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8 Santos
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Libro electrónico172 páginas2 horas

8 Santos

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Información de este libro electrónico

En la pequeña ciudad de Dárbona nunca nada sucede, por eso los tenientes Javier y Daniel Carrasco sintieron un gran alivio, acompañado de algo de excitación, con la llegada del detective Santos Herrera ante aquel descolocado homicidio que los alarmó.
Santos es un hombre serio y perspicaz, como todo detective, pero tendrá que ver cómo se las arregla con unos archivos que solo han acumulado polvo en los últimos cincuenta años.
Junto a su asistente, Melina Cuesta, vivirán una experiencia laboral única que los hará replantearse el concepto de justicia y cambiará sus creencias para siempre.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 sept 2020
ISBN9781005184988
8 Santos
Autor

Sonia Pericich

Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)

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    8 Santos - Sonia Pericich

    titulo2legales

    Ver­sión di­gi­tal

    Enero 2023

    2da. edi­ción

    Ma­que­ta­ción y di­se­ño de cu­bier­ta: So­nia Pe­ri­cich

    legales

    Li­cen­cia Crea­ti­ve Com­mons

    CC-BY-NC-ND 4.0

    Atri­bu­ción - No­Co­mer­cial-

    Si­nO­bras­De­ri­va­das

    Si quie­res com­par­tir esta obra, por fa­vor com­par­te el en­la­ce de des­car­ga ori­gi­nal. Prohi­bi­da su ven­ta y mo­di­fi­ca­ción. Se re­quie­re atri­bu­ción.

    A ella, aman­te de los mis­te­rios.

    A ellos, por su com­pli­ci­dad.

    La di­fe­ren­cia en­tre

    la ven­gan­za

    y la jus­ti­cia,

    es la mo­ral...

    ¿Pero la mo­ral de quién?

    Capítulo 1

    El de­tec­ti­ve He­rre­ra ha­bía vi­si­ta­do Dár­bo­na solo en un par de oca­sio­nes, y nun­ca por tra­ba­jo. La pri­me­ra vez ha­bía sido para vi­si­tar a una ami­ga de su ma­dre, a los diez años, con­tra toda su vo­lun­tad. La se­gun­da, en las prác­ti­cas de re­co­no­ci­mien­to, con com­pa­ñe­ros de es­tu­dio. Y nun­ca más, por­que el tu­ris­mo poco le im­por­ta­ba.

    Aban­do­nó la pen­sión de Pue­blo Vie­jo anun­cian­do a doña Paca, due­ña y por­te­ra, su pron­to re­gre­so, y par­tió en el tren del me­dio­día. Su asig­na­ción al caso ha­bía lle­ga­do no mu­cho an­tes, por una baja inusi­ta­da de su com­pa­ñe­ro de zona. Una gri­pe muy fuer­te, di­je­ron. Su­pu­so que de­bía ser cier­to, por­que lle­va­ba un buen tiem­po sin re­ci­bir un caso, y no por­que no los hu­bie­ra. Le tocó la ven­ta­ni­lla con vis­ta al cor­dón mon­ta­ño­so de Las Car­men­ci­tas, aun­que hu­bie­se pre­fe­ri­do las del otro lado, con vis­tas ha­cia la lla­nu­ra yer­ma que se­pa­ra­ba los pue­blos y ciu­da­des pe­que­ñas de la im­po­nen­te ca­pi­tal, le ins­pi­ra­ba más.

    En la es­ta­ción de Dár­bo­na lo es­pe­ra­ba el te­nien­te Ca­rras­co, algo ner­vio­so, o an­sio­so qui­zás. Un ho­mi­ci­dio en Dár­bo­na y la pre­sen­cia de un de­tec­ti­ve de la ca­pi­tal no eran para me­nos. San­tos lo re­co­no­ció sin mu­cho es­fuer­zo, no ha­bía na­die más en la es­ta­ción que exu­da­ra así su ofi­cio, aun ves­ti­do de ci­vil.

    —De­tec­ti­ve San­tos He­rre­ra —dijo al acer­car­se, ten­dién­do­le la mano.

    —Te­nien­te Da­niel Ca­rras­co, a sus ór­de­nes. —El apre­tón fue sin­ce­ro—. Acom­pá­ñe­me, por fa­vor.

    Cru­za­ron la es­ta­ción a paso fir­me. Tras la gran puer­ta de en­tra­da, abier­ta ya de par en par, los es­pe­ra­ba el mó­vil po­li­cial.

    —En la tar­de ven­dré por su asis­ten­te y la re­uni­ré con us­ted. Aho­ra lo lle­va­ré a co­mi­sa­ría, a me­nos que quie­ra ir an­tes a otro lu­gar… —dijo Da­niel al su­bir al co­che.

    —Ten­go en­ten­di­do que ya re­ti­ra­ron el cuer­po del lu­gar del he­cho.

    —Así es, de­tec­ti­ve, fue una or­den ex­pre­sa del co­mi­sa­rio. La gen­te se re­vo­lu­cio­nó y él cre­yó con­ve­nien­te no es­pe­rar­lo. Acor­do­na­mos la zona, pero para cuan­do lo hi­ci­mos ya la es­ce­na es­ta­ba con­ta­mi­na­da. Dos com­pa­ñe­ros de la co­mi­sa­ría se­gun­da la pro­te­gen des­de en­ton­ces.

    San­tos apre­tó los la­bios.

    —A co­mi­sa­ría en­ton­ces, te­nien­te, no cam­bia­rá nada si me tomo an­tes un café.

    El cie­lo es­ta­ba en­ca­po­ta­do y el ser­vi­cio me­teo­ro­ló­gi­co anun­cia­ba llu­via. Por eso lo más pro­ba­ble era que no llo­vie­ra. Ja­más acer­ta­ban. El sal­pi­ca­do gris del cie­lo ha­cía jue­go con la fría pie­dra que do­mi­na­ba las ca­lles de Dár­bo­na, va­rias aún ves­ti­das de ado­qui­nes, y con la co­lo­sal hie­dra que cu­bría gran par­te de sus edi­fi­cios más an­ti­guos, al­gu­nos ya casi en rui­nas, pero mis­te­rio­sa­men­te vi­vos. La zona vie­ja de Dár­bo­na, don­de es­ta­ba la co­mi­sa­ría pri­me­ra, pa­re­cía es­tar en de­ca­den­cia, pero te­nía cier­ta ele­gan­cia, esa que otor­ga la his­to­ria y el ape­go a las tra­di­cio­nes.

    Des­de su úl­ti­ma vi­si­ta pa­re­cía no ha­ber cam­bia­do nada, al me­nos en esa par­te de la ciu­dad. Más al su­r­es­te, bajo el abri­go del Cor­dón de las Car­men­ci­tas que abra­za­ba a toda la ciu­dad, se ha­lla­ba la nue­va zona tu­rís­ti­ca, na­ci­da del des­cu­bri­mien­to de un atrac­ti­vo que po­dría con­ver­tir­se en di­ne­ro. De no ser por la in­sis­ten­cia de al­gu­nos via­je­ros por dis­fru­tar de sus tran­qui­las cos­tas, Dár­bo­na ja­más hu­bie­se aban­do­na­do su ve­tus­ta es­tam­pa.

    La co­mi­sa­ría pri­me­ra de Dár­bo­na tam­bién era un edi­fi­cio an­ti­cua­do, por su­pues­to, y ade­más algo des­cui­da­do, pero aun así agra­da­ble. Al ver­los lle­gar, el te­nien­te Ja­vier Ca­rras­co, her­mano de Da­niel, sa­lió a re­ci­bir­los.

    —De­tec­ti­ve He­rre­ra, bien­ve­ni­do. ¿Qué tal el via­je?

    —Tran­qui­lo, gra­cias. ¿Us­ted es…?

    —Te­nien­te Ja­vier Ca­rras­co, para ser­vir­le.

    —Es mi her­mano, de­tec­ti­ve —acla­ró Da­niel—. Es­ta­mos a car­go de la pri­me­ra.

    —¿Y el co­mi­sa­rio?

    —En la ca­pi­tal. Él no vie­ne nun­ca por aquí, no hace fal­ta —res­pon­dió Ja­vier.

    —Aquí nun­ca su­ce­de nada, mu­cho me­nos en la zona vie­ja. En la pri­me­ra solo es­ta­mos no­so­tros. Te­ne­mos al­gu­nos com­pa­ñe­ros en la se­gun­da, en la zona tu­rís­ti­ca, unos cua­tro… —agre­gó Da­niel mien­tras to­ma­ba la va­li­ja de San­tos y abría la puer­ta.

    —Cin­co —co­rri­gió Ja­vier.

    —…cin­co. Un te­nien­te y cua­tro ofi­cia­les. Pero es­tán bas­tan­te tran­qui­los tam­bién.

    San­tos hizo un pa­neo de los al­re­de­do­res an­tes de en­trar. El si­len­cio solo era roto por sus vo­ces, al­gu­nos pá­ja­ros y el mur­mu­llo cons­tan­te del agua de los ca­na­les que cru­za­ban Dár­bo­na. Fren­te a la co­mi­sa­ría ha­bía una pla­zo­le­ta de­sier­ta de sue­lo cir­cu­lar ado­qui­na­do don­de rei­na­ba una vie­ja fuen­te, ador­na­da con exó­ti­cas fi­gu­ras de hom­bres pez. Un lán­gui­do cho­rro bro­ta­ba de la cima y ape­nas al­can­za­ba a mo­jar­la.

    —Ah, está rota des­de hace un tiem­po. Es­pe­ra­mos que pron­to ven­gan a re­pa­rar­la —dijo Ja­vier al ver­lo ob­ser­ván­do­la—. Re­pre­sen­ta una de nues­tras le­yen­das tra­di­cio­na­les, hay va­rias como esa en la ciu­dad. Aun­que su­pon­go que ya lo sa­bía…

    —No, no lo sa­bía, pero pro­ba­ble­men­te mi asis­ten­te sí. —San­tos giró y en­tró a la co­mi­sa­ría—. Ella es como un ar­chi­vo: re­co­pi­la, fil­tra y me brin­da in­for­ma­ción cuan­do la ne­ce­si­to, siem­pre que ten­ga café cer­ca. —Miró al­re­de­dor en bus­ca de la ca­fe­te­ra.

    —Aquí te­ne­mos de so­bra, de­tec­ti­ve. Dos ca­fe­te­ras en la co­ci­na y una ca­fe­te­ría cru­zan­do la pla­zo­le­ta, por si le ape­te­ce algo más ela­bo­ra­do.

    Tras un bre­ve tour de par­te de Da­niel, San­tos notó que la co­mi­sa­ría pri­me­ra no era un si­tio don­de hu­bie­ra mu­cho mo­vi­mien­to más que las idas y ve­ni­das de Ja­vier y Da­niel Ca­rras­co en sus se­gu­ra­men­te deses­truc­tu­ra­dos tur­nos. Sus cel­das no es­ta­ban im­pe­ca­bles, pero no por mu­cho uso sino por todo lo con­tra­rio, no ha­brían pa­sa­do por allí más que un par de bo­rra­chos o al­gún que otro ra­te­ro de poca mon­ta.

    De­trás de la mesa de en­tra­da ha­bía una puer­ta que con­du­cía a un pe­que­ño de­par­ta­men­to para la guar­dia. A San­tos le pa­re­ció ideal y Da­niel se lo ce­dió, no del todo gus­to­so, para que se hos­pe­da­ra allí. Lue­go se des­pi­dió, de­ján­do­lo solo con Ja­vier.

    —Bien, te­nien­te, a tra­ba­jar. ¿Dón­de en­cuen­tro los in­for­mes del caso has­ta el mo­men­to?

    —No hay mu­cho que en­con­trar aún, solo he­mos to­ma­do un par de fo­to­gra­fías an­tes de que re­ti­ra­ran el cuer­po. La víc­ti­ma es… era un al­ma­ce­ne­ro de ba­rrio, José Ig­na­cio Ro­drí­guez, y el fo­ren­se dijo que pa­sa­ría por aquí esta tar­de a traer el in­for­me.

    —¿Lo co­no­cía?

    —Mu­chos lo co­no­cía­mos, pero no ín­ti­ma­men­te. Su ne­go­cio es un lu­gar muy fre­cuen­ta­do.

    San­tos se acer­có al pe­que­ño es­cri­to­rio que ha­bía en el de­par­ta­men­to de guar­dia. Una fina capa de pol­vo, casi im­per­cep­ti­ble, lo cu­bría, y no ha­bía otra cosa so­bre él más que una pe­que­ña lám­pa­ra.

    —Me aco­mo­da­ré aquí. Trái­ga­me las fo­to­gra­fías, por fa­vor, y la fi­cha del oc­ci­so. O, me­jor aún, lo acom­pa­ño al ar­chi­vo a bus­car­las, y de paso me haré de al­gu­nos fo­lios y car­pe­tas va­cías.

    Ja­vier tra­gó sa­li­va.

    —El ar­chi­vo está en la sala de ob­ser­va­cio­nes, acom­pá­ñe­me.

    Al fi­nal de la sala de en­tra­da ha­bía dos puer­tas: la de la sala de in­te­rro­ga­to­rios y la de la sala de ob­ser­va­cio­nes. Des­de allí, gi­ran­do a la de­re­cha, un pa­si­llo que desem­bo­ca­ba en el área de cel­das era cor­ta­do solo por una pe­que­ña puer­ta que lle­va­ba a un baño de ser­vi­cio de­ve­ni­do en de­pó­si­to de tras­tos.

    En la sala de ob­ser­va­cio­nes ha­bía un es­cri­to­rio con un or­de­na­dor, dos si­llas y dos ar­chi­ve­ros con­tra la pa­red del fon­do. Cuan­do San­tos es­ta­ba a pun­to de abrir­los, Ja­vier lo de­tu­vo.

    —No en­con­tra­rá mu­cho allí, de­tec­ti­ve. Como ya le co­men­tó an­tes mi her­mano, aquí nun­ca pasa nada. Pero des­cui­de, iré al re­gis­tro ci­vil y le trae­ré todo lo que en­cuen­tre so­bre José Ro­drí­guez. Las fo­tos es­tán en el so­bre de pa­pel ma­de­ra que está en­ci­ma del ar­chi­ve­ro de la de­re­cha, y en­con­tra­rá al­gu­nas car­pe­tas y fo­lios sin usar en el úl­ti­mo ca­jón del de la iz­quier­da. Al me­nos creo que allí los dejé cuan­do los com­pré… —la voz de Ja­vier per­dió fuer­zas en el úl­ti­mo tra­mo.

    San­tos apre­tó los la­bios otra vez.

    —Pues vaya aho­ra mis­mo al re­gis­tro, me gus­ta­ría in­te­rro­gar a los tes­ti­gos con algo más de in­for­ma­ción a cues­tas. —Tomó el so­bre y bus­có el res­to de las co­sas don­de Ja­vier le ha­bía in­di­ca­do. En­con­tró tres car­pe­tas de co­lor ce­les­te des­gas­ta­do, un ro­llo de fo­lios ata­dos con cin­ta ad­he­si­va algo ama­ri­llen­ta y un ata­do de ho­jas que an­ta­ño ha­bían sido blan­cas, pero ya no tan­to—. Cí­te­los para las cin­co de la tar­de. Me­li­na, mi asis­ten­te, lle­ga­rá a eso de las tres, me dará tiem­po a co­men­tar­le el caso.

    —El re­gis­tro abre solo de ma­ña­na…

    Esta vez, San­tos apre­tó tam­bién los dien­tes, ce­rró los ojos, res­pi­ró pro­fun­do, y lue­go ex­ha­ló len­ta­men­te.

    —Te­nien­te, es us­ted un po­li­cía tra­ba­jan­do en un caso de ho­mi­ci­dio. No hay ho­ra­rios para us­ted. Bus­que al en­car­ga­do del re­gis­tro y pí­da­le que le en­tre­gue lo que ne­ce­si­ta­mos, sá­que­lo de la cama si está dur­mien­do y dé­je­lo sin pos­tre si aún está al­mor­zan­do.

    —Tie­ne ra­zón, lo sien­to, es que aquí nun­ca…

    —Lo sé —in­te­rrum­pió San­tos—, aquí nun­ca pasa nada. Pero aho­ra sí pasó: un hom­bre mu­rió —Abrió el so­bre y ex­tra­jo las fo­to­gra­fías—, y a juz­gar por es­tas fo­tos no fue por cau­sa na­tu­ral. ¿Es­ta­ría yo aquí de otra ma­ne­ra?

    —No, de­tec­ti­ve, dis­cúl­pe­me.

    —No se dis­cul­pe, pero lo ne­ce­si­to a mi lado, te­nien­te. A par­tir de hoy, nin­gu­na puer­ta debe fre­nar­lo, ¿es­ta­mos de acuer­do?

    —De acuer­do. Par­to ya mis­mo. ¿Ne­ce­si­ta algo más an­tes de que me vaya?

    —Sí. Lla­me al fo­ren­se y dí­ga­le que ne­ce­si­to el in­for­me, a más tar­dar, para las cua­tro de la tar­de.

    —Ya mis­mo, de­tec­ti­ve.

    Ja­vier lo dejó solo en la sala de ob­ser­va­cio­nes, y San­tos apro­ve­chó para re­vi­sar el res­to de los ca­jo­nes del ar­chi­ve­ro. Era ver­dad que no ha­bía mu­cho allí, y lo poco que en­con­tró da­ta­ba de mu­chos años, cer­ca de cin­cuen­ta. Nin­guno de los Ca­rras­co ha­bía ela­bo­ra­do esos in­for­mes, am­bos ron­da­rían los trein­ta, a juz­gar por su apa­rien­cia. Pron­to chas­queó la len­gua y aban­do­nó la inú­til ta­rea para mu­dar­se a su nue­vo es­cri­to­rio, lle­van­do con­si­go lo úni­co que le ser­vía por el mo­men­to: las fo­tos del muer­to.

    Le ale­gra­ba vol­ver al tra­ba­jo, aun­que fue­ra por des­car­te y no por elec­ción, lue­go de tan­to tiem­po de ocio que, a de­cir ver­dad, ya em­pe­za­ba a preo­cu­par­le. Sa­bía que sus su­pe­rio­res no ha­bían pen­sa­do en él como pri­me­ra op­ción por­que no creían que es­tu­vie­ra lis­to para vol­ver al rue­do tras la pér­di­da de su es­po­sa. Lo cier­to es que dos años y me­dio de­be­rían ser más que su­fi­cien­tes para cual­quier viu­do de su edad, otros en su lu­gar has­ta es­ta­rían ya in­ten­tan­do reha­cer sus vi­das por mie­do a en­ve­je­cer so­los. Pero San­tos no. La cul­pa se lo im­pe­día. Si aquel día hu­bie­se ido él mis­mo por su ta­ba­co en lu­gar de pe­dír­se­lo a ella… La nos­tal­gia lo ata­có vien­do las fo­tos de José Ig­na­cio Ro­drí­guez, tum­ba­do so­bre una mata de pas­to seco, con una

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