Por ello, había condiciones para un cambio profundo y más extendido en la concepción de las ideas acerca de la vida, de su diversidad y de las relaciones entre los organismos. El tiempo estaba ya maduro para un nuevo naturalista que tratara estos problemas desde un punto de vista diferente; un punto de vista que inevitablemente entraría en conflicto con el dogma del momento. Siendo aquella una época rica en naturalistas, Lamarck proporcionó la idea innovadora.

    PRECURSORES DE IDEAS EVOLUTIVAS COHERENTES: UN CONDE Y UN CABALLERO

    Hubo dos corrientes de pensamiento dominantes acerca del origen y de la estabilidad o evolución de las especies que constituyeron proposiciones mucho más coherentes y estructuradas, y que antecedieron al pensamiento darwiniano e influyeron o sirvieron de base para su desarrollo. Me refiero a la obra de los dos naturalistas franceses de mayor reputación de los siglos XVIII y XIX: Buffon y Lamarck.

    Georges-Louis Leclerc nació el 7 de septiembre de 1707 en Montbard, a la orilla del río Armançon, en la región francesa productora del vino de Borgoña y de la mostaza de Dijon (figura I.6). Al llegar a los 25 años añadió a su nombre el de comte (conde) de Buffon y desde su juventud se definió como un inquieto intelectual interesado en todos los aspectos de la ciencia. Se asoció a varios intelectuales y científicos ingleses de su época, especialmente a lord Kingston, e hizo traducciones al francés de obras de varios científicos ingleses, entre ellos Newton. Siendo muy joven, en 1740, fue nombrado miembro de la Real Sociedad inglesa (Royal Society of London for the Improvement of Natural Knowledge); años antes, a los 27 de edad, había sido admitido como miembro de la Academia de Ciencias francesa (Académie des Sciences), en donde presentó como conferencia de ingreso su famoso Discurso sobre el estilo.

    FIGURA I.6. Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788). Naturalista, botánico, matemático, biólogo, zoólogo y escritor francés.

    A los 35 años de edad fue encargado de los Jardines Reales y del museo, que él creó adjunto a los mismos. En el desarrollo de este último puesto, Buffon produjo la monumental obra por la que adquirió notable y justificada fama: la Historia natural, general y particular, en la que por primera vez se hace un intento por sintetizar todo el conocimiento científico disponible hasta ese momento acerca de la naturaleza que rodea al hombre, incluyendo desde el origen y evolución de nuestro planeta hasta la biología de las ballenas. Esta obra consistió, finalmente, en 44 volúmenes, de los cuales 35 se publicaron en vida de Buffon y el resto después de su muerte.

    La inquietud reinante en aquella época acerca de los posibles orígenes de la vida y su cambio se manifiesta en el mismo año (1749) de la publicación de los tres primeros volúmenes de la Historia natural de Buffon, con la aparición simultánea de dos importantes obras. La primera es un folleto del filósofo y literato francés del periodo de la Ilustración Denis Diderot, titulado Carta sobre los ciegos, en el que subraya la importancia de los sentidos en la vida del hombre y propone la habilitación de los ciegos mediante el uso de otros sentidos, especialmente el del tacto. En el mismo folleto, Diderot formula planteamientos que retoman las ideas de Empédocles sobre el origen de las especies. El carácter ateo del folleto le valió a Diderot una estancia de tres meses en la cárcel de Vincennes. La segunda obra es la Protogaea de Gottfried Wilhelm Leibniz, de publicación póstuma, en la que el famoso jurista, filósofo y matemático alemán, inventor del cálculo diferencial e integral, sugiere la posibilidad de la transformación de las especies.

    A pesar de que Buffon fue el primero en enfrentar seriamente las ideas evolucionistas de su época (hecho en el que reside en buena parte la importancia de su influencia sobre Darwin), nunca propuso una explicación concreta como lo hizo Lamarck. Podemos hablar de una teoría lamarckiana sobre la evolución, pero no podemos decir lo mismo acerca de Buffon, quien tampoco llegó a encarar el dilema que se establece entre la creación especial o divina y los cambios evolutivos que ocurren en las especies. Su respuesta a este problema fue adherirse a la proposición de la generación espontánea de la vida, que supone que los organismos pueden surgir directamente de diferentes tipos de materia inanimada, tales como el lodo, la basura o la ropa vieja. Su apego a esta teoría fue más el resultado de creer que la generación espontánea es una explicación menos mala del origen de la vida que las dadas por cualquier otra de las teorías existentes, que el de tener algún argumento concreto en contra de éstas. Así, Buffon manifiesta cierta falta de rigor intelectual que se refuerza en su pensamiento acerca del problema de la diferenciación de las especies. Dice Buffon: En general, la relación entre las especies es uno de esos misterios tan profundos de la naturaleza que el hombre no puede investigar, excepto por medio de experimentos que deben de ser tan prolongados como difíciles de hacer. A Buffon tampoco le atraía el orden ni la sistematización de las ideas, por lo que rechazó, lisa y llanamente, el sistema de clasificación binomial de Linneo; no obstante, en prueba de su inconsistencia, él mismo propuso poco después otro sistema de clasificación marcadamente antropocéntrico, en el que el hombre se encontraba en el primer escalón y a continuación los animales domésticos más importantes, los cuales eran seguidos por el grupo de animales domésticos de segunda importancia, etcétera.

    En el pensamiento buffoniano, todos los organismos vivían en armonioso concierto en el cual no había lugar para la competencia o la lucha por la existencia. Curiosamente, Buffon tenía percepción del poder de crecimiento geométrico o exponencial de las especies, pues en el volumen II de su Historia natural menciona que en 150 años el globo terráqueo puede cubrirse de un solo tipo de organismos. Sin embargo, no discute —porque no ha sido éste el caso nunca— y tampoco interpreta esta capacidad de enorme crecimiento de las poblaciones como un elemento que necesariamente crearía situaciones de competencia por recursos, sino como prueba y explicación de lo natural y fácil que resulta el que haya tantos seres vivos.

    Los primeros conceptos de tipo evolutivo de Buffon aparecen en forma contrapuesta en un capítulo sobre la Historia natural del asno, en el que menciona que si fuera cierto que el asno es solamente un caballo degenerado, no habría límites al poder de la naturaleza, y estaríamos en lo justo al afirmar que, de un solo ser, la naturaleza habría producido en el curso del tiempo todos los seres organizados. ¡Pero no! Es claro, por la Revelación, que todos los animales han participado igualmente de la gracia de la creación. Esto evidencia un criterio creacionista en las ideas de Buffon acerca del origen de las especies, pero contrasta con una visión sorprendentemente moderna de lo que es una especie: Cada especie, cada serie de individuos capaces de reproducirse e incapaces de mezclarse con otras especies, será considerada y tratada separadamente.

    En otro ensayo —Sobre la degeneración de los animales—, Buffon mezcla algunas ideas acerca de que los cambios en los animales se dan por procesos de degeneración; así, el asno se deriva del caballo por degeneración, como lo hace la cabra del borrego. Nuevamente, en sorprendente contraste, propone la original idea de que algunos animales exclusivos del Nuevo Mundo y de Oceanía, como los perezosos, los armadillos y los marsupiales, tuvieron que originarse en forma aislada del resto.

    FIGURA I.7. Pierre Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759). Filósofo, matemático y astrónomo francés.

    Buffon también compila algunas de las ideas evolutivas de Pierre Louis Moreau de Maupertuis, astrónomo y matemático francés que introdujo en Francia las ideas de Newton acerca de la gravitación y probó la idea también newtoniana de que la Tierra es una esfera achatada en los polos (figura I.7). Maupertuis refería el caso, famoso en su tiempo, de la familia Ruhe, en la que varios de sus miembros presentaban polidactilia, es decir, la presencia de más de cinco dedos en manos y pies; describía la forma en que este carácter se había heredado por generaciones, y sugería que de esta forma se pudieran generar nuevas especies. Maupertuis llegó a calcular la probabilidad de que los padres de la familia Ruhe legaran a los hijos la polidactilia en un proceso al azar, pero Buffon desechó este argumento, considerando que las probabilidades de que ello ocurriera eran infinitamente pequeñas.

    En resumen, se puede uno preguntar si Buffon, a pesar de haber tratado aspectos evolutivos, puede considerarse como un precursor de ideas coherentes acerca de la evolución. Mi respuesta es que no. La inconsistencia de las ideas de Buffon sobre la evolución puede explicarse en parte como causada por el ambiente intelectual en el que vivió, ya

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