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La mujer efervescente
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Libro electrónico189 páginas2 horas

La mujer efervescente

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Eva, sola y con dos mellizos de pocos meses bajo su único cargo, pasa revista al vuelo radical que ha dado su vida en los últimos meses.

Desde cómo conociera a Miquel, su pareja, pasando por el trato con una suegra neurótica, que ni muerta deja de hacer resonar sus quejas en la cabeza de Eva, a la figura siempre ausente de Miquel, un padre incapaz de levantarse por las noches para cuidar de sus hijos o tener el más mínimo gesto con ellos. Eva está sola, una vez más, recién salida de un proceso que para nada ha resultado todo lo bonito que le dijeron que iba a ser. Poco o nada la advirtieron de las particularidades fisiológicas y psicológicas del embarazo, por no hablar del postparto, o de la necesidad de forjar una familia sin ningún tipo de manual.

Eva se siente como una aspirina en un vaso de agua, efervescente, desapareciendo por momentos de una realidad aterradora. Con la ayuda inesperada de iun vecino, luchará por encontrarse otra vez, y volver a tomar el control de la realidad, lejos de voces quejosas y los lloros de los mellizos.

La obra destila un sentido del humor negro, con apuntes de surrealismo, que huye de los clichés. Una visión cruda y sin tapujos de la maternidad alejada del modelo tradicional.

IdiomaEspañol
EditorialCatedral
Fecha de lanzamiento14 may 2020
ISBN9788416673940
La mujer efervescente
Autor

Mar Bosch Oliveras

Mar Bosch Oliveras (Girona, 1981) es licenciada en filosofía y especializada en periodismo cultural por la Universidad de Girona. Después de su primera novela, Bedlam. Darrere les hores càlides, le valiera el XXXII Premi de Novel·la Curta Just M. Casero, publicó 1001 curiositats de Girona i el Gironès, un comprendido de artículos divulgativos sobre su ciudad. Les generacions espontànies, su último libro publicado, gozó de una gran acogida de público y crítica.

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    La mujer efervescente - Mar Bosch Oliveras

    PRIMERA PARTE

    Todas las bestias del paraíso

    Siempre se van los mejores, decía mientras echaba el último puñado de tierra sobre el cuerpo de su madre. Él lloraba y los niños lanzaban rosas blancas sobre el montículo donde estaba enterrada su abuela. Habían cavado la fosa los cuatro, sincronizados como nunca, con la ayuda de un par de perros y de un gato que se apuntó. Estos, pensaba Eva, están tan acostumbrados a escarbar para enterrar sus tesoros o sus vergüenzas que enseguida acabarán el agujero donde irá el querido cadáver. Efectivamente, fue un momento y, al acabar, procedieron a tumbarla en el cubículo blando de raíces y gusanos que la habrían esperado con los brazos abiertos si tuvieran, pero que en cambio abrían la boca de par en par para recibirla, ciegamente entregados al azar de alimentos que les brinda la tierra. Así es como dicen que viven estas criaturas que Eva siempre había admirado por su talento para autogenerarse y no necesitar ojos para ver en la más absoluta oscuridad. Los gusanos: pequeños estómagos alargados que pueblan el subsuelo y que hacen el trabajo sucio del olvido con la materia. Y tan dejados de la mano de Dios, ocultos de la luz del sol que lo bendice todo en el paraíso, incluso a los muertos como ese del que ahora se despedían para siempre y que, poco a poco, nutriría la tierra que lo cubriría y la haría más verde y más rica para los vivos que, también, poco a poco, terminarían por pasar página.

    Eva la había maquillado para mejorar su aspecto habitual y que se parecía muy poco al que tenía en ese momento. Era casi gracioso pensar que tenía mejor aspecto entonces, estando muerta, que cuando estaba viva, con esas pintas de muñeca chochona disfrazada de señora de alta cuna (pestañas azules, ribete verde sobre el párpado superior, cejas de compás y punta fina). Cómo disfrutó borrándole la cara y cambiándola por otra. Nada: una chispa sutil de color terroso en los párpados, un toque de rubor en los pómulos y una inclinación favorecedora para la mata amarilla de cabellos que se empeñaba en llevar cardada como un globo de paja sobre la cabeza. La tupeware, la llamaba, afectuosamente (y en secreto, claro). Nunca más. Le deshizo la mata de pelo y la peinó hacia delante, cubriendo mejor que con cualquier maquillaje las profundas arrugas que habían brotado entre las cejas a fuerza de tantos años de hervir mala leche. De esa forma, el rictus de enfadada que siempre lucía se le suavizó hasta convertirse, en apariencia, en una simple durmiente en calma.

    Siempre la había querido ver con ese aspecto, el aspecto que tenía en ese momento dentro de la caja. Quizás así le habría caído mejor, quizás no la habría odiado tanto. Quizás era justamente ese color rabioso de los párpados el catalizador secreto de la mala química entre ellas. ¿Quién sabe? ¡Habría que verlo ahora! Lástima que ella no pudiese comprobar que realmente ganaba si no iba pintada como un papagayo. Como una puerta. Como una puerta del país de los papagayos. Le había faltado sobriedad. No todo el mundo necesita sobriedad. Pero ella sí. Siempre pendiente de su imagen, con el armario (en realidad, un piso de estudiantes convertido en ropero) a reventar. Un armario que vaciaba y volvía a llenar tantas veces como hiciese falta porque la señora Remei no era nada fetichista con su vestuario, y las prendas de ropa, como las amistades, como ciertas convicciones, entraban y salían de su vida igual que corrientes de aire: «Yo no tengo ningún vicio —decía—. Ni fumo, ni bebo, ni juego ni voy con hombres. Solo me gusta vestir bien».

    Habían tenido que hacer de tripas corazón, la nuera para contener la alegría, el hijo para disimular el desmoronamiento. La habían bajado al agujero con las manos juntas sobre el pecho, como si guardase un bien muy preciado, como si ahí hubiese habido alguna vez algo de valor, como si hubiese habido un corazón, por ejemplo. Los pájaros dejaban caer semillas de flores desde el aire sobre ese montículo concreto de tierra, tal y como la muerta, cuando estaba viva, siempre había manifestado: «Donde me enterréis, plantad las flores más bonitas, que yo, de una forma u otra, seguiré procurando que crezcan, como siempre he hecho con vosotros. Con todos vosotros, excepto contigo, muerta de hambre, que ya venías crecida y te has hecho grande como una mala hierba, y ocupas hasta el último trozo del tiesto donde te has plantado tú sola, que es mi pobre hijo. ¡Qué ciego es el amor! ¡Qué ciegas todas las puntas de los cipotes! Plantad flores sobre mí cuando me muera: yo he nacido para hacer crecer a otros». Y Eva la nuera contenía una sonrisa que habría sido sonora si la hubiese dejado convertirse en risa. Tratar de no reír la ayudaba a concentrarse en la ceremonia como lo que era: el solemne entierro de una mujer a la que detestaba y a la cual procuraba no parecerse.

    Había deseado matarla, pero se murió sola, no vayáis a pensar nada raro. A fin de cuentas, ¿qué destino podía esperar semejante suegra en el paraíso de una nuera ejemplar? Y precisamente porque era ejemplar, Eva se encargó de darle una buena despedida. Que nadie pudiera decir que se despidió a la francesa porque tenía prisa por vivir. Prisa por coger las riendas del hijito de esa mujer de una vez por todas y ser, por fin, la única guía del hombre de su vida. Teniendo eso en consideración, el adiós a la madre que lo parió había estado a la altura del amor que se tenían. Y fue el entierro más armonioso que hayáis visto nunca. Todas las bestias del paraíso tuvieron un papel que no fue preciso explicar porque todos sabían cuál era su contribución a la ceremonia. Llamémoslo instinto animal. Primero, cientos de pájaros desde las alturas dejaron caer semillas de flores de sus picos a la tierra donde yacía. Continuaron la labor los castores que, con las palmetazos de sus colas batientes, parecían decirle a la de abajo que no podría levantarse ni aunque quisiera. No hay animales sobre la faz de la tierra que la compacten tan bien como ellos. A Eva, cada coletazo sobre el montículo que formaba el cuerpo de la señora Remei le parecía un sonoro aplauso. Y ya se sabe que cuando alguien comienza a aplaudir, no se le puede dejar solo, sería poco considerado con el entusiasmo ajeno. Así que Eva comenzó también a aplaudir, sonriente y satisfecha como después de un gran espectáculo. Estaba segura, muy segura, de que a partir de entonces sería su momento, ya comenzaba a serlo: muerto el perro, se acabó la rabia. El mundo entero le pertenecía, el hombre del cual había salido, la costilla de quien había salido estaría a partir de entonces y para toda la eternidad en sus manos, en buenas manos, entendedla, en las manos donde debía estar siendo un hombre y no un niño. Era un huevo sin gallina y haría con él lo que quisiera, tal vez amarlo sin condiciones, algún día. Amarlo de verdad, que es como dicen que se debe amar. Pero de eso ella no sabía o, al menos, no había sabido durante todo el tiempo que había tenido que compartirlo con su madre. Así que solo había podido amarlo la mitad de lo esperable por ley. Pero no se lo podía decir a nadie. A nadie. Amar a medias en el paraíso es pecado. Como si allí se tolerase dejar a medias cualquier cosa (trabajar, sufrir, quejarse) excepto los asuntos referentes al amor, en el que no se permitían los tonos grises. Eso sería una pena, al fin y al cabo tenían todo lo que necesitaban, vivían en el jardín de las delicias. Dios les había dado dos hijos paridos en la exhalación airosa de un suspiro. Y podrían tener mil más sin darse cuenta porque crecerían solos y no sabrían nunca qué eran las limitaciones y las amenazas. Podrían tener mil, si quisieran. Debían tener mil, era la única cláusula: «Creced y multiplicaos». Y eso solo era cuestión de tiempo, y disponían de todo el necesario para poblar la Tierra. Ahí no envejecían, solo avanzaban hacia la plenitud. Los cuerpos que les habían dado eran firmes cuando querían ser vistos y blandos cuando tenían que servir de reposo al compañero que yacía, cada noche, a su lado como un bebé. Les habían regalado una tierra que no tendrían que labrar apenas para que les diera frutos. Solo un poco, que pareciera que se lo habían ganado. Y todas las bestias eran domésticas porque la naturaleza se desplegaba a su alrededor como un hogar bajo las estrellas. Y ni las estrellas les harían falta porque les bastaba con mirarse a los ojos si querían sentir la belleza, la esperanza, el misterio infinito del universo.

    Son ellos dos la pareja desnuda que se abraza frente a una tumba. Sobre el montículo brota una alfombra de flores grandes como una mano, tan turgentes y coloridas que no sabría deciros si son de plástico. No se les pasa por la cabeza que un día les tocará a ellos, que el próximo en criar unas flores como esas podría ser uno de ellos dos, y que la muerte, una vez llega, es difícil que deje su trajín. Pero, ¿qué iban a saber esos dos de la muerte? Les habían prometido que serían jóvenes para siempre hasta que se cansaran de serlo. Y aún no se habían cansado. Nunca se cansarían. Esa era su voluntad y el paraíso era el lugar donde se cumplía la voluntad del hombre (y de la mujer, y de la mujer): trabajar poco o nada, vivir mucho, hasta hartarse, y no sufrir, siempre que sufrir no produjese placer, claro. Una pareja desnuda frente al primer muerto del paraíso. Una pareja desnuda frente a esa tumba. Él se sacude la tierra de las manos y pasa un brazo por los hombros de Eva. Ella le dice que la agarre de la cintura, que le gusta más, y se ponen en marcha. Se dirigen hacia la colina, seguidos por una comitiva formada por una familia de cada especie. Los leones van justo detrás de ellos, con un par de crías que juegan a perseguirse sus respectivas colas. Después los tigres y los antílopes y los lobos y los jabalíes, todos ordenadamente desfilando detrás de ellos sin necesidad de devorarse. Un gamo salta por encima del lobezno que se desorienta momentáneamente de la marcha. Eva lo ve y lo llama con un silbato. Enseguida vuelve a desfilar al lado de sus padres y hermanos. Qué bonito tener una familia, piensa. ¡Qué afortunados los gamos, los antílopes y los lobos!

    —¿Y los nuestros? —pregunta Eva a su

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