El pequeño monje budista
Por César Aira
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César Aira
César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires dedicado a la traducción y a la escritura. Su obra ha sido publicada profusamente en Hispanoamérica, ampliamente galardonada con premios como el Roger Caillois (2014) y el Formentor (2021), entre otros, y traducida a más de veinte idiomas. Con El santo, Random House inauguró la Biblioteca con su nombre, donde se recuperan algunos de sus mejores títulos: Ema, la cautiva, Cómo me hice monja, La mendiga, Cumpleaños, El mago, Canto castrato, Las noches de Flores, Un episodio en la vida del pintor viajero, Parménides, Las curas milagrosas del Doctor Aira, Las aventuras de Barbaverde, El error, El congreso de literatura, Los fantasmas, El cerebro musical, Sobre el arte contemporáneo / En La Habana, Evasión y otros ensayos, Prins, Fulgentius, Diez novelas de César Aira,La ola que lee y El jardinero, el escultor y el fugitivo.
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El pequeño monje budista - César Aira
César Aira
EL PEQUEÑO
MONJE
BUDISTA
Primera edición en Biblioteca Era: 2012
ISBN: 978-607-445-187-0
Edición digital: 2013
eISBN: 978-607-445-226-6
DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.
Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.
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www.edicionesera.com.mx
Contenido
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
I
Un pequeño monje budista estaba ansioso por emigrar de su país natal, que no era otro que Corea. Quería ir a Europa o a América. El proyecto había venido incubándose en su cerebro desde su primera juventud, casi desde su infancia, había coloreado toda su vida. A la edad en que otros niños están descubriendo el mundo que los rodea, él descubría su nostalgia por mundos lejanos, y lo que veía a su alrededor se le antojaba signo ilusorio de una verdadera realidad que lo esperaba al otro lado del planeta. No recordaba bien, pero habría podido jurar que antes de saber lo que eran Europa o América ya quería ir allá, como si una especie de programación hiciera sonar dentro de él los llamados de la distancia. De todos modos la ignorancia, si la hubo, no le duró mucho, pues sus primeras lecturas fueron geográficas, y más adelante el estudio de las culturas de los países de su anhelo lo ocupó tanto o más que su formación religiosa, sumamente exigente en la secta a la que pertenecía. Inteligente y tenaz, a pesar de su menguado tamaño, hizo una destacada carrera monacal mientras por las noches estudiaba idiomas, historia, filosofía, política, psicoanálisis, y leía a Shakespeare, Balzac, Kafka, y todo lo demás que valiera la pena. Fue una prueba viviente del dicho: El saber no ocupa lugar
, el pequeño monje budista.
Claro que con la preparación intelectual sólo tenía resuelta la mitad del problema, y era la segunda mitad; quedaba pendiente la primera, la de las insoslayables cuestiones prácticas. Para empezar, no tenía ninguna posibilidad razonable de conseguir el dinero que costaba un pasaje en avión. Y allá, en el soñado Primer Mundo, no conocía a nadie que pudiera introducirlo en un trabajo con el cual sustentarse. Más grave que eso era no saber, ni poder imaginarse tan siquiera, qué clase de trabajo podía ser ése. No estaba capacitado para ninguno, al menos ninguno de los convencionales. No ignoraba que por temporadas el budismo se ponía de moda en uno u otro de los países occidentales, o en todos; y tenía claro que los más adeptos a esas modas eran los miembros de las clases adineradas de esos países. Ellos podrían pagar bien por el artículo genuino que era el pequeño monje budista. De hecho, sabía de no pocos compatriotas que habían explotado ese filón. Pero lo habían hecho en el marco de instituciones que los llevaban, los instalaban y los legitimaban. Lamentablemente, la secta a la que él pertenecía era de un localismo extremo, se desentendía de las labores de difusión, era adversa a la enseñanza exotérica y abominaba de la organización institucional. Tanto era así que constituía una licencia del lenguaje decir que él pertenecía
a esa secta, pues sus miembros, una vez concluidos los estudios, quedaban librados a su suerte, sin autoridades, monasterios ni reglas. Eran monjes errantes, mendicantes, ocultos o, si se les antojaba, sedentarios, rentistas, predicadores públicos; en suma, podían ser lo que quisieran y nadie les pediría cuentas. No tenían modo de reconocerse entre ellos. Quizás todos estaban embarcados en el proyecto de emigrar y no lo sabían, y todos creían ser el único. Quizás todos eran de tan módicas dimensiones físicas como el pequeño monje budista y tampoco lo sabían.
Tener un proyecto puede ayudar a hacer vivible la vida, y no importa que sea un proyecto loco e irrealizable, al contrario, porque entonces su acción será más abarcadora y prolongada. La gente práctica dice que los sueños no sirven para nada; pero no podrán negar que al menos sirven para soñar. El sueño del viaje le había dado un sentido a la vida del pequeño monje budista. Sin él su existencia se habría dispersado en la nadería veleidosa de la historia coreana contemporánea y, minúsculo como era, sus esfuerzos se habrían perdido. Gracias al proyecto, cada uno de sus estudios y lecturas se sumaban y ninguno se desperdiciaba. Alguien podía preguntarse: ¿qué tienen en común estudiar a Hegel, leer a Truman Capote, examinar los planos de los castillos del Loire y compenetrarse en las luchas por el poder entre güelfos y gibelinos, entre Tories y Whigs, entre republicanos y demócratas? Pueden parecer fragmentos de saberes incoherentes, y en cualquier otro serían efectivamente alimento de una curiosidad sin objeto. En él, contribuían a un fin. Prácticamente ningún movimiento de su mente alerta, fuera cual fuera el campo al que la enfocara, dejaba de contribuir al objetivo final. En una palabra, el proyecto había orientado su vida, y si parece redundante que un habitante del Extremo Oriente necesitara orientarse, basta con pensar que si existe el Oriente es porque al otro lado está el Occidente, y era éste precisamente el que constituía el objeto de los desvelos del pequeño monje budista.
Pero algún día su sueño se haría realidad, pensaba alzando la vista a un cielo en el que veía el reflejo lejano de los cielos que lo esperaban. Soñar no cuesta nada
, se decía. Y si la realidad se definía por su identificación consigo misma, en esa superposición invertida de cielos antípodas veía la coincidencia triunfante del sueño y la vida.
II
La vía de