The Book of Rosy \ El libro de Rosy (Spanish edition): La historia de una madre separada de sus hijos en la frontera
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Uno de los libros más destacados del verano 2020 según las revistas Time y People
USA TODAY: «El libro de Rosy es uno de los cinco libros más relevantes».
Parade: «Uno de los mejores libros para leer este verano».
Shondaland: «Esta historia es un manual para el activismo del día a día».
«[El libro de Rosy] ofrece esperanzas ante probabilidades desconcertantes». — Uno de los libros más anticipados del verano 2020 según la revista Elle
«Una autobiografía inolvidable [...] que narra la lucha a la que se enfrentan muchas familias que son separadas en la frontera entre Estados Unidos y México». —Libro DESTACADO por Publishers Weekly
«La inquietante y elocuente historia de una guatemalteca en búsqueda de una vida mejor». —Libro DESTACADO por Kirkus
Una historia conmovedora sobre dos madres marcadas por la crisis migratoria: una guatemalteca que ha sido separada de sus hijos y la estadounidense que la ayuda a reunirse con su familia.
Cuando Rosayra Pablo Cruz tomó la desgarradora decisión de buscar asilo en Estados Unidos con sus dos hijos, sabía que la travesía sería difícil, peligrosa y probablemente mortal. Pero la violencia rampante en Guatemala era insostenible; Rosy sabía que su familia sólo sobreviviría si migraba al norte.
Tras un peligroso viaje que los deja deshidratados, hambrientos y exhaustos, Rosy y sus hijos logran llegar a Arizona. Pero casi inmediatamente son separados a la fuerza por los oficiales gubernamentales del Departamento de Seguridad Nacional bajo la política «tolerancia cero».
Rosy y Julie Schwietert Collazo, la fundadora de Immigrant Families Together (Familias Inmigrantes Juntas), la organización comunitaria creada para reunir a madres con sus hijos, cuentan su historia y desvelan las crueles condiciones de los centros de detención, la insoportable ansiedad que padeció Rosy al ser separada de sus hijos y cómo la Fe y el amor la ayudaron a sobrellevar sus momentos más oscuros.
Un retrato insólito y cautivante de las consecuencias que las políticas inhumanas infligen sobre los inmigrantes que cruzan la frontera estadounidense y de los lazos inquebrantables de la familia, la Fe y la comunidad.
«Un libro que evidencia la compasión de los desconocidos y revela que, en estos tiempos tan desconcertantes, las historias aún tienen el poder de potenciar nuestra empatía y comprensión. Esta historia te cambiará para siempre». —J. Courtney Sullivan, autora de Saints for All Occasions
«El libro de Rosy es una crónica valiente sobre uno de los momentos más vergonzosos de la historia de los Estados Unidos». —Christopher Soto, autor de Sad Girl Poems
Rosayra Pablo Cruz
Rosayra Pablo Cruz es madre de cuatro hijos. Era dueña de una pequeña tienda de ropa en Guatemala antes de llegar a los Estados Unidos. Ahora que vive en Nueva York, es la copresidenta de la Asociación de Padres y Maestros de su hijo mayor y está activa en su iglesia y comunidad.
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The Book of Rosy \ El libro de Rosy (Spanish edition) - Rosayra Pablo Cruz
Primera Parte
1
La visita
—Rosayra Pablo Cruz.
Cuando se dice con amor, mi nombre de pila fluye con facilidad. Las erres caen en cascada sobre las vocales como las aguas cristalinas del río Azul de Guatemala sobre las piedras lisas. Pero la voz de la celadora es brusca y tajante, suena enojada. No es su trabajo ser amable, ni pensar en los nombres de las internas que ocupamos las celdas del Centro de Detención Eloy en Arizona. Sólo somos apellidos y números. Nueve números que, al ser introducidos en la base de datos de inmigración, pueden decirte quiénes somos, de dónde venimos y cuándo nacimos.
Lo que no pueden decirte es que hace treinta cinco años, y a más de tres mil kilómetros de distancia, mi madre, Fernanda Cruz Pablo, dio a luz en casa, en un parto que duró casi doce horas, muchas de ellas en una oscuridad sólo atravesada por el parpadeo de un fuego hecho con ramas de ocote, un árbol de hoja perenne que suelta una fragancia de pino al arder. Refugio, una de las parteras del pueblo, se sentó a su lado y la ayudó a prepararse para el empujón final. Cuando nací, mi madre pidió a Dios que me bendijera y cuidara, y que, si podía permitirse tal atrevimiento, hiciera mi vida un poco más fácil de lo que había sido la suya hasta ese momento.
La celadora vuelve a llamarme con tono aún más severo.
—PABLO CRUZ, TIENES VISITA.
La observo con incredulidad mientras me revuelvo en la litera inferior de mi estrecha celda. Niego con la cabeza. No, no es posible que tenga visita. No conozco a nadie en Arizona. No he seguido el consejo de mis compañeras detenidas; no he contactado a un abogado para que me ayude, ni siquiera después de que mi compañera de celda gastara su dinero en una llamada a mi familia en Guatemala, rogándoles que me convencieran de pedir ayuda legal. «Rosayra», me susurró, «llama cuando menos. ¡A ver si puede ayudarte! ¡No pierdes nada!»
«¿Y para qué?», pensé, y le repetí esa pregunta a mi hermana mayor, Elvira, cuando por fin logramos hablar por teléfono. No tengo dinero para pagar un abogado y mi familia tampoco. De hecho, nos endeudamos para que yo pudiera venir a Estados Unidos con mis hijos, y todos estamos bajo la presión de pagar esos préstamos, con intereses, lo antes posible. Mientras más pronto pueda salir de aquí, más pronto podré estar con mis hijos, solicitar asilo y obtener un permiso de trabajo. Una vez que lo adquiera podré ganar algo de dinero, pagar mis deudas y asegurarme de que mi familia estará bien. El proceso no será fácil, lo sé, pero cada día que paso en este lugar significa estrés para mi familia, porque se preocupan por mi deuda. Cada día que paso aquí los pone en riesgo, ya que en mi país las deudas pendientes pueden implicar una sentencia de muerte.
Esta es la realidad de casi todos los migrantes centroamericanos que huyen a Estados Unidos. Casi nadie tiene dinero para hacer el viaje por su cuenta, así que lo piden prestado a personas que sí lo tienen. Luego están obligados a pagarlo, puede sumar miles de dólares con intereses. Uno no entiende lo rápido que se acumulan esos intereses hasta que no has tenido que recurrir a un trato semejante y vivir con la ansiedad de cumplir con los plazos de pago.
—¡VAMOS, Pablo Cruz!
La miss —el nombre que usamos para todas las celadoras—parece molesta de verdad.
Debe ser un error. La idea de que alguien haya viajado a esta polvorienta ciudad desértica, a esta prisión privada para migrantes sólo para verme es inconcebible.
Pero la miss insiste. Quizá es un amable voluntario del Programa de Visitas a Centros de Detención de Casa Mariposa. Nunca habían venido a verme, pero escriben cartas a mujeres detenidas y vienen semanalmente, un necesario recordatorio de que al menos un puñado de personas fuera de estas paredes y alambres de púas saben y se preocupan por lo que sucede aquí dentro.
Salgo de la celda con los tenis de lona que me dieron aquí; resuenan en el piso, aletean inútilmente como las alas rotas de un pájaro. Uno es de color más claro que el otro, desgastado por el uso en los distintos pies que los han llevado. No tenemos nada nuevo; todo es usado, cada objeto cuenta las historias y el dolor de las personas que nos precedieron.
Ninguno de los zapatos tiene cordones. Las únicas que los llevan en Eloy son las celadoras en sus botas. Los cordones pueden ser armas; podrían usarse para herir a otra detenida, para asfixiar o para colgarse, víctima de la desesperación, como se comenta entre susurros. Esas historias no me sorprenden. En el poco tiempo que llevo aquí he visto a mujeres enloquecer hasta la histeria. Se enroscan en sus literas y se niegan a abandonar las celdas. Lloran sin cesar, como si sus cuerpos fueran un pozo sin fondo lleno de lágrimas. Las he visto apagarse, convertidas en el cascarón de lo que solían ser. Las he visto perder su deseo de luchar, de seguir adelante. Es aterrador presenciar lo rápido que esto ocurre; es escalofriante darte cuenta que nada de lo que digas o hagas podrá traerlas de vuelta de la locura.
Esa locura, esa salvaje locura. . . puedo avistar su perfil oscuro como si se acercase a los contornos de mi ser. Es como estar de pie en un gran sembradío de maíz y percatarse de que una tormenta gana fuerza; las furiosas nubes se hacen cada vez más grandes y ganan velocidad frente a tus ojos, justo antes de soltar una lluvia violenta que se dirige hacia ti. En mi interior, trato de mantener la oscuridad bajo control, por fuerza voluntad. Al llegar aquí me di cuenta de que, para sobrevivir al encierro, me haría falta fortaleza mental y emocional. No me he vuelto insensible, pero tampoco quiero llorar. Si empiezo, tal vez no pueda parar. Sufro por mis dos hijos, por supuesto, pero si dejo salir las lágrimas me convertiré en una de esas mujeres al borde del precipicio, y entonces, ¿qué podré hacer para recuperar a mis niños, los que me han arrebatado?
En la sala de visitas estudio los rostros pero no reconozco ninguno, así que espero que la miss me indique quién me visita. Levanta el dedo y señala a un hombre alto y delgado con un buen traje y un elegante sombrero de paja. Parece latino, y más tarde sabré que también es inmigrante, de Nicaragua. Hojea el fajo de papeles desorganizado que tiene delante.
—¿Quería verme? —le pregunto.
—¿Cómo se llama?
—Rosayra Pablo Cruz.
—A ver: Pablo Cruz, Pablo Cruz, Pablo Cruz. . . —Levanta la mirada de los papeles—. No, lo siento. Usted no está en mi lista.
Lo observo sin entender.
—No sé, pero me dijeron que viniera a verlo —le explico.
—Venga —dice, señalando una silla—. Siéntese. Hablemos.
José Orochena se presenta. Me explica que es un abogado de Nueva York que trabaja con un grupo de madres activistas, quienes han reunido grandes sumas para pagar fianzas a madres como yo, separadas de nuestros hijos en la frontera debido a una política llamada «tolerancia cero». Empezaron a recaudar dinero el 25 de junio y esperaban cubrir la fianza de una sola, pero hay tantos estadounidenses enojados con esta política que al final juntaron lo suficiente para cubrir otras fianzas. Me cuenta que la política de tolerancia cero pretendía desalentar de buscar asilo en Estados Unidos a quienes huimos de la violencia en Centroamérica, y entró en vigor el 6 de abril de 2018. Yo crucé la frontera entre México y Estados Unidos junto con mis hijos diez días después, el 16 de abril. De haber llegado apenas once días antes, nuestra historia habría sido muy diferente a la que cuento ahora.
Ninguna de las detenidas en Eloy conocíamos esta política antes de emprender el viaje. Jamás escuchamos noticia alguna al respecto en nuestros pueblos y ciudades. Las noticias de la noche, para aquellos que tenemos televisor, se centran en los acontecimientos locales: la muerte más reciente, relacionada con una extorsión a manos de las pandillas, o algún terrible accidente de carretera, con un video que muestra el escalofriante momento del impacto una y otra vez mientras el presentador habla como si narrara un divertido evento deportivo. Quienes huimos de nuestros países de origen durante el periodo de tolerancia cero llegamos a la frontera con esperanza —algunos habíamos intentado cruzar en otras ocasiones; otros, como yo, lo logramos a la primera—, sólo para que nos separaran de nuestros hijos sin previo aviso. Muchas de las mujeres encarceladas aquí ni siquiera pudieron despedirse de ellos.
De haber conocido esa política, ¿habríamos tomado una decisión diferente? No lo sé. Es imposible decirlo. ¿Cómo puede uno elegir entre un peligro y otro?
José me cuenta más sobre las madres y la primera mujer que liberaron de Eloy. Pagaron su fianza de 7.500 dólares y la llevaron de Arizona hasta Nueva York, donde sus hijos se encontraban en un albergue. Era un lugar llamado Centros Cayuga, donde también están mis niños en este momento. En una semana, las madres activistas consiguieron liberar a algunas otras que fueron separadas de sus hijos bajo la política de tolerancia cero: Amalia, Irma, todas tienen nombres hermosos. José no es un abogado de inmigración, pero ahora mismo desconozco ese detalle; no hay tiempo para que me lo explique. Tiene que atender a otras mujeres durante su rápida visita a Eloy ese día, 9 de julio. Desde que él y las madres liberaron a Yeni González García el 28 de junio, su teléfono no ha parado de sonar a todas horas. Dice que las madres activistas son el «enemigo público número uno en Eloy» porque nos han dado esperanza a quienes estamos detenidas.
Esta esperanza se reduce a diez dígitos: el número del celular de José. Antes de ser liberada, Yeni lo compartió con otras detenidas, quienes lo copiaron una y otra vez, y circuló por el centro de detención más deprisa que cualquier chisme jugoso. Las mujeres lo llaman cuando pueden usar el teléfono, si es que tienen la suerte de que alguien les deposite dinero en una cuenta para llamar al mundo exterior. La conexión suele ser mala, con un ruido de estática en la línea o un retraso al otro lado que complica la conversación. Las filas para usar el teléfono son largas y el tiempo para hablar se agota rápidamente porque las llamadas son caras, pero la esperanza y el deseo de ser escuchadas son persistentes y pacientes.
José se ha convertido en una especie de héroe popular para muchas; cuando liberaron a Yeni, el lugar fue resguardado para que el resto no nos enterásemos, pero se corrió la voz. Las que habían oído hablar de él, las que recibieron su número de manos de otra prisionera, confiaban en ser las siguientes en salir de Eloy y dejar atrás este infierno.
Además de difundir el número de teléfono, Yeni hizo algo más. Memorizó una gran cantidad de información sobre las mujeres con las que compartió la detención y proporcionó a José una lista de madres que podrían necesitar su ayuda; se sorprendió ante su capacidad para almacenar tantos detalles sobre muchas otras mujeres y sus hijos. Pero mi nombre no estaba en esa lista, y no había llamado a José. De hecho, no sabía ni quién era. Su número circulaba por Eloy como «El abogado», pero como no tenía dinero, me empeciné y ni siquiera quise llamarlo.
Estos hechos sólo refuerzan mi percepción de que algo divino actúa en estos casos. En los papeles y carpetas que carga José están los nombres de las madres de la lista de Yeni así como de quienes lo han llamado para pedir ayuda. No «pertenezo» a ninguna de esas categorías, entonces, ¿cómo hemos entrado en contacto, si no es por la mano de Dios? Junto con sus nombres, José tiene anotado los países de origen de estas mujeres así como los nombres, edades y la ubicación de sus hijos. Intenta reunir toda la información posible para armar una imagen coherente de la situación.
«¿Tiene una fianza fijada?», pregunta. Sí, la tengo: de doce mil dólares. Es una cantidad imposible cuyo cálculo parece arbitrario. «¿Dónde están sus hijos?» En Nueva York. «¿Cuáles son sus nombres?» Yordy y Fernando. «¿Sus edades?» Quince y cinco. «¿Cuál es su número de extranjero de nueve dígitos, o número A?» Garabatea mis respuestas en un papel. Tan pronto salga de las instalaciones le enviará un mensaje de texto a Julie, la mujer al frente del grupo de madres de Nueva York, y preguntará si hay suficiente dinero para pagar mi liberación. Está seguro de que sí. Cuando se pone en pie y empuja su silla hacia atrás, dice algo que parece una promesa improbable. «La liberarán pronto», me asegura. Me da la mano y dice que se mantendrá en contacto.
Estoy incrédula, segura de que este hombre amigable y aparentemente bienintencionado ha cometido un grave error. ¿Qué clase de personas pagarían una fianza de doce mil dólares por alguien a quien jamás han visto y que no conocen de nada? ¿Cómo pudieron reunir esa cantidad de dinero? Regresando a mi celda me invade la confusión, pero me permito sentir una pequeña chispa de esperanza. Al fin y al cabo, he estado rogando a Dios que me muestre una señal.
* * *
Cuando recién llegué a Eloy me juntaba con varias detenidas en el patio donde pasábamos las dos horas de recreo al aire libre en oración comunitaria. Hoy en día seguimos reuniéndonos, vestidas con los uniformes carcelarios verde oliva que ocultan la ropa interior usada y sucia que nos dieron al ingresar. Rezamos por cosas obvias: pedimos paciencia para sobrellevar el tedio del día a día y fortaleza para soportar las insufribles condiciones del centro de detención, como la comida inadecuada y a menudo rancia; los delgados colchones; los racionados artículos de higiene personal; el agua que parece contaminada de sustancias que dejan las manos de muchas de nosotras secas y enrojecidas, como si estuvieran quemadas; la incapacidad de descifrar qué día era; la insensible respuesta a cualquier solicitud médica, por más grave que fuera: «Tome un ibuprofeno y beba más agua»; y, lo peor, la inmensa crueldad de algunas celadoras —todas mujeres—, muchas de las cuales hablan español con fluidez, pero se niegan a comunicarse con nosotras en cualquier idioma que no fuera el inglés.
A muchas nos parece que disfrutan de atormentarnos, gritando y amenazándonos con medidas disciplinarias, incluso el confinamiento solitario, por infracciones como abrazarse, trenzar el cabello de otra o esconder un pedazo de pan en el sostén para cuando el hambre nos golpee muy entrada la noche. Las celadoras son incapaces de ponerse en nuestro lugar, así que nos tratan como seres humanos inferiores, nos obligan a rogar por una toalla sanitaria extra, por ejemplo, o nos dicen una y otra vez que el sufrimiento que padecemos nos lo hemos buscado. Aunque parezcan tan despiadadas, también oramos por ellas, pidiendo a Dios que perdone sus pecados y las lleve a comprender el dolor ajeno.
Pero, sobre todo, las mujeres del círculo de oración se turnan para hacer peticiones por sus hijos. «Dios, por favor mantén a nuestros hijos a salvo, donde sea que estén». «Dios, por favor, toca los corazones de nuestros hijos y hazles saber que no los hemos abandonado». «Dios, te lo suplico, por favor reúnenos pronto con nuestros niños». Lágrimas tibias y saladas bajan por las mejillas de la mayoría y buscamos la manera de consolarnos sin hacer nada que nos lleve al confinamiento solitario, o «el hoyo», por una infracción disciplinaria.
Nuestras voces se quiebran, débiles gemidos en un vasto espacio abierto sin césped, expuestas al sol abrasador del suroeste. Estamos cercadas por vallas metálicas y alambre de púas, y aunque nos encontramos al aire libre, el mundo exterior se ve distante.
Recientemente, una compañera caminó por el perímetro interior de la cerca intentando averiguar si sería posible realizar una protesta para que la gente supiera que estamos aquí, para contarles lo que está sucediendo dentro de Eloy. Cuando nos informó a las interesadas, su voz estaba cargada de desilusión. «Estamos lejos de todo», dijo. «No vi personas ni carros. Estamos en medio de la nada». Más tarde me enteré de que muchos centros de detención, operados bajo contrato con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés), se encuentran en lugares similares, lejos de las ciudades, fuera de la vista de los ciudadanos comunes y corrientes.
Aislamiento y desolación. . . es por esto que los círculos de oración son un sustento, un rayo de luz y un soplo de esperanza en nuestra oscura y asfixiante existencia dentro de Eloy. Si mis solas plegarias no son suficientes —y empecé a dudar de que fueran efectivas—, estoy segura de que la invocación colectiva de tantas madres podría llegar a los oídos de Dios y tocar su corazón.
Pero a finales de junio, más de dos meses después de mi detención, ya no estaba tan