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Todos los cuadros que tiré
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Libro electrónico85 páginas1 hora

Todos los cuadros que tiré

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Información de este libro electrónico

En un rincón junto al horno y el lavarropas, lugar resignificado cual cuarto propio, la narradora divaga, reflexiona, ama y odia, recuerda, escribe. Sobre todo escribe. Desde la crónica de un workshop de arte en Río de Janeiro al que fue invitada como traductora hasta la última pelea con su pareja porque él lava los platos sin amor.

Cecilia Pavón transita con total impunidad entre los detalles más insignificantes de la vida cotidiana y aquellos canónicamente considerados propios del arte y de la literatura, dejando ver las continuidades, a veces imperceptibles, entre ambos.

Y en este ir y venir que borra límites y fronteras construye Todos los cuadros que tiré, un libro de relatos hecho de inmoladas confesiones, fugaces apuntes en libretitas olvidadas y declaraciones de principios estéticos y políticos. La inevitable consecuencia de una artista que vive su vida como una obra de arte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2020
ISBN9789877121926
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    4/5
    Me gustó muchísimo y ahora quiero leer todos sus libros, me encanta que hable de temas diminutos e intrascendentes, me hace acordar a Rosario Blefari
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Me encantó el libro. Por momento de transforma en un relato crudo.

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Todos los cuadros que tiré - Cecilia Pavón

Créditos

UN DÍA PERFECTO

Cualquier escritura que no vaya hacia el amor se chocará contra una pared o contra cualquier cosa dura, como ese tren en la estación de Once que una vez no pudo frenar. Hoy es domingo por la tarde y recuerdo un día perfecto. Todos mis cuentos son sobre pensar o recordar. Aunque estuve a punto de empezar a escribir un cuento sobre matar. La inspiración me vino de una escultura de cerámica hermosa que hizo mi hijo de ocho años: cuatro cuchillos apoyados sobre un plano rugoso, esmaltado de color verde musgo. Los cuchillos son todos de distintos tamaños, de color gris, y están extendidos de mayor a menor. Aunque no es el momento de hablar de cuchillos, sino de un día perfecto…

El 20 de enero de 2016 fue un día perfecto. Un día de calor tórrido en la ciudad de Santiago de Chile. Yo había llegado a esa ciudad con mi hijo de la mano, para que visitara a su padre chileno, después de atravesar la cordillera en bus y hacer cinco horas de cola en la aduana. Hordas de argentinos –sí, podría decirse hordas– esperando su turno para pasar al país limítrofe alentados por la ilusión de encontrar mercancías baratas del otro lado de los Andes. Todo a causa del famoso cambio. En Argentina el cambio, la relación entre el peso y el dólar, el dólar, el dólar… es un tema omnipresente. Como si el peso argentino no existiera y solo fuera un fantasma danzando alrededor de la divisa estadounidense. Y no existe, es solo una abstracción débil flotando en torno a otra más poderosa, un puñado de hojas secas.

La presidenta saliente no dejaba comprar dólares, se necesitaban para la industria nacional. El presidente entrante liberó el mercado de divisas, su programa estaba basado –dijo en la campaña– en el comercio y la libertad. El comercio y la libertad. Hace un mes que los argentinos pueden comprar dólares en el mercado formal y ya corren en sus autos hacia el otro lado de la frontera a comprar ropa y computadoras traídas de Asia… Ropa y computadoras: las dos cosas que definen mi vida. La computadora, porque es donde escribo, y yo trabajo de escribir. (Soy una mujer que trabaja de escribir). Y ropa, porque es el recurso más a mano que tengo para transformarme en una mujer y poder ser una mujer que escribe.

El miércoles 20 de enero de 2016 me encontré con Gary y Eugenia, que justo estaban en Santiago, para ir de compras al mall Costanera Center. Un amigo de Gary le dijo que desde el balcón de su edificio el mall parece un cigarrillo encendido. Allí es posible encontrar todas las marcas que no están en Argentina por los altos aranceles de importación a los productos textiles que impusieron los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner: H&M, Forever 21, Topshop, Banana Republic, Gap y muchas más. Todas marcas que en Europa seguro ya pasaron de moda pero que en esta parte del mundo hacen furor. Una de las principales atracciones del centro comercial es una cascada de agua que produce imágenes y textos mediante la caída libre de gotas de agua; tiene ocho metros de ancho y doce de altura, y fue diseñada y construida por la empresa alemana OASE, dice Wikipedia. En Wikipedia es posible encontrar la historia de cada mall chileno. No sé por qué me puse a googlear esos datos, y tampoco sé por qué los estoy transcribiendo aquí. Quizás porque me llamó la atención que la empresa que maneja el branding del mall Costanera Center destaque como la atracción principal la existencia de esa cascada. O porque a pesar de haber pasado seis horas en ese centro comercial nunca vi las imágenes ni las palabras que producen esas gotas de agua en caída libre; creo que nadie las debe haber visto porque son totalmente accesorias a la experiencia extática de comprar. O quizás algún niño las vio, puede ser. Cuando leí lo de la cascada, pensé al instante en el arte contemporáneo: una caída libre de imágenes y palabras que fluyen al mismo ritmo que el dinero. En Wikipedia también encontré la historia del primer mall de Latinoamérica que fue inaugurado en Chile durante el gobierno de Augusto Pinochet: El mall Parque Arauco fue abierto al público el 2 de abril de 1982, e inaugurado al día siguiente por el comandante en jefe de la Armada y miembro de la Junta Militar, José Toribio Merino. Ese mismo día, el 2 de abril, en Argentina empezaba la guerra de Malvinas. ¿Podría decirse, entonces, que el 2 de abril de 1982, en el Cono Sur, empezaron dos guerras? Bueno, en realidad fue la misma guerra. Porque una sola guerra mueve las prendas de vestir, las armas y las obras de arte por el mundo.

En realidad, no importa de dónde vienen los malls (ni hacia dónde van). Lo que importa es que existen como cigarrillos eternamente encendidos, o quizás como heladeras gigantes en este día sofocante de principios de 2016. Es el día más caluroso del año y casi no hay lugares con aparatos de aire acondicionado en esta ciudad. La energía eléctrica es carísima en Chile y solo las grandes empresas como el mall Costanera Center pueden costearse un sistema de climatización. Y allá voy, en el metro, completamente sola, pensando en mi vida, que es lo que hago siempre que viajo sola en el transporte público. Mi hijo está con su familia paterna y Fabio, que fue mi novio durante siete años y que siempre me acompañaba a este país, me dejó exactamente hace diez meses por una estadounidense. Samantha, una chica rica de California, que por los problemas con su padre autoritario –otra guerra, al parecer–, vino a refugiarse en Buenos Aires. Fabio la conoció en un bar para turistas. Yo me di cuenta de que algo raro pasaba en nuestra relación porque empezó a leer compulsivamente libros en inglés, hasta que una mañana después de desayunar me dijo que estaba perdidamente enamorado de una extranjera. Todavía siento pena por lo que pasó, y él no volvió a hablarme, salvo en e-mails breves y cortantes, fríos y carentes de afecto, donde me decía que era el destino, que había encontrado el verdadero amor y que yo pronto también lo iba a encontrar... pronto. No sé si como una

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