Ensayos y revistas: 1888 - 1892
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Texto que recoge la obra periodística del escritor español Leopoldo Alas, Clarín, en especial los artículos publicados en El Solfeo entre 1888 y 1892.-
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Ensayos y revistas - Leopoldo Alas "Clarin"
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Camús
-[5]-
- I -
No hay más remedio: tienen que ir muñéndose todos, y no por esto hay motivo para ser pesimista, ni vale llamarse a engaño; desde muy niños empezamos a persuadirnos de que somos mortales. ¡Ay! Sí; pero una cosa es creer en la necesidad lógica y ontológica de la muerte, a pesar de las graciosas e ingeniosísimas paradojas de esperanzas de eternidad epitelúrica del pobre Guyau, (que ya se murió también); una cosa es saber que morir tenemos, y otra cosa es ir viendo la muerte, alrededor nuestro, cómo va matándonos la parte de corazón que tenemos desparramada por el mundo, y cómo se va acercando, acercando, afinando la puntería, hasta herir en el misterioso centro en que lo sentimos todo. No hay que ser pesimista, es verdad; digámoslo dando voces para animarnos los unos a los otros, como gritan, para -6- entenderse entre los bramidos de la tempestad, los marineros náufragos que juntan en un solo esfuerzo el valor y la energía de todos para luchar más tiempo con la fuerza inexorable que ha de arrojarlos, a todos también, al abismo. ¡No hay que ser pesimista! No: todo es relativo. La culpa de que nos muramos no la tiene la muerte siquiera, sino la vida. Es más: si sois jinetes bastante diestros para montar a la grupa en las paradojas de Schopenhauer, consolaos con saber que la muerte, en rigor, no existe; que no hay sensación, por dolorosa y extrema que sea, que no sea todavía de la vida: la muerte no se siente. A lo que no puede llegar el ingenio del filósofo es a demostrarnos que no se siente la muerte... de los demás. Y en los demás y en lo demás nos vamos muriendo nosotros, como lo pintó muy a lo vivo el poeta Richepin en unos hermosos versos.
El mismo día que yo tuve noticia de la muerte de Rafael Calvo, se me había muerto a mí un diente. ¡Qué tenía que ver el ilustre actor con mi incisivo! Para los demás, nada; para mí, mucho: eran dos cosas de mi juventud que se iban. Calvo, el ideal romántico del teatro español, que se me iba; algo del alma de mis veinte años, de los entusiasmos de mi poeta interior: el diente... ¡figúrese el lector si un diente tiene algo que ver con la juventud!...
-7-
- II -
Pero los que más mueren son los padres. También esto es natural, pero también es muy triste; y por lo mismo es natural. Se nos mueren los padres de la sangre, que lo son, por consiguiente, del corazón; y se nos mueren los padres del espíritu. Cuando se ama bastante las ideas para tenerlas por un tesoro, el alma agradecida recuerda la paternidad de cada una. Morírsele a uno los padres es morírsele, por ejemplo, Víctor Hugo, morírsele García Gutiérrez, cuando se ha sentido en el cerebro algo nuevo leyendo las Odas y baladas o los Cantos del crepúsculo, o viendo El Trovador. Yo confieso que cuando muera Renan, si muere antes que yo, estaré de luto por dentro. Mi gran respeto a ciertos hombres, respeto que ya me han echado en cara, tiene sus hondas raíces en esta paternidad espiritual: para mí Giner de los Ríos es padre de algo de lo que más vale dentro de mi alma; Tolstoi, un ruso que está tan lejos y a quien no veré en mi vida, algo engendró dentro de mí también... Y, como hay padres, hay abuelos de este género: Fray Luis de León es antepasado, estoy seguro, de mis tendencias místico-artísticas; y, en cambio, leyendo a Quintana veo en él un compatriota, pero nada mío, a lo menos por la línea directa.
-8-
¿Que adónde va a dar todo esto? Va a dar a Camús, un muerto que también era padre de algunas cosas mías. Fue mi maestro.
- III -
Si queréis que se hable con sinceridad del dolor que causa la muerte de los hombres que merecen necrología, dejad que cada cual recuerde los vínculos que le unieron con los desaparecidos.
Para una elegía clásica o un elogio fúnebre de Academia o de cementerio, el dolor impersonal, los lugares comunes de primera o segunda clase de la Funeraria de las letras; para hablar de la pena verdadera, lo que uno siente, las memorias de las relaciones de corazón y de inteligencia que se hayan tenido con el muerto.
No escribo la biografía ni la apología de Camús. Acabo de leer, en un telegrama, que ha muerto: me llega al alma su muerte: fue mi profesor, tengo algo que recordar de su corazón, de su carácter, de su significación en nuestra cultura, y por eso escribo.
No tengo a mano ningún diccionario biográfico (ni siquiera el libro de las cien mil señas) en que sea probable que esté el nombre de Camús: era de esos literatos que hacen de veras lo que muchos dicen que se debiera hacer, sin hacerlo: despreciar -9- la notoriedad insípida, el aplauso de la multitud. No: no es probable que el nombre de Camús ande en diccionarios. Yo no sé dónde ni cómo nació. Es más: al llamarle Alfredo Adolfo Camús, no estoy seguro de que no debiera llamarle Adolfo Alfredo.
Con estos datos no se escribe una biografía. Pero se puede relatar el cuento de cómo vos conocí, como dice el Cervantes convencional y simpático de El loco de la guardilla al falso Lope de Vega de la misma zarzuela.
La primera noticia que tuve de Camús en este mundo, fue por una traducción de la retórica de Hugo Blair, anotada y ampliada, si no recuerdo mal, por este catedrático español, que primero explicó esta asignatura y después pasó a la Universidad.
A los pocos años le vi en su cátedra de la Central: leía, como decían los antiguos, literatura latina a los estudiantes de un curso, y a los de otro literatura griega.
Era allá por los años de 1871 a 72 (estilo de matrícula). Yo me había hecho abogado en un periquete, aprovechando lo que entonces llamábamos libertad de enseñanza, en mi pueblo, para correr a Madrid a estudiar lo que se denomina filosofía y letras. ¡Hermosa juventud! Salía yo de las tristezas nebulosas de lapenserosa adolescencia, que ve más y presiente mejor que la juventud: entraba en -10- esa edad de renacimiento, confiada, llena de esperanzas, entusiasta; y ponía gran parte de mis amores en las letras, según esperaba que me las enseñasen en Madrid las lumbreras que yo tanto admiraba desde lejos. En el primer año me esperaban Canalejas y Camús. Canalejas representaba a mis ojos toda aquella filosofía de la belleza que yo me figuraba como un dilatadísimo espacio lleno de resplandores. ¡Cuánto había que aprender! Pero todo, todo se estudiaría. Camús representaba las letras clásicas, pero las verdaderas, no las del dómine que había tenido que improvisarse un helenismo que estaba muy lejos de su ánimo, para poder cumplir con las reformas del plan de enseñanza oficial. Mi dómine helenista (que por lo demás era un bendito), ¡cuán aborrecible había hecho para siempre el Ática, y las islas Jónicas, y la severa región de los Dorios, a muchos de mis condiscípulos que ahora son ingenieros, jueces, diputados, y, a pesar de sus dos años de griego, sólo recuerdan algunos signos del alfabeto por sus estudios de matemáticas! A mí, a pesar de haberme pronosticado que pararía con mis huesos en un presidio, por confundir el aoristo segundo con el pretérito imperfecto (que él también confundía), a mí nunca logro hacerme despreciar a Homero el buen dómine; porque yo, tomando por el atajo, me dedicaba a traducir directamente del francés -11- La Iliada y a comparar mi traducción con la de Hermosilla en persona. Pero, huyendo del dómine, fui a Madrid en cuanto despaché con Alfonso el Sabio y la ley Claudio Moyana, y llegué a la cátedra de Camús como un creyente a la Meca.
Camús tenía una leyenda estudiantil, como la tienen todos los profesores que se distinguen por algo. Por lo pronto, había dos Camús: el de la cátedra de literatura latina y el de la cátedra de literatura griega. El primero era el popular, porque en esta clase se mezclaban los estudiantes de Derecho, que eran cientos de diablos, con los estudiantes de Letras, que eran dos docenas de jóvenes estudiosos. Para los más, Camús era el de los chascarrillos, el de los cuentos verdes: se creía que había estudiado tantas antigüedades romanas con el exclusivo objeto de enterarse de la crónica escandalosa de los tiempos de Augusto. La verdad es que él solía decir: -Señores: a mí no me engañan ni Livia ni Augusto, porque sé todo lo que sucede en aquella casa, y crean ustedes que es un escándalo. Estoy en todos los secretos del tocador de aquellos buenos señores, etc., etc.- También se jactaba don Alfredo, y con justo título, de que él podría ser cocinero en la cocina del Emperador romano más delicado de paladar. Para los más, todas estas ingeniosas originalidades del ilustre humanista no eran más que salidas de un excéntrico, -12- que le habían costado muchos años de manejar libros y estudiar museos. Lo que toda esta de la cátedra de Camús significaba, era cosa mucho más profunda: significaba resolver prácticamente, en el mejor sentido, dos de las cuestiones de la pedagogía: una general, otra especial de la enseñanza clásica.
Pero ya hablaremos de esto. Y vuelvo a mis primeras impresiones de la cátedra de Camús.
- IV -
Una mañana de Octubre de 1871 entraba yo, o creía entrar, en la cátedra de literatura latina de la Universidad Central. Estaba seguro: el aula tenía el número que rezaba el cuadro de la portería; la hora aquella era: allí estaría Camús. ¡Con qué emoción abrí la puerta! Penetré a lo gato por no hacer ruido, por cumplir bien con mi papel de mísero estudiante provinciano, absolutamente insignificante; me senté en un rincón del primer banco, y busqué con los ojos abiertos a lo maravilloso la figura simpática del profesor, de la lumbrera clásica, como pensaba yo. En el sillón del catedrático estaba un joven de poco más de veinte años, moreno, de aventajada estatura, a juzgar por el busto. Hablaba con rapidez y con gesto y acento apasionados; movía mucho los brazos extendidos, -13- y tenía cierta expresión de misterio en la mirada, en las inclinaciones de la cabeza y en el ir y venir de las manos, que a veces tomaban movimientos de alas. Parecía un moro vestido de levita. Lo que decía, también tenía para mí algo de árabe, a lo menos por lo incomprensible: yo entendía las palabras todas o casi todas, pero se me escapaba el sentido de muchas frases, y por completo el de los raciocinios, Comprendí en seguida, sin necesidad de gran perspicacia, que ni aquel era Camús, ni aquello era literatura del Lacio. En efecto: había habido un cambio de horas entre dos clases, y la que tenía enfrente era la Metafísica krausista, explicada por el sustituto de Salmerón, el que hoy es mi queridísimo amigo y siempre maestro (desde aquel día) Urbano González Serrano.
Al día siguiente, algo más temprano, en aquel mismo sitio, en vez del joven de tipo oriental que hablaba de ideas sutilísimas con ademanes de la pasión filosófica, como sienta bien a todo pensador meridional, que lleva el corazón y el temperamento a la dialéctica y es a los filósofos lo que el Jerez a los vinos, merced a la colaboración del sol en el fermento de sus pensares; en vez del krausista extremeño, discípulo del krausista andaluz, vi detrás de la mesa del catedrático un anciano alegre y vivo en gestos y ademanes, de tipo francamente -14- latino, con permiso de Valera; una cabeza digna de una moneda del Imperio.
No hablaba tan de prisa ni con tanta facilidad como el joven filósofo del día anterior; pero la claridad de su discurso era transparente como el cristal: podía pintarse casi todo lo que decía; y el público numeroso de sus alumnos, tiernos bachilleres en artes que se preparaban para ser licenciados en derecho y después comerle un lado a la patria, con justo título y buena fe, aplaudía con sonoras carcajadas la gracia de los conceptos, lo pintoresco y malicioso de la expresión, y hasta la soltura, viveza y plasticidad de los ademanes. No cabía duda: aquel sí que era Camús. Pero lo que explicaba... ¿era literatura latina? A ratos, sí: a ratos, no. Esos partidarios entusiásticos de la integridad de los programas oficiales, que piden a grito pelado, desde las columnas de los periódicos más leídos, que cada catedrático explique, sin dejar una coma, todo el programa de la respectiva asignatura en los ocho meses nominales de cada curso, tendrían un gran disgusto asistiendo a la clase de Camús y viendo cómo solía empezar por el canto de los Salios y el de los hermanos Arvales...; pero no concluir por los autores latinos del Bajo Imperio, ni por los retóricos y gramáticos, ni por la patrología latina, ni por otras materias que en un buen programa, ordenado y completo, -15- diría cualquier pedante como natural coronamiento de un curso que empezase por el pelasgo álalo y acabase por la famosa edad del hierro del latín, según la llaman muchos, Cantú en su Historia de la literatura latina, verbigracia. Camús no podía llegar, ni con mucho, al latín de los Bárbaros, de los Avitos, Epifanios, Isidoros, Fredegarios, Teódulos y Gotescalcos; ni siquiera al de Lactancio, etc.... porque tenía que hablar de otras cosas que le parecían más interesantes, verbigracia, de las tragedias de Shakspeare¹ en su relación con las Doce Tablas, del Reisebilder de Heine, de El mágico prodigioso, de Calderón, y de la scortum abominable, y de Poppea y Actea sentimentales y pudibundas en la perdición refinada. Es necesario confesar que no es así como se cumple con el ideal de la instrucción pública, según se le puede ocurrir que deba ser a un redactor de periódico callejero, que probablemente opinará que se debe suprimir el latín hasta del misal.
La cátedra de Camús se parecía al Museum de Juan Pablo, de ese Juan Pablo con quien el perspicaz, pero no siempre tolerante Hipólito Taine, ha sido tan poco justo, no queriendo pesar todo el valor de lo que el crítico francés llama sus extravagancias, las extravagancias que tanto admira el ilustre Carlyle, a quien Taine reconoce la calidad de genio... Camús, sin llegar a tales alturas, iba -16- camino de ellas, en un bellísimo desorden, lejos de los casilleros oficiales de hacer ciencia y literatura por horas y vista ordeñar. Yo creo que el estudiosísimo amigo de los clásicos se echaba esta cuenta: -La mayor parte de los chicos que me oyen, me oyen como quien oye llover: ellos, más inteligentes que el Gobierno, comprenden que ni Festo ni Macrobio les han de sacar de ningún atolladero cuando tengan que hablar, en estrados, del interfecto, o pedir recomendaciones para una plaza por oposición; que ni Palladio ni Sexto Africano son autoridades que se puedan invocar para falsificar unas actas de diputado con arreglo a las prácticas parlamentarias; y que si está de Dios que algún día ellos sean de la comisión de algún negocio de los gordos, o siquiera de algún proyecto de Código, no les valdrá acotar con Ammiano Marcelino, ni con Claudiano, ni con Ausonio. Al lado de estos muchachos, futuros gobernantes de la patria, hay otros pocos que tienen afición a las letras, y aptitud para su cultivo. A estos, lo que más les conviene, lo que más prisa les corre, no es que yo les repita aquí, de memoria, las noticias biográficas y bibliográficas referentes a los cientos de escritores que manejaron el latín, las cuales noticias pueden ellos leer cuando quieran en los mil y cien manuales que las contienen, lo que más prisa les corre es llenar el ánimo de la unción literaria que -17- es indispensable para tener buen gusto y hablar con sentido práctico de las cosas de los artistas de la palabra, de las bellezas de la poesía. Hagamos a estos chicos, ante todo, comulgar en la gran iglesia del arte universal, haciéndoles ver el parentesco de la poesía de todos los tiempos y de todos los pueblos; llenémosles el corazón y la fantasía del entusiasmo estético por todo lo que produjo la humana poesía, y sírvanos de ejemplo para la admiración, hoy la obra de un romano, mañana la de un griego, después la de un alemán o un persa; busquemos y encontremos las infinitas afinidades electivas de los genios poéticos de todos los siglos; y la asociación de ideas y el magnetismo artístico llévennos de polo a polo, saltando siglos y extensas regiones en un momento, en desorden aparente, pero siempre guiados por la lógica de la hermosura, por las relaciones sutiles y delicadas de lo grande y de lo bello, que, pese a la necedad y a la prosa humana, que no entienden de esto, se dan la mano desde lejos, y se parecen cuando no lo parecen, y están siendo lo mismo cuando a los ojos profanos se les antojan más diferentes y separados.
Por esto, o algo semejante que pensaba Camús, se hablaba de El Mercader de Venecia acabando de analizar el latín de hierro de las Doce Tablas; y de la cortesana que tenía a Ovidio desesperado a -18- su puerta una noche entera, se saltaba a un amor al minuto que vislumbró Heine en las alturas del Harz. La explicación de Camús se parecía un poco a la prosa y aun a los versos de Campoamor en lo de ser una verdadera sátura (satyra), en el sentido primitivo de la palabra.
- V -
Hay profesores y profesores; y lo que debe esperarse de un retórico oficial que ha dicho en unas oposiciones todo lo que sabe, y que jura por Gil y Zárate o Coll y Vehí, o por la Estética de Hegel o la del mismísimo Jungmann, no es lo mismo que lo que ha de buscarse en un verdadero literato, que lleva a una cátedra su trabajo espontáneo, original, una personalidad artística, un pensamiento que tiene señalados caracteres individuales que le distinguen de los demás pensamientos; en fin, que es una firma. En toda clase de enseñanza hay que distinguir al maestro de vocación y de facultades del que va a ganar el pan con el sudor de su lengua; pero en las disciplinas literarias es donde hay que atender más a esta distinción. Toda literatura oficial, con programa, de cátedra, lleva ya consigo ciertos inconvenientes, Si en la antipatía que a muchos escritores franceses, por ejemplo, inspiran los que por allá denominan les normaliens hay -19- mucho de injusticia, exageración y no pocas confusiones, también es verdad que a los críticos y poetas de escuela normal les cuesta trabajo sacudir un airecillo de matonismo catedrático en que, de cerca o de lejos, nunca falta cierto parecido con don Hermógenes. En la crítica modernísima, así francesa como italiana, y tal vez en la inglesa (en la alemana siempre hubo esto), se puede señalar, entre muchas excelencias, el defecto de un tufillo de colegio que quita a muchos muy discretos, instruidos y de gusto, la facultad de apreciar y de producir (al modo que produce la crítica) cierto género de belleza. Hasta se lleva a la poesía y a la novela el dejo escolástico, y hay muchas frialdades, como diría un traductor de Quintiliano, en la literatura de estos últimos lustros, que se deben a esto.
Ni el mismo Carducci, con ser quien es, está exento de toda tacha en este respecto. Ni las más espirituales y mundanas novelas psicológicas de P. Bourget dejan de recordarnos, de modo lejano, al estudiante.
No hay que confundir el defecto, o el tinte de defecto de que hablo, con la erudición ni con la trascendencia filosófica, ni con el gusto arqueológico. Flaubert, por ejemplo, a pesar de todas sus Salammbos con notas, no tiene pizca de normalien. Hay cierta fragancia de libertad y de airosa -20- espontaneidad, en los autores que no recuerdan la escuela, que en vano querrán comprender los partidarios de mezclar su sabiduría más o menos sistemática, seria y profunda, con la obra de las Gracias. Qui potest capere, capiat.
En la cátedra de Camús la literatura era lo menos catedrática posible; aun antes que esto, la enseñanza era lo menos académica posible.
Generalmente, lo que repugna en el estudio a los escolares, no es el fondo del estudio mismo, no es el saber, sino la tradicional disciplina que tiene siempre algo de superstición impuesta, que se parece, más o menos, siempre, a una cábala, a un rito misterioso, a una autoridad que se reserva todo un mundo de esoterismo y que va dando por píldoras la ciencia a los que aspiran a iniciados. El elemento administrativo, el elemento de las frivolidades plásticas (trajes académicos, borlas, discursos de apertura, colores de facultad, etc., etc.), ayuda grandemente a esta corrupción idolátrica, a este fetichismo racional; y viene a ser complemento de todo esto la ordinaria pequeñez de ingenios y corazones que van al profesorado como a una triste vendimia con el lema de «el escalafón por el escalafón», y que están como el pez en el agua vestidos de orangutanes ilustrados, orgullosos todavía de haber vencido en la lucha por la existencia y haber pasado de monos hirsutos, -21- colgados de los árboles, a hombres sabios, aunque todavía foncierement salvajes; como lo prueban los flecos amarillos, rojos y azules de los ridículos bonetes, la hinchazón de mucetas, al tatuaje civil de medallas, vuelillos, y demás bordaduras y cimeras. Como el pez en el agua están los tales, asimismo, con su famosa ciencia (¡oh ciencia!) consignada en un libro de texto, con fórmulas sagradas, con invariable método (¡oh método!) que va de lo fácil a lo difícil, de lo conocido a lo desconocido, etc., con sus admiraciones y vituperios tradicionales. Horroriza, por ejemplo, contemplar lo que han hecho, en poco tiempo, preceptistas y retóricos filósofos de todos los países cultos, del hermoso, profundo, espontáneo y libre movimiento, del gusto estético y de la reflexión acerca del arte, que fue obra, en estos últimos siglos, de unos pocos genios, ya artistas, ya filósofos. Dentro de la misma enseñanza procesional, en todas las naciones adelantadas, hay ya, a estas horas, una saludable tendencia de protesta contra tantos y tantos vicios tradicionales, contra las preocupaciones inveteradas que dejan al servilismo de la autoridad y de la memoria mecánica, su musa, los mayores empeños del estudio; pero en esa misma tendencia abundan las medianías que oyen campanas y no saben dónde: el pedantismo contra el pedantismo; y no pocas veces se malogra el esfuerzo de los -22- hombres superiores que originalmente han sentido y manifestado esa protesta, por culpa de la imitación superficial y literal de los sectarios adocenados. Sin embargo, con esta nueva aspiración se emplean algunos medios muy eficaces para el buen propósito de arrancar la ciencia a la pedantería, a la rutina y al dogmatismo escolástico: tales son, v. gr., la aplicación de la enseñanza sugestiva, de la forma socrática, en general, de la vida común y familiar de profesores y alumnos, de las expediciones, visitas a museos, monumentos, etc. Por desgracia, y por lo indicado, esta naturalidad de la educación y de la instrucción se desnaturaliza muchas veces, se hace afectada y pierde toda la gracia y degenera en mueca de hipocresía inconsciente, en amaneramiento repugnante, en convencionalismo de medianías y nulidades servilmente imitadoras de apariencias y formularios, que es lo único que comprenden² .
En la cátedra de Camús la naturalidad era verdadera, porque le salía a él del corazón, porque era él un pedagogo natural... naturalmente.
En la idea y en la intención didácticas de Camús había más profundidad de la que podía ver el distraído o el observador superficial. Para comprenderlo -23- bastaba fijarse en la diferencia que él establecía entre su cátedra de literatura latina y su cátedra de literatura griega, no por razón del asunto, sino por razón de los discípulos. La literatura romana creía el Gobierno que debían conocerla todos los abogados del reino, y la griega se reservaba para los que tuviesen la vocación y la abnegación de la filosofía... y las letras (asuntos inseparables, según la ley). Camús les hablaba a los juristas de multitud de asuntos que no eran precisamente historia de las comedias, poemas, églogas, epístolas y demás que se escribieran en latín. Tal vez reflexionaba que al año siguiente aquellas yemas de jurisconsultos iban a aprender la profunda definición de la jurisprudencia que les ofrece la Instituta (definición tan mal comprendida por los más de los comentaristas modernos)... divinarum atque humanarum rerum notitia...: noticia de las cosas divinas y de las humanas. Sí: Camús comprendía la profunda, intensa, jugosa relación del derecho con las humanidades, y preparaba a los adolescentes del Preparatorio, con el pretexto de una literatura que ellos no habían de aprender en ocho meses; de todas maneras, les preparaba a entender algo de las luchas de los hombres por lo tuyo y lo mío (la propiedad), por la tuya y la mía (el matrimonio), de las pasiones y las perfidias de los hombres (derechos personales, estados, contratos, -24- etc.). Todo esto lo iba haciendo ver, no siguiendo el texto de los Códigos yertos, de esas fuentes de derecho, secas hace tantos siglos, sino estudiando la vida, la pícara vida, en esos rastros de las bellas letras, que sólo son rastros para el literato verdadero que es, además, hombre de mundo, más o menos práctico, y, sobre todo, hombre de observación, de gusto, y para el cual las espinas de la experiencia son capítulos de quædam dolorosa philosophia.
- VI -
Había hasta como cierto escepticismo escolástico en las conferencias de literatura latina del sabio profesor; no creía Camús que aquellos alborotadores de quince a dieciocho años, que tan sagrados derechos tenían para no estarse nunca muy quietos a su edad, necesitasen, ante todo, saber una por una las opiniones de los críticos clásicos sobre todas las obras en prosa y en verso del ingenio latino. Por lo pronto, a Camús le constaba que aquellos estudiantes de leyes... no sabían latín. ¿Para qué quiere un romancista picapleitos conocer los pormenores y todos los datos consistentes en cifras de una literatura muerta, cuya lengua ignora? ¿Por qué los Gobiernos hacen prepararse, a los legistas, con un curso de literatura latina... -25- sin latín? Por mortificarlos, como suelen pensar los estudiantes jóvenes