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Biografía del Estado moderno
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Biografía del Estado moderno

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Ofrece un análisis de las formas de gobierno que han desembocado en la creación del Estado moderno a partir del orden medieval. Considera que la definición de nación no cabe dentro de ningún sistema lógico, a pesar del ideal norteamericano de nación como una reunión libre de individuos que desean vivir unidos bajo el mismo gobierno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jul 2014
ISBN9786071621405
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    Biografía del Estado moderno - Richard Howard Crossman

    1969

    I. INTRODUCCIÓN

    Las teorías políticas constituyen un modo arriesgado de pensar, puesto que no se trata de una ciencia que pretenda entender, prever y controlar los movimientos de la naturaleza, ni de una filosofía pura que busque definir el carácter del pensamiento y de la realidad misma. Tampoco es simplemente histórica. El teórico político no puede, por mucho que trate, limitarse a un catálogo de las varias formas del Estado que han existido, o de las diferentes ideas que sobre el Estado han profesado los hombres. No sólo debe determinar hechos, sino interpretarlos y el sentido en que lo haga depende, en parte al menos, de sus sentimientos personales y de su filosofía de la vida.

    Para entender esto, hagamos una analogía simple. Supongamos que en el jardín de mi casa corre un arroyuelo. Un día, yo decido hacer una represa y desviar sus aguas por un nuevo canal. Si soy listo aplicaré determinados principios científicos para realizar tal tarea. Puedo utilizar el arroyo para realizar mis planes, si entiendo su naturaleza. El que esos planes sean buenos o malos moralmente, no afecta mi poder sobre el arroyo ni mi conocimiento de su naturaleza. Pero imaginemos ahora un pez nadando en ese arroyuelo. Vamos a suponer que él también se encuentra milagrosamente dotado de poderes humanos. Que puede razonar y amar, esperar y temer. El arroyuelo es el elemento en que vive nuestro pececito, y todas sus aspiraciones están limitadas por la naturaleza de su existencia acuática. No puede salirse del arroyo y controlarlo desde el exterior, ni puede pensar tampoco sobre su vida como yo pienso desde tierra. Podría tratar de hacerlo, mediante tremendos esfuerzos de abstracción, y éstos indudablemente resultarán útiles. Pero nada podrá separar su pensamiento completamente de su naturaleza acuática. Su concepto del bien y del mal, su esperanza del paraíso y su temor del infierno serán siempre propios de un pez. Brotarán de su experiencia de vivir en el arroyo del fondo de mi jardín. Aunque dicho conocimiento puede ser objetivo y hasta científico, al planear la vida en su medio acuático, el pez nunca logrará obtener un punto de vista realmente objetivo del agua y del fango, como puedo lograrlo yo, porque nunca podrá contemplarlos desde fuera.

    Nosotros, meros seres humanos, a veces miramos con desprecio a los pobres peces mudos y nos concebimos a nosotros mismos como criaturas ilimitadas en nuestras facultades intelectuales. Pero en realidad los hombres ni siquiera pueden pensarse a sí mismos en un mundo de peces aunque entendamos todo lo referente a ellos. Sólo podemos pensar cómo se portaría ahí un ser humano, lo que es algo muy distinto, y en segundo lugar, nosotros también estamos en un arroyo en el cual vivimos, respiramos y pensamos.

    Ese arroyo es el proceso de la historia en este planeta. Aquí nadamos durante un tiempo, planeamos, imaginamos cosas, amamos y odiamos, engendramos hijos que nadarán después de nosotros. A pesar de que podemos entender y controlar mucho de lo que hay dentro del arroyo, nunca podremos salirnos de él y planear el arroyo mismo, como yo puedo proyectar el curso de ese arroyo en mi jardín. Estudiando la calidad del agua, podemos aprender a predecir inundaciones y cataclismos que barrerán con nuestros hogares y destruirán nuestra civilización: estudiándonos a nosotros mismos podemos sostener que este sistema social es preferible a aquel otro, y tratar de imponer el que creemos mejor. Pero como la corriente de la historia está más allá de nuestro control, y ello es esencial a nuestra naturaleza, debemos recordar siempre que todos nuestros proyectos deben ser relativos.

    La teoría política es el esfuerzo mental para resolver el mejor modo de organizar la vida de los seres humanos que viven el proceso histórico. No puede llegar nunca a conclusiones finales porque el ambiente en que vivimos está continuamente cambiando, en parte, por un incontrolable y natural proceso, y en otra, por el propio esfuerzo humano. Orgullosos como somos, debemos recordar que no podemos controlar todas las fuerzas de la naturaleza. Si un cometa tropezara con la Tierra podrían cambiar nuestras circunstancias de tal modo que necesitaríamos tipos de organización política completamente diferentes. Sólo podemos planear, dirigir y controlar, en tanto nuestro medio ambiente no se altere ni muy violenta, ni muy rápidamente. Aun las leyes de la gravedad no son inalterables; lo que ocurre es que han permanecido sin alteración durante largo tiempo en un área considerable del Universo.

    En consecuencia, los límites de la teoría política están constituidos, en primer lugar, por el ambiente físico en que vivimos, la totalidad del mundo material que se encuentra en cambio constante y general, y en segundo, por el ambiente humano que también cambia. El hombre, con sus dotes únicas del lenguaje y de la memoria, ha sido capaz, en el curso de unos pocos miles de años, de construir una gran tradición social que permite a cada niño comenzar su vida adulta con la sabiduría acumulada de varias generaciones. Esta tradición social es un hecho tan real como los del mundo físico: es el hecho humano, la obra suprema de la humanidad. El nativo de las Nuevas Hébridas, el campesino chino, el millonario norteamericano, respiran la misma atmósfera física, pero su ambiente social es diferente. No lo han creado o razonado ellos mismos: pero los ha hecho lo que son, y su vida espiritual les sería tan imposible sin él como es imposible la vida física sin el aire. Les ha dado a cada uno, de manera distinta, la escala de valores, la religión, y los intereses que poseen y aunque puedan alterarlo ligeramente o criticarlo, no pueden pensar fuera de ese ambiente de la misma manera como no podrían pasarse sin respirar.

    En consecuencia, según vemos claramente, la teoría política no puede constituir una ciencia absoluta. No puede fijar en forma definitiva cómo deben vivir todos los hombres, ni cómo deben organizarse los Estados. Sólo puede, luego de estudiar las condiciones físicas existentes y el medio ambiente social, sugerir los medios y maneras de ordenar la existencia. Si ocurre un cambio, en alguna o en ambas de las condiciones limitantes antedichas, la teoría política quedará retrasada, y se convertirá únicamente en un interesante fenómeno histórico.

    Por este motivo, conduce a poco estudiar la teoría política pura, en lo abstracto. No se puede aislar la parte política ni la más mínima organización estatal de la estructura intrincada de la sociedad humana y menos aún pretender entenderlas de esa manera. No tiene objeto alguno hacer una larga lista de teorías del Estado según las profesaran Platón, san Agustín, Maquiavelo, Rousseau y Marx, compararlas entre sí y preguntar, a fin de cuentas, ¿cuál era la buena? Tampoco se adelantará mucho estudiando los métodos de los más famosos estadistas, preguntándose cuál de ellos ha procedido mejor. Tenemos que considerar a la política sólo como un aspecto de la vida en una época determinada, y la teoría política como un aspecto del pensamiento en esa época. Lo bueno y lo malo, lo justo o lo injusto, cobran sentido cuando reflexionamos sobre nuestros propios problemas, y no podemos reflejarlos sobre el pasado hasta que no hayamos descubierto en qué sentido los problemas de nuestra época son análogos a los de aquellas edades.

    Si alguno se pregunta de qué sirve estudiar las ideas políticas de las pasadas generaciones, se puede contestar que para dos objetivos; en primer lugar, si la fase actual del proceso histórico es única y distinta de las anteriores, también es evidente que tiene su origen en el pasado y será ininteligible sin conocer aquél.

    Estudiar la historia de las ideas políticas, es estudiar nuestras propias ideas, y ver cómo hemos llegado a adquirirlas. La mayor parte de ellas no son nuestras en el sentido de que hayamos sido nosotros mismos quienes las hemos elaborado. Como todas las demás ideas, las recibimos en bloque en el proceso de nuestro desarrollo. Las tomamos de las poesías que aprendimos, de los himnos que cantábamos, de los periódicos que leíamos y de las conversaciones de nuestros padres. No encajan totalmente en un conjunto ordenado, pero no son mucho peores que el montón de prejuicios fragmentarios que la educación universitaria trata, sin éxito, de ensamblar en nuestra mente y a los que la vida real termina por dar su forma definitiva.

    Desde este punto de vista, la vida del individuo no es muy diferente de la vida de la sociedad. Nuestras ideas políticas no aparecen en pequeños paquetes de lógica bien envueltos. Las ideas que realmente mueven a la gente, no son teorías perfectamente delineadas, sino que constituyen una amalgama asombrosa de ideas económicas, éticas, sociales, religiosas y de preferencias personales. Una nación no piensa; siente, y siente tan inconsecuente como apasionadamente. Para interpretar estos sentimientos en uno mismo y en la sociedad es preciso prestar atención a la historia y estudiar las fuerzas que produjeron esa confusión de sentimientos en el individuo y en el conglomerado social. Si se logra entender esto, el teórico político puede razonar y decidir no sólo lo que debe hacerse, sino la mejor manera de persuadir a otras gentes a que lo hagan.

    En segundo lugar, de tiempo en tiempo, en la historia han surgido hombres que han tomado el bloque de ideas y han tratado de darle forma y de reducirlo a un orden. A veces esto ha sido hecho por estadistas como Napoleón o Lenin, por legisladores que moldean las vidas de sus conciudadanos, y otras por individuos, como Hobbes y Marx, que se han contentado con encontrar mentalmente el modo de realizar dicho orden. Con menos frecuencia aparecen espíritus como Paine, Woodrow Wilson y Masaryk que han tratado de hacer ambas cosas. Son las ideas de estos hombres las que estudia la teoría política. No se concentra en el caudal caótico de la opinión pública o de los hechos de los estadistas, sino en las especulaciones de los grandes pensadores que trataron de comprender los problemas de la sociedad y de obtener por el pensamiento el mejor modo de ordenar las relaciones humanas. Tales hombres nunca son típicos ni representativos; el típico pensador en política es, por lo general, superficial, confuso y con multitud de prejuicios. Siempre son anormales, generalmente no son populares y, a menudo, poco eficaces en su tiempo porque ven más allá. Platón no representaba al griego de su época de la misma manera que Hegel no era un alemán típico del siglo XIX, y, por este motivo, para que sus teorías se convirtieran en un instrumento influyente de verdad en la opinión pública, hubo que simplificarlas y organizarlas hasta desfigurarlas. Marx fue un gran teórico político, pero el marxismo hubo de convertirse en algo superficial, confuso y lleno de prejuicios antes de que pudiera llegar a ser un credo político influyente. En consecuencia, debemos distinguir el estudio de los grandes teóricos políticos del de las grandes corrientes de opinión de esta índole, aunque éstas lleven a menudo el nombre de aquéllos.

    Leemos las obras de los grandes pensadores para acostumbrarnos a pensar con claridad y no sólo para comprender la época en que vivieron. Estudiamos las confusas ideas que han movido a los hombres en política a fin de comprender nuestra propia confusión y poner orden en ella. Podemos hacer ambas cosas a la vez, siempre y cuando aprendamos a distinguir claramente una de otra.

    II. LOS COMIENZOS DEL ESTADO

    MODERNO

    I. NACIÓN Y ESTADO

    Vivimos en un mundo enfrascado en mortales conflictos, en el cual la Democracia, el Socialismo y el Comunismo son credos apasionadamente defendidos y combatidos. En nombre de cualquiera de estos sistemas los estadistas actuales están dispuestos a la guerra conduciendo a la muerte a millones de individuos. Estos conflictos no sólo son internos, sino también exteriores. No sólo son los ciudadanos de un Estado quienes disputan entre sí sobre la mejor forma de gobierno, sino que en esta guerra de ideologías, también las naciones se enfrentan entre sí constantemente.

    Sin duda alguna, es cierto que todos nos encontramos vitalmente afectados por la forma de gobierno bajo la cual vivimos y morimos. Porque en el mundo moderno el Estado influye hasta en lo más íntimo de nuestras vidas privadas. La amplitud de la familia, la educación que adquirimos, el dinero que ganamos, los libros y periódicos que leemos, todo se encuentra influido en gran parte por la forma de gobierno que nos rige. Y, por este motivo, el ciudadano inteligente debe decidir acerca de qué forma prefiere, así como del riesgo que está dispuesto a correr en beneficio de la causa que ha decidido adoptar. Pero si es inteligente, se dará cuenta de un hecho muy significativo. Por profundas que sean las diferencias entre las varias formas de gobierno, los parecidos son aun más significativos. Ahora podemos ver, por ejemplo, que el fascismo de Hitler, el comunismo de Stalin y el Nuevo Trato de Roosevelt estaban estrechamente relacionados entre sí. De hecho fue en razón de esa afinidad que las diferencias entre ellos originaron tan apasionados debates.

    El hecho es natural. Para comparar las cosas entre sí y contrastarlas, es necesario que pertenezcan a la misma familia, o que al menos tengan ciertos elementos en común. Hablando de perros y gatos podemos ver su parecido genérico y su diferencia específica, pero es inútil que disputemos acerca de nuestra preferencia personal. Por otra parte, cuando comenzamos a comparar diferentes clases de perros, la comparación resultará fructífera y poco amable. Aquí tenemos un grupo de personas íntimamente relacionadas en su gusto común por los perros, que, sin embargo, permite obtener, dentro de él, una infinita variedad de tipos. Por eso existe una mayor cantidad de argumentos entre los amantes de los perros que la que existe entre los amantes de los gatos y los que prefieren a los perros. Lo mismo ocurre con respecto a las formas de gobierno. Resultaría muy difícil lograr un debate inteligente entre un salvaje de la Polinesia y un ciudadano norteamericano del Oeste central. Esto, porque sus modos de vida son muy diferentes entre sí. Y, también, entre un trabajador inglés y otro alemán o ruso de hoy, hay más puntos de contacto que los que puedan existir entre dicho trabajador inglés y un compatriota suyo que viviera en el año mil doscientos de la era cristiana. Por eso, a pesar de todas sus diferencias, el Estado moderno puede estudiarse en Inglaterra, Norteamérica y Rusia como si perteneciera a un solo tipo, y así vamos a estudiarlo.

    Empecemos por considerar las analogías. Vamos a examinar la vida de un trabajador actual en una fábrica de automóviles de esos tres respectivos países. A no dudarlo, encontramos importantes diferencias entre ellos, pero estas diferencias enmarcan totalmente un hecho común, la industrialización. Esas diferencias parecerán insignificantes si comparamos la vida de un obrero en una fábrica Ford, con la que llevaba el constructor de carruajes hace cuatrocientos años. En seguida advertimos que el sistema de fabricación racionalizada para la producción en masa es un rasgo universal de la vida moderna y que la mayor parte de nuestros argumentos políticos se refieren directa o indirectamente a la mejor manera de organizar este sistema, que es común a todos los Estados modernos. Vamos ahora a considerar los medios de comunicación: ferrocarriles, aeroplanos, radiotelegrafía, teléfono, etcétera. La sola enumeración de ellos basta para que lleguemos a la misma conclusión. La técnica de la producción es la misma en todas partes. Lo mismo ocurre si consideramos los servicios públicos de guerra o de sanidad. Encontramos de nuevo que la técnica para mantener o destruir la vida humana, es común a los Estados modernos y completamente distinta a lo que era hace quinientos años. Por último, consideremos los modos de diversión y recreo. Nos encontraremos que el cinematógrafo, la radioaudición, los juegos de azar, los bailes y las novelas policiacas, son comunes en casi todas partes. Nos encontramos, pues, en presencia del mismo hecho: por encima de todas las diferencias entre nuestros Estados modernos, existe una civilización común que los separa del sistema social de la Edad Media. Únicamente en aquellos lugares en donde el moderno orden industrial no ha predominado del todo, persisten las formas antiguas de vida —la vida del campesino indio o la vida del nativo de la Polinesia.

    Estos mismos parecidos básicos se encuentran entre los sistemas políticos respectivos. Todas nuestras formas modernas de gobierno, en la actualidad, son especies del Estado-nación. Antes del siglo XVI, este tipo de autoridad centralizada era desconocido; desde esa fecha se ha desarrollado y extendido hasta que, hoy, constituye el sistema político normal.

    La mayor parte de la gente cree que sabe lo que significan las palabras Nación y Estado. A pesar de esa creencia, pocas personas pueden dar una definición satisfactoria de las mismas. ¿Qué es nación? Un pueblo que pertenece al mismo linaje biológico, contestaba el nazi mientras enviaba millones de judíos a los campos de exterminio. Un pueblo unido por lazos históricos, lingüísticos y culturales, dice el inglés, mirando de reojo hacia Escocia y Gales así como hacia Irlanda. Una reunión libre de individuos que, sin consideración alguna respecto a la raza o al lenguaje, desean vivir unidos bajo un mismo gobierno, dice el ciudadano norteamericano, mientras espera que nadie le mencione el problema del negro ni sus leyes migratorias.

    Todas estas definiciones resultan poco satisfactorias, porque tratan de definir por lógica lo que ha tenido su origen en un proceso histórico. Ninguna nación actual cabe dentro de esas definiciones lógicas, porque ninguna nación actual ha logrado ser lo que los constructores de sistemas hubieran querido que fuera. La raza, el lenguaje, la cultura y la libre determinación, han jugado su parte en la formación de las naciones, pero también hay que considerar la geografía, la economía, la estrategia, la habilidad del gobierno y la guerra. Factores innumerables han contribuido a este proceso, tantos y tan diversos, que la única definición aceptable de nación es la siguiente: Un pueblo que vive bajo un único gobierno central lo suficientemente fuerte para mantener su independencia frente a otras potencias. De acuerdo con esta definición, es dudoso que Abisinia pueda llamarse Estado-nación, en tanto que Suiza e Irlanda del Sur han logrado demostrar que tienen derecho a usar ese título.

    A pesar de lo poco satisfactorio que resulta esta definición de Nación, tiene una ventaja. Nos indica la conexión entre la nación moderna y el Estado moderno.

    La nacionalidad¹ es algo que depende de un gobierno central. La guerra puede cambiar y cambia la nacionalidad, cualesquiera que sean la raza, el lenguaje o la libre determinación. También puede efectuarse una transformación de esta índole mediante una decisión gubernamental. Por otra parte, un gobierno que se basa demasiado en la libre determinación de sus conciudadanos, o que viola demasiado flagrantemente sus sentimientos raciales y culturales, puede ser incapaz de mantener su autoridad. Nación y Estado, son dos aspectos del orden social moderno, y cada uno es ininteligible sin el otro. Un Estado debe poseer o crear una base de nacionalidad, y una nación debe someterse a cierta forma de control centralizado, si es que cualquiera de ambas organizaciones quiere perdurar.

    Por este motivo, antes de que comencemos a analizar los tipos diferentes del gobierno moderno, debemos estudiar el Estado-nación. Éste viene a ser como la vasija en que se han vertido los nuevos vinos de capitalismo, nacionalismo, democracia. Esta extraña mezcla está llegando a su punto de explosión, y a pesar de esto persiste el continente de todos aquellos licores. Históricamente, fue el primer fenómeno moderno que apareció; lógicamente, se encuentra en la base sobre la cual se han erigido la mayor parte de las teorías y prácticas políticas actuales.

    Lo que damos por sabido es siempre más difícil de entender que cualquier cosa acerca de la cual preguntamos, o sobre la cual dudamos. La nacionalidad y la autoridad del Estado son factores elementales en nuestro modo de vida, y raramente nos detenemos a analizar las condiciones que implican. Pero tan pronto como comenzamos a reflexionar, nos damos cuenta que de ninguna manera son tan evidentes o necesarias como las suponíamos. ¿Por qué debe dividirse la humanidad en naciones, cada una con sus leyes y costumbres? ¿Por qué debe cada gobierno nacional poseer su ejército propio así como su armada o fuerza aérea? ¿Por qué deben trazarse fronteras entre pueblos con un origen común? ¿Por qué existen obstáculos a las comunicaciones y al comercio? Acabamos de ver que no es posible una definición satisfactoria de nación, excepto la de que es un pueblo bajo un gobierno común. Pero, ¿por qué este gobierno va a ser común a varios millones de individuos y excluir otros tantos? ¿Es simplemente una cuestión de poder político, o existe algún principio lógico para la división?

    No puede darse una respuesta fácil a esta última pregunta que es precisamente la cuestión de la teoría política moderna. El Estado-nación surgió menos por el propósito humano, que por fuerzas ciegas fuera del control del hombre, y no se basó en principios perfectamente definidos, sino que fue originado por determinados cambios económicos y sociales que ocurrieron en Europa entre los siglos XIII y XVI. Para entender su naturaleza actual, debemos conocer primero cuáles fueron estos cambios.

    II. EL ORDEN MEDIEVAL

    La sociedad medieval difería de la nuestra en dos características principales. Hoy vivimos en un mundo en el cual el malogro de la cosecha de hule en la Malasia afecta profundamente a los trabajadores en Birmingham o en Detroit, mientras que una transacción en el Mercado de Londres puede arruinar a los productores de cacao del África occidental, quienes difícilmente han oído hablar de acciones o valores.

    La ciencia nos hace posible viajar hacia donde nos plazca y comerciar donde tengamos el deseo y el poder para ello. Esta facilidad de comunicación, quizás más que ningún otro factor, ha producido la interdependencia económica de nuestro mundo moderno.

    El hombre medieval se encontraba atado al país en que vivía. Los caminos de la época eran mucho peores que lo habían sido bajo el Imperio romano, y su comercio debía confinarse, en la mayor parte de los casos, al mercado local. La economía de la época, eminentemente de agricultura autosuficiente, bastaba para satisfacer las propias necesidades de cada aldea y las ciudades dependían de los distritos campesinos más cercanos a ella para su alimentación. El sistema feudal fue la expresión natural de esta economía agrícola local. Un gobierno central poderoso necesita comunicaciones rápidas. Cuando éstas faltan, el gobierno se descentraliza automáticamente, y cae en manos de los propietarios agrícolas locales. Se consideraba al monarca, cuando más, como un tribunal de apelación y, en el peor de los casos, como un señor feudal más entre los señores feudales. Por este motivo, en la Edad Media, se fue creando gradualmente una magnífica jerarquía de clases sociales en la cual, cada grado debía directa obediencia al inmediatamente superior, y sólo en grado secundario, a los más altos. Esta pirámide social de la obediencia, era al mismo tiempo una pirámide basada en los derechos y obligaciones de la propiedad. En teoría, el rey lo poseía todo; en la práctica, había entregado la mayor parte de la tierra a los barones y señores a cambio de determinados servicios. Éstos, a su vez, traspasaban parcelas de esas tierras recibidas del rey a los subordinados inmediatos, también a cambio de servicios prestados, hasta que al fin encontramos al siervo, con multitud de obligaciones y poquísimos derechos. En una sociedad como la que acabamos de describir, la ley se concretaba a una cuestión de costumbre y tradición. La centralización sólo podía beneficiar a las clases más bajas, mientras que a la nobleza territorial esa forma de gobierno sólo le podía parecer una amenaza peligrosa del poder real sobre sus privilegios y poder.

    La estabilidad de una sociedad feudal dependía del poder de los señores para mantener el orden a través del país, limitando al propio tiempo los avances del poder real. Por otra parte, el rey no podía aumentar su poder sino apoyándose en los siervos contra sus señores inmediatos, lo cual no era muy fácil, o buscando alianzas en otro grupo social no integrado por señores ni por siervos. En el momento en que surgiera un grupo semejante a éste, el sistema feudal se resquebrajaría desde su base.

    Tenemos aquí un aspecto del mundo medieval, su lento sistema económico y su distribución descentralizada y graduada del poder político. Pero, si en el terreno de la política y de la economía, el panorama medieval era profundamente parroquial, existía una institución mucho más universal e internacional que nada de lo que en este sentido poseemos nosotros. La Iglesia católica era la dueña espiritual del mundo civilizado.

    Centralizada en el Vaticano de Roma, con una magnífica burocracia y un obediente emisario en cada aldea, podía presumir de poseer un completo control sobre el arte, la educación, la literatura, la filosofía y la ciencia de la cristiandad occidental. Durante siglos, la Iglesia católica dio a la Europa occidental una cultura común que aceptaron todos los reyes y señores. La civilización era católica, y el catolicismo era civilización. Vinculado a la tierra, limitado en su comercio y apegado a sus leyes, el hombre medieval era un ciudadano de un país religioso que abarcaba la totalidad del mundo occidental. Por este motivo, su pensamiento tanto como su cultura y su música, fueron esencialmente eclesiásticos. En él no había nada más allá de la teología, como no había tierra más allá del dominio de la Iglesia católica. La teología constituía el summum de la sabiduría y el papa su señor espiritual. La teología podía delegar en la ciencia o en la arquitectura o en la lógica determinados campos de estudio, como el papa podía otorgar a determinados príncipes el encargo de la protección temporal de los súbditos. Podían existir disputas acerca de la división de la tarea y en consecuencia, luchas entre reyes y papas, pero el principio fundamental permanecía incólume. En todas las materias espirituales, la Iglesia reinaba incuestionablemente. Todavía más, a la universalidad de la fe cristiana correspondió en el terreno temporal la creencia en la naturaleza universal de la ley. La ley no era algo que surgía del deseo de un soberano o una asamblea popular, sino de la misma atmósfera de la vida social. Era tan natural al hombre como le era respirar, comer y beber. No dependía para su existencia de la razón humana, era una verdad eterna que se iba descubriendo en virtud de un paciente estudio. Cuando pensamos en una ley, consideramos que ésta es la resultante de la voluntad de un Parlamento o una dictadura: en la Edad Media, se consideraba que era el marco dentro del cual los príncipes, los barones y los siervos, debían decidir las cosas. Era uno de los dones de Dios al hombre, tan intangible, inalterable e independiente del capricho como los dogmas de la cristiandad.

    Esta creencia en la realidad de la ley natural, permitió a la Edad Media desarrollar un espíritu de constitucionalismo y hasta un tipo de institución representativa. Como la ley no era prerrogativa de los príncipes ni producto de la soberanía, existía un sentido verdadero de que todos los hombres eran capaces por igual de percibirla. Como pertenecía al pueblo en su conjunto, el pueblo debía tomar parte en la elección de sus reyes y en algunos casos el rey entraba en un contrato con su pueblo, obligándose a observar la ley. Trazas de esta teoría de la realeza se hallan aún en el formulismo que preside a la coronación de los reyes en Inglaterra, de la misma manera que la teoría popular de la ley persiste en los juicios por jurado.

    La institución política que corresponde a esta noción de la ley era el Sacro Imperio Romano Germánico. La estructura del sistema feudal la constituían la Iglesia Universal, la Ley Universal y el Emperador Universal, es decir, una perfecta trinidad que reinaba sobre la Europa occidental. El papa y el emperador se dividían la autoridad que estuvo unida antes bajo los emperadores romanos; el primero actuaba como el supremo señor espiritual, y el segundo en la misma calidad, pero en lo temporal. De esto resultaba que la posición del emperador era más incierta que la del papa. No sólo tenía que luchar contra los avances del papado, sino también contra la independencia territorial de los distintos reyes y príncipes. De hecho, el poder del emperador (generalmente centralizado en Alemania) variaba enormemente en intensidad, y según el tiempo. Difícilmente se hacía sentir en países tan remotos como Inglaterra. Un poeta como Dante, podía escribir acerca de un emperador romano que tenía de nuevo la gloria e influencia de pretéritos días gloriosos, pero esa síntesis era soñar despierto en un mundo de comunicaciones primitivas y de lealtades contrapuestas. Mientras la Iglesia sí ejercía un verdadero control universal, los emperadores sólo aspiraban a él viéndose dolorosamente sorprendidos cuando trataban de ejercerlo. Desde el año 1300, el crecimiento de la unidad nacional de Francia, España e Inglaterra bajo monarcas nacionales terminó dichos sueños, y entonces comenzó una lucha real entre los reinos territoriales y la Iglesia imperial.

    Las ideas medievales de Iglesia e Imperio, de representación y autoridad, de propiedad y libertad, son tan remotas que difícilmente las advertimos. En la misma Inglaterra, donde durante tanto tiempo se han conservado muchas de ellas en instituciones, leyes, y particularmente en la vida social, a veces se siente en algunos casos tal como pensaba el hombre medieval, pero esos sentimientos no encajan en nuestro mundo moderno ni con las teorías políticas modernas de acuerdo con las cuales pretendemos actuar. Este inconsciente tradicionalismo hace difícil para los norteamericanos entender la política inglesa. Los Estados Unidos de América es un país relativamente nuevo. Sus instituciones y filosofía social son por completo las de un Estado-nación moderno. No fluyen en un proceso ininterrumpido desde el rey Alfredo hasta Isabel II. Por el contrario, son el resultado de un acto deliberado de elección por el cual determinado número de ingleses rompieron con el mundo europeo, construyendo una nueva sociedad allende los mares. Por este motivo, en los Estados Unidos la política es la política, y los negocios son los negocios; las cosas son lo que parecen ser porque son coherentes, mientras que en Inglaterra, la sutil influencia de una antigua filosofía es todavía lo suficientemente fuerte para que una simple enunciación sobre la política inglesa resulte positivamente falsa, o por lo menos engañadora.

    Solamente un aspecto de la vida medieval fue totalmente destrozado por la Reforma en Inglaterra —la supremacía del papa y del emperador—. En todos los demás puntos, el nuevo Estado negociaba con el antiguo orden aceptándolo como la base sobre la que construir la actual estructura. Pero la presión de las circunstancias hasta forzó a un inglés a tomar una acción decisiva con respecto a Roma. No fue simplemente una cuestión de doctrina ni una reforma de abusos, ni siquiera de conveniencia matrimonial, sino que Inglaterra debía constituirse en nación y los comerciantes ingleses obtener la libertad de movimientos que estaban ansiando. Para lograr esto necesitaron destruir la vieja cultura universal de la cristiandad, y la institución que dio a dicha cultura su estructura dogmática y organización. La actitud de los Tudor hacia Roma, es la prueba más clara de la importancia fundamental del papado para el orden medieval.

    Esta supremacía de la Iglesia se advierte asimismo en la teoría política del Medievo. Estrictamente hablando, la política no existía como una rama separada de la filosofía, era simplemente un aspecto de la teología. Aunque por la distinción que se hacía entre las esferas temporal y espiritual, se admitía que los príncipes y reyes podían actuar libremente en asuntos que no afectaran la salvación del alma de sus súbditos, esta misma división del poder la había hecho la Iglesia, y los reyes y emperadores necesitaban la bendición papal para legitimar su gobierno. Esto significaba que, aunque en la práctica existiese un conflicto real de poder entre el emperador y el papa, en teoría todos los poderes se derivaban de Dios a través de su Iglesia, y que la armonía teórica entre lo espiritual y lo temporal, podía sólo mantenerse mientras los reyes no encontraran en sus respectivos países una base permanente de poder para desafiar la intervención de la Iglesia. Esto ocurrió cuando empezaron a preguntarse en qué forma el gobierno espiritual del alma de los hombres podía separarse del gobierno temporal de sus cuerpos, y cómo, dentro de un solo territorio, podían existir dos gobernantes supremos; el sencillo acto de hacerse esta pregunta era descubrir que el poder eclesiástico no era simplemente espiritual. Una organización mundial que en la mayor parte de los países era el más rico latifundista debía, obviamente, poseer determinada influencia temporal de la misma manera que un rey que tenía poder sobre sus súbditos influiría en su bienestar espiritual.

    En resumen, el compromiso medieval entre una Iglesia extendida por todo el mundo y los príncipes regionales dependía para su estabilidad del carácter estático y localista del sistema feudal y de la imposibilidad para cualquier rey o emperador de imponer su voluntad a los distintos señores feudales. Tanto en teoría como en la práctica, dicho sistema estaba destinado a desaparecer en cuanto la balanza del poder se inclinase decididamente en favor de los reyes. Cuando esto ocurriese, cualquier tentativa de la Iglesia para ejercer su autoridad sería interpretada como una maniobra política de un poder temporal rival.

    La Edad Media no se extinguió ni en un año ni en una década, ni siquiera en un siglo. La transición a la época del Estado-nación fue muy lenta y, en algunos países, como España y Alemania, todavía está efectuándose. Al comenzar el conflicto se llevó a efecto en la terminología medieval, y las transformaciones ocurrieron dentro del antiguo orden. El Renacimiento y la

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