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Teatro
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Teatro

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De Lope de Vega, el Fénix de los ingenios españoles, se incluyen en este volumen de Teatro cuatro célebres comedias. Fuenteovejuna, que bien pudiera ser considerada como su obra maestra, es el primer drama multitudinario, donde el héroe es el pueblo. Como tragicomedia de pasión y como maravilloso cuadro de género ha sido calificada Peribáñez y el comendador de Ocaña. En El Caballero de Olmedo el autor se deja seducir por un tema legendario y cubre a sus personajes con una sombra fatídica. Y, finalmente, La dama boba es una apología del Eros, un canto a la fuerza del amor.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento15 ene 2017
ISBN9786077351580
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    Teatro - Félix Arturo Lope de Vega

    Introducción

    Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon —una selección— de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

    En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros —fuente perenne de conocimiento— tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

    La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

    Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula —como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos— el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

    Los Editores

    Propósito

    Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

    Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

    Esta colección de Clásicos Universales —por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora— va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

    Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

    Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

    Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

    Los Editores

    Estudio preliminar, por Guillermo de Torre

    I. Bajo el signo de la hipérbole

    Quien viviendo habitualmente sumergido en lecturas, hombres y problemas de este siglo, se enfrenta súbitamente con Lope de Vega, experimenta la sensación de hallarse ante un ser y una obra cuya estructura y dimensiones corresponden por lo vastas a modelos ya inexistentes, como los del plesiosaurio en la historia natural. Monstruo de la naturaleza fue ya —según la frase acuñada por Cervantes— para sus contemporáneos, para quienes podían naturalmente encararle con la óptica aumentativa del siglo XVI, cuando los hombres evolucionados y las técnicas rudimentarias —al contrario tal vez que hoy— daban su máxima medida; sensación de pasmo produjo entonces la cuantía y el fulgurar del genio e ingenio lopescos; y ecos de tal deslumbramiento perduran hasta hoy. Pero así como los árboles impiden ver el bosque, asimismo el caudal fabuloso de Lope impide ver su esencia, su íntima realidad. Por ello quien desee encararse con un Lope no mítico, sino a la escala humana, queriendo bucear en la verdadera intimidad del hombre y medir la proyección real de su obra, habrá de comenzar abriéndose paso entre la tupida selva hiperbólica. Recapacitando sobre Lope, más de una vez ha acudido a mi memoria este cuarteto de Mallarmé en su Prose pour des Esseintes:

    Hyperbole! de ma mémoire

    triomphalement ne sais-tu

    te lever, aujourd'hui grimoire

    dans un livre de fer vêtu?

    Yo he nacido entre dos extremos que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás —escribía Lope con insospechable sinceridad en una de sus cartas confidenciales al Duque de Sessa. (Frase que, por cierto, y sacando definitivamente a Lope de su museo, haciéndole alternar con nuestros coetáneos, se encuentra duplicada en esta divisa de André Gide: Les extrêmes me touchent.)

    Bajo el signo de la hipérbole se diría que Lope de Vega nace, vive, ama, escribe y traspasa la inmortalidad. Pero ¿acaso el creador del teatro español no es ya por sí mismo una hipérbole, merced a su fabuloso apetito vital, parejo de su incoercible fecundidad? Nada extraño, por consiguiente, que todos sus historiadores y críticos aparezcan alcanzados por la espuma de esta ola hiperbólica. Testimonio el primero de semejante desmesura es el famoso panegírico en forma de biografía que D. Juan Pérez de Montalván puso a la cabeza de la Fama póstuma, donde rindió homenaje a Lope, en 1636, un año después de su muerte. La biografía, más oficial que verídica, más externa que humana, intentada por el autor de Para todos, tan zarandeado por Quevedo, se convierte así no sólo en panegírico sino hasta en hagiografía —el género más imprevisto donde pudiera parar el recuento de las andanzas corridas por quien como Lope de Vega tuvo de todo menos de santo, a pesar de los hábitos que cubrieron sus postreros años. Como ejemplo curioso de lo que entonces se entendía por biografía, de la credulidad y el convencionalismo que se disputaban autor y lector, bastará transcribir esta ristra de epítetos que Montalván cuelga al cuello de Lope: ...portento del orbe, gloria de la nación, lustre de la patria, oráculo de la lengua, centro de la fama, asumpto de la invidia, cuidado de la fortuna, fénix de los siglos, príncipe de los versos, Orfeo de las ciencias, Apolo de las musas, Horacio de los poetas, Virgilio de los épicos, Homero de los heroicos, Píndaro de los líricos, Sófocles de los trágicos y Terencio de los cómicos; único entre los mayores, mayor entre los grandes y grande a todas luces y en todas materias.

    Y en este tono hiperbólico se desliza todo el panegírico de Montalván, donde ya asoma lo legendario; así en aquellos párrafos en que al describir su entierro en olor de multitud, recoge la frase de una mujer, que ignorando quién fuera el muerto, dijo al ver pasar el cortejo: Sin duda este entierro es de Lope pues es tan bueno. Pudieran multiplicarse los comprobantes de esta atribución de excelencias, pero todos ellos están registrados en textos eruditos que sería premioso trascribir. Recordemos solamente que ya en vida de Lope, don Francisco de Quevedo, al tocarle escribir la aprobación de rigor para las Rimas humanas y divinas, 1634, en cuya portada el primero había jugado a enmascararse bajo el pseudónimo de Tomé de Burguillos, escribía objetivamente: Lope, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno, prerrogativa que no ha concedido la fama a otro nombre. Y como resumen de su idolización póstuma, aquella nueva versión del Credo —que la Inquisición toledana prohibió en 1647— y que rezaba así: Creo en Lope de Vega Todopoderoso, Poeta del cielo y de la tierra....

    Ahora bien, no son estas alabanzas ilimitadas —mas no ilegítimas, dada la amplitud de su onda vital, la intensidad de su impronta literaria— el factor principal que ha contribuido durante tantos años a desfigurarnos la imagen verdadera de Lope. Mayor tanto de culpa corresponde a la hipocresía, a la ocultación beata de ciertos rasgos y papeles de su vida, según aconteció con el epistolario. Fue menester que surgieran a la luz pública documentos íntimos sobre las andanzas de Lope para que la imagen dulzona, beata y convencional legada por Montalván se desvaneciera, surgiendo en cambio otra más verídica y no menos digna de asombro. Ello aconteció cuando sucesivamente esforzados eruditos como Agustín Durán, el Conde de Schack, Cayetano Alberto de la Barrera y Asenjo Barbieri encontraron parte de la correspondencia de Lope de Vega con el Duque de Sessa, revelándose así pormenores de su vida cotidiana, sus últimos amores, sus tercerías con aquel prócer... Nueva y verídica luz vinieron también a arrojar sobre el Fénix los documentos publicados por otros investigadores, Tomillo y Pérez Pastor, referentes al proceso que se le siguió por la publicación de libelos contra unos cómicos; esos papeles descubren otra historia no menos reveladora, sus amores con Elena Osorio, y nos dan simultáneamente la clave de un libro extraordinario, que desde ahora quiero señalar como la obra maestra de Lope en el género no dramático, La Dorotea.

    Reaccionábamos al comienzo contra la hipérbole que ha presidido el sino vital y póstumo de Lope. Celebremos, pues, el descorrerse de los velos falsamente púdicos que nos celaron durante más de dos siglos su intimidad. Pero este afán de claridades, de proporciones, de medidas exactas, nos preguntamos acto seguido, ¿podrá convenir en definitiva a un espíritu y a una obra como los de Lope, donde todo es grandioso y desmesurado? Datos de ello son su fecundidad, su celeridad productiva, sus amantes, los numerosos lances en que se vio envuelto, el aura multitudinaria que le acompañó en vida, la vibración popular que tuvieron sus comedias. Respecto a lo primero recuérdense las pasmosas cifras que detallan su caudalosa producción en más de medio siglo —desde que teniendo doce o trece años (1574 o 1575) escribió su primera comedia El verdadero amante hasta la postrera, que fue Las bizarrías de Belisa, en 1634, es decir, un año antes de su muerte— y que siguen esta curva ascendente, según el propio autor. En 1603, en el prólogo de El peregrino en su patria, señalaba 230 comedias; en 1609 hizo subir esta cifra a 483; en 1618, contó 800; en 1620, 900; en 1625, 1.070, y en la Égloga a Claudio, que data de 1632, da, en números redondos, 1.500. Por su parte Montalván habla de 1.800 comedias, a más de 400 autos sacramentales. Modernamente se ha tendido a rebajar esos números, entendiendo que son muy exagerados. El caso es que de tan fabuloso conjunto sólo han llegado a nosotros unas 426 comedias y 42 autos sacramentales, sin contar los 40 libros, aproximadamente, de otros géneros: épicos, narrativos, líricos, que Lope publicó en vida. Los aficionados a números y estadísticas han hecho cálculos sobre el promedio de la producción lupiana diaria. Montalván cuenta que Lope escribía una comedia en dos días, que estando en Toledo una vez compuso en cuarenta y cinco días cinco comedias. El mismo Lope se jactaba, en su Égloga a Claudio, de que más de un centenar en horas veinticuatro —pasaron de las musas al teatro.

    Y, no obstante, también en este punto conviene reaccionar contra la hipérbole, o al menos, ser muy cauteloso, atendiendo a otros testimonios menos popularizados, pero que igualmente proceden de Lope. Así cuando en una ocasión afirma paladinamente:

    Lo mejor de un poeta es lo borrado,

    no lo más limpio que pensó primero

    (máxima que encantaría hoy, por ejemplo, a un Juan Ramón Jiménez), o cuando en otra, al pasar, reitera: sólo lo borrado es bueno. Y la leyenda de la fácil facundia, de la improvisación sin correcciones, sufre otro grave quiebro cuando contemplamos cierto autógrafo de Lope, lleno de tachaduras, y en cuyas dos páginas de versos la lima sólo dejó subsistir ocho. Hay además algún soneto manuscrito suyo en que antes de llegar a los catorce versos definitivos ensayó setenta.

    Luego el autor de Fuenteovejuna no era solamente el instinto —tópico que convendría arrinconar, según se hizo con el de Cervantes lego— sino también la inteligencia autocrítica. La rapidez con que se sucedían sus obras debióse en gran parte quizá no tanto a su facundia como a las características del teatro en el siglo XVII, donde un público reducido exigía siempre novedades, al punto de que si una obra permanecía durante quince días consecutivos en el cartel, el hecho era considerado excepcional.

    II. Hacia la verdadera imagen de Lope

    La desmesura en Lope afecta no sólo a su obra, sino también a su vida, si es que cupiera considerar entrambas separadamente. Pues en pocos autores como en él la razón obra-vida forma una entidad tan armónica e inseparable. El curso de su existencia remueve un caudal tan vasto como el aventado por su imaginación en el mundo de la escena. Si la obra de Lope es titánica, su vida no le va en zaga, dado el ritmo febricitante de su pulso erótico. Se ha representado a Nietzsche como el Don Juan del conocimiento. Pues bien, ese Don Juan del conocimiento, aplicado no al mundo abstracto de las ideas, sino al universo palpitante de las formas, tiene su paradigma avant la lettre en aquel amador insaciado. Bajo el signo de Eros cabría, en efecto, contemplar la existencia del Fénix, pero restituyendo a aquel dios su concepto más simbólico, pues la apetencia erótica de Lope rebasa la dimensión sensual del mero rendidor de mujeres y clava sus raíces en una avidez sin límites, en el espejismo del incesante cambio. Porque el autor de Fuenteovejuna no es tanto una prefiguración de Don Juan como el donjuanismo trascendido, hecho realidad intelectual.

    Lope nace cuando el nuevo mundo ya ha develado sus iniciales y más incitantes secretos, cuando los primeros conquistadores ya han visto —según los versos famosos de Heredia— subir del fondo del océano las nuevas estrellas, cuando el adelantado va a ceder su sitio al encomendero. De otra suerte, a haber nacido sólo unos años antes, no es muy aventurado afirmar que la furia dionisíaca, el afán descubridor de Lope hubiérase emproado por el mismo rumbo que tomaron los Hernán Cortés, los Magallanes, Elcanos, Pizarros y Almagros. En rigor, hombres de aquel empuje son sus verdaderos coetáneos en espíritu. Lo que no significa en modo alguno menospreciar a la constelación de extraordinarias figuras que realmente le tocaron como contemporáneos. Piénsese, si no, en lo que significa aquella galaxia impar que va de Cervantes a Góngora y Quevedo, de Santa Teresa a Fray Luis de León, del Greco y Velázquez a Alonso Cano... La grandeza del seiscientos es, al cabo, el único marco que conviene a la grandeza de Lope.

    Aquello que en último caso sólo nos extraña es la riqueza de datos conservados o redescubiertos sobre su vida —según prueba el riquísimo documental acopiado en el libro de Rennert y Castro—, en contraste con lo poco que aún hoy se sabe sobre otros genios del mismo siglo, como Cervantes y Shakespeare. Pero es que Lope vivió ante todo como un puro extravertido, tomando el mundo como plataforma y convirtiéndose él mismo en primer personaje de su vasta comedia. Si su teatro logra grandes auditorios, sus amores no son menos públicos y aireados a los cuatro vientos. Con todo, al sustanciar su vida habremos de guardarnos de incurrir en cualquier tentación novelesca, de las lamentables extralimitaciones donde se despeñan las biografías noveladas. Pero ello no quiere decir tampoco que nos satisfaga el centón de documentos dispares, piezas judiciales, partidas de bautismo y otros papeles externos, apilados por los pacientes investigadores, pues ninguna de esas fichas podrá revelarnos las motivaciones íntimas, los resortes verídicos de su ser.

    Una excepción en este punto deberá ser hecha con la correspondencia. Las vicisitudes corridas por el epistolario lopesco hasta su plena revelación última son muy ilustrativas y merecerían capítulo aparte. Adviértase que —según antes señalé— la hipocresía y la negligencia de consuno intervinieron para que gran parte de la vida lopesca nos fuera ocultada hasta fines del siglo XIX. Sólo entonces acertaron a rescatarse, perdidos u ocultos en archivos privados —de los herederos del Duque de Sessa, de la casa de Altamira—, seis o siete copiosos legajos de cartas originales de Lope, autógrafas en su mayor parte y las de mano ajena firmadas por él. De algunas se llegó a tiempo para sacar copia; las restantes fueron increíblemente desbaratadas o vendidas al peso como papel viejo. Y aun las primeras —trascritas por Cayetano de la Barrera e incorporadas a su Nueva biografía de Lope de Vega— siguieron inéditas durante bastantes años, pues la Real Academia de la Lengua, que había premiado aquel libro en su manuscrito inédito, prohibió, con tanto rigorismo puritano como espíritu aliterario y antihistórico, que se publicara, entendiendo que las revelaciones de tales cartas menoscababan la memoria de Lope. Sólo el excepcional desenfado de otro erudito menos timorato, Asenjo Barbieri, osó darlas a la publicidad con el título Últimos amores de Lope de Vega Carpio. Luego Francisco A. de Icaza intercaló nuevos extractos en Lope de Vega, sus amores y sus odios, hasta que por último Agustín G. de Amezúa ha impreso en cuatro tomos una edición más cabal bajo el título Lope de Vega en sus cartas. Con estos elementos directos a la vista, con La Dorotea como libro-clave para toda una época de la vida lopesca, con los numerosos datos confidenciales que cabe espigar en varias comedias y numerosas poesías sueltas, ya hoy comienza a ser posible representarse exactamente aquella existencia colmada, trayendo hasta nuestros ojos su verdadera, su fulgurante imagen.

    III. Esquema biobibliográfico

    Hubiera querido prescindir de los datos más notorios, sospechándolos sabidos o de fácil alcance en cualquier historia general de la literatura española. Sin embargo, como muchas de las cuestiones que luego plantearé derivan directamente de la propia biografía lopesca, seguramente no resultará superfluo esbozar una breve memoranda de sus hechos capitales.

    De abolengo montañés —lo mismo que el Marqués de Santillana, Quevedo y Calderón—, Lope Félix de Vega Carpio nació en Madrid, el 25 de diciembre de 1562 (día de San Lope, Lupus), en una casa de la calle Mayor, casi esquina a la actual Plaza de la Villa, y situada en la que entonces se llamaba Puerta de Guadalajara, pues era uno de los términos de la villa. Para mayor precisión: la casa natal estaba, como dice el mismo Lope, pared por medio de la Torre de los Lujanes, donde se mantuvo preso a Francisco I, después de su derrota en Pavía. Desde luego el edificio ya no existe, pero sí la manzana, a uno de cuyos costados se inicia la bajada hacia la Plaza del Cordón y la red de callejuelas que por un lado se extienden hasta la Plaza de la Cruz Verde y la iglesia de San Andrés, por otro hasta el Viaducto y el Puente de Segovia sobre el Manzanares: lugares todos ellos entre los más genuinamente típicos de Madrid, llenos de resonancias antañonas, y que esencialmente se conservan como en días de Lope. Sin embargo, hay que advertir que su barrio, el barrio a que ha quedado más vinculada la memoria de Lope no es ése, sino el llamado barrio de las musas, donde vivió su madurez y sus últimos años: primero en la calle del León, al lado del Mentidero de los Representantes, en una casa de la calle de los Fúcares; más tarde en otra calle vecina, la de Francos, hoy Cervantes, llamada así por haber sido sepulto allí el creador del Quijote, y no lejos de la iglesia de San Sebastián, donde el mismo Lope fue enterrado.

    Hizo estudios elementales en el colegio de la Compañía de Jesús y parece que su maestro de primeras letras fue Vicente Espinel. Como síntoma inicial de su innata capacidad literaria se asegura que a los diez años tradujo en versos castellanos el poema de Claudiano, De raptu Proserpinae. A los quince o dieciséis vive su primera aventura: en unión de un compañero, Hernando Muñoz, se fuga de la casa paterna. Fuéronse a pie a Segovia —cuenta Montalván—, donde compraron un rocín en quince ducados...; pasaron a La Bañeza y últimamente a Astorga, arrepentidos ya de su resolución, por verse sin el regalo de su casa, y así determinaron volverse por el mismo camino que llevaron.

    Poco después entró al servicio del obispo don Jerónimo Manrique de Lara, quien había celebrado La pastoral de Jacinto, primera comedia de Lope en tres actos. Tras estudiar cuatro años en la Universidad de Alcalá de Henares, sintiendo ya el anhelo de otros horizontes, o contagiado por el espíritu aventurero de la época, se alista, en 1582, en una expedición al mando de D. Álvaro de Bazán, destinada a conquistar las Islas Terceiras, en las Azores, guerreando contra los portugueses. Tal vez el origen de su viaje sea ajeno a los motivos apuntados, pues pocos años antes se abre el primer capítulo de su vida erótica y tiene un hijo con Marfisa, personaje más tarde de La Dorotea, y cuyo verdadero nombre —hace pocos años descubierto— fue María de Aragón. Y al mismo tiempo comienzan sus amores con la heroína central del mismo libro: poéticamente, Filis, en la realidad Elena Osorio, cuyas vicisitudes, escándalo público y proceso que le valió, con la consiguiente expulsión de la Corte, sintetizaré luego. Pero lo curioso es que por las mismas fechas en que era desterrado de Madrid, se le abría otro proceso por un nuevo alijo amoroso: el rapto de doña Isabel de Alderete o Urbina, la Belisa con quien casó poco después. Tras algún tiempo en Valencia, donde comienza a escribir regularmente para el teatro, pasa a Sevilla y Lisboa. En esta última ciudad se enrola, 1587, a bordo del galeón San Juan, uno de los que componían la Invencible Armada. Según él mismo, durante la travesía de tan malhadada expedición y mientras, por un lado, sacudía su furia por la pérdida de Elena Osorio aventando los madrigales que le había dedicado,

    volando en tacos del cañón violento

    los papeles de Filis por el viento,

    por otro lado tentaba la hazaña lírica componiendo La hermosura de Angélica, a la zaga del Orlando furioso, de Ariosto.

    Al regresar a la Península vuelve a Valencia, luego pasa a Toledo, donde se reúne con su mujer, doña Isabel, y más tarde a Madrid; allí se le somete a nuevo proceso, condenándosele a más largo destierro por no haber cumplido el anterior. Entonces es cuando acompaña al Duque de Alba en diferentes viajes por España, recalando con preferencia en Alba de Tormes, donde escribe numerosas comedias. Pero antes de la fecha en que expiraba legalmente la condena, ya en 1594 o 1595, por iniciativa de los Velázquez, parientes de Elena Osorio, levántasele a Lope el destierro y puede tornar a Madrid. En ese mismo año muere Isabel de Urbina, su primera mujer, con la que hubo dos hijos que murieron en temprana edad. Nuevo proceso al año siguiente: esta vez por amancebamiento con doña Antonia Trillo. Cambia también de protector incesantemente: deja al Marqués de las Navas, entra al servicio del Duque de Alba para acomodarse luego como secretario y ayuda de cámara del Marqués de Sarriá, futuro Conde de Lemos, y cuyo nombre retiene la historia por figurar en la dedicatoria de la obra postrera de Cervantes. A La Arcadia, 1598, primera obra impresa de Lope entre las no dramáticas, siguen, por esos años, La Dragontea, poema épico enderezado a denostar las tropelías del pirata

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