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El tañido de una flauta
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El tañido de una flauta
Libro electrónico267 páginas4 horas

El tañido de una flauta

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Esta novela sobre la cristalización y descristalización de los sentimientos explora las relaciones del arte y la vida en la zona límite donde anidan los proyectos malogrados y las pasiones inútiles. {El tañido de una flauta} se centra en un desmoronamiento, o más claramente, en las distintas formas de contemplar un patético desmoronamiento. Los per
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074451764
El tañido de una flauta
Autor

Sergio Pitol

Sergio Pitol Deméneghi (1933-2018) fue un escritor, traductor y diplomático mexicano.

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    El tañido de una flauta - Sergio Pitol

    Biblioteca Era

    Sergio Pitol

    El tañido de una flauta

    Sergio Pitol


    El tañido de una flauta

    Ediciones Era

    Primera edición en Biblioteca Era: 1972

    Segunda edición [revisada]: 1994

    ISBN: 978-978-411-364-0

    Edición digital: 2011

    eISBN: 978-607-445-176-4

    DR © 2011 Ediciones Era, S.A. de C.V.

    Centeno 649, 08400, Ciudad de México

    Oficinas editoriales:

    Mérida 4, Col. Roma, 06700 Ciudad de México

    Impreso y hecho en México

    Printed and made in Mexico

    Este libro no puede ser fotocopiado ni reproducido

    total o parcialmente por ningún otro medio o método

    sin la autorización por escrito del editor.

    This book may not be reproduced, in whole or in part,

    in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Para Mercedes Escantilla

    ÍNDICE

    Uno

    Dos

    Tres

    Cuatro

    Cinco

    Seis

    Siete

    Ocho

    Nueve

    Diez

    Once

    Doce

    Trece

    Catorce

    Quince

    Dieciséis

    Diecisiete

    Dieciocho

    Diecinueve

    Veinte

    Veintiuno

    Veititidós

    Veintitrés

    Veinticuatro

    Veinticinco

    Veintiséis

    Veintisiete

    Veintiocho

    Uno

    Lo ocurrido después de haber visto El tañido de una flauta, el confuso intento de conversación en la plaza de San Marcos, su vagabundeo por la ciudad, los momentos pasados en la vinatería al aire libre, la visión de una góndola semejante a un cisne negro degollado, todo le resulta más distante, y por alguna razón menos verídico, que ciertas tardes de hace diez, quince o veinte años perdidas en Londres, en Nueva York, en Cuernavaca y Barcelona.

    Más vivo y más cierto, se repite, el trato con fantasmas auténticos que con esos de carne y hueso con quienes ha pasado buena parte del día.

    Dos

    Imposible asistir. Deberían disculparlo. Necesita hacer por la noche una llamada urgente a México. Habla, formula frases, oye, responde. Recomienda que no dejen brillar demasiado a Norma. A partir de esa tarde les corresponde desempeñar un papel modestísimo, sumirse en la grisura más gris para tratar de hacerse perdonar el bodrio que esa mañana con impune sangre fría dispararon contra público y jurado. Insiste: ¡sosiego, Norma! No queda otro recurso; deberían evitar toda forma de atraer la atención, disimular su existencia, la existencia de Oscuro amor, la existencia de esa calamidad llamada México. Reconoce la imposibilidad de realizar tal propósito mientras cuenten con una hembra capaz de producir chispazos hasta en la libido de la más ajada y reseca de las mil y una momiecitas que ese año tan pródiga, conmovedora y desafiantemente, se habían desplomado en los recintos donde, entre mil tropiezos, se desenvolvía el Festival. Habla como un muñeco de ventrílocuo, como una figura de madera con un disco en su interior que funcionase mecánicamente ante ciertos estímulos, bla bla bla delegación coma hembra bla bla bla oscuro amor punto Norma bla bla otro whisky coma prego bla bla bla fiesta imposible etcétera etcétera punto esta noche. Las palabras salen de su boca sin exigirle poner en ellas el menor interés, independientemente de su voluntad, de sus preocupaciones en las que en esos momentos, por desdicha, no había bla bla bla ni comas ni puntos ni etcéteras.

    Son los comentarios de siempre; están en la olla, el cine en México no tiene remedio, ni los viejos ni los nuevos dan una, las presiones que todos conocen, la censura indirecta, la carencia de valores, la mediocridad del medio, la falta de respuesta de un público cada vez más adocenado, la baja calidad de los actores, la torpeza de los productores, la impreparación, el esnobismo, el intelectualismo pretencioso de la nueva generación. En fin, lo de a diario, la misma indignación epidérmica, el simulacro de pasión, de convicciones profundas, de compromiso, que le divertía observar en los demás, en sí mismo, cada vez que se trataba de ese fenómeno en cuya descomposición participaban todos. ¿Quién podía vanagloriarse de…? La charla se desliza hacia las anécdotas del Festival y vuelve otra vez a rememorar el programa del día, la funesta proyección de Oscuro amor, la radiante de El tañido de una flauta, que con tanta violencia lo había perturbado.

    – El tema debe ser recurrente en el Japón: la caída, la voluntad de desastre, la realización consciente del fracaso. No un simple rechazo a los bienes de consumo, ni una negativa de incorporación social. No se trata de marginarse sino de algo distinto, fracasar, desintegrarse realmente – comenta Morales –. Hace varios años leí una novela de Dazai, Osamu Dazai. No me extrañaría que el director se hubiera inspirado en uno de sus libros. Insiste en las mismas situaciones.

    Alguien dice que no capta, que le expliquen, y Morales aclara que no se trata de rechazar las reglas de juego existentes ni de intentar modificarlas, sino, a fin de cuentas, aceptarlas, atenerse a ellas y jugar con la firme determinación de perder.

    Morales, los previene Norma, es capaz de asestarles al menor descuido una conferencia sobre la Divina Comedia. El crítico descarta el comentario con una mueca y se dirige a él para decirle que algo le había recordado su película. Se excusa por su mala memoria, pero aun así, dentro de la vaguedad de los recuerdos, sugiere que ciertas escenas participaban de la misma intención.

    –¿Una película tuya? –pregunta Norma–. ¡Tú y tus secretos! ¡Nunca me habías dicho que también dirigías! ¿Cómo se llamó tu película?

    –Hotel de frontera.

    Vuelve a responder con el tono de merolico con que ha iniciado la conversación. Dice que todo fue un juego muy entretenido pero en el que no volvería a incurrir. Era una lástima; podía apostar cualquier cantidad, la que quisieran, a que en un año la podía convertir en la mejor actriz de habla española. Ya lo era, claro; pero forzaría hasta el límite sus posibilidades. Sería su von Stenberg y repetirían la historia: \El ángel azul, Marruecos, Shanghai Expressl Las incitaciones de Norma le resultan conmovedoras. ¿Por qué no hacer, entonces, otro intento? Un fracaso no debería desanimar a nadie. No en todo el mundo aparece el genio desde un principio. ¿Se había hecho Roma en una día? En el cine, lo sabe muy bien, hay siempre algo nuevo que aprender. Es la primera en sorprenderse cuando advierte lo que ha avanzado en sólo cuatro años, desde el momento en que la descubrió el Chino Toche. El oficio cinematográfico consiste en perseverar, en tomarlo todo con paciencia.

    – ¡Claro! Ya lo pudimos comprobar esta mañana.

    ¿Se referían a su actuación en esas frasecitas? No es que quiera amenazar a nadie, pero debe advertirles que se anden con cuidado. Cuando se lo propone puede ser una víbora. La película sería todo lo mala que quisieran, pero qué sabroso descubrirlo en ese momento cuando gracias a ella estaban en Venecia (tú no, mi amor, ya lo sé, tú vienes por tu cuenta –hizo la salvedad). Añade que aunque sabe muy poco de técnica y que por eso mejor no opina, podía, en cambio, decirles que su actuación había recibido elogios unánimes. Según varias opiniones, ella salvaba la película. Ese mismo día, un periodista alemán le había dicho…

    ¡Así que también Morales había advertido el parentesco! Mientras duró la proyección había sentido primero estupor, inquietud después, y, al fin, la convicción total de ver no una réplica de su película (sería una pretenciosa estupidez imaginarlo, El tañido de una flauta era gran cine), sino la historia de Carlos Ibarra, de la que había aprovechado un episodio para filmar Hotel de frontera. Desde que salió del cine ha tratado de no pensar en ello. La conversación de sus compañeros le interesa cada vez menos. Bebe su whisky a grandes tragos, interrumpidos por largas pausas; interviene sólo con alguna frase trivial, necesaria para el mantenimiento de la charla. Le aterroriza que exista una relación directa entre esa película feroz y las peripecias de su amigo, sus aproximaciones y desprendimientos de la realidad, la crisis definitiva que por cierto se había imaginado de un modo enteramente distinto. Pero, ¿cómo negarlo?, la realidad existía.

    Trata de concentrar su atención en los turistas que a esa hora de bochorno insufrible buscan refugio bajo los portales y parasoles de la plaza, se sientan a tomar helados, café, refrescos. Los ve moverse en tropel, sin atreverse a correr el riesgo de la segregación, igual que los mexicanos que en derredor de una mesa beben y discuten y conversan y repiten los mismos argumentos con las mismas frases que nada les significan, las mismas que emplean cuando se reúnen en México, amedrentados en el fondo de que pueda reventarse el cordón que los une y sujeta al clan, a la cueva protectora. Quizás el reproche más serio que hubiera deseado hacerle a Carlos Ibarra era su fracaso al intentar el desprendimiento, al esforzarse por hacer de la ruptura una norma de conducta. Pero también le reprocha haber vivido con deliberación, sin atenuantes, desnuda y lúcidamente esa derrota, cuando habría sido tan fácil volver a México y obtener el éxito más o menos mesurado conseguido por sus otros amigos. Y también le reprocha… Podría pasarse la tarde enumerando los mil cargos que profundamente le reprocha…

    El, por ejemplo, no llegó a ser el director de cine que dejó, a quienes en otra época le rodearon, esperar y desear que fuera. Hace argumentos que le dan buen dinero. Invierte en algunas producciones donde no hay pérdida posible, asiste a festivales y es fotografiado junto a actrices, actores y directores famosos, siempre, al parecer, ocasionalmente. ¿Cuántas veces no ha comentado que la publicidad no es su fuerte, que admira a quienes tienen siempre tiempo y, sobre todo, ganas, de estar en el lugar preciso y quedar situados exactamente ante la cámara indicada, lo que a él, deben creérselo, le produce una hueva descomunal? Sabe, de cualquier modo, administrarse bien. A sus socios les conviene que su cara aparezca con frecuencia en los diarios, eso le da a la empresa el toque de glamour necesario. Para ello viaja, atiende a figuras de prestigio internacional en la reseña de Acapulco, emite opiniones que después reproducirán las columnas especializadas, y que, a la larga, se traducen siempre en mejores ingresos para tal o cual cinta; asiste, cuando le es posible, a los festivales importantes. Por eso está ahora ahí. No es un magnate, no; mucho menos un lobo de la industria. A menudo comenta, y lo hace con absoluta convicción, que si pudiera hacer a un lado sus preocupaciones culturales, le iría mucho mejor, pero entonces el cine dejaría de interesarle; tan pronto como tuviera que considerarlo un mero negocio se le convertiría en algo esclavizador y repugnante. Sí, cree en lo que dice: está enteramente satisfecho de ser como es. Ese año, el Festival resulta más agradable que el anterior, aun cuando los conflictos políticos tienden a convertir algunas sesiones en actos que le resultan detestables. Pero a pesar de que la política no le interesa y de que está en contra de su intervención en esa muestra, él siempre se siente bien. Y en los últimos días, quizás por haber descubierto que está de verdad enamorado, ha logrado disfrutar plenamente la estadía. ¡Venecia nunca dejaría de ser Venecia! Los días se habían deslizado sobre ruedas hasta el momento en que esa tarde asistió a la exhibición. A partir de entonces ni siquiera logra encontrar el tono de voz adecuado para conversar con sus compañeros.

    Ha encontrado a personas a quienes conoció y festejó en México, con quienes tropezó en Catines, en Karlovy Vary, en San Sebastián, a las que volverá a saludar esa noche si se anima a ir a la fiesta ofrecida por la delegación húngara. Pero una gran fatiga, un miedo impreciso lo han decidido a no asistir. No quiere conocer al director japonés en esas circunstancias. El diálogo sería imposible, entrecortado por mil saludos y felicitaciones que impedirían la conversación que a Hayashi –cuando supiera quién era él – le interesaría entablar. Prefiere concertar mañana una cita para verse otro día; sólo así podrían hablar con calma. Necesita que le explique cuáles fueron sus fuentes, cómo se enteró de aquellos episodios, quién le relató el capítulo final. No quiere, no puede creer que todo sea una coincidencia. ¡Sería como para volverse loco! El título mismo desdice esa posibilidad: ¡El tañido de una flauta! ¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta? El comentario incidental de Morales sobre el parecido entre las dos películas refuerza su seguridad. ¡Aunque ya para ese momento cualquier confirmación le hubiera resultado innecesaria! Un hecho es real: de alguna manera Hayashi llegó a enterarse de la existencia y del derrumbe de Carlos Ibarra.

    Sí, en cierta manera se trata del mismo eterno relato, la historia del Fulano que en un instante imprevisto descubre que su vida carece de sentido. Pero él está seguro que no va a lograr jamás tal descubrimiento a su costa. Sus dudas serán momentáneas. Sólo pretenderá contar, mejor dicho sólo podrá ser un instrumento, un pretexto para recordar, más que al viejo amigo, la relación con él. ¿Cómo podría descubrir un fracaso cuando ése no existe?; en el fondo nunca creyó en éxitos mayores. Tiene muchos recursos de los que echar mano para crear una densa pantalla a su derredor. Ni siquiera en los lejanos años de estudiante se hizo demasiadas ilusiones sobre su talento. Le interesó el cine desde muy joven, luchó para que sus padres le permitieran seguir estudios en Nueva York y lo consiguió. Si resultaba un buen director, perfecto. En caso contrario, no se perdía nada. Lo importante era lo logrado, y lo que estaba en marcha; lo importante, más bien, era la marcha: proyectos asequibles, resultados felices. Así, pues, no puede meditar sobre una derrota porque no existe. Su vida marcha por carriles que previamente trazó y su esfuerzo ha sido recompensado con creces, en gracia, tal vez, a la modestia y a la honestidad de sus intenciones. Ha heredado buena parte del patrimonio familiar. Se sabe administrar a las mil maravillas aunque la gente tenga la impresión de lo contrario. Ha disfrutado como ninguno de sus compañeros los días en Venecia; ha establecido contactos satisfactorios para su empresa. Goza con estar en el extranjero, y esa vez sobre todo por tener la certidumbre de que un avión lo despositará de nuevo en unos cuantos días en la Ciudad de México. No se trata de un caso de nacionalismo exacerbado; existen razones más íntimas. Al mediodía, antes de ver la película japonesa, es decir cuando aún era feliz, entró en una tienda de discos, oyó una última grabación de Dionne Warwick, la compró para llevársela a Emily de quien está animada y satisfactoriamente enamorado.

    Da un último trago a su vaso de whisky; se despide una vez más con la súplica de que lo disculpen ante el Chino, ya lo vería mañana. Se levanta y comienza a andar. Le irrita la estulticia de sus compañeros, su falta de curiosidad, su obtuso, romo intelecto. Le desespera la falta de interés que la ciudad provoca en ellos, la fácil aceptación de ese portento cuya mera existencia desafía y anula cualquier imagen preconcebida. El viaje no les despierta el menor anhelo de libertad, de cambio, de olvido de su cotidianidad, no intensifica ni satisface ninguna necesidad espiritual. Todo lo contrario, se obcecan en negarlo, en anular cualquier mínimo vuelo interior que pueda provocarles. Para ellos el Festival tiene una validez definitiva; en él se cumple y se agota la razón de que Venecia exista. El fin es asistir a funciones de cine, cocteles, mesas redondas, encuentros con periodistas, recepciones. Saberse en medio de los grandes, rodeados de luminarias entre las que ilusamente aspiran a encontrarse (¡Fellini brinda a la salud de Norma Vélez! ¡Chabrol departe cordialmente con su colega el chino Toche!); representar, ante los ojos del mundo, a la industria film ira mexicana. Sabe que con la excepción de Morales, que seguramente se trazará un programa distinto, entrarán en San Marcos, recorrerán dos o tres naves a paso veloz, verán luego, con igual prisa, el palacio de los Dux, harán los comentarios obligados en las salas, corredores y mazmorras, darán, si aún no lo han hecho, un paseo en góndola (Norma Vélez y el Chino prefieren la soledad. ¿Romance en puertas?), comprarán bibelots de Murano para la sala y para hacer algunos regalitos y así, tranquilizada la conciencia, habrán dado por cumplidas las exigencias culturales. Dirán que Venecia es como un sueño (¡Venecia es lo sueño!) y se sentarán otra y otra y otra nueva vez en la Plaza a hablar de las tribulaciones y grandezas del cine nacional.

    No tiene un lugar preciso al que dirigirse. Si no fuera tan tarde entraría en San Roque a echarle un vistazo (no sólo por la filistea necesidad de marcar en esos momentos sus diferencias con el resto de la tribu, sino, sobre todo, para intentar olvidar los efectos que le ha producido la película) a la Santa María Egipciaca y al gran Tintoretto de la escalera. Se arrepiente de no haberle sugerido a Morales un paseo. Le interesaría saber qué semejanza pudo encontrar entre las dos películas, cuando el tema, los recursos técnicos y, sobre todo, los resultados, eran tan diferentes. Desde un punto de vista estético resulta casi blasfemo encontrar parecidos. Sólo alguien que estuviera en el secreto, y no podía ser el caso de Morales, pues debía ser un niño cuando Carlos salió de México, podía descubrir los parecidos posibles.

    Camina por callejones estrechos, de losas desiguales; atraviesa pequeños puentes poco transitados. Sin advertirlo, abandona el circuito turístico, se pierde en un vericueto de pequeños canales de aguas pútridas y callejones de muros carcomidos y musgosos, hasta que decide detenerse en una pequeña plazoleta, en cuyo extremo una fuente en forma de media luna parece creada especialmente para calmar la sed del afanado individuo que esa tarde bochornosa de agosto camina por la ciudad en busca de un alivio impreciso. Le atrae una vinatería al aire libre con tres o cuatro largas mesas colocadas bajo una parra nudosa de escaso follaje. Se sienta en la cabecera de una de ellas y pide una botella de vino. A su lado, unos obreros en camiseta juegan a las cartas; en otra mesa un grupo de jóvenes se trenzan en una bulliciosa disputa sobre un artículo estampado en un periódico que uno de ellos sacude, con indignación, casi sobre la cara de sus compañeros. Por los ademanes, por uno que otro vocablo que le parece inteligible, cree adivinar que discuten sobre un partido de fútbol, pero luego se convence de que el altercado gira en torno a una crisis política y al final se queda sin saber de qué hablan, tan intrincado y confuso le resulta el idioma. Las mujeres tejen, cosen, remiendan, conversan con desgana, reprenden mecánicamente a sus hijos sin necesidad de dirigirles la mirada. Unos niños en cueros, otros con los calzones sucios, tratan de hacer salir a un perro de abajo de la mesa; a veces corren a la fuente, se salpican la cabeza, acarrean agua haciendo un cuenco con las manos para bañar al felpudo animal al que el calor ha sumido en un sueño profundo. En poco más de una hora todo ha cambiado, hasta el idioma: en las mesas se habla el crispado y oscuro dialecto de Venecia. Han desaparecido los cafés brillantes, los bares lujosos, los leones simbólicos de la Serenísima, los viejos caballos de bronce y el de Marino Marini, las cúpulas y campanarios, los ricos muros policromados, las cámaras fotográficas, las obesas palomas, las nubes de turistas, Bizancio, el Giorgione: claves, signos que lo comunican con un orbe que digiere y maneja sin mayores esfuerzos. Ahí, ante esos balcones en que las camisas, las combinaciones, los calzoncillos se orean al sol, ante la extrañeza de la lengua y esa esencialidad de vida, lo vuelve a atravesar la imagen que ha deseado olvidar, la imagen que desde esa tarde –cuando clavado, atónito, en su butaca, se decía: ¡Carajos, no puede ser!, ¡Dios mío, esto no puede ser! – busca y a la vez teme resucitar; tiene la seguridac de que ese paseo en apariencia involuntario no obedece sino a la búsqueda de una imagen, y de golpe siente el deseo de quedarse durante horas y horas en esa plazoleta, hasta que llegue el propietario a recoger las mesas, y luego lanzarse en busca de otras plazas semejantes, donde otras mujeres igualmente gordas, con delantales pringosos y semirremangados, tejan y remienden calcetines sentadas al lado de sus puertas y haya también un perro agobiado por el bochorno y chiquillos tan estrepitosos como los que juegan casi bajo sus piernas. Seguir, entregarse al azar, cualquier punto cardinal podía ser bueno, tentado por esas voces casi inaudibles que, con inocente incoherencia, lo asaltan muy de cuando en cuando, pero que en ese instante resultan perentorias hasta que llegue el momento en que también su vida

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