8 Santos
Por Sonia Pericich
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En la pequeña ciudad de Dárbona nunca nada sucede, por eso los tenientes Javier y Daniel Carrasco sintieron un gran alivio, acompañado de algo de excitación, con la llegada del detective Santos Herrera ante aquel descolocado homicidio que los alarmó.
Santos es un hombre serio y perspicaz, como todo detective, pero tendrá que ver cómo se las arregla con unos archivos que solo han acumulado polvo en los últimos cincuenta años.
Junto a su asistente, Melina Cuesta, vivirán una experiencia laboral única que los hará replantearse el concepto de justicia y cambiará sus creencias para siempre.
Sonia Pericich
Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)
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8 Santos - Sonia Pericich
Versión digital
Enero 2023
2da. edición
Maquetación y diseño de cubierta: Sonia Pericich
legalesLicencia Creative Commons
CC-BY-NC-ND 4.0
Atribución - NoComercial-
SinObrasDerivadas
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A ella, amante de los misterios.
A ellos, por su complicidad.
La diferencia entre
la venganza
y la justicia,
es la moral...
¿Pero la moral de quién?
Capítulo 1
El detective Herrera había visitado Dárbona solo en un par de ocasiones, y nunca por trabajo. La primera vez había sido para visitar a una amiga de su madre, a los diez años, contra toda su voluntad. La segunda, en las prácticas de reconocimiento, con compañeros de estudio. Y nunca más, porque el turismo poco le importaba.
Abandonó la pensión de Pueblo Viejo anunciando a doña Paca, dueña y portera, su pronto regreso, y partió en el tren del mediodía. Su asignación al caso había llegado no mucho antes, por una baja inusitada de su compañero de zona. Una gripe muy fuerte, dijeron. Supuso que debía ser cierto, porque llevaba un buen tiempo sin recibir un caso, y no porque no los hubiera. Le tocó la ventanilla con vista al cordón montañoso de Las Carmencitas, aunque hubiese preferido las del otro lado, con vistas hacia la llanura yerma que separaba los pueblos y ciudades pequeñas de la imponente capital, le inspiraba más.
En la estación de Dárbona lo esperaba el teniente Carrasco, algo nervioso, o ansioso quizás. Un homicidio en Dárbona y la presencia de un detective de la capital no eran para menos. Santos lo reconoció sin mucho esfuerzo, no había nadie más en la estación que exudara así su oficio, aun vestido de civil.
—Detective Santos Herrera —dijo al acercarse, tendiéndole la mano.
—Teniente Daniel Carrasco, a sus órdenes. —El apretón fue sincero—. Acompáñeme, por favor.
Cruzaron la estación a paso firme. Tras la gran puerta de entrada, abierta ya de par en par, los esperaba el móvil policial.
—En la tarde vendré por su asistente y la reuniré con usted. Ahora lo llevaré a comisaría, a menos que quiera ir antes a otro lugar… —dijo Daniel al subir al coche.
—Tengo entendido que ya retiraron el cuerpo del lugar del hecho.
—Así es, detective, fue una orden expresa del comisario. La gente se revolucionó y él creyó conveniente no esperarlo. Acordonamos la zona, pero para cuando lo hicimos ya la escena estaba contaminada. Dos compañeros de la comisaría segunda la protegen desde entonces.
Santos apretó los labios.
—A comisaría entonces, teniente, no cambiará nada si me tomo antes un café.
El cielo estaba encapotado y el servicio meteorológico anunciaba lluvia. Por eso lo más probable era que no lloviera. Jamás acertaban. El salpicado gris del cielo hacía juego con la fría piedra que dominaba las calles de Dárbona, varias aún vestidas de adoquines, y con la colosal hiedra que cubría gran parte de sus edificios más antiguos, algunos ya casi en ruinas, pero misteriosamente vivos. La zona vieja de Dárbona, donde estaba la comisaría primera, parecía estar en decadencia, pero tenía cierta elegancia, esa que otorga la historia y el apego a las tradiciones.
Desde su última visita parecía no haber cambiado nada, al menos en esa parte de la ciudad. Más al sureste, bajo el abrigo del Cordón de las Carmencitas que abrazaba a toda la ciudad, se hallaba la nueva zona turística, nacida del descubrimiento de un atractivo que podría convertirse en dinero. De no ser por la insistencia de algunos viajeros por disfrutar de sus tranquilas costas, Dárbona jamás hubiese abandonado su vetusta estampa.
La comisaría primera de Dárbona también era un edificio anticuado, por supuesto, y además algo descuidado, pero aun así agradable. Al verlos llegar, el teniente Javier Carrasco, hermano de Daniel, salió a recibirlos.
—Detective Herrera, bienvenido. ¿Qué tal el viaje?
—Tranquilo, gracias. ¿Usted es…?
—Teniente Javier Carrasco, para servirle.
—Es mi hermano, detective —aclaró Daniel—. Estamos a cargo de la primera.
—¿Y el comisario?
—En la capital. Él no viene nunca por aquí, no hace falta —respondió Javier.
—Aquí nunca sucede nada, mucho menos en la zona vieja. En la primera solo estamos nosotros. Tenemos algunos compañeros en la segunda, en la zona turística, unos cuatro… —agregó Daniel mientras tomaba la valija de Santos y abría la puerta.
—Cinco —corrigió Javier.
—…cinco. Un teniente y cuatro oficiales. Pero están bastante tranquilos también.
Santos hizo un paneo de los alrededores antes de entrar. El silencio solo era roto por sus voces, algunos pájaros y el murmullo constante del agua de los canales que cruzaban Dárbona. Frente a la comisaría había una plazoleta desierta de suelo circular adoquinado donde reinaba una vieja fuente, adornada con exóticas figuras de hombres pez. Un lánguido chorro brotaba de la cima y apenas alcanzaba a mojarla.
—Ah, está rota desde hace un tiempo. Esperamos que pronto vengan a repararla —dijo Javier al verlo observándola—. Representa una de nuestras leyendas tradicionales, hay varias como esa en la ciudad. Aunque supongo que ya lo sabía…
—No, no lo sabía, pero probablemente mi asistente sí. —Santos giró y entró a la comisaría—. Ella es como un archivo: recopila, filtra y me brinda información cuando la necesito, siempre que tenga café cerca. —Miró alrededor en busca de la cafetera.
—Aquí tenemos de sobra, detective. Dos cafeteras en la cocina y una cafetería cruzando la plazoleta, por si le apetece algo más elaborado.
Tras un breve tour de parte de Daniel, Santos notó que la comisaría primera no era un sitio donde hubiera mucho movimiento más que las idas y venidas de Javier y Daniel Carrasco en sus seguramente desestructurados turnos. Sus celdas no estaban impecables, pero no por mucho uso sino por todo lo contrario, no habrían pasado por allí más que un par de borrachos o algún que otro ratero de poca monta.
Detrás de la mesa de entrada había una puerta que conducía a un pequeño departamento para la guardia. A Santos le pareció ideal y Daniel se lo cedió, no del todo gustoso, para que se hospedara allí. Luego se despidió, dejándolo solo con Javier.
—Bien, teniente, a trabajar. ¿Dónde encuentro los informes del caso hasta el momento?
—No hay mucho que encontrar aún, solo hemos tomado un par de fotografías antes de que retiraran el cuerpo. La víctima es… era un almacenero de barrio, José Ignacio Rodríguez, y el forense dijo que pasaría por aquí esta tarde a traer el informe.
—¿Lo conocía?
—Muchos lo conocíamos, pero no íntimamente. Su negocio es un lugar muy frecuentado.
Santos se acercó al pequeño escritorio que había en el departamento de guardia. Una fina capa de polvo, casi imperceptible, lo cubría, y no había otra cosa sobre él más que una pequeña lámpara.
—Me acomodaré aquí. Tráigame las fotografías, por favor, y la ficha del occiso. O, mejor aún, lo acompaño al archivo a buscarlas, y de paso me haré de algunos folios y carpetas vacías.
Javier tragó saliva.
—El archivo está en la sala de observaciones, acompáñeme.
Al final de la sala de entrada había dos puertas: la de la sala de interrogatorios y la de la sala de observaciones. Desde allí, girando a la derecha, un pasillo que desembocaba en el área de celdas era cortado solo por una pequeña puerta que llevaba a un baño de servicio devenido en depósito de trastos.
En la sala de observaciones había un escritorio con un ordenador, dos sillas y dos archiveros contra la pared del fondo. Cuando Santos estaba a punto de abrirlos, Javier lo detuvo.
—No encontrará mucho allí, detective. Como ya le comentó antes mi hermano, aquí nunca pasa nada. Pero descuide, iré al registro civil y le traeré todo lo que encuentre sobre José Rodríguez. Las fotos están en el sobre de papel madera que está encima del archivero de la derecha, y encontrará algunas carpetas y folios sin usar en el último cajón del de la izquierda. Al menos creo que allí los dejé cuando los compré… —la voz de Javier perdió fuerzas en el último tramo.
Santos apretó los labios otra vez.
—Pues vaya ahora mismo al registro, me gustaría interrogar a los testigos con algo más de información a cuestas. —Tomó el sobre y buscó el resto de las cosas donde Javier le había indicado. Encontró tres carpetas de color celeste desgastado, un rollo de folios atados con cinta adhesiva algo amarillenta y un atado de hojas que antaño habían sido blancas, pero ya no tanto—. Cítelos para las cinco de la tarde. Melina, mi asistente, llegará a eso de las tres, me dará tiempo a comentarle el caso.
—El registro abre solo de mañana…
Esta vez, Santos apretó también los dientes, cerró los ojos, respiró profundo, y luego exhaló lentamente.
—Teniente, es usted un policía trabajando en un caso de homicidio. No hay horarios para usted. Busque al encargado del registro y pídale que le entregue lo que necesitamos, sáquelo de la cama si está durmiendo y déjelo sin postre si aún está almorzando.
—Tiene razón, lo siento, es que aquí nunca…
—Lo sé —interrumpió Santos—, aquí nunca pasa nada. Pero ahora sí pasó: un hombre murió —Abrió el sobre y extrajo las fotografías—, y a juzgar por estas fotos no fue por causa natural. ¿Estaría yo aquí de otra manera?
—No, detective, discúlpeme.
—No se disculpe, pero lo necesito a mi lado, teniente. A partir de hoy, ninguna puerta debe frenarlo, ¿estamos de acuerdo?
—De acuerdo. Parto ya mismo. ¿Necesita algo más antes de que me vaya?
—Sí. Llame al forense y dígale que necesito el informe, a más tardar, para las cuatro de la tarde.
—Ya mismo, detective.
Javier lo dejó solo en la sala de observaciones, y Santos aprovechó para revisar el resto de los cajones del archivero. Era verdad que no había mucho allí, y lo poco que encontró databa de muchos años, cerca de cincuenta. Ninguno de los Carrasco había elaborado esos informes, ambos rondarían los treinta, a juzgar por su apariencia. Pronto chasqueó la lengua y abandonó la inútil tarea para mudarse a su nuevo escritorio, llevando consigo lo único que le servía por el momento: las fotos del muerto.
Le alegraba volver al trabajo, aunque fuera por descarte y no por elección, luego de tanto tiempo de ocio que, a decir verdad, ya empezaba a preocuparle. Sabía que sus superiores no habían pensado en él como primera opción porque no creían que estuviera listo para volver al ruedo tras la pérdida de su esposa. Lo cierto es que dos años y medio deberían ser más que suficientes para cualquier viudo de su edad, otros en su lugar hasta estarían ya intentando rehacer sus vidas por miedo a envejecer solos. Pero Santos no. La culpa se lo impedía. Si aquel día hubiese ido él mismo por su tabaco en lugar de pedírselo a ella… La nostalgia lo atacó viendo las fotos de José Ignacio Rodríguez, tumbado sobre una mata de pasto seco, con una