Las afueras
Por Luis Jorge Boone
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Luis Jorge Boone
Luis Jorge Boone (Monclova, México, 1977), poeta y narrador; su prolífica obra ha sido merecedora de numerosos premios, entre ellos el Nacional de Cuento Agustín Yáñez, el de Cuento Inés Arredondo, el de Poesía Joven Elías Nandino, el de Ensayo Carlos Echánove Trujillo y el de Literatura Gilberto Owen. Actualmente es editor y ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.
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Las afueras - Luis Jorge Boone
VILLENA
Uno
¿Lloraba por los muertos o porque después de tantos años me encontraba de una manera extraña todavía al inicio de mi vida, o porque, al contrario de lo que notaba, sentía que estaba al final del viaje de mi vida?
Orhan Pamuk
Estromatolitos (I)
No podía dormir. Lo inquietaba el hecho de que más allá de sus ojos cerrados, la interminable luz del desierto inundaba la habitación. Perderse en el sueño sería imposible, comprendió, por más que invocara la oscuridad de la inconsciencia con la pequeña oscuridad de sus ojos cerrados. La incomodidad que lo corroía en cuerpo y alma era absoluta, incurable. Parecía un muñeco que alguien arrojó sin cuidado a mitad del cuarto. Las piernas le salían fuera de la cama y formaban un puente hasta el respaldo de una silla cercana. Sentía el ritmo de sus músculos al adormecerse poco a poco. Bocarriba, los brazos cruzados sobre la cara, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, los pies atenazados por los tenis que ardían con el recuerdo del calor reverberante de la calle. La espalda le dolía por el esfuerzo de sostener la posición, desesperado por comunicar la aplastante indiferencia de los cuerpos vacíos. De cualquier forma, fingirse dormido era lo mejor que podía hacer.
Se preguntaba cuánto tiempo puede un hombre simular algo así cuando un leve cosquilleo lo trajo de regreso a las espinas de la realidad. Una sensación sobre la piel. Fue consciente del silencio antinatural que lo rodeaba. Las partes que lo componían, cuerpo, espíritu, memoria, sentidos, disgregadas en la dimensión infatigable de su espacio interior, iniciaron el lento proceso para reconectarse y avanzar juntas hacia el estado de alerta. Percibió la sensación con un poco más de claridad. Algo vago, impreciso, caminaba sobre el antebrazo con que se cubría el rostro. Quizá un insecto. Finísimos pares de patas avanzando sobre su codo. Pero nada del mundo lo haría moverse de donde estaba. Llevaba horas sintiéndose un monigote en el inevitable desmoronamiento de la mañana, la tarde, el día.
El cosquilleo avanzó con lentitud, se ausentó un momento para flotar en el aire, cayó sobre su ceja izquierda, rodó por la pendiente de la sien y se perdió de nuevo en el vacío. Ahora, recompuesto, supuso que la muchacha había abandonado la ventana y que la punta laqueada de una de sus uñas rozaba con tiento su piel. Las cosas empezaban a enderezarse. Abrió los ojos. Luz. Luz cegadora. Ella continuaba recargada contra el marco de la ventana, desafiante, obstinada en mirar el paisaje desbordado.
Las cortinas agitadas por el viento enmarcaban la silueta de la muchacha y el deseo humillado de James. Las ondulaciones de la tela parecían las de un espíritu a punto de raptarla. En silencio, él trató de recuperar su estado de relajación. No quería dar señales de vida. Se preguntó el origen de aquello que le había impedido continuar en la inmovilidad. Giró la cabeza y miró el blanco deslustrado de la cama en busca de eso que le había caminado encima.
A escasos centímetros de su cara, brillando sobre el telón de la sábana, encontró un cabello. Uno solo. Liso. Negrísimo. Tanto, le pareció, que su intensidad parecía puesta ahí adrede, para contrastar de forma tajante con los tonos descoloridos de los muros y los muebles.
Durante un buen rato no hizo otra cosa que verlo e imaginar su improbable recorrido. Lo vio flotar, separado de la cabellera de Sagrario, acarreado por el viento abrasador, hasta caer sobre su antebrazo.
La habitación era incómoda. Pero aquella vieja casa de dos pisos, frente a la plaza, era la única opción. En temporada alta, los hospedajes de la ciudad se ocupaban por completo. Aprovechando la sobredemanda, los lugareños improvisaban servicios para turistas. Nada en ese lugar refería la impersonalidad de los hoteles. Había una máquina de coser cubierta con un guardapolvo bordado. Dos repisas con figuras de porcelana, inventario no tan parcial del arca de Noé. Una cómoda a la que se le notaban las veces que había sido heredada. Daba la impresión de que en cualquier momento entraría una abuela ceremoniosa a cambiar la ropa de cama, a revisar que todo estuviera en orden con sus nietos.
Tocaron a la puerta; golpes débiles, pausados. James permaneció en su lugar, recorriendo con la mirada el cabello huérfano sobre la sábana. Escuchó a Sagrario atender a la anciana dueña de la casa, agradecerle y cerrar la puerta. Sonaron pasos que cruzaban la habitación. El silencio se rehízo, interrumpido solamente por los ruidos de voces que llegaban de la calle.
Esperó a que su reloj marcara las siete y decidió que debía salir de ahí pronto. Encontró la oportunidad cuando Sagrario entró al baño. James se acercó a la puerta para avisarle que regresaría al taller. Escuchó el golpeteo del agua cayendo sobre el azulejo. Ninguna respuesta. Cualquiera hubiera estado bien. ¿Por qué no esperas hasta mañana?
.
O: Acabamos de llegar
.
O: Haz lo que se te pegue la gana
.
O: Lárgate
.
O: Pero no tardes mucho
, que era pedir demasiado.
Junto a la puerta, un ventilador con el cordón enredado en el pedestal le anunció una noche incómoda. Despertarían malhumorados, empapados en sudor. La dueña acababa de traerlo. Sagrario lo encendería al salir del baño, se tendería desnuda en la cama, recibiría la brisa, descansaría del viaje, ahora sí, estando sola. Le dolió imaginar su piel todavía húmeda, secándose de prisa en el ambiente.
Al terminar de bajar los escalones, le pareció que salir era mala idea. Mejor olvidar que lo necesitaba con urgencia, ignorar la incomodidad; mejor quedarse. Al pasar frente a la mesa de plástico que funcionaba como recepción, la anciana que hacía de encargada, dueña y recamarera, le extendió un volante con la dirección del dizque hotel.
–Es que todas estas casas se parecen –explicó la mujer, en un gesto práctico que llevaba implícita una indiscreción: la certeza de que casi ningún huésped recordaría, en la madrugada siguiente, dónde carajos tenía que dormir.
Afuera anochecía. Cruzó la plaza del pueblo que ya empezaba a llenarse de gente. Se detuvo frente a los juegos infantiles de la feria que acababa de instalarse en las calles alrededor de la plaza, dio media vuelta y buscó la ventana por la que Sagrario se había asomado toda la tarde. No la encontró. Cruzó la calle y alcanzó a ver la casa por encima de los árboles que rodeaban el quiosco. Tardó un poco en reconocer la habitación. No esperaba verla a oscuras.
Después de caminar quince minutos James se topó con la cortina metálica de Automotriz Chacón
bajada, clausurando anticipadamente no sólo el horario de servicio, sino sus planes y hasta un fin de semana que pudo ser perfecto. Poco después del mediodía, los mecánicos se habían desvivido para diagnosticar la falla del Tsuru, pero el entusiasmo no alcanzó para concretar la reparación esa misma tarde. Diario terminaban las chingas del taller en la cantina, en El Tiro de Gracia, según le dijo una vecina que, sentada en una mecedora, se abanicaba con parsimonia en el porche de enfrente.
Debió dejar que Sagrario buscara sola dónde pasar la noche, quedarse a vigilar el avance de los mecánicos, pero esa tarde, la sola idea de separarse de ella le producía un denso malestar. Se lo tenemos para hoy, pero le va a salir caro. Cabrones. Sin saber a dónde ir echó a caminar.
La gente llenaba las calles. La noche prometía ser sofocante, a tono con el día. Durante la Semana Santa Cuatro Ciénegas se convertía en una fiesta inabarcable, y ningunos cuarenta y siete grados centígrados a la sombra iban a impedirlo.
Caminó sin rumbo. Entró y salió de las calles aledañas a la plaza. El centro de la pequeña ciudad se las ingeniaba para ser una sucesión interminable de cantinas, bares, discos, restaurantes, fondas. Los puestos de comida rápida, los depósitos de cerveza y las pequeñas vinaterías parecían brotar donde en el día sólo se podían ver casas con niños jugando en los porches, macetas alineadas junto a las paredes, terrenos baldíos. Ni rastro de El Tiro de Gracia.
La encontró en la segunda vuelta. Un tugurio de aspecto clásico: viejo, sucio, maloliente. Nada de improvisaciones en cocheras o recibidores, de mesas tendidas a media calle. Entró y siguió escuchando el alboroto de los muchachos que se mojaban con la cerveza de un barril.
De paso hacia la barra observó a la escasa clientela. De los Chacón, ni sus luces. Cuatro, cinco parroquianos. Ninguno tenía la edad para ser uno de los vacacionistas revoltosos, juniors huyendo de la vigilancia y el calor. Los viejos debían ser cienaguenses. Cuatrocienaguenses. O como fuera.
Pidió una Indio. Recordó que Martín las pedía así: un tocayo. Pero imaginarse a un piel roja con su nombre le costaba trabajo. El primer trago, como siempre amargo, heló su garganta. Eso que molesta y exalta, pensó. Sin tener otra cosa en qué ocuparse volvió a beber. Pero no era su intención mediar la botella tan pronto y buscó en qué distraerse. Ni un periódico a mano, ni un televisor repitiendo un partido de futbol que en otras circunstancias le hubiera valido madre. En una mesa, dos tipos de sombrero discutían con la enjundia de quienes se dicen compadre sin serlo:
– ¿Y nomás por eso nos tiene que ir de la chingada?
–Es el karma, el karma –el hombre pronunciaba la palabra con el cuidado con que se pone en juego lo recién aprendido.
– ¿El qué?
–Es como una maldición. Algo le debemos a la Historia. ¿Cuál fue el único estado que se quedó al margen de la revolución? Pues éste. No metimos las manos nomás que para hacer el mal. Entregamos al cura Hidalgo, ¡al padre de la Patria, chingada madre!
–Yo todavía…
–Los Sánchez-Navarro hicieron la faramalla de un gran recibimiento, una falsa bienvenida para los líderes rebeldes. Una pinche trampa. Lo tuvieron prisionero junto con sus hombres en el cuartel del ejército de Monclova. Cuando se les hizo que eran demasiados y no supieron qué hacer con ellos los empezaron a matar de cinco en cinco. Los ponían contra la pared y luego los masacraban.
– ¿Y de ahí viene el…? ¿Cómo era?
–Además, Pancho Villa firmó su rendición aquí cerca, unos kilómetros al norte.
–No, pos no: salados pa la vida.
–De mí te acuerdas cuando pase lo que va a pasar.
Conversaciones de borrachos. Disfrutó la sensación de compartir el refugio de su banalidad y sinsentido. Algo lo preocupaba, pero de momento, por ahora, quedaba lejos, más allá de la calle y su desconcertante marea de rumores.
El tronido podía deberse a un problema en la dirección. A partir de que escucharon el estruendo, James procuró no rebasar el límite de velocidad marcado en los letreros. El resto de los vehículos lo rebasaba con facilidad. El volante jalaba sus manos, como si quisiera dar un giro completo y regresar de una vez a Monclova.
Apenas pudieron llegar a Cuatro Ciénegas. Cuando la silueta del Cerro del Muerto se dibujó en el horizonte, el motor tronaba con un ritmo bailable. James anunció que sería imposible llegar a Los Mezquites. El plan era buscar un taller y un lugar dónde quedarse, cenar ahí mismo, continuar mañana.
Estaban por entrar al pueblo cuando Sagrario notó un grupo de camionetas estacionadas frente a la estatua ecuestre de Venustiano Carranza. Varios muchachos estaban trepados en el monumento, posando para la foto. Rió, no dijo nada ni a favor ni en contra del plan. El vehículo pasó del asfalto negro de la carretera federal al concreto gris de las calles. Sagrario pronunció una palabra. La última.
James.
Él no respondió, ni siquiera volteó a mirarla, humillado como se sentía.
No podía saber que ésa sería la última vez que escucharía su voz.
–¿O usted qué dice, joven?
James quiso sortear la pregunta con un comentario agradable. Dijo lo que se tiene que decir frente a todo borracho: sí, claro, totalmente de acuerdo. Agregó, sin venir a cuento, que sólo ellos, en todo el desierto, tenían un paisaje como aquél.
–Tiene razón –terció el otro, menos terco.
–Sí, sí, cómo no –concedió el primero–. Pero a todo esto también se lo va a cargar su chingada madre.
Viernes, 2:00 am, 99.5 fm, capítulo piloto: Señales en el camino
Todas estas carreteras son salidas.
Esta ciudad. Atravesada de lado a lado por cicatrices de asfalto que se internan en la nada. Circundada por caminos periféricos.
Nadie pensó que era buena idea comunicarla con otras ciudades igual de perdidas en el desierto. Ruinas ilocalizables.
La cosa es otra: la gente que vive en un lugar como éste necesita tener muchas salidas cerca, sólo por si acaso. Aunque pueden transitarse en ambos sentidos, uno termina por aprender que ésas son, más bien, salidas.
Senderos por donde escabullirse, rutas para huir pitando, aunque las personas hagan lo mismo que los anzuelos cada vez que los arrojan con la caña de pescar: escaparse para regresar aún más rápido al lugar de donde partieron, sin haber conseguido un peso extra. Hay gente que suele pescar en la presa de La Amistad. Pregúnteles a ellos, que también se escapan.
Son salidas. Cada una, aunque parezca igual a las demás, conduce a un lugar diferente. Prometen una distancia irrepetible, aunque al final comprobemos que se trata de la misma, siempre. Esto sólo llega a saberse después de recorrerlas al menos una vez. Después de haber escuchado sus historias, porque todas cuentan una.
En el libramiento hay una subida pronunciada. Ahí, si apagas el motor del auto, puede sentirse cómo éste avanza hacia arriba. En ese peculiar tramo lo normal es caerse hacia el cielo.
Algunos han hecho la prueba y cuentan que las huellas de unas manos, tres o cuatro pares de huellas pequeñitas, se dibujan sobre el polvo de la defensa trasera de los autos.
Manos de los niños que murieron en un accidente de carretera, hace muchos años. Niños que no quieren dejarte caer. Si guardas silencio, puedes escucharlos murmurar.
Si uno pone el suficiente empeño terminará por diferenciar aquello que distingue a cada una de las rutas. Y no sólo lo más visible –ese destino que anuncian los letreros verdes plantados a ambos lados de la ruta–, sino también lo más sutil: eso que busca todo aquel que viaja sin un plan que lo respalde, por curiosidad, por las puras ganas de irse.
Una intensidad. Un extravío que nos salve de la monotonía del camino.
En la carretera rumbo a El Oro, poco antes de que el sol empiece a dibujarse en el borde de la cordillera, suelen aparecer fantasmales hogueras doradas.
Uno puede pensar en rancheros distraídos, en cazadores que olvidaron apagar las brasas del fuego con que se calentaron. Pero al poco rato aparecen hogueras semejantes trepadas en las ramas de los mezquites. Espectrales flamas que se equilibran sobre las cercas o a varios metros del piso, en el aire limpio y acerado de la madrugada.
Espíritus viajeros. Almas en pena que ofrecen a quienes puedan verlas una señal de que su purgatorio no ha terminado.
Si uno espera a la luz del sol y busca en los sitios exactos donde vio la aparición no encontrará la más mínima ceniza. Nadie tiene pruebas. Salvo el asombro de quien avanza por una carretera solitaria viendo cómo, a su paso, de la nada se encienden pequeñas piras. Flamas sobrenaturales marcando un camino que probablemente señala hacia las puertas de otro mundo.
Pueblos que brotan en la atmósfera inmóvil del desierto. Pozas que parecen abrirse en la arena en el mismo momento en que las miras, haciéndose un lugar en el