Misógino feminista
Por Carlos Monsiváis y Marta Lamas
2.5/5
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Carlos Monsiváis
Desde muy joven colaboró en suplementos culturales y medios periodísticos mexicanos. Estudió en la Facultad de Economía y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y teología en el Seminario Teológico Presbiteriano de México. Asistió al Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard en 1965. Gran parte de su trabajo lo publicó en periódicos, revistas, suplementos, semanarios y otro tipo de fuentes hemerográficas. Colaboró en diarios mexicanos como Novedades, El Día, Excélsior, Unomásuno, La Jornada, El Universal, Proceso, la revista Siempre!, Fractal, Eros, Personas, Nexos, Letras Libres, Este País, la Revista de la Universidad de México, entre otros. Fue editorialista de varios medios de comunicación.
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Misógino feminista - Carlos Monsiváis
2011.
1
SOÑADORA, COQUETA Y ARDIENTE
NOTAS SOBRE SEXISMO EN LA LITERATURA MEXICANA
No una conjura, ni una emboscada sino, más metódica y negociadamente, una organización. La organización deliberada, alerta, exaltada, melancólica, inclemente, tierna, paternalista, de una inferioridad. No otra cosa es el sexismo, una suma ideológica que es una práctica, una técnica que es una cosmovisión. Una sociedad (en este caso, cualquier sociedad, porque el sexismo es un problema y una condición universales, no depende de modo mecánico de un sistema social y político, trasciende ideologías y militancias) asume, aplastantemente, su convicción inicial, fundadora: quien no se ajuste a este patrón de conducta (por no poder o no querer) será, sin remedio, un ser inferior. ¿Cuándo surge el sexismo? Históricamente, tal vez en el instante cuando, sobre el placer o el desarrollo personales, la reproducción se convierte en la meta de la relación sexual. El patriarcado lo decidió, apoyado en la biología, para la eternidad: a la mujer dijo —afirma el Génesis—: multiplicaré en gran manera tus dolores y tus preñeces; con dolor parirás los hijos; y a tu marido será tu deseo, y él se enseñoreará de ti
. Adán, en control de la situación, miró hacia la mujer y halló un objeto, un objeto valioso por su índice de explosión demográfica, por su capacidad para agradar, para acompañar a los dueños del mundo. Síndrome de los males esenciales de cualquier sistema y relación de los hechos, el sexismo, esta suerte de imperialismo que se ejerce redobladamente contra —por lo menos— la mitad de la humanidad, ha ido haciendo su historia con sometimientos, esclavitudes, continuos ejercicios de mando y represión. El sexismo es un espejismo: aunque la mujer resulta expuesta a la educación, la riqueza y la independencia, como si fuese (exactamente) un ser autónomo y el igual del hombre, todas las influencias genuinas en su vida le informan que su educación sólo se justifica si va a utilizarse de un modo mecánico para el esposo. El sexismo es un espejo distorsionado: legaliza la gesticulación del caudillo y la muestra como apariencia civilizada; inventa desproporciones y le asegura a la mujer que la realidad de su ser yace, únicamente, en el cuidado de los niños y la fabricación de una atmósfera de apoyo a los verdaderos seres humanos, aquellos que, agresivamente, traspasan el mundo para mejor dirigirlo.
El sexismo como fijación de los roles
El sexismo, fenómeno demasiado vasto, sólo es apresable en términos muy generales. Cualquier indagación sobre él, en esta etapa, corre el riesgo de volverse simplista, de no evadir los límites de un nuevo lugar común. El campo que el término cubre es amplísimo: el predominio de un sexo (y de quienes, dentro de ese sexo, se ajustan más aptamente al esquema del dominador, a las características necesarias del ejercicio del poder), la preferencia de la sociedad por ese sexo, la transformación de una inferioridad declarada en una inferioridad real, la atribución al sexo dominante de cualidades y actitudes privilegiadas, el énfasis de mando en cualquier relación personal de índole sexual. El sexismo, sojuzgadoramente, divide el mundo en roles, lo masculino
y lo femenino
, y le atribuye a cada rol características que deben cumplirse fatalmente. Lo femenino
dispondrá, por ejemplo, de la ternura, el recato, la paciencia, la dulzura, la intuición, la abnegación, la resistencia al dolor, la pasividad entregada, la inercia, la falta de iniciativa, la frivolidad, la incapacidad de avenirse con la Historia (con mayúscula), la decisión de entrever la realidad a través del chisme. Durante miles de años, esta concepción, férreamente impresa, aunada a esquemas vigorizados y revigorizados de conducta, ha vuelto esa definición de lo femenino
una respuesta natural
e instintiva
. El sexismo infantiliza, roba, despoja a una clase de seres humanos de autonomía, confianza, posibilidades de acción. Desde hace miles de años se viene cumpliendo un intercambio que exige la servidumbre y ofrece, caritativamente, la protección.
¿Qué tantas cosas es el sexismo? Es una ideología que se basa en las necesidades y valores del grupo dominante y se norma por lo que los miembros de este grupo admiran en sí mismos y encuentran conveniente en sus subordinados: agresión, inteligencia, fuerza y eficacia en el hombre; pasividad, ignorancia, docilidad, virtud
e ineficacia en la mujer. Es una psicología que pretende carta de naturalización para la ideología patriarcal y minimiza —a través de creencias sociales, ideología y tradición— cualquier posibilidad igualitaria del ego femenino. Es un fenómeno de clase, un hecho sociológico, un hecho económico y educacional, una teoría de la fuerza, una presunción biológica, una estructura antropológica que somete mitos y religiones. El sexismo conoce su forma política más lograda en el patriarcado y su institución evidente en la familia.
La mujer como instrumento
Por naturaleza y definición, la cultura mexicana es una cultura sexista. De modo elemental, descansa en la convicción de que, habiendo seres inferiores, lo que procede es explotar a la mujer. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad (1949), proporciona un excelente primer trazo de este proceso:
Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad masculina del señor —que hemos heredado de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asigna la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que depositaria
de ciertos valores. Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La femineidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.
Estas líneas de Octavio Paz son, en su don de síntesis, exactas. Entre nosotros, la tradición prehispánica que le confería a la mujer un desdeñoso papel servil se mezcló —sin problemas— con la tradición del conquistador. El primer elemento de acuerdo entre quienes integraron el arranque de nuestra nacionalidad fue el sitio reservado a la mujer. Y —acudo aquí al testimonio de la poesía indígena— cierta identificación —ni enfática ni soslayada— de la derrota (debilidad) con la lamentación y la huida (femineidad). Es mi destino el padecer —afirma un poema típico posconquista— oh, amigo mío, mi corazón se angustia: entre penas se vive en la tierra. ¿Cómo vivir con los demás? ¡Si vivimos en vano ofendemos a otros! Hay que vivir en paz, hay que rendirse y andar con la frente inclinada entre otros.
Y en Visión de los vencidos, en uno de los poemas ahora célebres, Se ha perdido el pueblo mexicatl
, se afirma:
El llanto se extiende, las lágrimas gotean
allá en Tlatelolco.
Por agua se fueron ya los mexicanos;
semejan mujeres; la huida es general.
A partir del virreinato se establece ya, firmemente, una visión del mundo que utiliza, en su exigencia de supremacía y privilegio para una clase y para un sexo dentro de esa clase, represión moral y represión política, educación y gobierno. El virreinato concibe un orden de cosas donde la obediencia es la respuesta primera que se exige ante cualquier situación y donde las nociones de honra y virtud se integran como respuestas sociales y políticas. Durante los tres siglos de dominación española se fortalecen las estructuras de conductas patriarcales que —en lo básico— continúan indemnes hasta nuestros días, a través del principio vinculador de las relaciones de poder en sociedades como la nuestra, la educación familiar.
Los efectos retroactivos
De este modo, hablar de sexismo es calificar retrospectivamente todo nuestro proceso histórico: colonial, formalmente independiente, liberal, revolucionario, pos y contrarrevolucionario. ¿Admiten nuestro manejo y utilización actuales de la noción de sexismo efectos retroactivos? ¿No es un contrasentido histórico o un acto paródico calificar de sexista a Juan Ruiz de Alarcón o a Pedro Castera, autor de la novela romántica Carmen? En cierto sentido, sí. En otro, revisar del modo más exhaustivo a nuestro alcance la historia de nuestra cultura con enfoques y perspectivas nuevas o renovadas es una tarea útil y urgente, no por el afán vampírico de exhumar a escritores indefensos, iniciándoles juicios revanchistas, sino con el fin de examinar nuestra formación, el proceso manipulatorio de nuestras reacciones y juicios de hoy. Todos —en mayor o menor medida— dependemos del sexismo para juzgar la realidad y el conocimiento del problema sólo vendrá a partir de la aceptación de su existencia. En esto, como en muchas otras cosas, apenas empezamos y el punto de partida de estas notas ha sido reconocer que —inevitablemente— se encuentran impregnadas de sexismo.
En la literatura mexicana (y no hubiese podido ser de otro modo) el sexismo encuentra a un eficaz, imprescindible colaborador. El reflejo en este caso es directo y —casi siempre— sin matices. Si otros fenómenos de la vida nacional pueden admitir asimilación y recreación artística, no sucede así en el caso del sexismo. Es una visión demasiado profunda, tan poderosamente arraigada que —júzguesele como se le juzgue— constituye una idiosincrasia, una respuesta natural a las solicitudes externas e internas. De allí lo inútil, en esta etapa, de las reacciones puramente morales ante la institución del sexismo. La ofensiva moral tiende a detenerse en la satanización, en el cerco condenatorio. Y el sexismo, como todos nuestros acondicionamientos seculares, como todas nuestras respuestas culturales profundas, desborda juicios y anatemas, deshace o se burla de los intentos críticos. Frente al sexismo, la respuesta debe ser política, no moral. La lucha contra la servidumbre fatalizada de un sexo, contra la esquematización implacable de la conducta, debe insertarse de modo orgánico, en la lucha actual de liberación. La revolución sexual es un aspecto más (clásico) de la revolución de nuestro tiempo.
Mas las notas están tomando un rumbo dogmático, sentencioso y precipitado. Su título no anuncia un programa de acción sino un panorama. Retomo una línea supuestamente expositiva, con una declaración: a la tarea de precisar el alcance del sexismo en nuestra literatura, le atribuyo una importancia significativa. Ahora, cuando se inicia la revisión de nuestro proceso histórico, momento desmitificador y desmistificador, procede examinar el alcance y las tradiciones de los sistemas de explotación, uno de los cuales, esencial, determinante, es el sexismo.
La mujer como personaje
A la mujer, en nuestra literatura, le corresponde asumir un papel fundamental: el de paisaje. El hombre es, siempre, el centro, la razón de ser. En las márgenes, ennoblecida o mancillada, la mujer se mueve —según le vaya— con dignidad o sinuosamente. Puede ser la madre (que todo lo sufre), la esposa (que todo lo perdona) o la prostituta (que todo lo degrada). Es, por necesidad, un pretexto o una ocasión. Alguna vez lo expresó con tono lapidario (no musicalizable esta vez) Antonio Machado: La mujer es el anverso del ser
. ¿Cuál es el anverso del ser? ¿El no ser, la no entidad? ¿O el territorio a un costado de la ontología, donde afirmaciones o negaciones se producen invertidas, fantasmales, inexistentes a fuerza de oponerse a la verdadera realidad? El ser de la mujer, de acuerdo a esta concepción, es, cuando se da un ser derivado, prestado. Para esta literatura (y para esta pintura, esta música popular y posteriormente para esta radio, este cine, esta televisión), la mujer es una representación masculina de no estar (oficialmente) solo. La primera presencia es Tonantzin, Nuestra Madre que deviene en Guadalupe, quien no hizo igual con ninguna otra nación. Al decretarse y fundarse políticamente el milagro del Tepeyac, se fijan los términos de la idealización: la mujer venerable, reverenciable (Te juro que eres lo más sagrado para mí
) es la Virgen, con o sin mayúscula. Si la interpretación no estuviese sospechosamente teñida de psicologismo, se podría advertir en toda una zona de la literatura (o de la realidad) el programa panvirginal: lo inmaculado es el signo de las mujeres respetables: mi madre o mi esposa o mi hija son, han sido y serán vírgenes perfectas, porque la virginidad, más que una condición física, es un atributo de lo que me pertenece. Como objeto de mi posesión, es inaccesible, al margen y más allá de cualquier profanación. En última instancia, la virginidad será sagrada por manifestarse como forma, compleja y evidente a la vez, del derecho de propiedad.
Inventada, dibujada y desdibujada por la literatura, la mujer va asumiendo, encarnando diferentes papeles: es la amada remota a la cual deben dedicarse reflexiones y reminiscencias (el objeto idolátrico de algunos poetas modernistas, la Fuensanta de López Velarde); la novia pura (la Remedios de Emilio Rabasa, la Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano); la madre abnegada y comprensiva que resplandece desde el dolor y la pérdida (ser ubicuo y omnipresente que se desplaza de la novela de folletín a la poesía popular, en el estilo de El brindis del bohemio
de Guillermo Aguirre y Fierro, a los personajes dulces y firmes de Efrén Hernández); la pecadora arrepentida, Magdalena, enterada de que el precio por el rescate de su virginidad es la muerte (la heroína del folletín, la Santa de Federico Gamboa); la devoradora, quien adquiere de los hombres el espíritu depredatorio, quien acude a técnicas masculinas de sojuzgamiento para vengarse por la destrucción de su virginidad (este cliché, muy compartido, resulta personaje secundario en las novelas y principalísimo en el cine: María Félix lo convertirá en su emblema como también, en plena abundancia terrenal, las rumberas: Ninón Sevilla, Meche Barba, etcétera. Recientemente, Irma Serrano en La Martina revivió a la devoradora confundiendo a la ninfomanía con la mentalidad de la sociedad de consumo).
Otros arquetipos: la soldadera fiel, la criatura admirable que se deja matar por su hombre en el canje de vidas (la Codorniz de Los de abajo de Mariano Azuela); la coqueta victimable que juega con su honra para perder (Micaela en Al filo del agua, de Agustín Yáñez); el ser febril y remoto (Susana San Juan en Pedro Páramo, de Juan Rulfo); la amante enloquecida, la víctima del amor-pasión que en la entrega se redime de su impudor (Adriana en La Tormenta, de José Vasconcelos); la diosa venerada, tan magnífica que merece alternar con la madre (Rosario en el Nocturno
de Manuel Acuña); la hembra terrenal ya irrecuperable, la india brava de bruna cabellera en el Idilio salvaje
de Manuel José Othón); la ninfeta purísima cuyo amor con el adulto sólo puede consumarse en la tragedia (la Carmen de Pedro Castera).
¿Una conclusión rudimentaria y general? Nuestra literatura carece hasta el día de hoy de personajes femeninos cuya realidad se describa orgánicamente. No se establecen unitariamente: se presentan como mitología, diseños previos. Incluso en la que quizá sea nuestra mejor novela, Pedro Páramo, al lado de lo descarnado y obsesivo, de la presencia tajante del cacique, se da lo doblemente espectral, la presencia enloquecida por incorpórea de Susana San Juan, quien jamás desiste de su condición aislada y distante, es siempre el erotismo intenso e impreciso, la afonía fantasmal, el amor inasible. Pedro Páramo poseerá a todas, las ultrajará, las domará, las desechará. Mientras las mujeres sean inferiores son posibles: Dolorita Preciado o Damiana Cisneros. Cuando Pedro Páramo eleva a Susana a su nivel y la ama no con amor de violentador físico, en ese instante Susana San Juan se despoja de cualquier característica definible, se vuelve delirante proyecto místico, un abandono erótico que anhela la eternidad; se vuelve, en definitiva, el no ser.
Lo cual es inevitable. Porque así sea mínima la relación entre lo que podría designarse (de modo convencional) como realidad literaria y realidad real, ese vínculo unirá a la literatura con un espacio donde la mujer no dispone de peso específico, en una situación secundaria y dependiente. Para que la mujer llegue a la literatura con un centro de gravedad propio, debe advenir como invento, convenio entre el autor y la credulidad del lector. No es un problema de misoginia: lo que sucede es previo y posterior al odio a la mujer. Cultura y literatura conciben a la mujer como una criatura sólo concebible o consignable por escrito, ya que al ser reproducida naturalistamente, por ejemplo, carecería de interés y densidad espiritual. La mujer en la literatura mexicana, si va a ser expresada con complejidad, será, casi fatalmente, una abstracción.
El proceso histórico
En su espléndida Respuesta a Sor Filotea de la Cruz
, en pleno siglo XVIII, Sor Juana Inés de la Cruz describe una batalla: la de una mujer excepcional que decide ejercer la inteligencia en una sociedad que a la mujer sólo le consiente la gracia, el arrobo, el azoro y la sumisión. La carta a Sor Filotea es un documento admirable: la resistencia última de un sentenciado a quien aguardan la ignorancia y el silencio, la renuncia al entendimiento y la quietud del claustro
. Sor Juana, en una sociedad donde muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres
, defiende con angustia y celo su derecho a leer, su derecho a saber, su derecho a escribir. Pues si está el mal —afirma— en que los use [los versos] una mujer, ya se ve cuántas los han usado loablemente; pues ¿en qué está el serlo yo?
En la pregunta de Sor Juana yace implícita la contestación: el mal intrínseco de una mujer es serlo, su ruindad y vileza
como ella misma establece, son sinónimos de su condición femenina.
Entre el conocimiento de un fracaso inevitable y la voluntad de negarse —hasta el límite— al sometimiento (la extinción), se mueve la grandeza de Sor Juana, una grandeza que es defensa (personal y genérica) del conocimiento. Su singularidad la enfrentó a la represión, a esa incomprensión que se ha continuado en estudios y exégesis. Los padecimientos de Sor Juana prosiguen hasta hoy: por un lado, las integrantes de esas asociaciones culturales
que todavía ven a la mujer como el mejor aliado del hombre
la han asumido como símbolo, ignorando el sentido radical (intelectual y político) de su obra; por otra parte, la prisa o el desdén (ambas actitudes derivadas del sexismo) han convertido sus redondillas en la mera expresión (divertida) de una queja, no de la crítica que fue su declaración polémica sobre las desventajas institucionales de su sexo. De este modo, el Hombres necios que acusáis...
se ha vuelto una simple referencia burlona a una protesta quejumbrosa, sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que juzgáis
.
Las reglamentaciones del siglo XIX
José Joaquín Fernández de Lizardi, designado por aclamación el primer novelista mexicano, en uno de sus libros clásicos, La Quijotita y su prima (1818-1819), delinea para la mujer un código implacable de conducta. El pretexto lo proporcionan las oposiciones en la educación de dos niñas, Pomposa y Pudenciana. Un personaje, el coronel, vocero del autor, explica así el punto de vista del insurgente Lizardi:
Por la ley natural, por la divina y por la civil, la mujer, hablando en lo común, siempre es inferior al hombre. Te explicaré esto. La naturaleza... constituyó a las mujeres más débiles que los hombres, acaso porque esta misma debilidad física de que hablo les sirviera como de parco o excepción para conservarse en aptitud para ser madres y sostener la duración del mundo... Creo que no me entiendes; [por supuesto, el coronel monologa con una mujer] te lo diré más claro. La naturaleza, o hablemos como cristianos, su sapientísimo autor, no concedió a las mujeres la misma fortaleza que a los hombres, para que éstas, separadas de los trabajos peculiares a aquellos, se destinasen únicamente a ser la delicia del mundo, y por consiguiente, fuesen las primeras y principales actrices en la propagación del linaje humano.
Se ha estipulado la misión de la mujer: es un artefacto de lujo, con capacidad reproductiva. La primera virtud: la docilidad. La segunda: la gratitud. En esta riquísima antología del sexismo decimonónico, La Quijotita y su prima, el coronel (resumen muy calificado de la mentalidad liberal de la primera mitad del XIX) expresa su criterio:
Verdaderamente ellas [las mujeres] son dignas del aprecio y estimación del hombre culto, y este aprecio hace que se les tribute su respeto y que les ceda en muchas ocasiones la preferencia que a él le toca; mas estos respetos y atenciones debe recibirlos la mujer juiciosa; o como un premio debido a su virtud, o como un efecto de la generosidad de los hombres, y nunca los exigirá como unos derechos debidos a su soberanía de mujer.
La propia generosidad de Lizardi no termina allí. Posee también tesis tajantes en lo tocante a la división del trabajo:
Teniendo en consideración esa misma debilidad [la de las mujeres, que las hace inferiores a los hombres por ley de la naturaleza], las leyes civiles las han separado del sacerdocio, gobierno, política y arte de la guerra, que les han confiado a los hombres, de cuya privación resulta un justo premio debido al bello sexo, y tan justo, que los hombres en haberlas excluido de estos cargos no han hecho más que premiarles sus peculiares ejercicios, recompensarles sus fastidiosas fatigas y buscar sus propias conveniencias.
El hombre que las vitupere por razón de la diferencia del sexo debe ser declarado por necio y por ingrato; pero al fin de todo, hemos de confesar que justísimamente las mujeres son inferiores a los hombres por las leyes civiles. ¡Qué bien se acomodaría una mujer con un niño en los brazos asido de un pecho y sobre el otro apoyando un fusil! Lo mismo digo de una pluma, un formón, un arado u otros instrumentos peculiares de los hombres: era menester que abandonara el instrumento o el niño.
No tiene mayor sentido responsabilizar a un autor por la moral social prevaleciente en su época. Lizardi, producto típico de los códigos de conducta avanzados de la sociedad virreinal, no hace sino resumir un pensamiento general. Ocurre que esta visión patriarcal, que admite jubilosa la reducción de la mujer al metate, el comal y la tortilla, no termina en Lizardi. Dispone, para perpetuarse, de una admirable caja de resonancia: la familia, unidad monolítica forjada a conveniencia de las clases dominantes y de la Iglesia, que llega, casi inalterada, al día de hoy. La sociedad se funda en la familia y, en reciprocidad, la sociedad le aporta al matrimonio sus bases morales, religiosas, sociales y económicas; las bases que posibilitan la continuidad. Los novelistas del XIX (y muchos del XX) identifican la felicidad con el matrimonio y solicitan de los contrayentes requisitos inflexibles: riqueza y crédito monetario; nobleza (nacimiento, linaje); prestigio ocasional; influencia y poder; educación; respetabilidad; reputación, temperamento y cualidades personales (físicas, morales, intelectuales, espirituales); incluso raza y color. En esta literatura acrece la defensa sistemática del matrimonio, sus ventajas y exigencias. Nada más justo, como indica el teórico de la novela de ese tiempo, Ignacio Manuel Altamirano, ya que la novela debe ser fácil de comprender por todos, y particularmente para el bello sexo, que es el que más la lee y al que debe dirigirse con especialidad, porque es su género
. Dueña de la novela por constituirse en la principal demanda en el mercado, la mujer acepta, en un acto de retroalimentación, que se la describa como a un valor económico y que se estimule su virtud en el logro de un matrimonio conveniente (esto es, financieramente respetable). El género novelístico posee leyes propias: los valores morales de la novela vigorizan la realidad económica burguesa, donde las mujeres dependen por completo del matrimonio para su sobrevivencia material (los ingresos de una mujer mexicana en el siglo XIX eran, en el mejor de los casos, una sexta parte, aproximadamente, de los ingresos del hombre, y la propiedad de la mujer pasaba, en el instante de la boda, a manos del marido en forma automática). En este sistema económico, no desaparecido, la honra se adjudica al mejor postor, y la virginidad cedida antes del matrimonio significa (inevitablemente) un descenso de las posibilidades en el mercado de la mujer en cuestión, y por lo tanto una disminución de su garantía de supervivencia.
La polarización de los papeles económicos se acompaña obligadamente de una polarización de los papeles psicológicos y a la mujer se le exige ser débil y pasiva en lo emocional, puesto que es dependiente en lo económico. Ni la María de Jorge Isaacs,